II
RECUERDO
Una fina pátina se estaba formando en la armadura de Nihilan donde su cuerpo se enfrentaba a la tormenta de ceniza.
Segundos después de abandonar la bodega de la Stormbird ya estaba casi tan gris como los cuerpos enterrados bajo sus pies.
Montones de planas escamas volaban por la desolada llanura, cubriendo las intimidantes tumbas y criptas. Parecían sombras caídas en el polvo gris, antiguas siluetas que evocaban viejos recuerdos. El viento que las transportaba era una asfixiante vibración de muerte que susurraba… «Moribar».
Unas pesadas botas aplastaron los huesos de la carretera osario que pisaban e interrumpieron los pensamientos de Nihilan. Ramlek estaba junto a él, con la rejilla que cubría su boca despidiendo humo y ceniza.
—Lluvia crematoria —le dijo el brujo de los Guerreros Dragón con sus fríos ojos fijos en las blanqueadas planicies amarillas que tenían delante.
—¿Eh? —gruñó Ramlek, comprobando la carga de su bólter e inspeccionando la zona de desembarco.
Desierta, como se había planeado.
—La ceniza —dijo Nihilan, atrapando unas cuantas briznas cenicientas con las garras extendidas—. Se llama lluvia crematoria.
Ramlek se volvió para mirar a su líder sin una expresión discernible. Nibilan sonrió ligeramente tras el casco de combate con rostro dracónico.
—Eres una persona terriblemente decidida, ¿verdad, Ramlek? El salvaje gruñó y se adentró en la tormenta.
Momentos después, Ghor’gan y Nor’hak se unieron a Nihilan.
—No aprecia las sutilezas, señor —ofreció Nor’hak, con su escamada servoarmadura repleta de armas y espadas.
—¡Ah! —dijo Nihilan, guiándoles tras Ramlek—. Pero ya os tengo a vosotros para eso, hermano. Ramlek siempre ha sido poco agudo, pero es un auténtico sádico a pesar de ello.
Nor’hak bufó. El sonido se oyó metálico y resonante a través de la rejilla de voz del casco de combate. No le tenía mucho aprecio a aquel perro loco. Sólo veía en él a un asesino que desaparecía en la bruma de cenizas, y aquella misión era todo un desafío para el bien armado guerrero dragón.
—Este lugar… —dijo Ghor’gan, ajeno a lo que acababa de pasar entre los demás—. Se me hace extraño regresar.
—¿Cuántos años han pasado? —preguntó Nor’hak sin ocultar su aversión por el polvo que cubría sus instrumentos.
Nihilan respondió con voz áspera:
—Cuesta recordarlo… Pero todavía lo siento aquí. Ushorak está con nosotros. —Su tono se ensombreció—. Y ansía venganza.
Tras ellos, la cada vez más densa ceniza cubría lentamente la Stormbird. Pronto estaría bien camuflada. El lugar de desembarco se había escogido con la idea de mantener su llegada en secreto. Nadie debía saber que habían regresado. Todavía no.
Ekrine, el piloto de la nave, habló por el comunicador.
—¡De prisa! —dijo bruscamente—. Esta mierda ya se está infiltrando en los conductos del motor. No me apetece mucho tener que estar respirando aire compuesto por viejos muertos.
—Nuestro hermano lloriquea como un esclavo torturado —dijo Nor’hak. Ghor’gan escupió una respuesta:
—No podemos ir con prisas. Debemos mostrar respeto por los caídos. Ushorak así lo exige. —El guerrero cerró las garras, formando un puño, y se volvió bruscamente—. Voy a partirlo en dos por su insolencia.
—Detente.
Nihilan sólo necesitó decirlo una vez. Así como Ramlek, que continuaba vagando a solas por delante sin mediar palabra, era leal como un perro, Ghor’gan era tremendamente obediente, movido por algo más que su armadura: por la fe. Desde su primera visita a Moribar, vestido con «los atavíos de sus antiguas vidas», como solía llamarlos Ushorak, Ghor’gan había creído en Nihilan. Ahora parecía que habían pasado siglos desde que sus viejos hermanos los habían encontrado. Incluso mientras Ushorak buscaba la tumba de Kelock, Nihilan había prometido que no se rendirían fácilmente. Superados en número y en artillería, había reunido a los renegados y los había unido tomando prestada la retórica de su señor. Ghor’gan ya no veía a un brujo; le consideraba un profeta. Y cuando Nihilan cayó intentando salvar a Ushorak de la destrucción, le había sacado a rastras del fuego y había visto una voluntad tan inmensa que podría haber desafiado a la propia muerte.
—Ekrine tiene razón —dijo el brujo—. No podemos retrasarnos. Nuestra presencia no pasará desapercibida eternamente. —Y en voz más baja añadió—; Él lleva su dolor de manera diferente a ti, Ghor’gan. Todos tenemos nuestros propios medios desde que se… llevaron a Ushorak.
Ghor’gan giró su inmenso cuerpo, y una cascada de cenizas salió de las articulaciones de la armadura, una fina nube que se perdió rápidamente en la tormenta. El corpulento soldado llevaba un cañón de fusión y comprobaba la carga del arma beligerantemente, mientras continuaban en silencio.
Para Nor’hak era demasiado.
—Detesto este lugar —dijo al cabo de un momento—. Ya está muerto. No queda nada que matar.
Nihilan señaló al horizonte, donde una de las carreteras osario daba a un túmulo con escalones. Unas sombras se movían a través de las grises nubes de ceniza y humo, con las cabezas agachadas para protegerse del polvo.
La voz de Ramlek le respondió a través del comunicador.
—Veo ganado. —Su distante contorno se veía difuminado en la bruma; estaba agachado como un depredador oliendo una presa—. Solicito permiso para atacar, mi señor.
—Denegado.
El rugido que recibió en respuesta delató la ira de Ramlek, pero como un perro obediente permaneció quieto.
Nor’hak ya estaba en movimiento, sacando una daga de largo filo, con un extremo serrado, de su vaina.
—En silencio, hermano —le indicó Nihilan a la gris figura.
Nor’hak ya se había fundido con el entorno. El guerrero dragón había desaparecido.
—Como una tumba —dijo Nihilan en un susurro entre dientes, mordiéndose el labio hasta sangrar.
Ocultaba bien su rabia, el dolor que ardía en su interior como una tempestad. Los asesinos de Ushorak pagarían por aquello. Acabaría destruyéndolos a todos, pero antes les haría sufrir.
—Deberíamos asesinarlos… —masculló Ramlek con una nube de cenizas escapando de su acolmillada rejilla de voz.
Estaba agachado, con una posición avanzada en la entrada de un templo catacumba, un acceso que daba a los profundos sótanos del mundo. Al otro lado de éste, había un umbral de losas y de puntiagudos mausoleos en el que un grupo de siervos y notarios de la Eclesiarquía se encargaba de sus tareas. Unas extrañas criaturas con aspecto de querubines zumbaban en los altos aleros del templo como insistentes insectos. En silencio, unos cardenales y sacerdotes inferiores mecían incensarios sagrados sobre las muchas tumbas y marcas de sepultura. Un equipo de servidores que llevaban lámparas de promethium iba brasero por brasero, encendiéndolos todos.
—Estoy de acuerdo —dijo Nor’hak a sus hermanos, que se encontraban varios metros por detrás, ocultos tras una de las monolíticas piedras en recuerdo de los muertos que daba a la entrada.
Un olor a quemado inundaba la brisa hasta allí abajo desde la superficie. Arriba, el aire había sido frío, glacial como la muerte. Allí, Nihilan podía detectar la presencia de los crematorios, el corazón líquido del mundo. A pesar de la calidez que radiaban, los viejos recuerdos que le evocaban le helaban la sangre.
—No, esperaremos —dijo.
—«Espera» —le indicó a Ramlek por el comunicador.
Nor’hak insistió.
—¡Podemos con ellos!
Estaba a punto de alcanzar el brazo de Nihilan cuando Ghor’gan le agarró de la muñeca.
—¡Suéltame, perro!
Ghor’gan se inclinó hacia él y deseó poder enseñarle los dientes a través de su casco de combate.
—Te la partiré —le advirtió con un gruñido.
—Ya basta.
Nihilan observó la entrada del templo y utilizó su visión disforme para penetrar en la roca y la carne. Cuando el resplandor tras las lentes de su casco hubo desaparecido, añadió:
—Hay un modo de entrar sin alertar a esos perros fieles.
—Lo veo —respondió Ramlek, que había recibido la resonancia psíquica de las palabras de Nihilan.
—Guíanos, hermano.
Era un reto sencillo. No cabía duda de que los cardenales y sus acompañantes eran devotos sirvientes, pero no esperaban ver enemigos entre ellos. Moribar era un mundo sepulcro. Se suponía que allí los muertos descansaban. Su oficio era tranquilo. Estaban concentrados en sus labores de fe, ajenos a que la muerte acechara entre ellos. Al cabo de unos pocos minutos, los Guerreros Dragón habían atravesado el umbral del templo catacumba y habían penetrado en las tripas del propio Moribar.
Incluso en la oscuridad y las parpadeantes sombras de los crematorios, unos siervos inclinados hacia el suelo trabajaban duro. Eran sepultureros, los enterradores de los muertos, los quemadores de la carne y el hueso.
Unos inmensos incineradores de hierro salpicaban los túneles inferiores como casamatas. Hileras de delgados y cetrinos hombres, resollando a causa de la inhalación de demasiado polvo de tumba, avanzaban lentamente hacia las ardientes puertas de los incineradores. Sobre sus espaldas, o amontonados de manera descuidada encima de unos carros o de unas camillas, había cadáveres. Algunos estaban tan consumidos que casi parecían esqueletos.
Aquéllos eran los túneles de trabajo, y Nihilan se alegró de evitarlos. Su destino y el de sus guerreros estaba a mucha más profundidad, en la cuenca del mundo catacumba.
En su punto más bajo encontraron a la parca.
Nihilan se expuso solo ante ella, desarmado y con los brazos abiertos en lastimera súplica.
—¿Por qué se humilla ante esa cosa? —dijo bruscamente Nor’hak desde las sombras.
Los demás se mantenían ocultos, tal y como se les había ordenado, pero podían ver el intercambio entre el brujo y el gris gigante ataviado con túnicas de piedra. Una pesada capucha de granito cubría los rasgos del segador. Con sus delgados y largos dedos agarraba una pesada guadaña de hueso. Ningún símbolo la adornaba. Ningún adorno restaba pureza a su forma. Era como un ángel encapuchado con las alas cortadas que se hubiera extraído de una losa funeraria y al que se le hubiera insuflado vida.
Sólo los zumbantes servos y los chasquidos de sus componentes mecánicos revelaban su auténtica naturaleza.
—Está mostrándole lealtad para ganarse su confianza —respondió Ghor’gan, fascinado ante la escena.
Nor’hak se dio la vuelta para mirarle.
—Es una máquina. ¿Qué confianza puede poseer?
—La que sus creadores le hayan imbuido.
—Nadie puede pasar.
La augmética voz del segador resonó como una profecía desde el oscuro vacío de su capucha.
—Sólo los muertos.
Un fuerte golpe metálico seguido de un silbido de presión neumática expulsada anunció movimiento. Sus vestiduras de piedra se abrieron ligeramente, y la figura: avanzó como si maniobrase sobre un lecho de oruga.
—Nadie puede pasar.
Lentamente, levantó la guadaña de hueso, y su filo resplandeció con energía eléctrica.
Nor’hak se puso de pie antes de que Ghor’gan le obligase a agacharse de nuevo.
—¡Va a partirlo en dos!
Incluso Ramlek, a pesar de verse constreñido por las órdenes de su señor, parecía preparado para disparar el bólter. Se volvió hacia Ghor’gan, apretando y soltando los puños, con el humo y la ceniza saliendo por la rejilla de voz con furia.
—Esperad… —les dijo Ghor’gan—. Tened fe.
Vieron cómo la sombra del segador caía sobre Nihilan, que seguía sin moverse.
Cuando estuvo lo bastante cerca, el brujo murmuró algo en voz demasiado baja como para que lo oyeran. No obstante, el efecto fue obvio. El segador se quedó quieto como si estuviese moldeado en ámbar. Nihilan bajó los brazos, indicando al mecanizado gólem que se agachara con un dedo estirado. Cuando el segador estuvo a la altura de su casco de combate, se inclinó hacia adelante y susurró algo más, directo al procesador cerebral que actuaba como su cerebro.
Después, se dio la vuelta y se alejó.
—¿Qué has hecho? —preguntó Nor’hak cuando Nihilan hubo regresado, con un ojo en su señor y el otro en el segador mientras éste volvía a su puesto.
—Respóndeme a una cosa, Nor’hak —dijo—. Cuando nos estábamos preparando para enfrentarnos a nuestro fin contra los Salamandras, ¿cómo crees que se infiltró Ushorak en las catacumbas?
—Más allá de esa cosa, no tengo ni idea.
—Con conocimiento, hermano —respondió Nihilan, dándole a Nor’hak unos golpecitos en la frente a través de su casco de combate—. No soy ningún predicador —continuó—, pero las palabras, no sólo las armas, también tienen poder.
Nihilan rió ante la abierta beligerancia de la postura de Nor’hak. Le divertía provocar al contenido asesino. De no haber sido tan excepcional en su cometido, se habría deshecho de él hacía años.
—Una vez que he llamado su atención, lo he dejado ocupado con algo. Un activador.
—¿Cómo puedes estar seguro de que vendrán, señor? —preguntó Ghor’gan mientras ascendían de nuevo por el túnel.
—Lo harán, hermano. Vendrán, pero no deben saber qué es lo que nos llevamos de aquí. Después de lo que estamos a punto de hacer, nos darán caza, rastrearán todos y cada uno de los campos de batalla en los que jamás hayan luchado contra nosotros. Y aquí, en Moribar, en nuestro lugar de nacimiento, es donde buscarán con más insistencia. Uno de ellos abrirá los ojos, y cuando lo haga, yo se los cerraré de nuevo. Para siempre.
—¿Y ahora? —preguntó Ramlek, a punto de perder su paciencia con la capa y la daga.
Los ojos de Nihilan ardían.
—Ahora regresaremos a la nave, donde Ekrine tiene un rumbo trazado.
—¿Adónde? —intervino Nor’hak.
—A un mundo insignificante —respondió Nihilan—. Pero recordarán su nombre: Stratos.