II. Un aire frío

II

UN AIRE FRÍO

Con un silbido de piel hirviendo, T’sek apretó el hierro contra el hombro de Dak’ir y la imagen de Kessarghoth quedó marcada.

—Un digno tributo —dijo Pyriel desde la profunda oscuridad del solitorium.

Dak’ir examinó el símbolo del draco grabado para siempre en su carne. Todavía brillaba con el centelleante resplandor de las ascuas del brasero del servidor votivo.

—Aunque la bestia no haya sido vista en Nocturne durante milenios, siento su presencia, maestro. A pesar de la irrealidad del Camino del Tótem, sabía que estaba luchando contra el espíritu de Kessarghoth.

—Y triunfaste, Dak’ir —terció Pyriel—. Le derrotaste y sobreviviste. Y al hacerlo te convertiste en semántico.

—Todavía me resulta un cargo incómodo —confesó Dak’ir.

—Echas de menos tu viejo mando, y a los guerreros de la 3.ª Compañía.

Dak’ir miró a los ardientes ojos del bibliotecario y asintió una vez.

«Es un guerrero magnífico en muchos aspectos», pensó Pyriel mientras observaba al nacido del fuego que tenía ante él. Una vieja herida le afligía, una mancha blanca de escarificación en el lado izquierdo de su rostro que marcaba a Dak’ir como alguien diferente a sus hermanos. Pyriel sabía que era mucho más que eso. Llevaba un tiempo sospechándolo. El apotecario Fugis le había hablado de ello, de los sueños, los recuerdos de su antigua vida, de su vida humana, con inusual claridad. Dak’ir era una especie de empático. Y eso era lo que le convertía de manera natural en un bibliotecario tan prodigioso.

Pero lo había sabido desde la cremación, desde que Pyriel había estado a punto de ser destruido por su incipiente poder psíquico. Dak’ir era diferente. Era más que eso. Era significativo. Vel’cona le había confiado los elementos de la profecía descifrada en la armadura recuperada en Scoria. Pyriel conocía perfectamente el papel que Dak’ir tenía en ella. Lo que él, y nadie más en el capítulo, sabía era cómo y hasta qué punto estaba Dak’ir involucrado.

De origen humilde, procedente de las cuevas igneanas, era un hermano de batalla excepcional. Jamás debería haber sobrevivido a las pruebas, no debería haber alcanzado el tan pregonado cargo de hermano sargento; debería haber fracasado ante la severidad del librarius…, y sin embargo, allí estaba, vistiendo la ceramita azul, convertido en un semántico ante los propios ojos de Pyriel.

—Ésta es tu vocación, Dak’ir. Para bien o para mal —dijo por fin.

Dak’ir alzó la mirada después de asegurar sus avambrazos. Los siervos de la armadura habían entrado en silencio y trabajaban con rapidez. Una entonación murmurada acompañaba a cada pieza de placa de batalla: que era fijada. Las cenizas del brasero ungían cada sección con una mancha blanca.

—¿Para bien, o para mal?

Pyriel sonrió, pero no era una sonrisa cálida.

—Sólo Vulkan puede saber cómo acaba todo, salamandra. ¿Quién sabe adónde nos lleva nuestra determinación?

—La mía me lleva a Moribar —respondió Dak’ir con un tono que delataba un ápice de beligerancia.

—¿Tanto deseas regresar a ese lugar?

Al entregarle la espada de energía Draugen a Dak’ir, había compartido un pequeño atisbo de la visión que el semántico había experimentado al atravesar la puerta de fuego. La memoria sensorial había hecho creer al codiciario que todavía podía percibir el olor a polvo de tumba en el aíre caliente del solitorium. Un mundo gris, lleno de sombras y de vieja piedra, persistía en su subconsciente como un espectro: el sigiloso fantasma del mundo sepulcro que perseguía a todos los miembros de la 3.ª Compañía y a aquellos guerreros que habían luchado con ellos.

—No —dijo Dak’ir—. Desearía no volver jamás, pero es mi destino. Está en el centro de todo esto, de algún modo.

—Incluso antes de ser capitán, Ko’tan Kadai proyectaba una larga sombra.

La mirada de Dak’ir se posó en el suelo como si buscase el significado en la oscuridad.

—Él nos condujo a la batalla aquel día para que regresásemos con nuestros díscolos hermanos…

—Sólo que Nihilan estaba demasiado lejos del alcance de nuestro capitán —lo interrumpió Pyriel.

Recordaba al hechicero de los Guerreros Dragón desde mucho antes de Moribar. Los signos de su final deserción habían estado ahí, pero era difícil ver a un hermano como otra cosa. Pyriel había sabido la verdad. La había sabido demasiado tarde, antes de que Vel’cona o Elysius pudiesen hacer nada al respecto. Nihilan ya había huido a Ushorak con la nueva orden de los Dragones Negros. El bibliotecario volvió a centrarse en Dak’ir.

—No podías haber cambiado el resultado de lo que pasó en los crematorios; has de saberlo, hermano.

Dak’ir exhaló profundamente y levantó la mirada. Iba vestido de nuevo con su armadura y aceptó a Draugen de manos de su sacerdote marcador, T’sek. Lo único que faltaba era el casco de combate.

—No importa, Pyriel. Pasó lo que pasó. Todas las líneas del destino irán desde ese punto nodal. En Moribar encontraremos el centro, donde dos los hilos empiezan y puede que terminen.

—Sin embargo, regresar a Moribar podría remover muchos recuerdos nociones. Ahora te encuentras psíquicamente débil, Dak’ir. Pero debes también estar preparado para eso. Al principio será como una arremetida, algo mucho más intenso de lo que hayas experimentado jamás.

—Estoy preparado, maestro. Y he progresado inmensamente desde la cremación.

—Esperemos que así sea —respondió Pyriel, que a continuación masculló—, o todo Moribar arderá en fuegos funerarios.

—Señor… —Inclinado ante su señor, el humilde T’sek le ofreció a Dak’ir el casco con ambas manos.

—Gracias, T’sek. Tienes la paciencia de Vulkan.

Dak’ir correspondió a la genuflexión del sacerdote marcador antes de aceptar el casco de combate.

A petición del semántico, se había diseñado con una sección de placa plateada en el lado izquierdo. Parecía un rostro humano; Dak’ir había dado instrucciones de que debía imitar su semblante cicatrizado lo máximo posible.

Pyriel lo encontró interesante, pero nada más. Si Dak’ir quería un recordatorio de la batalla en el templo de Aura Hieron, el lugar de la muerte de Kadai y de su propia mutilación, que así fuera. Los Salamandras llevaban sus cargas estoicamente; eso no era diferente.

Pyriel ordenó que se abriera la puerta del solitorium, y un rojo óvalo de luz les iluminó desde arriba. El chirrido de los engranajes anunció la activación de una placa elevadora que proporcionaba una salida segura de aquella mazmorra. Con las cabezas levantadas hacia un imaginario cielo escarlata, Pyriel y Dak’ir cerraron los ojos y abandonaron el solitorium.

Al otro lado de la puerta, el resto del bastión del capítulo los llamaba. Estaban en Hesiod, una de las ciudades santuario de Nocturne. Allí, en las oscuras salas del bastión, los Salamandras podían reunirse y entrenar. Muchos de los nacidos del fuego vivían fiera de las murallas ennegrecidas, entre la gente. De ese modo, inspiraban con su ejemplo y aprendían humildad y autosacrificio de aquellos que los experimentaban cada día de sus vidas. Algunos miembros del capítulo, aquellos con pregonados cargos o con mentes cerradas, pensaban que relacionarse con el populacho humano era alentar a que las debilidades se apoderasen de los astartes; que viviendo entre los nativos nocturnianos les hacía rebajarse en lugar de elevarse. Tu’Shan, regente y señor del capítulo, no compartía esa opinión.

Todo lo que un salamandra necesitaba se encontraba en el bastión del capítulo. El apotecarión y el gimnasium para el cuerpo; los solitoriums y los oratoriums para el espíritu, y los lectorums y librariums para la mente. Los armoriums contenían las armas y las jaulas de batalla para los entrenamientos. Los refectorios ofrecían alimento y un lugar para reunirse.

Rara vez se usaban. Los siervos y los sacerdotes marcadores recorrían esos solitarios pasillos. Los Salamandras estaban fuera, en los santuarios y más allá, en las llanuras y en los desiertos; surcando los mares y escalando las montañas. Muchos de los nacidos del fuego llevaban una vida nómada y solitaria lejos de la batalla, y ansiaban regresar al yunque de la guerra y ponerse a prueba. Pero amaban profundamente a su gente. Tu’Shan estaba convencido de que ningún otro capítulo se mostraba tan vinculado a su cargo como los hijos de Vulkan. Y eso era algo de lo que el regente se enorgullecía inmensamente y que les recordaba a sus guerreros con regularidad.

Sólo las forjas, las calientes y humeantes catacumbas bajo los rocosos cimientos del bastión del capítulo, se utilizaban con frecuencia. Allí, los Salamandras practicaban su destreza. Allí expresaban su maestría y su tradición sobre los yunques y el calor de las ardientes ascuas. No todos fabricaban armas; algunos forjaban artefactos de tal belleza que incluso los mejores artesanos de Terra y de Ultramar llorarían al pensar que estaban recluidos bajo tierra y que jamás serían vistos o admirados. Ésa era la tradición prometeana. Para un salamandra, incluso para un nativo nocturniano, lo que contaba era el acto. La adoración, la aclamación y la admiración no encajaban en una mentalidad tan pragmática.

La placa elevadora se detuvo en una alcoba que había en un largo pasillo. El camino estaba iluminado por unos dulces braseros que prestaban al aire la fragancia del humo. Casi solos, excepto por los más diligentes siervos y servidores, los dos bibliotecarios caminaron juntos en silencio. Sus pesados pasos resonaban fuertemente por los vacíos pasillos, templos y salas de reliquias. Pronto llegaron a la puerta norte del bastión, que daba a la ciudad de Hesiod en sí.

El viento ártico que azotaba Nocturne lanzaba una cortina de blanco helado a través del resplandeciente escudo de vacío que rodeaba las torres, las carreteras elevadas, las torres de habitáculos, los embalses artificiales, las instalaciones mineras y todas las muchas estructuras de la ciudad.

Hesiod estaba abarrotado de gente. Sus bajas carreteras, tal y como se veían desde la elevada planicie de oscuro granito en la que se encontraban Pyriel y Dak’ir, estaban atestadas de ajetreados ciudadanos. Eran los refugiados de las regiones exteriores, que buscaban el consuelo de las altas murallas de la ciudad y la protección de sus generadores de escudo de vacío hasta que el Tiempo de la Prueba hubiese terminado. Después, le seguiría la cosecha, cuando todos los mineros, prospectores, geólogos y arqueólogos salían con equipos de siervos trabajadores, servidores y bestias de carga para recoger los frutos de Nocturne. Nuevas vetas de metales, minerales y raras piedras preciosas solían revelarse tras la ira de su planeta natal. Tales bendiciones suponían un inmenso aumento económico de las fortunas de Nocturne. Sin ellas, el planeta se enfrentaría a una ruina muy diferente, una ruina que no podría prevenirse con resistentes murallas e implacables escudos de vacío.

Sin embargo, sin los santuarios Nocturne no sobreviviría. Milenios atrás, los primeros colonos del mundo descubrieron regiones de estabilidad tectónica.

Esas ciudades sagradas fueron conquistadas por sus reyes tribales y trazadas en un mapa por los chamanes de la tierra. Y esas metrópolis de bastiones de hierro y de escudos seguían siendo tan resistentes ahora como lo habían sido cuando no eran más que rudimentarios asentamientos de madera y piedra.

Pyriel y Dak’ir se detuvieron para inspeccionar a las multitudes. Las líneas de racionamiento llegaban hasta una lejana y estrecha carretera, y la guardia del sanctasanctórum hacía todo lo posible por poner orden. Aquí y allá, los Salamandras aparecían entre las masas. Sus voces autoritarias y su presencia aseguraban la calma a su alrededor. En Nocturne, el respeto era algo recíproco. No era una época fácil para nadie, pero aquello era mejor que soportar el frío y el hielo al otro lado de la barrera de la ciudad santuario.

Dak’ir quería descender a los niveles inferiores y ayudarlos. Sentía la aflicción de la humanidad más que muchos de sus hermanos. Su relación con los mortales era un tema de mucho debate en algunos cuarteles; en otros era una aberración.

—Aguantarán, a pesar de la ira de nuestra madre —dijo la voz de Pyriel por detrás de él.

El semántico se agarró a la balaustrada mientras observaba a la multitud.

—¿Cuántos crees que no lo han logrado? Me refiero a llegar al santuario.

—Miles, decenas de miles —sugirió Pyriel—. No podemos saberlo a ciencia cierta. Tal vez el maestro Argos pueda darnos una cifra más exacta. —El epistolario se colocó tras su hermano e, imitando la postura de Dak’ir, se sujetó a la balaustrada—. Pero pregúntate esto: ¿cuántos sobrevivirán bajo su protección? ¿Cuántos más habrían perecido si Hesiod no existiera? —Pyriel acarició la piedra bajo sus acorazados dedos—. Como la gente, nuestra ciudad perdura. Siete refugios en todo el planeta, y los nocturnianos subsisten. Encuentro su humilde espíritu alentador, Dak’ir. Y tú también deberías. Es una muestra de la fortaleza, la autoconfianza y la determinación de nuestra gente por sobrevivir.

—Aun así lo único que yo veo es su sufrimiento, maestro —dijo Dak’ir, apartando la mirada—. La fragilidad de este mundo y de su gente. ¿Por qué parece un huevo de dáctilo en un torno de banco? El Tiempo de la Prueba se acerca, y el torno se aprieta un poco más, media vuelta de la palanca. Veo cómo la fuerza del hierro resquebraja la superficie del huevo, Pyriel. Temo por la resistencia continuada de Nocturne.

Pyriel le miró.

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Qué los traslademos a otro mundo? Éste es el corazón de nuestra gente. Su sangre, la de sus habitantes, es el caliente magma bajo su frágil corteza. No podríamos marcharnos de este lugar, del mismo modo que no podríamos extirparle los órganos a un nacido del fuego y esperar que sobreviviera. —Invadidos por la pasión por un instante, los ojos del bibliotecario brillaron con una luz azul cerúleo—. Forma parte de nosotros, Dak’ir. El uno no puede existir sin el otro.

El lenguaje corporal de Dak’ir indicaba que su opinión no había cambiado.

Tras darle unos golpecitos en el hombro, Pyriel añadió:

—Esos oscuros presagios, la visión de Moribar y todos los recuerdos medio enterrados te han alterado; eso es todo, hermano. —Después dio un golpe en el duro granito de la balaustrada—. Hesiod nunca ha sido atravesada. A pesar de la volátil ira de nuestra madre, continúa resistiendo. Ninguna de las ciudades santuario ha cedido, Dak’ir. Durante milenios, siempre han aguantado, de un modo u otro. Y creo que todavía lo harán.

Mirando a su maestro a los ojos, Dak’ir dijo con voz adusta:

—Entonces, ¿por qué sueño con la destrucción del mundo? ¿Por qué fui testigo de la hecatombe de Nocturne en mi visión? Parece una profecía que va a suceder lentamente y no hay nada que podamos hacer para evitarlo.

Al recordar las palabras descifradas en la armadura recuperada en Scoria, Pyriel no respondió al principio. La perspicacia de Dak’ir, su conciencia, su estrecha comunión con el destino y con el inevitable papel que desempeñaba en él alarmaban al epistolario más de lo que quería admitir.

—Nadie puede saber lo que sucederá, Dak’ir. Nadie. Si el destino quiere que Nocturne se enfrente a un peligro que nunca antes ha conocido, la clase de peligro que haría que fuese destruido, no tendremos más remedio que hacer cara a esa prueba. Son los designios de Vulkan; lo dice el credo prometeano. Ya lo sabes.

Aquello no servía de nada. Un oscuro espíritu se había apoderado del semántico. Nada le haría cambiar de idea.

—El pragmatismo no nos va a salvar, maestro —dijo Dak’ir mientras se daba la vuelta para marcharse.

Pyriel le siguió un momento después, cruzando el resto del camino por el puente, hasta la plataforma de acoplamiento. Allí los esperaba una cañonera y un piloto para trasladarlos.

El hermano Loc’tar los aguardaba en la extendida rampa de embarque. No estaba solo.

—Maestro Argos —saludó Pyriel mientras se acercaba a la cañonera y a los dos guerreros que estaban de pie junto a ella.

Loc’tar vestía su servoarmadura, con el símbolo de la 4.ª Compañía, la del capitán Dac’tyr, estampado en su hombrera izquierda. No llevaba puesto su casco de combate. Lo sostenía cogido con el brazo. Sobre la carne que cubría su ojo derecho se había marcado la imagen de un dáctilo volando. Sólo a los pilotos se les permitía mostrar escarificaciones antes de que el resto de sus cuerpos portasen el legado de sus hazañas. Muchos de los guerreros de Dac’tyr lucían el símbolo del dáctilo. El propio capitán de la compañía lo llevaba, sólo que su cola era más larga y el tamaño de sus alas extendidas más grande y más magnífico. El Señor de la Flota, Señor del Cielo Ardiente, era el título honorífico que poseía.

Pero Argos no era piloto. Era Señor de la Forja, parte de un triunvirato exclusivo del Capítulo de los Salamandras. Él también llevaba la cabeza descubierta mostrando todos sus implantes augméticos faciales. Una placa de acero marcada con el símbolo de una rugiente salamandra cubría la mitad del rostro del tecnomarine. La otra mitad estaba decorada con cicatrices de honor, todas ellas testamento de su veteranía y de sus hazañas en nombre del capítulo. Una fría luz llenaba el iris artificial de su ojo biónico, pero de algún modo todavía poseía el ardiente fervor de su otro ojo humano.

Un inmenso servoarnés repleto de herramientas y de otros apéndices biónicos descansaba sobre su espalda. Éste le proporcionaba un gran tamaño y presencia, aunque no lo necesitaba. Como el resto de tecnomarines, cuya alianza secreta con el Sacerdocio de Marte sólo ellos y los demás siervos del Engranaje conocían, Argos poseía un aura ligeramente distante e inescrutable.

—Me sorprende verte aquí, hermano —añadió Pyriel mientras él y Dak’ir se situaban ante él.

La voz de Argos era fría y metálica. Poseía una resonancia mecánica desprovista de emoción. Sin embargo, su significado era claro.

—A mí también me sorprende verte solicitar una nave durante la tormenta ártica —dijo—. No es aconsejable volar con estas condiciones atmosféricas, hermano bibliotecario, así que imagino que debes de tener un buen motivo para hacerlo.

Su mirada se posó brevemente en Dak’ir.

—Felicidades, hermano.

—¿Por qué, mi señor?

—Por haber sobrevivido.

La brusquedad de Argos era el equivalente conversacional a un martillo, pero Dak’ir respetaba la franqueza del Señor de la Forja y asintió. Su atención volvió a Pyriel.

—Supongo que el viaje que planeas no forma parte de la prueba.

—No.

—Y que tampoco vas a revelarme su naturaleza.

Había, inevitablemente, una división entre los hermanos del technicarium y el librarius. Unos trataban con lo tangible, lo táctil, lo que podía tocarse y cogerse con las manos; el otro trataba con lo etéreo, lo abstracto y lo amorfo. Era la ciencia contra la superstición, y las dos cosas no siempre encajaban bien.

La vociferante postura del Maestro Vel’cona sobre el asunto tampoco había ayudado a esta relación. El bibliotecario jefe solía manifestar sus ideas sobre las limitaciones de la ciencia.

«Puedo hacerte papilla y partirte los huesos en menos de un segundo y sin mover un dedo. ¿Qué puede hacer la tecnología en comparación con eso?»

Todos los que lo habían oído, Tu’Shan incluido, sabían el buen fuego que se escondía tras aquellas palabras, pero era igualmente incendiario, especialmente para aquellos como Argos y los demás Señores de la Forja.

—Seguimos los augurios y las líneas del destino allá adonde podemos, hermano. Es un viaje que nos llevará fuera de este mundo. Pero el arte de la disformidad es impredecible —respondió Pyriel.

—Lo que imaginaba —dijo Argos, apartándose, aunque nunca había tenido intenciones de detenerlos.

Esperó a que los dos bibliotecarios, maestro y alumno, estuviesen ascendiendo por la rampa de embarque para volver a hablar.

—Llamarlo arte es poco apropiado, hermano. El arte sugiere creación, permanencia. Mientras que cualquier cosa que provenga de tu arte es efímera, en el mejor de los casos.

Pyriel se volvió para objetar, pero la llama en el ojo humano del Señor de la Forja le advirtió que no lo hiciera.

—Yo mismo he llevado a cabo los ritos mecánicos en la cañonera —dijo Argos.

—La Caldera os llevará a vuestro destino, con tormenta o sin ella.

Pyriel asintió, entró en la oscuridad del compartimento para soldados, y la rampa se cerró tras él con un fuerte sonido metálico.

—¿Por qué no le has dicho adónde íbamos, maestro? —preguntó Dak’ir mientras se abrochaba el arnés gravítico.

La cámara santuarina de la Caldera tenía espacio suficiente para treinta guerreros acorazados. Con sólo ellos dos parecía desolada.

Los ojos de Pyriel brillaban con un profundo rojo en la penumbra como resultado de su rencilla con el hermano Argos.

—Porque todavía no estoy seguro de la necesidad de hacer este viaje, hermano. Y si yo mismo lo cuestiono, ¿cuál sería la reacción del Señor de la Forja?

Dak’ir cerró los ojos mientras el temblor del inminente despegue de la cañonera llenaba el compartimento de ruido. En la oscuridad, vio un valle de huesos y una larga carretera osario que daba a un corazón de fuego.

«Moribar».