Soy la Muerte.
Su velo me sigue como una sombra de la que no puedo desprenderme. Siento cómo su frío atrapa mis dos corazones como un tornillo de banco de la forja mientras bulle la fuente de ira en mi interior.
Mi padre me enseñó a ser así. Él me enseñó con su sangre y el legado genético de su cuerpo mortal. ¿Por qué entonces mis hermanos, todos guerreros, no sienten lo mismo que yo? ¿Por qué el sentimiento de culpa de mis hechos pasados y de lo que no hice me persigue como un espectro agazapado sobre mis hombros?
Soy vulnerable. Soy la guerra encarnada. Soy el yunque sobre el que mis enemigos se estrellan. Pero estoy vacío; un caparazón lleno de fuego líquido. ¿Cuánto tiempo ha de pasar para que se apodere de mi frágil forma y me reduzca a cenizas?
Tsu’gan abrió los ojos. El hierro de marcar había penetrado hondo y había dejado una salvaje marca en su bíceps derecho que volvía a trazar sus anteriores glorias.
Tenía los dientes apretados y manchados de sangre de cuando se había mordido el labio. No era el dolor lo que había llevado al salamandra a hacer eso, sino la ira. Tsu’gan había esperado reencontrar su determinación al ascender a la 1.ª Compañía, acabar con su cólera. Ser reclutado por los Dracos de Fuego, su aislamiento en Prometeo rodeado de las reliquias de los campeones, haber luchado junto a los héroes más poderosos del capítulo, sólo habían avivado la llama que ardía en su interior.
Aquello era tan útil como debilitante. Liberada en el campo de batalla, la ira de Tsu’gan le hacía formidable, aunque imprudente. Sin embargo, su debilidad no había pasado por alto. Antes, como hermano sargento de la 3.ª Compañía, había sido Fugis quien había estado más cerca de descubrir su destructivo masoquismo; ahora era Praetor, el sargento veterano de los Dracos de Fuego y mano dura de Tu’Shan en ciertos asuntos cuando el regente estaba ocupado, quien le observaba.
Por fortuna, las obligaciones de Praetor eran numerosas y le mantenían ocupado. Tsu’gan no tenía motivos para pensar que el interés del sargento veterano fuera más allá de una mera preocupación.
Las muertes de sus hermanos de batalla preocupaban a Tsu’gan enormemente. Ver a héroes caer, otros dracos de fuego a quienes había considerado invencibles, había debilitado su fe mucho más profundamente de lo que quería admitir. Sólo había sido así desde Kadai. Idolatraba a su antiguo capitán. Su muerte y el modo en que sucedió habían abierto una grieta de imperfección en la psique de Tsu’gan. Como cualquier herida que no se atiende, había ido infectándose y creciendo.
Lo había aceptado; había aceptado que la muerte formaba parte de su vocación de guerrero antes de aquel fatídico momento. Una extraña divergencia del destino había empezado tras aquella misión. Tsu’gan no era ningún psíquico, pero podía sentir el cambio igualmente.
Se había dedicado a leer los pergaminos de profecía, a absorber la sabiduría encriptada de sus antepasados.
La entrada a la cámara del Panteón y el acceso al Libro del Fuego estaban prohibidos, pero había suficiente información en Prometeo, en sus cámaras y en sus santuarios relicarios como para saciar el apetito de Tsu’gan. Seguía su propio camino. No permitiría que nadie se lo dictase.
Tsu’gan estaba sobre una tarima de ardientes ascuas. Sus pies desnudos le ardían, y pequeñas volutas de humo se retorcían a través de sus dedos, pero no sentía ningún dolor. Su cuerpo era inmune a tales cosas.
«No siento nada…»
Un taparrabos de piel de draco protegía su dignidad. Ésa era la tradición del tribal Nocturne. La tradición era importante para sus gentes, así como para sus sobrehumanos guardianes.
Tsu’gan mantenía los brazos sueltos a sus costados mientras Maikar, su sacerdote marcador, trabajaba. Sólo el sonido metálico de los servidores votivos cercanos, con su pesado brasero crepitando a causa del calor, invadía el sepulcral silencio.
No había luces en el solitorium. Prefería la oscuridad. Ocultaba sus pensamientos y los disipaba por un rato. La única luz que había era la del fuego, las encendidas ascuas y la luminosidad de los implantes cibernéricos de Maikar.
Tsu’gan asintió, y el sacerdote marcador le quemó de nuevo.
—Límpialo todo, Maikar —dijo con voz poco profunda—. Quémalo hasta que no quede nada.
«¡No espero nada!»
«Tienes miedo a todo…»
Aquélla no era la voz de su subconsciente. Era un recuerdo, uno que no había tenido en tres años.
—Nihilan… —susurró con la ira y la fuerza tiñendo su voz.
La mueca de un gruñido arruinaba la perfecta herencia nocturniana de su rostro. Aparte de la punta de barba roja que sobresalía de su barbilla, Tsu’gan estaba completamente calvo. Había nacido en Hesiod y era de linaje noble. Pero había elegido creer que eso significaba estar por encima de los hombres, que debía mostrarles quiénes eran sus superiores. Relacionarse demasiado con los humanos, adoptar sus rasgos, rebajaba a los Salamandras, cuando eran ellos quienes debían inspirar y servir de ejemplo a los humanos. Tsu’gan nunca había sido capaz de ver que eso era exactamente lo que hacían los nacidos del fuego. Estaba demasiado ciego como para hacerlo. Su arrogancia se extendía a uno de sus hermanos de batalla, una figura ahora distante. Esperaba amargamente que Dak’ir hubiese encontrado su fin bajo el monte del Fuego Letal. Tsu’gan tembló momentáneamente ante la idea de que no lo hubiera hecho y de que, de algún modo, hubiese conseguido abrir las fracturas psicológicas de su mente con sus nuevos dones.
—¡Ya basta! —gritó de repente, agarrando el hierro antes de que Maikar pudiese apoyarlo de nuevo contra su piel.
Ese siervo era más flexible que Zo’kar, su anterior marcador. Supuestamente, el vínculo entre un salamandra y su sacerdote marcador debía durar eternamente, o durante todo el tiempo que la guerra llamase al astartes. Se ponían todos los esfuerzos en garantizar que los humanos servidores vivieran mucho más allá de su esperanza de vida. Zo’kar había muerto en la Ira de Vulkan durante una tormenta solar. Su cuerpo había aparecido destrozado en una de las devastadas cámaras solitorium del crucero de asalto. Parecía que el anciano había sufrido antes de morir.
Maikar se retiró ante la ira de su señor y halló el consuelo entre las sombras.
—Llama a los siervos de mi armadura —masculló Tsu’gan, bajando de la tarima de ascuas y frotándose los brazos.
El dolor era inmenso, incluso para un salamandra. Se concentró en él, dejando a un lado pensamientos más oscuros.
Cuatro reverentes siervos entraron en el solitorium en silencio. Entre todos transportaban la servoarmadura de Tsu’gan. Era la antigua, la que había llevado cuando todavía formaba parta de la 3.ª Compañía. Ahora su superficie estaba marcada con la arremolinante iconografía de dracos, serpientes y llamas. Se había recreado, reforjado y reconvertido en un objeto de pura belleza. Muy superior a su antigua encarnación; era una armadura digna de la 1.ª Compañía, de un draco de fuego de Vulkan.
Primero, iba la negra prenda ajustada, casi invisible contra la piel de color ónice de Tsu’gan. Estaba revestida con un exoesqueleto interconectado con los sistemas de su servoarmadura. Cargada de puertos de enlace y de conductos lo conectaría con su armadura, aumentando su fuerza, velocidad y capacidades de combate exponencialmente.
Tsu’gan colocó las muñecas mirando al techo para que le ajustasen los avambrazos. Vio el icono de Imaan, quien había muerto para que Tsu’gan pudiese ascender. La servoarmadura de Imaan se había fundido, pero le había legado su armadura Terminator. Las marcas en las muñecas del draco de fuego eran un recordatorio de ese vínculo, y de que cuando vestía aquella armadura, el espíritu de Imaan luchaba con él.
Por último, después de la coraza, las grebas y las hombreras, estaba la larga capa de draco, que caía por su espalda alrededor del generador. Vestido así se sentía casi entero de nuevo.
Con los guanteletes cerrados agarró la espada sierra y el combibólter antes de ocupar su lugar en un trono de basalto con vetas rojas. El símbolo de los Dracos de Fuego estaba grabado en su rugosa superficie.
—El fuego de Vulkan late en mi pecho —entonó Tsu’gan mientras Maikar regresaba y trazaba una línea con las blancas cenizas del cuenco de un servidor votivo sobre su frente—. Con él golpearé a los enemigos del Emperador.
Maikar se inclinó de nuevo y se retiró. Tsu’gan cogió el casco de manos de un siervo oculto en la oscuridad y se lo colocó en la cabeza.
—¡Abrid las puertas! —ordenó con voz metálica y dura a través de la rejilla de voz del casco.
Un hilo de luz invadió la oscuridad y creció hasta formar un amplio rectángulo de color blanco magnesio.
—La guerra nos llama… —dijo, levantándose de su trono y saliendo del solitorium.
—Los Dracos de Fuego responden —resonó la profunda voz de Praetor por la plataforma de acoplamiento.
Sus guerreros estaban dispuestos formando un semicírculo, con el sargento veterano en el centro, mirando hacia ellos. Armados y vestidos para la guerra, su aspecto resultaba intimidante, pero el ambiente en la plataforma era de gran camaradería. Aunque eran los Salamandras, la personificación de los nacidos del fuego, de hecho, la 1.ª Compañía tenía muchos rituales desconocidos para sus demás hermanos de batalla. En el campo eran formidables, disciplinados y máximos exponentes del credo prometeano; en sus salas clandestinas de Prometeo eran todos iguales.
Por encima de sus cabezas, la negrura del vacío pendía como un oscuro lienzo. Un crepitante escudo de fuerza evitaba que penetrase y arrastrase a los Dracos de Fuego hacia el frío espacio. Visible a cierta distancia a través del resplandor del escudo, una de las naves del capitán Dac’tyr aguardaba amarrada a uno de los serpentinos atraques de Prometeo. El señor de la flota había proporcionado generosamente una fragata, la Señor del Fuego, para transportar a los guerreros de la 1.ª Compañía a su escenario de guerra.
Las lámparas del área de ensamblaje de la plataforma estaban bajas. Su brillo lanzaba rojizas sombras hacia los más profundos rincones, señalando en dirección a una inmensa cámara que había más allá. Una Thunderhawk estaba atracada tras Praetor. Un equipo de servidores y de siervos de mantenimiento trabajaban incansablemente para prepararla para un despegue inmediato. Los tecnoadeptos y uno de los tecnomarines de los Salamandras, el hermano M’karra, murmuraban letanías y ungían con ungüentos la nave. Antes de que la Implacable se elevase hacia las estrellas sobre sus ardientes estelas de condensación, sus espíritus maquina debían ser apaciguados, y su voluntad y su propósito tenían que definirse. Los sacerdotes marcadores realizaban cicatrices rituales en la placa de adamantium por esa misma razón.
—En Gevion, un grupo de mundos en el sector Uhulis del Segmentum Solar, se ha perdido el contacto con elementos de la 3.ª Compañía —continuó Praetor.
Era un guerrero impresionante, siempre vestido sólo con su armadura artesanal. A pesar del hecho de que evitaba su armadura Terminator, todavía llevaba su martillo de trueno y su escudo de tormenta. Su manto de escamas de draco se había fijado a su armadura más ligera también. La cabeza de Praetor era un negro perno que descansaba entre dos inmensos hombros. Pulida hasta brillar como un espejo por su sacerdote marcador, la armadura reflejaba la luz y le daba un tono de color sangre a sus rasgos, lo que no hacía más que realzar su estatura.
—Inicialmente se creía que los invasores habían escogido esos mundos para esclavizar a sus gentes. Pero a pesar de que esto es algo inusitado tratándose de los eldars oscuros, han afianzado allí sus fuerzas.
Desdeñosos murmullos inundaron el semicírculo de los Dracos de Fuego. Ningún nativo nocturniano sentía aprecio alguno por los xenos. Habiendo siendo ellos mismos víctimas de los asaltantes en un lejano pasado, conservaban un odio especial por los piratas eldar.
Tsu’gan ansiaba saciar la sed de su espada sierra contra ellos. Que tales criaturas hubiesen conseguido silenciar a elementos de los Salamandras era algo inconcebible. Sospechaba una traición xenos, y el fuego de la guerra ardía en él con sólo pensar en aquellos alienígenas indignos y sin base.
Perdida brevemente en la niebla de la ira de Tsu’gan, la voz de Praetor volvió a cobrar sentido.
—… de primordial importancia que el hermano capellán Elysius abandone la zona de guerra y regrese a Prometeo.
—¿Quién dirige a los Salamandras en Gevion? —preguntó Halknarr.
El hermano sargento llevaba el casco colgado de un grueso cordón de piel en su cinturón como un viejo veterano. Su arrugado rostro y sus grises sienes delataban su edad, pero Tsu’gan sabía que aquel draco de fuego era tan implacable como el hierro de Nocturne.
—Adrax Agatone es el capitán de la 3.ª Compañía —respondió Vo’kar.
El guerrero de rostro severo era un especialista en artillería pesada. Tsu’gan había luchado con él antes del naufragio de la Proteica. Había estado a su lado cuando Hrydor, aquel al que había sustituido Vo’kar, murió asesinado por los Amos de la Noche.
—Sus fuerzas y gran parte de la 3.ª Compañía están combatiendo en esa área —les informó Praetor, que abrió un puño cerrado para mostrar un dispositivo hexagonal.
Era un proyector hololítico. Praetor pulsó la runa de activación, y un montón de veteados continentes aparecieron representados con una luz monocromática azul.
—Los Estrechos de Ferron.
Un larga extensión de tierra llana, plagada de depósitos de ferron, pareció en la pantalla conforme el hololito incrementaba su aumento. El irregular paisaje parecía un banco de grises dunas. Gruesas nubes de vapor de las plantas procesadoras de Geviox las rodeaban con itinerantes.
—El territorio favorece al invasor, pero Agatone cerrará el puño a su alrededor y los someterá al yunque, no me cabe duda. No obstante, está costando. No puede ceder, un salamandra no cede, de modo que iremos a ayudar a nuestros asediados hermanos.
Vo’kar volvió su atención hacia Tsu’gan.
—Tú serviste en la 3.ª Compañía, ¿verdad, Zek? ¿Qué clase de nacido del fuego es Agatone?
Entre las demás compañías, tal pregunta habría sido considerada una insolencia extrema, pero en ese semicírculo los Dracos de Fuego hablaban como si tuvieran la confianza de unos hermanos cercanos.
Vo’kar no pretendía ofender. Su pregunta era sincera.
Tsu’gan le respondió con el mismo respeto.
—Dejé la 3.ª Compañía poco después de que Agatone fuese nombrado capitán, pero luché junto a él en Scoria. Hay pocos mejores en el capitulo. Si Agatone pudiese haber aplastado al enemigo y haber llegado hasta nuestro hermano capellán, lo habría hecho.
Praetor asintió antes de pulsar otra runa en el hololito, y la imagen cambió a una masa continental distinta. Ésa era mucho más grande e inmensamente industrializada.
—Éstas son las Regiones de Hierro, el último lugar donde se vio al capellán Elysius. Geviox es el mundo principal del grupo, un planeta procesador con varias estructuras y puntos de defensa estratégicos. Las Regiones de Ferron son, a efectos prácticos, su centro.
—¿Qué hay de la población nativa? ¿Hay siervos de trabajo refugiados en esa área? —preguntó Vo’kar.
—Todos muertos, víctimas de los xenos —respondió Praetor. El rostro de Halknarr era sombrío cuando preguntó:
—¿Crees que estamos entrando en territorio ocupado por el enemigo, hermano sargento?
Los ojos de Praetor eran como duras e incandescentes ascuas.
—Sí, eso creo.
—Eso explica la baja fuerza de inserción —añadió Daedicus, un veterano de la guerra de Badab que conservaba una rodillera a rallas negras y amarillas como parte de su armadura a modo de conmemoración—. Y la falta de armaduras tácticas dreadnought.
Praetor asintió ante los diecinueve guerreros que tenía ante sí de nuevo. Dos escuadras completas dirigidas por él mismo y por Halknarr. El padre forjador era el líder de todos ellos, pero estaría libre del mando para la misión.
«Esto equivale a varios ejércitos», pensó con orgullo.
—Los Diablos Nocturnos, un regimiento de la Guardia Imperial, o elementos de ella al menos, también se encuentran en la zona de guerra, pero nuestra misión no es asistirlos —continuó Praetor—. Sólo debemos preocuparnos por Elysius.
Halknarr cruzó sus anchos brazos.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Él es el portador del Sello de Vulkan —respondió una voz tranquila desde el otro lado de la cubierta.
Las palabras de He’stan parecieron resonar con fuerza mientras salía de entre las sombras y se acercaba a los Dracos de Fuego.
—Es vital que ese artefacto regrese a Nocturne. Vivo o muerto, debemos recuperar a nuestro hermano capellán y el sello que lleva con él. Es lo único que importa.
Todas las miradas pasaron de Praetor a la figura que acababa de unirse a ellos. Por muy magnífico que fuese su sargento veterano, no podía captar la misma atención. Ni tampoco lo habría deseado jamás.
Tsu’gan no se había encontrado nunca con el padre forjador. Nunca había luchado a su lado.
Vulkan He’stan llevaba el nombre del primarca. Él cumplía con el sagrado deber de su padre. Estar ante semejante leyenda le hacía sentirse humilde. Sus hazañas eran casi tan legendarias como sus atributos. Kesare era el nombre de la criatura que Vulkan había asesinado para conseguir su manto. La magnífica capa de escamas pendía orgullosa de los hombros del padre forjador. En su puño cubierto por una malla llevaba la Lanza de Vulkan, una espada de increíble potencia proveniente de los días dorados de Nocturne. La otra mano estaba encerrada en el Guantelete de la Forja, una misteriosa arma capaz de invocar al fuego. Pero no eran tales armas ni la magníficamente forjada armadura de He’stan lo que le confería ese poder. Era su presencia. Tsu’gan sentía que tenía algo que resonaba de misterio e inescrutable sabiduría. Pero también era distante, una separación necesaria para el aislamiento de su búsqueda. En muchos aspectos, el padre forjador era el eslabón más cercano que tenía el capítulo con sus primarcas perdidos tiempo atrás. Todos los que se encontraban alrededor del aura de He’stan podían sentirlo.
El antiguo capitán de la 4.ª Compañía había llegado lejos y había logrado muchas cosas.
«Con una determinación así…»
Tsu’gan se preguntó si podía cambiar su camino.
Halknarr guardó silencio. Él fue el primero en arrodillarse e inclinarse.
—Mi señor… —Una profunda emoción redujo su voz a un susurro. Los demás Dracos de Fuego también se arrodillaron e inclinaron sus cabezas. Incluso Praetor le ofreció una súplica.
—Concédenos tu sabiduría, padre forjador, que nosotros la utilizaremos para nuestra victoria —dijo a modo de alabanza.
Con la barbilla tocando el pecho y la mirada a medias entre la cubierta y el héroe, que estaba junto a Praetor, Tsu’gan se dio cuenta entonces de lo que era He’stan. Era un mito. Pero aún más que eso: era un mito encarnado. Uno no podía más que mostrarle lealtad. Tu’Shan era su regente y el señor del capítulo, era su capitán, pero He’stan era algo más.
El padre forjador frunció el ceño. Aquel gesto le incomodó, pero lo ocultó perfectamente. Con Tu’Shan había experimentado un nuevo vínculo de hermandad; ahora se sentía tan frío y distante como lo había estado mientras exploraba la galaxia para los Nueve.
—He visto las páginas del destino; he sido testigo de cómo se han cumplido las profecías de Vulkan. Se acercan tiempos adversos. Noctume se encuentra al borde de algo de gran importancia. Todos nosotros estamos unidos a esa condena o salvación. Pero debemos comprender para qué enfrentamiento nos prepara nuestro padre. Sólo con su sello podremos lograrlo.
Hizo una pausa, dejando que los presentes asimilasen la importancia de sus palabras.
—Levantaos —dijo He’stan, alentando a los Dracos de Fuego con un gesto de la mano—. Quiero que me tratéis como un hermano, no como un mito intocable.
Praetor fue el primero en levantarse. Su ejemplo animó a los demás.
—Discúlpanos, señor —dijo—. Pero tu llegada es parte de la profecía, ¿verdad?
He’stan asintió.
—Vemos al primarca en ti —explicó Praetor—. Es difícil no arrodillarse ante tal legado. Pero eres mi hermano —añadió, extendiéndole la mano cubierta por el guantelete—, y te doy la bienvenida.
En el rostro de He’stan se formó lentamente una sonrisa ante la calidez de la camaradería reflejada.
—Me alegra oírte decir eso, Herculon —respondió, dándole la mano al sargento veterano, que asintió con aprobación fraternal—. Pero Elysius necesita que nuestros vínculos de hermandad se extiendan hasta él. Me temo que nuestro capellán corre peligro.
Cuando Tsu’gan se atrevió a lazar la mirada de nuevo, vio que He’stan tenía los ojos fijos en él. Desde los penumbrosos confines de la plataforma de acoplamiento ardían brillantemente. Tsu’gan imaginó una encendida tempestad en esos ojos y esperó a que el padre forjador la liberase. Siguieron posados en él un tiempo, como si He’stan pudiese ver el torbellino que se ocultaba en el alma del draco de fuego.
A diferencia del escrutinio de Pyriel, Tsu’gan no se sentía incómodo bajo la mirada del padre forjador. En lugar de eso le recorría una sensación de calma, una promesa de redención.
—¿Está solo? ¿Está alguno de nuestros hermanos con él?
Con retraso, mientras la atención del grupo se centraba en él, Tsu’gan se dio cuenta de que la pregunta había salido de su boca.
—Han desaparecido dos escuadras —respondió Praetor. La expresión del sargento veterano era grave—. La de Ba’ken y la de Iagon.
Una fría sensación invadió el estómago de Tsu’gan al oír sus nombres.
Iagon había sido su segundo al mando. Lo había dejado atrás en la 3.ª Compañía, pero se había asegurado de que lo sustituyese como hermano sargento.
Ahora, por lo visto, podría haber caído ante los xenos.
La ira se apoderó de Tsu’gan; eliminó el frío y amenazó con superarle.
—Debemos llegar a Geviox cuanto antes —dijo con voz ronca por la rabia contenida.
La mirada de He’stan era penetrante cuando contestó con el mismo fuego encendiendo sus ánimos:
—Lo haremos, hermano, y descargaremos nuestra furiosa venganza sobre nuestros enemigos.