II. Leyendas

II

LEYENDAS

Una Thunderhawk les llevó hasta la superficie del planeta, donde aterrizaron con los alerones extendidos; los propulsores derritieron el hielo y lo convirtieron en un fango gris oscuro. La blindada chapa verde de la cañonera pronto se vio cubierta de nieve, después de que sus ganchudos puntales la asegurasen sobre las congeladas llanuras del desierto de Pira.

El casco de la nave era escamado como una bestia mítica de las profundidades de la tierra, y el morro y el glacis se habían diseñado a la imagen de un poderoso draco. Incluso las largas y amplias alas tenían forma de garra; las bocas de sus cañones y de los incendiarios eran como fauces.

La Primordian era el transporte personal de Tu’Shan, aunque rara vez lo utilizaba. Sin embargo, el regreso del padre forjador era una ocasión única. El gesto parecía justificado.

El regente y el padre forjador salieron al blanco vacío, armados y vistiendo sus armaduras. Un feroz viento ártico agitaba los cúmulos de nieve y desestabilizaba las pesadas capas de piel de draco sobre sus espaldas, como si las bestias de las que se habían extraído siguiesen vivas.

He’stan fue el primero en apearse. El hielo crujía bajo el peso de su adornada servoarmadura mientras descendía por la rampa de embarque extendida de la Primordian.

El monte del Fuego Letal se elevaba imponente y distante en el horizonte. El humo emanaba de su escarpada boca como una promesa. Un resplandor cada vez mayor ardía en el punto más bajo de su terrible cuna, esperando a ser liberado. Nocturne era una madre inquieta. No dormía por mucho tiempo. Su corazón volcánico pronto latiría de nuevo.

—Verlo así… —dijo He’stan a través del comunicador, ya que el tiempo era demasiado hostil como para hablar abiertamente sin él— es realmente hermoso.

—Yo prefiero su cara salvaje, hermano —respondió Tu’Shan, de pie a su lado.

He’stan rió sonoramente. Con una punzada de tristeza se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no lo había hecho.

—Puede ser que éstos sean tiempos poco propicios, regente, pero me alegro de estar entre los de mi capítulo de nuevo.

Tu’Shan le dio unas palmadas en el hombro. Aquélla era la única afirmación que He’stan necesitaba.

Cuando empezaron a avanzar —dos leyendas en medio de un desolado paisaje ártico, siguiendo las todavía burbujeantes venas de la montaña—, la Thunderhawk despegó tras ellos. No tardó en perderse en las nevascas, y el ruido de sus motores se vio eclipsado por el aullido del viento.

* * *

El monte del Fuego Letal miraba con el ceño fruncido a Dak’ir, como una dama enojada. Sus escarpados flancos estaban cubiertos de lava; su boca rebosaba magma conforme el Tiempo de la Prueba se aproximaba. Los terremotos sacudían los cimientos de Nocturne; sus placas tectónicas se revolvían bajo la violenta influencia de la fuerza de gravedad que ejercía Prometeo sobre él.

A medio camino de la montaña, Dak’ir vio la entrada de una cueva. Sabía que allí se encontraba la puerta de fuego y el lugar del destino que, según la profecía, debía atravesar.

Lentamente, empezó a escalar. Sus sandalias servían de poco a la hora de aislarle del lodo de cenizas que ardía bajo sus pies. La carne desnuda —los brazos, las piernas y gran parte del torso expuestos en su atuendo de herrero— le escocía con el calor. Columnas de vapor le envolvían en un febril sudor, aunque no estaba enfermo. El martillo forjador que llevaba a su espalda era pesado, pero era una buena carga, una carga honesta, en sintonía con la tierra.

Ya no necesitaba la voz de Pyriel. Dak’ir sabía cuál era su camino. Incluso a pesar de que el fuego llovía del cielo y la tierra a sus pies rugía y gruñía de dolor, él permanecía imperturbable.

Había demostrado su fuerza venciendo al gólem de ónice. Su exitoso paso a través del interminable desierto y del muro de fuego había demostrado su temple. Allí, escalando los escarpados peñascos del monte del Fuego Letal, ¿qué más le quedaba por demostrar?

Valor…

La palabra llegó a la mente de Dak’ir al alcanzar la rocosa meseta que daba a la boca de la cueva. En su interior, la puerta de fuego era un parpadeante óvalo de intenso calor. Sólo tenía que mirar las llamas para saber que no las soportaría. Pero era la bestia que había en el exterior, el durmiente guardián de la puerta, lo que atrajo la atención del bibliotecario.

Kessarghoth…

El nombre del draco era antiguo. Había venido al mundo cuando Nocturne era joven y sus habitantes eran gentes de tribu y chamanes, no guerreros gigantes que hacían la guerra por las estrellas en el nombre de un glorioso padre primero, y después en memoria de su cadáver, cuya vida prolongaban. Sus escamas parecían tan gruesas como la armadura de un dreadnought, y se movían plácidamente con la respiración de Kessarghoth. Su amplio lomo estaba cubierto de una hilera de púas dos veces más largas que una lanza de caza themiana. Dak’ir estaba convencido de que eran tan afiladas como cualquier espada de energía del arsenal de los Salamandras. La bestia era inmensa, como un par de tanques de combate Land Raider, uno detrás de otro, y el doble de ancha.

Pero estaba dormida, y mientras siguiera así, Dak’ir viviría, porque despertar a semejante criatura, sin duda, supondría su fin.

Arrastrando su cuerpo sobre el borde de la meseta, Dak’ir se agachó para considerar sus opciones. Un temblor recorrió el lateral de la montaña y, por un momento, temió que Kessarghoth se despertaría; pero la bestia apenas se revolvió brevemente y continuó durmiendo. Haría falta mucho más que un corrimiento de tierra para molestarlo.

«Y también mucho menos», pensó Dak’ir sagazmente.

De repente, vio un trozo de cadena que unía a Kessarghoth a la ladera. Los ovales eslabones eran inmensos, mucho más grandes que un astartes. Aunque bloqueaba la mayor parte de la boca de la cueva, había espacio suficiente como para colarse sin tocar al draco.

Desenganchando el martillo de su espalda, aunque parecía un gesto inútil delante de semejante monstruo, Dak’ir se acercó lentamente hacia Kessarghoth y la puerta.

De niño, antes de entrar en las filas de los Salamandras, había cazado en las profundidades de Ignea. El subterráneo continente, como la mayor parte de Nocturne, era un lugar peligroso. Bestias saunas, gigantes criaturas insectoides y otros horrores acechaban en su oscuridad. Mucho tiempo atrás, Dak’ir había aprendido a caminar en silencio y con cuidado siguiendo a una presa, y aunque Kessarghoth no era ningún premio que tuviese que matar, estaba siguiendo esas lecciones.

Sus pasos eran cortos y ligeros para que la resonancia de sus movimientos fuese mínima. Sin apartar la mirada del draco, concentrado en sus ojos y su boca en busca de algún signo de alteración, Dak’ir atravesó la rocosa planicie y el umbral de la cueva.

El interior era sorprendentemente frío. La puerta de fuego no parecía desprender ningún calor.

Los instintos de Dak’ir le decían que la irrealidad de aquel lugar estaba intentando engañarle. Agachándose, y mirando de reojo a Kessarghoth para asegurarse de que el draco seguía durmiendo, cogió una roca del tamaño de un puño y la lanzó hacia las llamas.

Un corto fogonazo presagió su atomización en una nube de partículas de ceniza.

Dak’ir pensó en levantar un escudo kinético para salvaguardar su paso a través de la puerta, pero algo le sugería que eso no bastaría. Llevaba la topa de un herrero por un motivo.

Entonces, volvió a fijarse en la cadena. Varios de sus eslabones atravesaban la puerta de fuego.

Cualquiera que fuese el material con el que estaba forjada, parecía ser inmune a las llamas. Pero también mantenía a la criatura subyugada. De ella salían varias cadenas más pequeñas, que amarraban la boca y las garras. El ángulo de la cadena más grande sugería que ya estaba tensa, que el Kessarghoth había alcanzado el extremo de sus límites y no podía llegar más allá.

Como todos los nocturnianos y, por extensión, todos los salamandras, Dak’ir poseía un buen ojo de herrero. Mientras evaluaba los eslabones que informaban la poderosa cadena del draco se dio cuenta de que con uno de ellos podía construirse un escudo. Con un escudo para protegerse de las infernales llamas, podría atravesar la puerta y sobrevivir.

Pero para forjarlo tendría que romper la cadena y liberar a Kessarghoth. Dak’ir se acercó hacia el eslabón más cercano y levantó el martillo.

El primer golpe sonó como un sordo clarín y resonó por toda la montaña.

El draco seguía dormido.

El segundo y el tercer golpe tuvieron el mismo efecto.

Kessarghoth ni se inmutó.

Pronto, Dak’ir halló un ritmo estable y golpeó la pieza de enlace, hasta que se partió en dos mitades. El misterioso metal estaba caliente, lo bastante como para moldear su forma con el martillo. Tras encontrar una roca de superficie llana, Dak’ir se dispuso a aplanar el eslabón y reforjó su curva superficie en un inmenso escudo que protegería todo su cuerpo.

Había dejado de preocuparse por Kessarghoth. La vieja bestia llevaba dormida miles de años. Haría falta mucho más que el martilleo de un insignificante herrero nocturniano para despertarla.

O eso creía.

Con el último golpe, y con el martillo todavía brillando al rojo vivo, Dak’ir oyó que el draco se despertaba, por fin.

Parpadeando tras milenios de hibernación y sacudiéndose el polvo de los años que cubría su cuerpo, Kessarghoth alcanzó toda su altura y rugió.

Las cadenas que atrapaban la boca del draco se partieron, como si eliminar el eslabón que la esclavizaba fuese suficiente para debilitar los otros. Mientras avanzaba arrastrándose y azotando el aire con su correosa lengua rosada, se deshizo del resto de las cadenas que lo oprimían.

Kessarghoth entrecerró los ojos hasta formar dos líneas amarillas mientras observaba a su presa. Resopló, y después rugió a Dak’ir de nuevo. Su ululante grito sacudió la ladera. La tierra suelta cayó en una pequeña avalancha, como queriendo huir de la furia de la bestia.

La cueva no estaba lejos, pero ahora el draco la bloqueaba con su inmenso cuerpo. Dak’ir avanzó con el escudo en una mano y el martillo en la otra.

«Y no conocerán el miedo…»

Sólo que él no era un marine espacial en aquel lugar, y el monstruo que tenía ante sí no era un enemigo de la humanidad; era un morador de la mitología primigenia, una fábula contada a los niños nocturnianos para asegurarse de que obedecían a sus mayores.

En el nombre de Vulkan, a Dak’ir no se le ocurría ninguna estrategia para vencerlo.

Kessarghoth era rápido. Su serpentina cabeza salió disparada como un dardo y con la fuerza de un martillo sísmico. Dak’ir dio una voltereta, cogido por sorpresa, pero confiando en que sus instintos de supervivencia astartes le salvasen.

Corriendo hacia su punto ciego, intentó mover a la bestia de la entrada de la cueva con la esperanza de poder llegar hasta ella y hasta la salvación que se encontraba al otro lado. Pero la edad del draco lo hacía astuto y no iba a dejarse engañar. Se volvió hacía donde Dak’ir estaba agachado, con sus robustas piernas dobladas mientras giraba en semicírculo hasta estar delante de su presa de nuevo.

No era difícil ver la tenacidad de su capítulo en aquella bestia. Una feroz inteligencia brillaba en sus ojos, el bestial eco de sus hermanos de batalla.

«Hay uno como tú en todos nosotros», pensó mientras retrocedía por la meseta de nuevo. Las llamas iluminaban el cielo de Nocturne. Un pedazo de roca estelar incandescente impactó contra la montaña y arrancó una parte de la plataforma de Dak’ir, lo que frustró su retirada. La terrible tormenta del rojo cielo estaba empeorando. El tiempo estaba en su contra.

Kessarghoth tomó aliento. Una bolsa en su garganta se llenó de un líquido volátil antes de liberar un chorro de fuego. La llama impactó en el escudo de Dak’ir, contra el que tuvo que apoyar todo su cuerpo para evitar que la fuerza de la descarga lo despeñase montaña abajo, hasta encontrar la muerte sobre los peñascos.

Aquello terminó pronto. Unas volutas de humo y de vapor salían del metal mientras Dak’ir corría directamente hacia el draco.

Una segunda llamarada dio contra la meseta y arrasó el espacio donde había estado el salamandra. Trozos de montaña caían a cámara lenta y desaparecían en los lagos de lava. Las rocas estallaban y crujían como si el mundo se estuviese resquebrajando y Dak’ir se encontrase en el último espacio de creación.

Con la tierra temblando bajo sus pies, Dak’ir escapó por los pelos de la mordedura de Kessarghoth. Salpicaduras de ácida baba quemaron su piel, pero él no les prestó atención. Poniéndose al alcance de las garras del draco y golpeando con el martillo, Dak’ir aprovechó la fuerza del impulso para escalar la entrecana piel de Kessarghoth. Las púas de su caparazón le servían de asidero, y su espinoso lomo los, medios para impulsarse sobre las amplias y musculosas ancas.

El draco se volvió, mordiendo al aire salvajemente, silbando y rugiendo de frustración.

Dak’ir se agarraba con una mano, mientras que con la otra se aferraba desesperadamente a su escudo. Era como cabalgar sobre un esquife en el mar Acerbian durante una ola-géiser. Batiendo la cola, Kessarghoth brincaba hacia adelante y hacia atrás para deshacerse del insecto en su espalda.

Cayendo de rodillas, Dak’ir se protegió la cabeza con el escudo antes de que el draco descargase otro ardiente chorro líquido. Aunque la violenta columna le cubrió la espalda y encendió pequeños fuegos en los huecos de su viejo cuerpo, Kessarghoth no se quejó.

Estaba furioso.

La obstinada criatura se rascó la piel, pero Dak’ir consiguió esquivar sus garras. No estaba dispuesto a llenar su hambriento estómago con su propia carne.

El borde del precipicio estaba cerca. En su ciega ira de desprenderse de Dak’ir y devorarlo, el draco se había alejado de la boca de la cueva y se había acercado al extremo. Un golpe de la cola de Kessarghoth, más duro que el impacto de un puño de combate, estuvo a punto de derribar al salamandra. El brazo en el que llevaba el escudo, el que había recibido toda la fuerza, le dolía tremendamente, pero logró resistir.

Al final, con un profundo estruendo, el escarpado borde de lo que quedaba de meseta cedió ante el violento draco. En un principio, la bestia no se dio cuenta de lo que estaba pasando. Dejó de rugir momentáneamente cuando una de sus piernas traseras cayó hacia atrás, hacia el creciente vacío que había tras ella. Después dejó de tocar suelo con la otra pata trasera.

Ahora el draco era presa del pánico y lanzó un agudo chillido; abrió los ojos totalmente, sabiendo que su destino era inevitable.

Una mirada cargada de odio maldecía a Dak’ir mientras éste se soltaba y corría por el cuello de Kessarghoth antes de saltar a tierra firme. Una vez en el suelo se volvió para verlo caer. Era una bestia noble, venerable y magnífica. Alguien debía ser testigo de su muerte.

Aunque era una manifestación de irrealidad psíquica, la muerte del draco supuso un profundo momento. Dak’ir juró que lo anotaría, que aquella hazaña no quedaría en el olvido. Honraría a Kessarghoth mediante la escarificación.

Pero eso tendría que esperar. La puerta de fuego estaba ante él.

Sólo tendría una oportunidad de atravesar la llama. Con el nombre de Vulkan en los labios, Dak’ir corrió hacia el ardiente óvalo. A menos de un metro de distancia, y con el extraño frío de la cueva helando su piel desnuda, bajó el escudo y rugió.

* * *

El paso se alargó minutos, horas, años. Un oscuro mundo surgía, inmenso, ante sus ojos. Las sepulturas alineaban carreteras de osarios. Los sepulcros rodeaban sus grises valles. Los huesos inundaban sus interminables catacumbas. Era un mundo muerto, un mundo que reconocía con total claridad. El olor a polvo de tumba y a ceniza vieja llenaba sus sentidos olfativos. Unas manos frías y delgadas como garras asían fuertemente su cuerpo. Piel de pergamino acariciaba su rostro. Hilos de polvo solidificado se aferraban a su brazo como basta seda. Aquel lugar de muerte y desolación le llamaba. Siempre le había llamado. Durante cuatro décadas había dominado sus pensamientos, hasta que un momento de trauma excepcional lo había acallado bajo un velo de culpabilidad. Pero ahora esa carga se había levantado. En el interminable desierto, se había enfrentado a esos miedos y los había superado. Las viejas heridas habían resurgido, las duras cicatrices se habían reabierto con la irregular hoja del cuchillo del recuerdo. Su filo era frío; mientras atravesaba la mente de Dak’ir, la sibilancia sólo pronunciaba una palabra como un estertor de la muerte…

Moribar…

De repente, abrió los ojos, un ferviente sudor cubrió su piel y vio a riel solo en una cámara bajo las laberínticas profundidades del monte del Fuego Letal.

El codiciario llevaba puesta su capucha psíquica sin el casco de combate. Marcas de escarificación en espiral sobresalían por encima de su gorjal azul. Una leve y casi imperceptible sonrisa se distinguía en las comisuras de su boca.

Pyriel tenía un rostro común. Una densa línea de pelo blanco afeitado dividía su suave calva en dos hemisferios negros iguales, como una flecha que llegaba hasta un punto entre sus ojos.

—Levántate, hermano —dijo mientras agarraba el báculo psíquico como si fuera una insignia de ceremonia. Y, en muchos sentidos, en aquel momento lo era.

Dak’ir no se había dado cuenta de que estaba arrodillado. Una postura penitente ante su mentor parecía lo más apropiado dadas las circunstancias. Obedeció y se puso de pie.

Pyriel asintió, y una sabiduría que Dak’ír todavía no podía entender inundó sus ojos, que ardían de color azul cerúleo mientras aumentaba psíquicamente su voz hasta convertirla en un profundo y profético sonido. No cabía duda de que el codiciario tenía un don para lo dramático.

—Bienvenido, semántico —tronó la voz de Pyriel—, a las pregonadas filas del librarius.

En su mano extendida descansaba la espada psíquica de Dak’ír, con la hoja desnuda apoyada reverentemente sobre su antebrazo. Era suya, se la había ganado por derecho mediante la prueba del fuego.

El temor golpeó el estómago de Dak’ir como un puño de frío metal.

—Moribar —dijo.

Su voz se quebró con la repentina urgencia.

* * *

Un grieta dividió la ladera de la montaña. Minúsculas rocas rodaron por su escarpado flanco. La nieve se separó y tembló a su paso. El aire caliente escapaba de la oscuridad del interior de la grieta. Una ráfaga de hielo se elevó como un remolino con la repentina corriente térmica ascendente. Las máquinas ocultas zumbaban y emitían ruidos metálicos, audibles por encima de la tormenta.

De una fisura pasó a convertirse en un abismo; en una puerta, de hecho. Era la entrada a una ruta oculta al corazón helado del monté del Fuego Letal.

He’stan sacó la Lanza de Vulkan de una hendidura invisible en la roca. Era una arma magnífica, una creación de una era muy antigua, la última de su especie. Como artefacto del primarca, a Tu’Shan no le sorprendió que fuese algo más que una mera arma.

Penetró en la cámara delante del padre forjador, cuya capa de draco arrastraba a su paso. El largo pasillo descendía. El olor a ceniza y hollín impregnaba la cálida brisa. Era agradable estar cerca de la montaña de nuevo.

La puerta se cerró con un golpe sordo que resonó en el abrupto silencio.

He’stan se colocó junto a su señor, y los dos salamandras descendieron. Al final del túnel, las subterráneas profundidades se dividían en varios pasillos y cámaras formados de manera seminatural.

—Por aquí —farfulló He’stan, concentrado en su misión.

Tu’Shan le siguió sin mediar palabra, agachándose bajo un grupo de estalactitas que le impedían el paso. Estaban a tal profundidad que la sangre de Nocturne corría alrededor de ellos, fluyendo libre y vital. Encima, el mundo temblaba en pleno invierno ártico; allí abajo, su vigorosa geología se revolvía.

Tan vasto era el laberinto bajo el monte del Fuego Letal que dos individuos podían estar meses en sus profundidades sin encontrarse jamás y sin hallar ningún signo de que el otro hubiese pasado por allí. Gran parte de su subterránea oscuridad no estaba trazada en los mapas. Sólo Vulkan conoció en su día cada uno de los rincones, cada túnel y cada cámara. Las bestias dormían en las más bajas profundidades, viejas criaturas celosas de los hombres y de su dominio de la superficie. La exclusiva acústica de la roca —las venas de fonolito y otros minerales conductores del sonido de su composición— permitía que los humanos nocturnianos oyeran el quejumbroso aullido de tales criaturas lejos del lugar donde moraban. Pocos nativos se habían atrevido a adentrarse en las profundidades de la montaña por ese motivo. Aquello era competencia exclusiva de los Salamandras, de modo que el camino estaba vacío mientras He’stan y Tu’Shan atravesaban la penumbra hasta llegar a una antigua puerta forjada en adamantium cincelado.

—Jamás había visto este lugar —confesó el regente, fascinado por el icono de Vulkan diseñado en la puerta.

—Yo tampoco —respondió He’stan.

Al mismo tiempo, las dos leyendas del capítulo hincaron una rodilla e inclinaron la cabeza.

—El fuego de Vulkan late en mi pecho —entonaron juntos—. Él es mi acero y le honro con mi lealtad y mí sacrificio.

Era una rara variante de la letanía más común, utilizada para expresar sentimientos de absoluta devoción y deber.

Ambos se levantaron con perfecta sincronía, y se quedaron parados ente la inmensa puerta.

Tu’Shan tuvo que arquear el cuello para ver el final de ésta, mientras que He’stan dio un paso adelante y apoyó su guantelete sobre el metal. Bajo su casco de combate cerró los ojos.

—El fuego recorre mis venas, hermano… —dijo.

Tu’Shan colocó su inmensa palma contra el metal.

—Aquí hay energía. —No hacía falta ser un bibliotecario para darse cuenta—. Siento una hendidura en la superficie. Mandaré llamar al maestro Vel’cona. Él sabrá cómo traspasarla.

He’stan abrió los ojos y apartó la mano de mala gana. El Libro del Fuego le había guiado hasta aquel lugar. Le había abierto los ojos a la existencia de la cámara olvidada. La mano de Vulkan le había guiado en esa hazaña. El padre forjador encontró un gran consuelo en esa idea. Era como si el primarca siguiera con ellos, aunque fuese sólo en espíritu y no en carne.

—¿Quién lleva ahora el Sello de Vulkan, mi señor?

—Lo custodia el capellán Elysius. ¿Qué importancia tiene eso?

He’stan se volvió hacia él y se quitó el casco de combate. Su rostro envejecido por la guerra jamás había estado tan serio. Las muchas cicatrices de honor que mostraba parecían brillar bajo la luz de la lava reflejada en el cristal.

—Es lo único que puede abrir esta puerta. Y no le quepa la menor duda, regente, de que debemos abrirla.