I. Desenterrado

I

DESENTERRADO

Pocos miembros del capítulo podían leer el Libro del Fuego con tanta habilidad como Vulkan He’stan. El padre forjador se había pasado años estudiando los volúmenes, y había registrado todas sus enseñanzas, por muy oscuras y veladas que fuesen, en su mente.

No tardó en encontrar la profecía relatada en dialecto de símbolos sobre la armadura. Algo tan prosaico como un libro con tapas de piel contenía una referencia esotérica a ella.

En sus páginas se revelaban secretos.

—Los iconos son como una clave —le explicó a Tu’Shan, quien aguardaba pensativo mientras He’stan pasaba las páginas de pergamino con reverencia—. Sueltos, los pasajes de estas páginas no tienen ningún sentido.

—Digamos que la armadura es un codificador —terció el señor del capítulo.

—Si…

He’stan estaba absorbiendo las escrituras en el libro y comparándolas con el patrón de símbolos que había visto en la armadura y que ahora estaba almacenado en su memoria. Un semántico erudito humano tardaría semanas en completar semejante análisis; al padre forjador sólo le llevó unos minutos.

—¡La sabiduría de Vulkan era magnífica! —exclamó.

Los ojos de He’stan resplandecían de satisfacción.

—¿Qué otros secretos ocultaba? —inquirió Tu’Shan.

—Cosas increíbles… Cosas terribles, mi señor.

He’stan cerró el libro.

Aunque estaba casi vacía, la cámara del Panteón parecía cobrar vida con la nerviosa energía, como si estuviese a punto de estallar en llamas en cualquier momento.

—¿Una revelación? —preguntó Tu’Shan.

He’stan asintió lentamente.

—Debemos regresar a Nocturne y a las catacumbas bajo el monte del Fuego Letal.

* * *

Un aire caliente le abrasaba el rostro. Había estado tumbado sobre la arena de cenizas durante un tiempo. Ahora la piel le ardía como si estuviera en llamas.

El dolor de sus heridas había desaparecido. Le molestaba el hombro roto, pero el hueso estaba intacto, fuerte. Las costillas ya no le dolían; se habían unido de nuevo. Entonces, se percató de que ya no llevaba puesta la armadura, y tampoco sostenía ninguna arma: la espada de energía había desaparecido.

La última sensación que Dak’ir había tenido era la de la caída por el precipicio para ser engullido por la sangre del Fuego Letal. El gólem había muerto, y él también, y sin embargo, allí estaba.

Aquél era el desierto de Pira, o al menos parecía serlo. Pero eso era imposible. Nocturne estaba en pleno invierno ártico; ese terreno debería estar cubierto de nieve y no de abrasadora arena de cenizas. Aquello no tenía ningún sentido, pero hasta ahora casi nada de su formación como bibliotecario lo había tenido.

Al apoyarse sobre los codos, Dak’ir vio que llevaba puesto un atuendo de nómada. Un largo protector contra la arena cubría su cuerpo, con túnicas de múltiples capas debajo y unos voluminosos pantalones diseñados para resguardarse del calor. Sus resistentes botas estaban cubiertas de ceniza y arena, lo que dejaba una pátina gris y ocre sobre el duro cuero. Tras reajustarse los pañuelos alrededor del rostro y el cuello, se agachó para recoger su sombrero de ala ancha, que había caído sobre la ceniza. Una ala colgaba por la parte posterior del sombrero a modo de velo; había sido diseñada para evitar el calor y el polvo del desierto. Después, recogió su bastón de viaje, un cayado de madera negra con un dragón tallado en el puño. Se ayudó de él para apoyarse y ponerse de pie. Eran sus instrumentos. Los conocía como conocía su propia armadura, a pesar de que deberían haberle resultado objetos extraños. La familiaridad de su tacto y de su peso era perturbadora. Era como estar en la piel de otro individuo, como llevar la vida de otro. Pero ¿de qué vida se trataba?

Al mirar a su alrededor, Dak’ir vio que la llanura de ceniza estaba vacía. O casi… Un minúsculo drygnirr le observaba desde lo alto de una pequeña roca. Tenía escamas negras como el carbón y una línea azul por el lomo y las púas. Sus ojos de reptil destellaban en rojo sangre mientras miraba al inmenso nómada. Había visto a aquella criatura tótem antes. Pyriel utilizaba su familiar y psíquica encarnación en forma sauna para poder observar todos sus movimientos.

—¿Y ahora qué? —le preguntó—. Estar aislado en este falso desierto no va a suponer ningún reto, Pyriel.

El drygnirr giró la cabeza y miró hacia el horizonte, donde una larga línea de fuego resplandecía. Las llamas se elevaban a cada segundo que pasaba. Cuando alcanzaron varios metros, Dak’ir creyó distinguir unas figuras en su interior, de modo que se dirigió hacia el horizonte y la muralla de fuego.

Éste es el Camino del Tótem —sopló la voz de Pyriel como traída por la cálida brisa—. ¿Ves esas pisadas?

Unos remolinos de arena rodaban por delante de él, dejando huellas superficiales en la llanura del desierto. Dak’ir asintió lentamente.

Son tuyas…

Dak’ir frunció el ceño. No entendía lo que quería decir Pyriel. Sólo sabía que debía alcanzar la muralla de fuego y seguir sus viejos pasos para hacerlo.

—¿Mi destino es revivir mi pasado? —preguntó al viento, que se levantaba cada vez con más fuerza; pero no recibió ninguna respuesta.

La arena y la ceniza, agitadas por la brisa, irritaban su rostro descubierto. Dak’ir se ajustó más los pañuelos y bajó el ala del sombrero. Se puso un par de gafas protectoras en los ojos, y siguió caminando.

Al cabo de casi una hora, se dio cuenta de que había perdido el rumbo. La muralla de fuego ardía todavía más lejos que antes. Dak’ir maldijo; su frustración era palpable en la tensión de su cuerpo. Podía destruir un monstruo, por muy implacable que fuera. Pero eso requeriría paciencia y sutileza.

Las tormentas se intensificaron, de modo que cada vez era más difícil encontrar las huellas en el suelo de arena y ceniza. Dak’ir quería quitarse las gafas. Resultaba complicado ver a través de las sucias lentes de plastek. Pero sin ellas acabaría totalmente ciego.

Ni su fuerza ni las habilidades que había perfeccionado durante los últimos tres años, incluido el dominio del fuego, le servían de nada en el interminable desierto. Era como entrar en un vacío sin forma, en un espacio desprovisto de señales o de puntos de referencia. Era una especie de laberinto, y las paredes las conformaba la desorientación de aquel que intentaba atravesarlo.

Discernir el camino de nuevo era imposible. La vorágine se lo había tragado. Incluso el sol estaba consumido. Parecía un golpe de martillo mientras azotaba, y Dak’ir se vio obligado a arrodillarse. Tuvo que esconder la cabeza, o se arriesgaba a morir ahogado. El rugido era tan fuerte que lo ensordecía. Pero había algo en el viento, entre el ruido de su furia…, un susurro de voces demasiado débiles y distantes como para oírlas bien.

La arena y la ceniza se acumulaban a su alrededor, y lo enterraban lentamente. Con esfuerzo, logró levantarse, pero recibió otra bofetada que lo derribó de nuevo. Con un gesto de dolor, Dak’ir se levantó por segunda vez. Los hombros le pesaban por los granos de arena y la ceniza del suelo del desierto. Agachado pudo llevar a cabo un lento progreso a través de las dunas, pero había perdido todo sentido de la orientación. Allá donde miraba había una ondulante barrera de cenizas y arena. Incluso el drygnirr había desaparecido.

¡Pyriel…!, gritó psíquicamente.

Sólo unas sibilantes voces respondieron, pero era imposible distinguir lo que decían.

¡Pyriel!

Una risa burlona se oyó en el viento.

Dak’ir se volvió, intentando localizar la fuente de procedencia.

Igneano, respondió la voz.

Dak’ir se dio la vuelta lentamente, primero hacia su izquierda y después hacia su derecha, pero allí no había nada.

—¡Muéstrate!

De repente, recibió un fuerte impacto en la espalda, como si le hubiese golpeado un ariete, y cayó hacia adelante.

Mientras se volvía rápidamente para intentar levantarse, su atacante cayó sobre él y lo sostuvo pegado al suelo.

La nube de arena y ceniza que se había levantado impedía que viese nada más que una corpulenta silueta, pero el agresor de Dak’ir era inconfundible cuando habló.

Igneano, escupió.

—Tsu’g…

Las manos que rodeaban la garganta de Dak’ir le interrumpieron.

Los ojos de su atacante ardían a través del viento como minúsculas hogueras de odio. Dak’ir luchaba contra la presión de la figura y le agarraba las muñecas, intentando quitarse las manos del otro del cuello, pero los dedos eran duros como el hierro.

—Tsu… —intentó decir de nuevo, con ojos acusadores y después, poco a poco, consumidos por la ira.

Su agresor presionaba cada vez más, ahogando gradualmente a Dak’ir bajo su odio y contra la arena y la ceniza. El bibliotecario se revolvía, luchando contra la sombra, sabiendo a quién pertenecía el avatar que se había manifestado para destruirle. La ira alimentaba su ardiente interior y avivaba su fuego psíquico.

Voy a reducirte a cenizas…

Dak’ir estaba dispuesto a inmolar a su supuesto asesino. No quedaría nada de él más que una marca de carbón en la llanura.

No te resistas, hermano —se burló, alimentando todavía más la ira de Dak’ir, hasta que se transformó en un ardiente nexo de fuego en su mente—. No somos tan diferentes, tú y yo…, concluyó, y su viva mirada reflejaba la imagen del fuego cultivado en la visión disforme de Dak’ir.

—¡No…! —gritó ahogadamente, y lo soltó.

Sus manos cayeron a ambos lados, y el nexo de fuego disminuyó, hasta que no fue más que vapor, e incluso eso se perdió en el abstracto viento de la psique de Dak’ír.

La figura se evaporó de inmediato, como si estuviese compuesta de un montón de arena, y los granos se dispersaron por el viento de poniente del desierto y fueron arrastrados para unirse de nuevo a la tormenta. Dak’ir respiraba agitadamente, tosiendo y resoplando mientras intentaba apoyarse en las manos y las rodillas. Le dolía la garganta. La sombra casi le había aplastado la tráquea.

Pero la vorágine seguía golpeándole, sin importarle su condición. Ahí, sólo los fuertes prevalecían, y los débiles eran arrastrados. Dak’ir alzó la mirada. Otra figura se imponía ante su línea de visión. Ésta se encontraba justo delante de él, aparentemente no afectada por la tormenta, como si existiese en otro momento en el tiempo y hubiese atravesado la barrera temporal que separaba aquellos universos paralelos. Dak’ir la veía perfectamente, y sus puños se cerraron.

Nihilan, hechicero y caudillo de los Guerreros Dragón, se interponía en su camino.

—Tú eres el destructor, Da’kir —dijo—. Harás que todo Nocturne arda, hasta que se convierta en una ennegrecida roca, desprovista de toda vida.

Dak’ir cayó de nuevo, como si el peso de la profecía de Nihilan fuese físico.

—Cae ahora —continuó—, cae y salva a tu planeta de la destrucción. Eres tú. Tú lo devorarás con tu poder. Cae y no vuelvas a levantarte.

Quizá tenía razón. Quizá lo mejor sería que se detuviese de inmediato. Recordaba con dolorosa claridad el sueño premonitorio que había tenido durante la cremación. Nocturne estaba en llamas por completo. No quedaba nada, y sus gentes eran meras sombras en medio una brisa muerta.

Él había desatado ese holocausto. Había salido de su interior, y no había podido detenerlo. Dak’ir ya sabía que Pyriel le consideraba peligroso; que su potencial, si no se dominaba adecuadamente, podía superarle, y que eso tendría nefastas consecuencias…

«Caer sería fácil…»

Quizá…

Pero aquéllas no eran sus palabras.

«No. Soy un salamandra. Conozco mi voluntad y mi mente. Resistiré. Lo superaré. Así lo dicta el credo prometeano».

—Aparta, escéptico… —masculló, levantándose sin dificultad y atravesando a Nihilan mientras éste se evaporaba como la bruma.

Tras el desvanecimiento de la aparición, y a través de la furiosa arena y ceniza, se reveló la silueta de algo grande y cuadrado. Estaba a tan sólo unos metros de distancia. Dak’ir casi lo había pasado por alto. La tormenta no mostraba signos de amainar. Necesitaba refugiarse.

Cada paso le llevaba varios minutos. La momentánea seguridad que había mostrado al desafiar a Nihilan había desaparecido como los últimos granos que atraviesan el cuello de un reloj de arena. Dak’ir se resbaló tres veces más antes de llegar y tocar lo que esperaba que fuese su salvación. Seguir sus antiguos pasos tendría que esperar…

«¿O estoy en el camino?»

Un minuto más en aquella tormenta y el único legado que dejaría el salamandra serían sus blancos huesos.

Dak’ir avanzó lentamente, palpando el objeto con las manos y guiándose por su flanco de metal, hasta que llegó a una abertura. Estaba parcialmente entreabierta, obstaculizada por un cúmulo de arena y ceniza. Con un gruñido, consiguió liberarla y abrir un espacio lo suficientemente grande como para entrar.

Su implante ocular permitió que sus ojos se adaptasen en segundos de la claridad del desierto a la penumbra de una espaciosa bodega militar. Era una nave, o al menos lo que quedaba de ella, y aunque su fuente de alimentación interna ya no funcionaba, unas lámparas que pendían de unas vigas expuestas y de sus puntales proporcionaban luz.

Amortiguado por el grueso casco de adamantium de la nave, el viento de la tormenta se convirtió en un espeluznante aullido. El metal se abollaba y crujía como si se retorciese incómodamente para no oírlo.

Dak’ir inspiró profundamente, aliviado de haber encontrado cobijo, y se dejó caer. Al cabo de unos instantes miró a su alrededor.

—Es una Stormbird… —murmuró al reconocer el interior de la nave de asalto astartes por las versiones antiguas que había visto en la sala del Recuerdo Prometeano.

Pocos capítulos las seguían usando, ya que preferían las Thunderhawk como cañoneras, más rápidas y maniobrables. Ésa era antigua. Se había estrellado hacía mucho tiempo. La mayor parte de la bodega había sido reclamada por el desierto, y el lento proceso de su digestión había llevado siglos.

Ahora que ya no era una nave, era un refugio, y no sólo para Dak’ir.

—¡Identifícate! —dijo al ver unas botas que sobresalían por una esquina. Cerca de allí había un hornillo de promethium y una selección de herramientas para excavar.

—¡Habla!

Dak’ir movió la mano para sacar una pistola de plasma que ya no estaba allí. En lugar de eso blandió el bastón, adoptando una posición de lucha como le había enseñado su sargento entrenador cuando no era más que un explorador.

A pesar de la amenaza implícita, la figura no se movió.

Dak’ir lamentó no tener un auspex o autosentidos, pero sus instintos le decían que o el extraño no le había oído, o que ya estaba muerto. Al doblar la esquina vio que se trataba de lo segundo.

Tirada, con la espalda contra uno de los mamparos de la bodega, una descarnada figura esquelética le observaba con ojos hundidos. Obviamente se trataba de otro nómada. Iba vestido de manera parecida a Dak’ir, aunque se le había caído el sombrero de la cabeza, que estaba inclinada hacia un lado.

Aquel cuerpo le resultaba familiar, de modo que se acercó para verlo mejor. La piel, que en un principio le había parecido deteriorada o quemada por la exposición al sol, era negra. Era de un color negro ónice, la piel de un salamandra.

Al reconocer al individuo, Dak’ir dejó caer la cabeza con tristeza, murmurando un nombre.

—Fugis…

Por lo visto, el viejo apotecario no había sobrevivido al Paseo Ardiente.

Ya fuese real o imaginaria, aquella señal no era buena. A pesar de la irrealidad de aquel lugar, Da’kir sintió que poseía cierta resonancia con el mundo real, como si lo que estaba viendo y experimentando fuesen meros ecos de una verdad superior. En el Camino del Tótem, nada podía darse por sentado.

Un leve alboroto en los montones de arena que se habían formado penetrando por varias de las escotillas de la Stormbird captó la atención de Dak’ir. Su oreja Lyman detectó que se trataba de un sonido demasiado intermitente, demasiado fuerte como para ser un mero hundimiento. Al levantarse, el primero de los pira-gusanos atravesó la superficie.

Una armadura quitinosa cubría sus largos lomos y sus placas segmentadas chasqueaban al moverse. Cada una de las bestias medía más de dos metros de largo y eran tan gruesas como el brazo de Dak’ir. Una boca redonda, llena de dientes afilados como púas, mascaba con ansia al percibir el sabor de la necrótica carne en el húmedo ambiente. Los pira-gusanos eran criaturas carroñeras: se comían a los muertos.

Volviendo al fuego, volviendo a fundirse con la montaña y con Nocturne era como un salamandra debía terminar su viaje. No así, devorado por una plaga del desierto.

Dak’ir deseó con todas sus fuerzas formar una bola de fuego, pero su mano permaneció vacía.

Su centro psíquico estaba agotado. No quedaba nada.

Se dio la vuelta, cargó el cuerpo de Fugis sobre el hombro y corrió por la bodega.

—Ven, hermano —dijo—. Regresaremos juntos a la montaña.

Minúsculas púas alineaban a los pira-gusanos, unos largos y acorazados cuerpos que los empujaban por el suelo a gran velocidad. Las criaturas eran fáciles de matar cuando estaban solas. En manada eran mortíferas, incluso para un astartes. Y los pira-gusanos nunca estaban solos. Dak’ir sabía que aquello era un nido. Un pequeño grupo chasqueaba con avidez la mandíbula detrás de ellos.

El final de la bodega estaba cerca, así como la escotilla de salida, que daba a un lateral del fuselaje.

Tenía que volver a exponerse a la tormenta y arriesgarse a ser enterrado vivo, o enfrentarse a los pira-gusanos y dejar que Fugis fuese devorado.

—No tienes elección, hermano —dijo una voz cascada.

Un guantelete de vieja ceramita ennegrecida por el fuego y corroída por el tiempo y la violencia alcanzó el antebrazo de Dak’ir.

Ko’tan Kadai, casi un cadáver y con la horrible quemadura de una arma de fusión atravesando su torso hasta que una leve luz aparecía al otro lado, miraba a Dak’ir con ojos moribundos.

—Mi señor… —balbuceó Dak’ir, perdiendo su empuje.

Los pira-gusanos estaban ya cerca. No podía cargarlos a ambos y salir de la Stormbird a tiempo.

Dak’ir se liberó de la mano de Kadai.

—No puedo salvarte… —masculló, y corrió hacia la escotilla de salida.

Ésa emitió un sonoro chirrido de metal y se abrió. Salieron a trompicones al otro lado, bajo el sol abrasador y el absoluto silencio de la llanura del desierto. La tormenta había amainado.

La Stormbird también había desaparecido, así como el cuerpo de Fugis. La muralla de fuego estaba más cerca que antes. Ardía e incitaba al salamandra a acercarse.

—¿Qué me estás enseñando, Pyriel? ¿Qué clase de prueba es ésta?

No hubo respuesta. Ninguna voz habló en la cabeza de Dak’ir. En la distancia, sentado en una roca solitaria, estaba el drygnirr.

Las huellas, sus huellas, habían desaparecido. La tormenta las había borrado del mismo modo que había borrado la nave siniestrada y los espectros de la mente subconsciente de Dak’ir. Se concentro, imaginando las pisadas que había visto en la ceniza y la arena. Dejando a un lado toda duda, toda ira, e incluso toda culpa, ahondó en su pozo psíquico. Cuando volvió a abrir los ojos, las huellas habían reaparecido. Cada una de ellas estaba llena de fuego, ardiendo de manera imposible contra la llanura del desierto. Eran balizas que le guiaban hasta su destino.

Bien —dijo la voz de Pyriel—. Sólo sin cadenas y sin cargas podrás llegar hasta el muro de fuego.

Dak’ir dio sus últimos pasos para enfrentarse al fuego eterno que dividía la llanura del desierto. Allí donde tocaba el suelo, la ceniza se convertía en polvo y la arena en cristal fracturado. El calor era increíble, y Dak’ir se preguntó si un salamandra vestido con su servoarmadura podría atravesarlo y salir ileso, por no hablar de uno que vistiese la indumentaria de un nómada.

Entonces, vio las figuras en el fuego. Ocupaban toda la longitud del muro. Eran todos los muertos de Nocturne, todos aquellos que habían regresado a la montaña, fila tras interminable fila, que se alargaban hasta el final del mismo mundo.

Son el corazón de Nocturne —dijo Pyriel—. Su sangre. Es el Círculo de Fuego, Dak’ir.

—Resurrección —respondió él en voz baja y reverente.

Estar en presencia de aquellos antiguos nativos nocturnianos y salamandras era humillante. Estaban hablando. Sus labios se movían, pero el rugido de la llama eterna que los apresaba eclipsaba sus voces.

Dak’ir se acercó un poco más. Su piel se estaba quemando.

Los espíritus susurraban.

—Destructor… —decían algunos.

—Salvador… —susurraban otros.

—¿Cuál de ellos soy?

Un par de manos cubiertas con guanteletes emergieron de las llamas, agarraron a Dak’ir por los hombros y lo arrastraron hacia el muro de fuego.

Una terrible agonía alcanzó cada nervio de su cuerpo con tanta intensidad que pensó que iba a perder la conciencia.

Pero Gravius no lo permitiría. Acercó a Dak’ir a él. Su viejo y gastado rostro era tal y como lo había sido en Scoria.

«Alguien de humilde cuna, alguien de la tierra, atravesará la puerta de fuego…»

Las llamas se arremolinaron a su alrededor. El resto de los espíritus se fundieron con el fuego. El calor aumentó. Dak’ir gritaba mientras su ropa ardía y su piel se abrasaba y desaparecía en un instante, hasta que lo único que quedó fue hueso.

«Será para nosotros la condena o la salvación».