II. La prueba de fuego

II

LA PRUEBA DE FUEGO

El mundo de Dak’ir estaba consumido por el fuego.

Sabía que bajo sus pies había piedra porque podía sentirla, pero no podía verla. Incluso a través de la pantalla retiniana de su casco de combate, una impenetrable masa de humo y de cenizas ocultaba la visión. Destellos de fuego teñían la nube gris de un intenso naranja, y los indicadores de temperatura de los sistemas de su servoarmadura que todavía funcionaban señalaban intolerantes niveles de calor y radiación.

Era vagamente consciente de que estaba agachado. Tal vez había perdido la conciencia durante unos momentos. Por un segundo, la mano cubierta con un guantelete que había utilizado para agarrarse a una recortada roca le pareció extraña. A través del denso humo podía distinguir apenas su contorno y su color. El verde salamandra había cambiado a azul marino. Entonces, lo recordó. «Ya no soy un sargento…»

Era un bibliotecario. El color de la armadura indicaba ese hecho y su alianza con la orden, y los iconos grabados en el blindaje, su baja posición en ella.

Le costaba respirar. Incluso a través del respirador de su casco, Dak’ir sentía la ceniza y las ardientes dagas de calor. Los analgésicos fluían por su cuerpo y sofocaban el dolor en su lado izquierdo, hasta convertirlo en un malestar que sólo debilitaba y ya no incapacitaba.

No obstante, necesitaba un momento para recomponerse.

¡En pie, semántico!

La voz estaba en su cabeza. Dak’ir deseó poder coger su espada psíquica y arrancársela del cerebro; pero ni siquiera eso acabaría con ella.

Domina la espada —insistió la voz—. ¡Úsala!, ¡ponte en pie!

—¡No puedo!

El fuego ardía por todo su cuerpo. No eran las llamas de la caverna subterránea donde Pyriel lo había dejado para que muriera, sino el ardor del dolor, de las terribles heridas que le había causado el monstruo que le perseguía.

En su día, Dak’ir había creído que sólo los dracos acechaban en las húmedas profundidades de Nocturne. Ahora había abierto los ojos.

Sopórtalo, salamandra. Esto no es nada. Eres un hijo de Vulkan.

Una serie de leves vibraciones resonaron por la tierra liberando géiseres de vapor hirviendo y soltando polvo y escombros del techo de la caverna. Como arterias en un cuerpo, columnas de lava erupcionaban de la escarpada carne de la montaña e inundaban de luz y de calor el mundo de Dak’ir.

Un mundo consumido por el fuego.

Las sombras y el humo se encogían y se enroscaban en el resplandor del magma. Charcos de fuego líquido burbujeaban y escupían como una cruel risotada cerca de él. Una percusión más intensa interrumpió los constantes golpes sordos que producía el gólem al acercarse. Con los sentidos limitados, era difícil decir lo cerca que estaba, o de qué dirección venía.

La caverna era larga, pero también ancha y alta. Las estalactitas pendían del irregular techo, visibles sólo en lo más alto de la nube de humo. Dak’ir no recordaba cómo había llegado hasta allí. Sólo se acordaba de que su primer encuentro con el gólem había ido mal. Se había visto obligado a retirarse, adentrándose en las profundidades de la tierra. Aquel respiro había sido breve. El monstruo le había encontrado, y esa vez no habría escapatoria.

Era débil, de mente y de cuerpo. La fuerza que pensaba que poseía tras haber dominado la cremación se vio puesta en evidencia por el intento de aquel gigante de color negro ónice de destruirle.

Ahora lo sabía a su propia costa.

«Voy a morir en este lugar», pensó Dak’ir gravemente mientras cerraba el puño y los temblores sacudían su cuerpo herido.

A tientas, notó las grietas que estropeaban su ceramita recién forjada. Eran grandes y profundas. Ennegrecido por el hollín, quemado por el fuego, y con la pintura azul que los siervos habían aplicado en la armadura con tanta reverencia desconchada y gastada, acabaría destrozado para cuando su cuerpo regresase a la montaña.

Agarrando el mango de su espada psíquica, los dedos de Dak’ir parecían puntas de inquebrantable roca. Minúsculos riachuelos de energía recorrían sus nudillos mientras intentaba transmitir energías psíquicas a la espada.

—¡Sopórtalo! —se oyó la voz de Pyriel de nuevo, dura e insistente como un bofetón en su cabeza—. ¡Eres un salamandra!

Una dura lluvia caía sobre la armadura de Dak’ir conforme las pisadas del gólem soltaban las rocas del techo. Los trozos de granito grandes como puños que golpeaban su casco le obligaron a levantarse. El manto de escamas de draco unido a su armadura, que caía por debajo de su generador de energía parecía más pesado que antes, como un yunque de hierro atado a su cuello.

Dak’ir se volvió, cerró los ojos y empezó a extraer energías de la cremación. Habían pasado dos años desde la primera vez que había sido puesto a prueba, desde que había destruido una antigua versión de Nocturne en una visión onírica y desde que había estado a punto de destruir a su mentor.

Controló la energía y la concentró con un pensamiento. La hoja de la espada de energía empezó a arder. El suelo tembló bajo los pies de Dak’ir.

Estaba cerca.

El calor, intenso a pesar del viento ártico de la superficie, había enmascarado por un tiempo el olor de los aceites de unción y de las cenizas sagradas con las que habían frotado su armadura, pero ahora le había acorralado.

Dak’ir abrió los ojos.

A menos de cien metros de distancia, el gólem era inmenso. El humo y la ceniza parecían huir de su presencia, lo que permitía a Dak’ir ver al monstruo. Era el doble de alto que el salamandra y el triple de ancho. Era un hombre, o al menos un simulacro de uno. Su piel era del color negro ónice del basalto volcánico utilizado como arcilla para modelarlo. Tallado psíquicamente por la mente de Pyriel, era una creación de absoluta perfección y aterradora belleza. La musculatura aumentada era exhaustivamente definida. Su noble semblante era duro, pero inquietantemente humanoide. Su calva cabeza brillaba como el azabache, y la luz del fuego reflejado en ella la bañaba con un lustre anaranjado. Y sus ojos… ardían como dos llamas apresadas.

Pyriel no lo había dotado de armas. No las necesitaba. Sus dos inmensos puños eran lo bastante duros como para reducir la roca y la ceramita a polvo. Un simple golpe había destrozado la armadura de Dak’ir brutalmente.

Dos rojas orbes brillaban a través de la bruma de humo. Pequeños remolinos se adherían al musculoso cuerpo del gólem mientras éste partía el gris miasma como un leviatán emergiendo del mar Acerbian. Unos ojos vacíos y despiadados observaban a su presa.

«Ha llegado tu hora de morir, nacido del fuego…», pensó.

Para ser una criatura tan inmensa, el gólem era rápido. Atravesó la distancia que les separaba dando largos y aplastantes pasos.

Dak’ir se preparó mientras el monstruo iba ganando velocidad y rompiendo las estalactitas más largas, que arañaban sus implacables hombros; destrozaba las columnas de roca a su paso, convertido en una inmensa e imparable fuerza devastadora de dura obsidiana.

Con el gólem a tan sólo unos metros de distancia, Dak’ir formó un amplio arco con su espada de energía, liberando una estela de fuego antes de desatar su furia. El fuego incandescente golpeó contra el inmenso torso del gólem y detuvo su velocidad de manera súbita y violenta. La bestia se tambaleó y provocó una cascada de granito desde el techo a causa de las repentinas sacudidas. Las llamas psíquicas la engulleron envolviendo su cuerpo de obsidiana.

El monstruo seguía embistiendo, y Dak’ir dio un paso atrás. El gólem arremetía con su barbilla desafiantemente, aunque ninguna molestia ni esfuerzo alteraban su pálido rostro. Se adentró en la tormenta, igualando su implacabilidad de autómata a la incipiente voluntad del bibliotecario. Dak’ir transmitió más energía a la espada y concentró sus fuerzas para intentar dominar un arma a la que sólo tenían acceso los más experimentados codiciarios. Reunió el fuego, el pozo de embrionario y destructivo potencial que había en su interior, y lo liberó.

El humo, el vapor y el oxígeno fueron devorados en un instante por el extremo calor. La contracorriente ampolló la armadura de Dak’ir, lo que provocó una lluvia de frenéticos iconos de advertencia en su pantalla retiniana. Los brazos le dolían por el esfuerzo de sujetar la espada en alto y de dirigir su terrible fuego contra el gólem.

«Rómpete, maldita sea», deseé.

Pero no sirvió de nada.

Un inmenso puño emergió de entre el fuego coronado por parpadeantes llamas. Lanzándose hacia un lado, Dak’ir logró evitar el golpe por los pelos. Tras él, la roca contra la que se había refugiado fue pulverizada. Algunos fragmentos explotaron contra su armadura. Varios quedaron incrustados en la ceramita.

Las gotas de sudor descendían por el rostro de Dak’ir mientras se levantaba. Unas lanzas de dolor aguijoneaban su costado y le obligaban a apretar los dientes. Con una arremetida de la espada de energía envió un arco de fuego contra el gólem, que estaba dándose la vuelta al comprobar que su presa le había esquivado.

Pero fue como si no hubiese hecho nada, ya que no le causó ningún daño. Lanzó dos rayos psíquicos más, que salieron despedidos con cabeza de dragón y envueltos en fuego antes de que el monstruo cargase de nuevo.

Procede de la tierra, y fue modelado al fuego…, resonaba la voz de Pyriel en su cabeza.

Luchando por respirar, Dak’ir no contestó. Estaba moviéndose de nuevo, esquivando el golpe superior que estaba a punto de aplastarle la espalda y de acabar con su vida. Tras envainar su espada, se concentró en correr por la caverna. Los charcos de lava y los humeantes ríos de fuego pasaban como un borrón de movimiento. Los inmensos pasos del gólem tronaban a sus espaldas.

Las calientes venas que alimentaban el corazón de la montaña se volvían más densas conforme Dak’ir se iba adentrando en sus ennegrecidas profundidades. Un inmenso río de magma corría a su lado donde la caverna se ensanchaba, y el humo disminuyó por fin. Allí se encontraba el final de la cámara subterránea. Una caída en vertical se abría delante de Dak’ir, y el río se precipitaba en picado por el extremo hacia la espesa ciénaga que había abajo.

—Que Vulkan se apiade de mí…

Deteniéndose súbitamente a unos pocos pasos de uno de los abrasadores finales, Dak’ir sintió de repente que le ardía el casco. El caliente metal le abrasaba la carne, y el humo y las cenizas obstruían su respirador y le ahogaban. Con urgencia, empezó a golpear los cierres magnéticos para desbloquearlos.

¿Qué estás haciendo? ¡No te quites la armadura, salamandra!.

—Me estoy ahogando… No puedo respirar…

El casco salió de un fuerte tirón. Dak’ir dejó que cayera de entre sus dedos y aterrizase ruidosamente junto a sus pies. Sin sus sentidos automáticos, por muy empañados que estuvieran, su orientación se vio agravada.

Al menos, el humo y las cenizas se estaban retirando.

Algo inmenso y poderoso acechaba desde el cada vez más escaso miasma gris…

Tras lanzar una barrera de fuego, Dak’ir dio el último paso hacia el abismo que había tras él. El gólem estaba cerca.

—Has creado un monstruo, Pyriel —masculló Dak’ir al mismo tiempo que derribaba una gruesa columna de granito que había delante del gólem.

Éste apartó la obstrucción sin preocuparse por su propia seguridad, totalmente dedicado a la destrucción del bibliotecario.

Era un enemigo implacable…

Sintiendo que la sangre del Fuego Letal latía tras la pared de la caverna, Dak’ir abrió una fisura en la roca con su espada y descargó una fuente de lava sobre el gólem. La criatura se vio bañada en magma líquido, y el salamandra se atrevió a hacerse ilusiones…, hasta que vio que la bestia emergía por el otro lado completamente ilesa. Olas de abrasador calor emanaban de su cuerpo y formaban una bruma mientras atacaba, decidida a terminar la lucha y a que ambos cayeran por el precipicio hacia el olvido.

Con la increíble velocidad de un tanque de batalla, el gólem no podría haberse detenido ni aunque hubiese querido. Su rudimentaria inteligencia no era consciente del peligro en el que se encontraba cuando Dak’ir empuñó la espada de energía como si fuera una lanza y corrió hacia la criatura.

Un minúsculo corte, una mínima fractura se apreciaba en su pecho. Dak’ir había logrado verla en el instante en que el monstruo había apartado el muro de fuego como si fuera aire. La ola de fuego incandescente le había alcanzado y el flujo de magma, expandiendo su ígnea carne, había revelado su debilidad.

Unos segundos antes del impacto, Dak’ir llevó la espada hacia atrás la distancia del puño al codo, y después embistió hacia adelante al mismo tiempo que el monstruo se lanzaba contra él.

Dak’ir sintió que la placa de ceramita que protegía sus costillas se partía y exponía la ceñida y desgarrada prenda interior y la negra piel del salamandra. Ya no le era posible respirar; el aire le había sido arrebatado de los pulmones con toda la fuerza de un proyectil de un cañón de asedio. La sangre le llenaba la boca, teñía sus dientes y liberaba un fuerte hedor a cobre en su nariz. El impacto del brazo le había llegado hasta el hombro, fracturándoselo, pero la espada de energía se había clavado profundamente, atravesando la impenetrable piel del gólem.

Las grietas cubrían el torso de ónice. Las líneas de magma resplandecían en su interior como la icorosa sangre de los divinos. Sólo que el monstruo no era divino; era una creación forjada psíquicamente a partir de arcilla volcánica y fortificado por las artes de la disformidad de Pyriel.

Mientras perdía la conciencia, Dak’ir era vagamente consciente de estar siendo arrastrado por la inmensa velocidad del gólem. Unos pocos pasos más y ambos se precipitarían al abismo…

Lanzó un rayo de fuego a través de la espada y las grietas se ensancharon. La lava borboteaba de la herida y corroía su armadura allá donde caía. Dak’ir dejó que sus dedos insensibilizados soltasen la empuñadura de la espada en lugar de seguir haciendo presión contra la sobrecalentada roca.

«No somos sólo piromancios; también somos chamanes de la tierra».

Las palabras que Pyriel le había dicho el primer día en que habían llegado a las catacumbas bajo la montaña regresaron a su mente mientras el gólem reducía su velocidad, como si sólo ahora se hubiese dado cuenta de su estupidez.

Concentrando toda la fuerza que le quedaba, Dak’ir lanzó un inmenso temblor sísmico a través de la resquebrajante carne del monstruo y, como si de una línea de falla expuesta se tratase y como si sus placas tectónicas se separasen, el gólem empezó a resquebrajarse.

Dak’ir cayó de espaldas. La vista se le nublaba. Lo último que vio fue al gólem agrietándose, convertido en líquido por su propia sangre… Abajo, el abismo de fuego le llamaba.