I
SEÑALES Y AUGURIOS
Vulkan He’stan observó las capturas de imagen con cuidadosa objetividad.
La imagen que aparecía en la pantalla era granulosa y monocromática a causa de las extremas condiciones atmosféricas que azotaban la superficie de Nocturne, mucho más abajo. Los lectores de auspex del interior de la superestructura de Prometeo reunían datos de los captadores de imágenes dispuestos en cerrados búnkeres en los límites de las ciudades santuario. Incluso en el vacío del espacio, a gran altura, la élite de guardianes de Nocturne podía seguir velando su frágil mundo. Frágil y volátil.
El Tiempo de la Prueba estaba llegando a su fin, y el ártico invierno tenía a Nocturne atrapado en su helado puño. Las llanuras de ceniza se habían transformado en una nevada tundra; los géiseres de vapor que erupcionaban por las rocosas mesetas eran ahora plácidas corrientes de vapor que se dejaban arrastrar con nostalgia por una fría brisa. En las cordilleras, los volcanes eran como inmensas almenaras que iluminaban la gris niebla de las ventiscas y las nevascas.
Envueltas en humeantes efusiones, parecía que las calderas de los picos de fuego fuesen dragones mitológicos durmiendo bajo la nieve y la roca, con las fauces apuntando a un encapotado cielo gris.
Incluso el monte del Fuego Letal, el más grande de los volcanes, estaba inactivo, satisfecho tras arrojar su explosiva furia durante el Tiempo de la Prueba.
Por toda la superficie de Nocturne, las ciudades santuario habían cerrado sus puertas y habían activado sus escudos de vacío. El destino de cualquiera que se encontrase fuera de las murallas quedaba en manos de Vulkan. Serían probados contra el yunque, reforjados o rotos. Ése era el culto prometeano.
Una larga caravana de nómadas que habían atravesado los helados témpanos de hielo del mar Acerbian llamó la atención de He’stan conforme se acercaban a una ballena gnorl firmemente sujeta al hielo. Portaban arpones dentados y la rodeaban con la indiferencia de un depredador hambriento. El alimento escaseaba cuando el fuego de Nocturne se apaciguaba. Muchos de los lagartos y saurios autóctonos hibernaban en las cuevas. Las tribus igneanas ya estarían librando una amarga guerra contra los impacientes por comida y cobijo.
Aquélla era la manera que tenía el planeta de eliminar a los débiles y conservar a los fuertes. Era una dura cultura, pero He’stan la respetaba por su pureza.
«¡Qué existencia tan precaria! —pensó, sintiendo como propia la difícil situación de aquella gente—. Llevo alejado de ella demasiado tiempo».
—La cosecha empezará pronto en serio Unos cuantos meses más y las laderas y las montañas, los lagos descongelados y los márgenes de los ríos de lava estarán llenos de nocturnianos.
He’stan sintió la presencia de Tu’Shan tras él antes de verle. El señor del capítulo tenía una aura singular, un sentido de lo indómito que He’stan jamás había percibido en ningún otro de los Salamandras. Era joven cuando asumió el manto de regente, pero lo llevaba con gran nobleza y distinción. En la actual era de destrucción del universo no había dos campeones del capítulo más grandes. He’stan sentía un gran orgullo, pero también una profunda pena ante tal revelación.
—El hielo se descongelará, las montañas llorarán, y el Fuego Letal repetirá su estruendoso estribillo una vez más —dijo He’stan.
Después se quitó el casco de combate, una hermosa pieza dé su armadura artesanal decorada con motivos saurios y artísticas florituras. Bajo éste, su rostro era sombrío y solemne.
—Soy el portador de la Lanza de Vulkan y llevo el Manto de Kesare —añadió—. En mi puño izquierdo luzco el Guantelete de la Forja, pero esto no es nada en comparación con el ardiente corazón de nuestra madre. ¿Qué es la voluntad de un padre forjador o de un regente comparado con eso?
Había sido He’stan quien había solicitado que acudieran a una de las galerías-mirador del espacio puerto de Prometeo. La larga cámara estaba oscura, iluminada sólo por las ascuas de unos braseros. La parpadeante luz reveló el icono de los Dracos de Fuego mientras éstos salían de las sombras sólo para volver a desaparecer cuando la oscuridad volvía a engullirlos unos momentos después.
—Sí, no somos nada en comparación con su salvaje belleza, señor He’stan —dijo Tu’Shan, apoyando su firme mano sobre el hombro del padre forjador.
Para He’stan, aquélla era una sensación extraña. Llevaba alejado de sus hermanos mucho tiempo. Su búsqueda de los artefactos perdidos de Vulkan le había llevado a los confines del espacio conocido, a ver cosas que no podía describir y a llevar a cabo hazañas que jamás contaría. Para ellos, para sus hermanos, los nacidos del fuego, él era un enigma, una distante figura cuyos caminos eran inescrutables. No había regresado en vano. Algo grande y terrible le había hecho volver. Las señales relatadas en el Libro del Fuego le habían llevado hasta allí, hasta aquella época.
He’stan apartó los ojos del visor. La granulosa imagen había empeorado a causa del temporal en el planeta inferior, pero ya había visto suficiente.
—Será mejor que me lleves hasta allí, hermano —dijo por fin.
—No está, lejos —respondió Tu’Shan—. Sígueme, hermano.
Las armaduras se habían trasladado a una cámara anexa al Panteón. Los símbolos que mostraba eran tan esotéricos, tan antiguos e inescrutables, que Tu’Shan había necesitado tener el Libro del Fuego a mano para analizarlos adecuadamente. Eso había sucedido hacía tres años, desde que la 3.ª Compañía había regresado de Scoria.
Ahora se encontraban en la cámara sagrada, en el templo circular situado en el corazón de Prometeo, que contenía el Libro del Fuego. Un volumen tras otro del mítico texto cubrían las paredes. Estaba complementado con rollos, gráficas, ilustraciones artísticas, símbolos arcanos finamente trabajados y otros objetos todavía más extraños, todo salido de la mano del primarca. Algunos incluso se habían escrito con su deífica sangre.
Aunque envueltas en la penumbra, las cónicas representaciones de yunques, cabezas de dracos, grandes serpientes y la llama eterna eran visibles. Talladas en los inmensos menhires de obsidiana volcánica, relucían tenuemente con la luz de las antorchas de escasa llama que había por la sala a intervalos precisos. Su brillo también describía los bordes de dieciocho tronos de granito. Sólo los pregonados miembros del Consejo del Panteón tenían permitido sentarse en ellos. Rara vez en la larga historia de los Salamandras habían estado todos ocupados. En aquella sagrada sala se llevaban a cabo deliberaciones de la máxima importancia, asuntos que afectaban a todo el capítulo y, antes de eso, a la legión.
La incorporación del primer padre forjador, la deserción del señor de la guerra, la evaluación de los daños tras Isstvan, la desaparición de Vulkan, todo lo había analizado y medido el Consejo del Panteón.
Esos asientos, que mostraban los símbolos que representaban el papel y la posición de su ocupante, seguían la curva de la sala. Todos estaban dispuestos a la misma altura, y ninguno era más grande ni más ostentoso que los demás. Ahí, todos los señores de los Salamandras eran iguales.
He’stan observó su propio asiento, un lugar que llevaba mucho tiempo vacío entre los miembros del consejo, y sintió la misma añoranza por volver a formar parte de su hermandad que había sentido al atracar en Prometeo.
—Padre forjador… —dijo Tu’Shan como si respondiese a sus más profundos pensamientos.
Un leve chirrido de engranajes y servos interrumpió la calma cuando el señor del capítulo abrió la cámara anexa.
Uno de los menhires, un brillante pedazo de dura obsidiana, se apartó para dejar al descubierto la puerta de la cámara y, tras ésta, el propio sanctasanctórum.
Allí estaban las armaduras reclamadas de las entrañas de Scoria, dispuestas como habían estado en la cámara del trono de Tu’Shan.
He’stan entró en la sala atraído, contra su voluntad, por los artefactos que tenía ante él.
—¡Qué antiguas…! —dejó escapar mientras alargaba la mano para tocar una de las arcaicas servoarmaduras.
La cámara estaba en penumbra, y la escasa luz roja le daba un tono sangriento.
La armadura pertenecía a un salamandra, de aquello no cabía la menor duda; la iconografía y el diseño lo atestiguaban. Pero era algo más oscura y parecía haber sido forjada durante una era dorada.
—Pertenece a la Gran Cruzada, hermano —dijo Tu’Shan a su lado—, y a la Era de Oscuridad que la siguió.
La voz de He’stan no era más que un suspiro.
—Nuestro momento más sombrío…
—En Isstvan —masculló Tu’Shan.
He’stan miró a los encendidos ojos del señor del capítulo.
—En Isstvan.
Ambos conocían y sentían profundamente las acciones de los caídos en la matanza de la zona del desembarco, cuando lo que entonces era la legión casi fue destruida por los traidores que había entre ellos. Aquella violenta tensión todavía se sentía en el capítulo casi diez mil años después.
Tras permitirse un momento de introspección, He’stan preguntó:
—¿Qué has averiguado?
Tu’Shan frunció el ceño mientras inspeccionaba los símbolos grabados en la armadura. Cada una de ellas poseía una pieza de gran misterio. Por separado, las señales no eran más que arañazos y marcas de guerra; pero unidas, y vistas desde un ángulo concreto con los ojos de alguien lo bastante inteligente como para apreciarlo, contenían una profecía.
Hasta el momento, Tu’Shan había sido incapaz de descifrarla.
—Que la respuesta se encuentra en el Libro del Fuego. Fue la mano de Vulkan, padre forjador, quien nos guió a Scoria; de eso estoy seguro.
—¿Y era ésa la intención de nuestro padre? ¿Proporcionarnos este conocimiento envuelto en un velo de misterio?
—Sí, eso creo.
—¿Había algo más?
Ahora He’stan observaba las armaduras de cerca.
Sin los cuerpos que en su día las llevaban resultaban frías y espectrales. Sólo los fantasmas ocupaban ahora esos cascos de ceramita vacíos; fantasmas y recuerdos muertos.
—Sólo esto…
Tu’Shan activó una placa rúnica en la pared de la cámara. Una rendija circular apareció en el suelo de metal, y el aire se llenó de una densa nube de presión a su alrededor. Cuando ésta se disipó, una columna de plata con un campo de fuerza en forma de cúpula en la parte superior emergió de un compartimento inferior. En el crepitante campo había una glándula progenoide, contenida en un frasco de cristal blindado y suspendida en una especie de solución amniótica.
—¿El líquido del frasco evita que se necrose?
—Lo elaboró el propio apotecario Fugis antes de iniciar el Paseo Ardiente.
Una ceja arqueada delató el interés de He’stan en aquel camino espiritual por el desierto. En numerosas ocasiones se había preguntado si tal viaje le revelaría algo de su propio destino.
—¿A quién pertenece? —preguntó He’stan.
Tu’Shan se acercó para verla, como si su respuesta dependiera de lo próximo que se encontrase del frasco.
—A un viejo guerrero de la legio. Su nombre era Gravius.
He’stan se volvió de repente a mirar al señor del capítulo.
—¿Y aún vivía? ¿Después de diez mil años?
—Eso parece, pero su mente estaba destrozada, atestada de pensamientos y recuerdos de todos sus hermanos.
Tu’Shan englobó con un gesto del brazo todo el conjunto de servoarmaduras.
—Increíble… —exhaló He’stan, y las inspeccionó—. Reconozco este pasaje —dijo—. Los símbolos me resultan familiares, regente.
El meditabundo silencio de Tu’Shan invitó al padre forjador a continuar.
—Hay frases y sutilezas que se me escapan. Supongo que sólo el primarca podía discernirlas, pero aquí hay una referencia al Ferro Ignis.
—La Espada de Fuego —tradujo Tu’Shan—. Es una profecía de fatalidad. He oído hablar de ella, pero nunca la había visto representada de esta forma.
He’stan pasó reverentemente un dedo cubierto por el guantelete sobre uno de los fragmentos grabados en un avambrazo.
—El dialecto de los símbolos es muy viejo. Los antiguos chamanes de la tierra nocturniana lo utilizaban cuando el mundo era joven y nuestras ciudades santuario eran llanuras de roca y círculos de piedra. Fue este idioma el que me llevó a recuperar uno de los Nueve.
He’stan señaló con el Guantelete de la Forja.
—Veo algo más… —añadió. Leyó en voz alta—: «Alguien de humilde cuna, alguien de la tierra…»
—«… atravesará la puerta de fuego. Será para nosotros la condena o la salvación» —terminó Tu’Shan.
He’stan miró a los imponentes ojos del señor del capítulo.
—Sabes de qué guerrero se trata, ¿verdad?
Tu’Shan asintió.
—Su nombre es Dak’ir.
He’stan volvió a la profecía.
—¿Y dónde se encuentra ahora el hermano Dak’ir?
—Lo tiene Vel’cona.
A He’stan aquella confesión le dio que pensar, pero lo ocultó hábilmente. Tu’Shan continuó.
—Está bajo el suelo de Nocturne, entrenando bajo la tutela del ubrarius.
—Ese Dak’ir fue el que nos condujo a Scoria, ¿no es cierto? —Así es.
—Y también es poderoso, ¿verdad?
—Mucho. El bibliotecario jefe jamás había visto tal potencial en un estudiante.
La voz de He’stan se convirtió en un leve susurro mientras su prodigiosa mente asimilaba las permutaciones de toda la información que estaba recibiendo.
—Nos condenará o nos salvará, ciertamente…