II
PACTAR CON LOS DEMONIOS
A bordo del Éxtasis Eterno, el ambiente en la cámara del portal era tenso. Era como si una corriente eléctrica la hubiese atravesado. Los esclavos, encadenados a sus calientes condensadores, gemían mientras sus cuerpos eran sometidos a más torturas con la activación de la cámara del portal.
Sombras agonizantes cubrían los muros repletos de púas, producidas por efímeros destellos de energía. Instalados en un profundo hueco, los dos condensadores eran como los cuernos de metal de una bestia invisible. Los rostros pálidos de los que todavía tenían ojos para ver miraban lastimeramente fuera de aquella fosa infernal. Ninguno de los presentes que estaban por encima de ellos los consideraba nada más que combustible. Sacrificados para conjurar a la Sedienta, no eran más que un medio para lograr un fin; sólo eso. El ruido de los condensadores disminuyó hasta convertirse en un zumbido sordo y la oscuridad los envolvió a todos de nuevo. Se estaba abriendo un portal.
Empezó como una rendija de luz, como el corte de una daga dentada que rasgaba la realidad y dejaba al descubierto los infinitos reinos de la Telaraña que había al otro lado. Poco a poco, la rendija se fue abriendo y de sus extremos emergieron furiosos estallidos de descarga eléctrica. En su interior se reveló un oscuro vacío, un creciente charco de negrura; pero no era oscuridad. Era una extraña no realidad que desafiaba todas las leyes de la física y la materia. Cobrando vida con cada parpadeo, como una pictograbación de mala calidad que finalmente se convierte en una imagen coherente, una figura masculina entró en la cámara del portal encima de una placa de metal oscuro suspendida sobre la fosa infernal. Se movía de manera sinuosa y abominablemente seductora, avanzando un pie por delante del otro como una pervertida y provocativa parodia. El viento de Eldritch azotaba el largo y oscuro cabello que había dejado caer por debajo de su cónico casco de combate. Los mechones se retorcían lentamente como víboras. Pero sólo había movimiento, no sensación de aire, ni siquiera de una leve brisa; sólo sus efectos. Tal era el misterio de la Telaraña.
Otra figura le siguió, una hembra. Ágil y alta como el macho, pero más musculosa y prácticamente desnuda, a excepción de su arnés de combate, de cuero y chapa. Su manera de andar era menos afectada, más guerrera y decidida, pero tenía el porte de una asesina. No llevaba casco, sino una máscara negra de extremos en punta que le cubría los ojos, como si fuera la protagonista de su propio teatro de muerte. Tenía el pelo blanco y recogido en una tirante coleta alta que, entretejida en una larga trenza, descendía como una serpiente por su espalda desnuda.
—¡Qué desperdicio, Malnakor! —dijo una chirriante voz desde la oscuridad de la cámara cuando la transferencia de la Telaraña se hubo completado y el portal se cerró—. El resto de tus cohortes siguen a bordo de la nave y todavía tienen que atracar —añadió en tono de reproche.
El macho sinuoso se quitó el casco. Tenía un cuerno doble en la sien izquierda, dos delgadas púas de simple y oscuro metal. En la parte delantera había grabado un perverso rostro sonriente que recordaba a un bufón demoníaco.
Mainakor meneó su cabello para liberar los largos mechones tras su confinamiento en el casco de combate.
—Yo escojo mejor compañía con la que viajar —respondió.
La mirada lasciva que lanzó a la hembra que había entrada con él a través del portal fue totalmente descarada.
La bruja-guerrera le hizo caso omiso y se inclinó ante la voz y la silueta enmarcada por la sombra que tenían delante.
—Derrochador y decadente, draconte —dijo la voz—. No podemos permitirnos perder esclavos.
La figura se acercó a la luz.
También era un macho. Sus rasgos xenos eran fríos y marcados, como si estuviese esculpido en mármol. Tenía la cara blanca, como desprovista de sangre. Sus pómulos sobresalían como cuchillas y su nariz era aguileña. Si la expresión de Mainakor era arrogante y burlona, la de éste era impasible e ilegible. Sólo el tono delataba su disgusto, pero únicamente porque él lo permitía.
—An’scur… —La palabra salió de la boca de la bruja como una invitación seductora mientras se inclinaba todavía más, procurando dejar el escote a la vista de su señor.
—Helspereth —respondió el arconte, acercándose para acariciar su mejilla con la mano derecha.
El draconte Mainakor arqueó una ceja al ver que faltaba un dedo en la mano de An’scur. Su rostro era simétrico, y su complexión y fisionomía totalmente fastuosas y perturbadoras. Había puesto todos sus esfuerzos en ser perfecto. Era como si su juventud estuviese conservada en ámbar para perdurar eternamente, lo que insinuaba su adicción a la cirugía. Contemplar una deformidad como la falta de un dedo en su supuesto señor y maestro no hacía sino convencer a Mainakor de que había hecho bien en intentar matarle.
Había habido quince intentos de asesinato contra el arconte An’scur.
Todos menos tres habían sido frustrados, pero allí estaba, vivo e imperioso, si bien algo más demacrado que antes.
El desafecto draconte observó el cuerpo semidesnudo de Helspereth con codicia. La deseaba. Desde que había presenciado su triunfo en el Coliseo de las Cuchillas en Volgorrah había ansiado probar su carne, sentir el calor de su cuerpo junto al suyo. Aquella noche, Mainakor había yacido con treinta y una esclavas, a las que había asesinado después, y ni así se había saciado su ardiente lujuria. Sólo la bruja podía hacer tal cosa. Había oído rumores de aquellos a quienes había honrado con sus favores. La mayoría no habían vivido mucho después de contarlo. Él moriría con gusto a manos de su torturadora. En ella aguardaba un éxtasis sin medida. Malnakor podía sentirlo, podía verlo arder como el fuego del infierno en sus ojos de depredadora.
Pero ella prefería al arconte.
A diferencia de sus subordinados, An’scur vestía túnicas violeta que revelaban el nervudo y musculoso cuerpo que se escondía debajo. Su cabello, al igual que su rostro, era blanco. Sus ojos eran almendrados y negros como el azabache, con un punto gris que indicaba las pupilas. Algunos miembros de la cábala decían que le había prometido su alma a Kravex; que el hemónculo guardaba el dedo que le faltaba bajo llave, y que aplicando su ciencia de torturador había resucitado al arconte cada vez que lo habían asesinado. Sólo necesitaba una muestra de materia biológica.
Ganarse el favor del hemónculo era la parte más complicada.
Pero el draconte Mainakor había estudiado la manera de asegurarse tal pacto diligentemente. Kravex era un sádico de una clase especial, y como todos los hemónculos, era viejo, uno de los Primeros Caídos. Poseía múltiples secretos. La clave para revelarlos estaba en el trueque. Y en los muchos puertos y guaridas de Commorragh, los esclavos eran la única moneda que tenía valor para un hemónculo.
Mientras Helspereth ronroneaba al sentir su roce, el arconte An’scur miró con desaprobación a Malnakor. La sombra de una divertida sonrisa atravesó sus labios sin sangre como un espectro.
«Maldito bastardo —pensó el draconte, sintiendo una punzada de celoso orgullo—. Cuánto codicio tu poder, hermano».
An’scur cogió a la bruja por la mandíbula. Las garras de sus dedos le hicieron un poco de sangre, y ella maulló de placer ante su abusivo tacto. Después la soltó y se retiró de nuevo a las sombras.
Mainakor observó con el rabillo del ojo cómo ella se esfumaba. Sabía adónde iba e intentó contener su ira de nuevo. «¿Qué actos de libertinaje vas a hacer para él, esclava meretriz?» Casi salivaba de sólo pensarlo y tuvo que centrar su atención otra vez en su señor.
—Dime, hermano —empezó An’scur, observando las gotas de sangre de Helspereth en sus uñas—, ¿hemos sellado nuestro pacto con los Guerreros Dragón? ¿Han prometido los esclavos como habíamos acordado?
Malnakor mostró sus perfectos dientes blancos antes de desenfundar la daga y lanzarse contra An’scur.
El arconte, ágil y rápido, atrapó el plano filo entre las palmas de sus manos. En el mismo movimiento, le arrebató el arma al draconte y se la clavó a Malnakor en el muslo.
—Prosaico —dijo, riendo—. Pensaba que serías más creativo, hermano.
—Sigues siendo rápido —respondió el draconte en un tono áspero y con un gesto de dolor a la vez que de placer en el rostro.
—Más rápido que tú. —La sonrisa había desaparecido—. Ahora háblame del pacto. Significa mucho para la cábala que lo cumplamos.
Aquella palabra era difícil de pronunciar. En sus siglos de vida, An’scur apenas la había utilizado.
Malnakor se sacó la daga empapada de sangre del muslo, y se oyó el típico sonido del metal abandonando la carne. Un pequeño bufido de éxtasis surgió de sus labios.
—¿Por qué tenemos que tratar con los mon-keigh? Deberían arrodillarse ante nosotros como sus maestros.
—No son unos mon-keigh cualquiera, como bien sabes.
—Sí. Y también soy consciente del interés que tiene Kravex en ellos.
Un temblor de irritación quebró la apariencia impasible de An’scur.
—¿Ah, sí? Dime, hermanó, ¿qué sabes de las predilecciones de nuestro hemónculo?
—Sólo que prefiere a los creados mediante la genética. Duran más tiempo.
An’scur estuvo a punto de comentar algo, pero se lo pensó mejor. Su inmutable máscara estaba intacta de nuevo.
—Trataremos con los mon-keigh —impuso—. De hecho, eres fundamental para nuestros planes a este respecto.
—¿Fundamental en qué sentido? —Los recelos de Mainakor eran obvios.
—Kravex te espera en Geviox —respondió An’scur con un ligero atisbo de diversión en sus rasgos—. Debes marcharte inmediatamente.
* * *
—¡He dicho que os marchéis!
La sala del trono estaba vacía, o eso pensaba Nihilan.
Había ordenado a la Espada que se retirase tras discutir sus planes para Nocturne y estaba examinando los rollos con el descifrador. El dispositivo era un cristal dodecaédrico fracturado con extrañas y geodésicas líneas. Para el ojo desnudo, para los no instruidos y los ignorantes, parecía una baratija valiosa, algo que podía apostarse por un premio mejor. La verdad era mucho más esotérica y clandestina. Contenía el modo de desatar un poder devastador, una fuerza como nunca jamás se había visto desde antes de la Edad Oscura de la Tecnología.
A pesar de ser humano, Kelock había sido un genio. También era un oportunista. Los rollos bajo posesión de Nihilan habían sido creados por el tecnócrata y rediseñados por la auténtica ciencia, la providencia o la demonología a partir de un dispositivo descubierto hacía muchos años.
La existencia de los rollos y el descifrador era una hazaña de otro, de una criatura temporalmente subyugada a Nihilan que hacía sentir su presencia ahora que la sala estaba completamente vacía.
—No puedo, mortal. Estoy ligado a ti de un modo tan indeleble como el hueso a tu carne.
La voz sonaba vieja y melancólica.
—Hacía tiempo… —empezó Nihilan, escogiendo las palabras cuidadosamente— que no te sentía.
—Las olas empíreas demandan mi atención, el flujo y reflujo del destino, los medios mediante los cuales establece su preeminencia, señor.
Ahora la voz era cínica, sarcástica. Cambiaba de humor rápidamente; no era una cosa u otra, sino una mezcla de emociones tan difíciles de predecir como la dimensión que lo engendraba.
—¿Hay noticias? —se aventuró a preguntar Nihilan.
—No —respondió la criatura rotundamente—. He venido para recordarte nuestro pacto.
La voz emanaba de todas y de ninguna parte al mismo tiempo; primero, como un chirriante susurro y, después, como un estruendoso tumulto. Otras voces se unían a ella, sibilantes y sin sentido. Nihilan las ignoró haciendo uso de su disciplina psíquica.
El demonio estaba jugando con él, acariciando sus defensas con afiladas garras de metal. Un momento de descuido, y su cordura podría verse en grave peligro.
—No tienes necesidad de hacer eso… —dijo Nihilan con los dientes apretados y resistiéndose al ímpetu de buscar por la sala la procedencia de un sonido que no tenía ningún origen—. Recuerdo nuestro pacto. Lo cumpliré.
La presencia se estaba alejando, retirándose de nuevo hacia las olas.
—Procura hacerlo, hechicero… —susurraba como una brisa que se extinguía—. Recuerda lo que me prometiste.
—No temas —masculló Nihilan, liberando lentamente los muros mentales que había levantado para protegerse.
—Una nave —dijo con aspereza el demonio, casi como un suspiro—. Una nave…
Los ojos de Nihilan ardían con fuego interior, un eco genético del origen que había traicionado.
—Tengo al candidato perfecto.