I
REUNIENDO FUERZAS
Los regresores del dolor atravesaron la carne de su rostro cubierto de cicatrices, y Nihilan bufó. Las púas, administradas por un macabro servidor cirujano, penetraron profundamente, directas a los nervios, pero calmaron la feroz abrasión que sentía ahí y la transformaron en un leve ardor.
Siempre había sido así desde Moribar, desde la llama… y Ushorak…
Las duras imágenes de aquel lugar le venían a la mente con frecuencia, imágenes del mundo cementerio donde había pasado de ser alumno a ser maestro, donde había sido reforjado en el fuego de los crematorios. Los recuerdos sensoriales le pinchaban la piel con agujas calientes como dedos que rebuscaban y ardían. Entonces llegó el grito, el ultimo aullido de muerte de un mentor que se había convertido en el padre que nunca había conocido.
Si Nihilan hubiese sido capaz de llorar, lo habría hecho en ese momento. En su lugar, masajeó su ira y la afiló en una firme espada.
Pronto…, pronto la empuñaría y la insertaría en el corazón de su enemigo, hasta la guarnición.
La oscuridad le rodeaba, interrumpida sólo por el intenso resplandor de las lámparas hundidas en el suelo. Los respiraderos exudaban el vapor de las cubiertas del enginarium como si fuera el aliento de alguna criatura mitológica derrotada. Envuelto en las sombras, Nihilan se deleitaba en la paz y la soledad que éstas le brindaban.
«Viejas costumbres», pensó con una amarga sonrisa en el rostro.
No estaría a oscuras y a solas por mucho tiempo. Nihilan estaba esperando invitados, esperanzados suplicantes y mercenarios que querían formar parte de su gran venganza. Al mismo tiempo que despachaba a las criaturas servidoras, que eran poco más que una masa de tecnología y órganos pegados, una figura acorazada salió de la penumbra.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí, Ramlek?
Nihilan expresó con claridad el disgusto que sentía por haber sido espiado, incluso si ésa no había sido la intención del obediente rastreador asesino que era Ramlek.
—Estaba esperando a que tus siervos hubiesen terminado sus rituales, mi señor.
El acorazado gigante vestía una ceramita escamada del color de la sangre fresca, y hablaba con la cadencia del crepitante magma. Un sulfúrico hedor inundó el aire con cada una de sus palabras, y minúsculas motas de ceniza caían de la rejilla de la boca de su casco de combate. Sí, Ramlek era un asesino en toda regla. Todos sus atavíos lo atestiguaban. También era ferozmente leal, e hizo una profunda reverencia ante su maestro, de manera que las escamas chirriaron al rozar.
—¿Ha llegado alguien? —preguntó Nihilan, alejándose del sillón de oscuro hierro que había convertido en su trono.
—Muchos. Varias naves ya han atracado en el Acechador del Infierno.
Aquel crucero de asalto era el gran orgullo de Nihilan. Arrebatarle la nave a sus propietarios originales había sido una victoria amarga pero gloriosa para sus Guerreros Dragón. Entonces, no eran más que asaltantes, piratas carroñeros que mordían los talones de perros de guerra más grandes. Cuánto habían cambiado eso los años. Tras la muerte de Ushorak, el olvido los miró de frente y les habría devorado de no ser por Nihilan y su obsesiva fe.
—¿Dónde están ahora?
—Los delegados esperan al otro lado de las puertas de la cámara —respondió Ramlek, con postura firme e imponente—. ¿Debo hacerles pasar o destruirlos, mi señor?
Nihilan sonrió. El gesto tiró del tejido cicatrizal que cubría la mayor parte de su rostro.
—¿Qué sentido tendría llamarles a bordo de la nave si sólo fuésemos a asesinarlos, hermano?
Ramlek aguardó, pensativo, como si la pregunta siguiese sin contestar. La sonrisa de Nihilan se ensanchó, a pesar del dolor que le producía al hacerlo.
—Eres una criatura muy poco sutil, Ramlek, y tu predisposición a la carnicería me divierte inmensamente. Pero en este momento, la ejecución no es necesaria.
Una nube de ceniza caliente escapó de la boca del guerrero dragón, como expresando su disgusto.
Nihilan rió sin regocijo.
—Eres un salvaje —dijo—. Desármalos y déjales entrar.
Tras asentir secamente, Ramlek se dio la vuelta y desapareció en la penumbra como un fantasma.
Sus pisadas todavía resonaban fuertemente en la gran sala unos momentos después, cuando una rendija se abrió en los oscuros confines de la puerta de la cámara.
Entraron varias figuras escoltadas por una escuadra de los renegados de Nihilan, vestidos de rojo sangre. El propio Ramlek los guiaba.
Una por una, las figuras formaron una línea ante el trono. Algunas mostraban estudiada indiferencia; otras aparente beligerancia. Muchos no podían ocultar su miedo a los sobrehumanos renegados que les habían reunido en aquel lugar, en aquella nave. Poco menos de veinte capitanes de naves, señores de la guerra, reyes piratas, generales tornadizos e insignificantes señores alienígenas se postraron ante el guerrero dragón, sentado en su trono.
—¿Sabéis quién soy? —preguntó Nihilan una vez que la procesión hubo terminado y que sus guerreros se hubieron posicionado a ambos flancos de los delegados.
Un gigante, armado y vestido de manera similar a la de los renegados pero cuya armadura parecía gastada y remendada como si hubiese visto más guerras de las que debía, dio un paso adelante.
Miró a su alrededor y observó la escolta que lo flanqueaba. Todos los guerreros teñidos de sangre portaban un bólter de aspecto pesado en sus guanteletes con forma de garra.
—Guerreros Dragón —dijo—. Sois todos renegados.
Sus ojos, que brillaban bajo un maltrecho casco de combate amarillo, se posaron en Nihilan.
—Y tú eres su líder.
Nihilan se inclinó hacia adelante en el trono. Sus ojos de párpados escarlata centellearon de poder, confirmando que el arte de la disformidad fluía por sus venas malditas. Al igual que Ramlek, él también vestía una armadura de color rojo sangre y un cuerno formaba un arco desde ambas hombreras. El báculo psíquico, a un brazo de distancia, yacía inactivo en su armazón. Ésa era su nave, el Acechador del Infierno. Aquí, en esta reunión de traidores, Nihilan era el preeminente.
—¿No eres tú también un renegado ahora, hermano?
Aunque vestido con una armadura negra y amarilla de un diseño ligeramente más arcaico, el otro guerrero era en muchos aspectos el espejo de Nihilan. Provenían de una casta parecida, y estaban cortados por un patrón similar. No obstante, ideológicamente no podían ser más diferentes.
Oír al guerrero dragón usar aquel término familiar le crispó, pero se tragó su ira.
—Cuesta aceptarlo al principio, ¿verdad? —Insistió Nihilan al obtener el silencio como respuesta—. Tu causa es justa; tu deserción no es tal. Sólo estás siguiendo el duro camino que tus señores y maestros no tienen el valor de recorrer, ¿no es así, astartes?
—No, no me motiva ninguno de esos ideales —respondió el guerrero, apretando los dientes.
—¿En serio? —Nihilan parecía divertido—. Entonces, ¿cuál?
—El odio —respondió el guerrero sin más—. Contra los Salamandras.
Nihilan entrecerró los ojos.
—Eso, mi querido hermano, es algo que tenemos en común. ¿Cómo te llamas?
El guerrero se golpeó el peto con el puño. Dadas las circunstancias, aquél parecía un gesto pasado de moda.
—Lorkar —respondió—. Sargento Lorkar, de los Marines Malevolentes.
Nihilan sonrió cruelmente.
Los nudillos de Lorkar crujieron bajo el guantelete al interpretar el gesto como un insulto.
Ramlek parecía estar a punto de reaccionar. Los Marines Malevolentes eran poco menos que unos psicópatas belicistas consentidos. A Nihilan le extrañaba que la Inquisición no los hubiese declarado todavía excommunicate traitoris. Tenían reputación de ser sanguinarios e inflexibles. Lorkar debía de tener los pelos de punta con tantas criaturas impuras a su alrededor.
«Trastornados» era la palabra que a uno le venía instantáneamente a la mente cuando se enfrentaba a un marine malevolente. «Caprichosos», también. Nihilan los creía muy capaces de infiltrar a uno de sus hermanos a bordo de su nave en alguna misión mal concebida, suicida, de asesinato. Pero no, Lorkar no estaba allí para matar, o al menos aquélla no era su intención.
Nihilan apenas tuvo que hacer uso de su voluntad psíquica para verlo. Sí, tenía actitud beligerante, pero no asesina.
La mano levantada del hechicero le puso de nuevo la correa a Ramlek.
—Había oído que una nave de los Marines Malevolentes había atracado en el Acechador del Infierno, pero no me lo había creído… hasta ahora. —Nihilan pasó a un monólogo parcial—. Astartes puritanos como los Marines Malevolentes aliándose con renegados… —dijo con un sarcástico tono de desaprobación—. ¿Qué han hecho los hijos de Vulkan para ofenderos tanto?
—Eso es asunto de los Marines Malevolentes —rugió Lorkar.
—Ya no, sargento Lorkar —le corrigió Nihilan—. Ya no. Ahora eres un guerrero dragón —dijo, extendiendo los brazos—. Uno de los nuestros.
Nihilan sostuvo la feroz mirada de Lorkar durante un momento más, antes de pasar a observar al resto de los congregados. «Su ira resultará útil».
Reconoció a varios mercenarios kroot, que eran poco mejor que bestias a medio entrenar, pero valiosas en la lucha; a cultistas del Caos medio desnudos, con imágenes de ídolos tatuadas en su automaltratada carne; a sinuosos eldars oscuros, ágiles y mortíferos, con sonrisa de torturadores, y a otras bestias y guerreros extraños. En realidad, le importaban más bien poco. Los astartes eran de gran ayuda, y Nihilan sentiría un gran placer observando su corrupción. Los eldars oscuros también tendrían su papel. Pero los demás sólo eran carne de cañón.
Reclutar escoria era sencillo. Abundaba en todos los sistemas y en todos los subsectores. Las promesas y las ofrendas atraían a esos ambiciosos individuos con bastante facilidad. Los propios Guerreros Dragón de Nihilan contaban con cientos de integrantes. Con ellos y con esa morralla de mercenarios tendría suficientes cuerpos como para llevar a cabo su plan, su gran venganza.
Nocturne no era Ultramar. Era el mundo natal de un Capítulo de Marines Espaciales, pero no era un imperio.
Uno por uno, los delegados se acercaron tras un gesto de Nihilan y pronunciaron sus promesas. El guerrero dragón las aceptó todas menos una. Un guerrero con cara de perro, al menos a juzgar por la forma de su casco de combate, empezó a delirar como un lunático ante el trono.
Dijo que derramaría sangre en nombre de su señor oscuro. Que les extirparía la carne a los hijos de Vulkan como castigo. Que les arrancaría los cráneos como ofrenda a su dios.
Después de esa diatriba, Nihilan cogió el báculo psíquico y acabó con aquel bárbaro de un golpe. Eso sirvió para demostrar dos cosas: su considerable poder, y que no estaba dispuesto a aliarse con asesinos descerebrados e incontrolables.
«La Ira Roja», se había llamado a sí mismo. Otro astartes renegado, ni más ni menos, pero descarriado. La feroz furia de Lorkar estaba canalizada, bajo control, pero aquella bestia era poco más que un fanático rabioso. Tales hombres, tales criaturas, eran difíciles de controlar, y eso era precisamente lo que Nihilan deseaba por encima de todo lo demás. Ordenó que la nave de la Ira Roja fuese aniquilada y que sus representantes fuesen asesinados de inmediato. Lo único que quedaba del fanático era un charco de huesos y órganos humeantes.
—La obediencia no es opcional —dijo Nihilan al resto, que intentaba ocultar su sobrecogimiento.
Incluso el duro Lorkar se había sobresaltado. A los únicos a los que no había afectado era a los eldars oscuros, un macho y una hembra, esta última vestida con poco más que unas tiras de cuero oscuro y trozos de chapa de armadura. Mientras que al macho parecía haberle divertido vagamente la agonizante muerte del guerrero, no cabía duda de que a ella la había excitado, porque se había mordido el labio hasta sangrar para contenerse.
Los delegados xenos eran un elemento importante para el plan de Nihilan, pero no le entusiasmaba su presencia ni su sádico hedonismo.
—Y no somos lunáticos en una sangrienta búsqueda de nuestra propia destrucción —continuó—. Sólo hay un plan; el mío. He trabajado muy duro y he sacrificado mucho para garantizar que se lleve a cabo. Cumplid con vuestra parte, vosotros y vuestra escoria, y seréis recompensados.
Nihilan se apoyó en el respaldo de su trono. De repente, parecía cansado.
El sonido de la corredera de los bólters informó a los delegados de que la audiencia había concluido. Ramlek y sus guerreros los escoltaron a la salida, del mismo modo que lo habían hecho a la entrada, pero con un cuerpo menos.
De los guerreros dragón que habían entrado en la cámara, sólo quedaba Ramlek. Nihilan cerró los ojos y dijo en tono áspero:
—Estamos cerca, Ramlek. —Y pasó la mano por un par de rollos que tenía justo al lado del trono—. ¿Tienes el descifrador?
Ramlek tocó un cilindro enganchado magnéticamente al muslo derecho de su servoarmadura escamada.
—Sí, mí señor. Y he pedido los demás. Deben de estar a punto de llegar.
—Bien, bien —suspiró Nihilan—. Todo está preparado.
La oscuridad se interrumpió de nuevo y esa vez entraron otros tres guerreros dragón más.
Delante del trono, en la tarima de metal, habían sido talladas cuatro oscuras runas. Ramlek ya había ocupado la primera, justo a la derecha de Nihilan. Un segundo renegado se colocó en la siguiente, a su izquierda. Los otros dos se situaron sobre las runas restantes.
—Vosotros sois mi Espada, hermanos —les dijo Nihilan—. Mis guerreros de confianza. Los guerreros que les arrancarán el corazón a los Salamandras por su perfidia contra nosotros y nuestro señor, difunto hace tanto tiempo.
Nihilan hizo una pausa para observarlos a todos de uno en uno.
Los ojos de Ramlek ardían con una ira insaciable; Nor’hak, el guerrero que estaba a su izquierda, era frío como el hierro; Ekrine, el único que no llevaba puesto el casco, se lamía vagamente sus labios de reptil mientras sus párpados se cerraban y abrían de lado a lado; Thark’n, la última adición a la Espada, tenía los gruesos brazos cruzados y asentía con tranquila determinación.
—Hacemos esto en nombre del asesinado —dijo Nihilan—. En nombre de Ushorak.
—Por Ushorak —entonaron los miembros de la Espada al unísono.
—Y por Ghor’gan —añadió Nihilan, prestando una atención especial a Thark’n—, que cayó cumpliendo su sagrado deber; un guerrero de la Espada a quien también honramos en este conciliábulo.
—Por Ghor’gan.
—Puede que vengamos de orígenes diferentes, de los capítulos que nos desdeñaron, que coartaron y subestimaron nuestra pasión y nuestra lealtad. Gigantes de las Tormentas, Dragones Negros, Guerreros de Hierro, Marines Malevolentes… —Hizo una pausa antes de pronunciar el último de los nombres, escupiéndolo como si fuese una afta en su boca—. Salamandras. Estos nombres no significan nada para nosotros. Ahora somos uno. Somos Guerreros Dragón.
Nor’hak no pudo reprimir un gruñido que mostró sus afilados colmillos. Ekrine blandió sus espadas de hueso hacia adelante, intentando controlar su ira y sus emociones. Grandes nubes de ceniza escapaban de las fauces de Ramlek como si del humo de un dragón se tratase, mientras que los nudillos de Thark’n crujían fuertemente bajo sus guanteletes.
Nihilan sonrió.
—En Moribar desenterramos los medios para llevar a cabo nuestra venganza —dijo, tirando de los rollos que había a su lado—. En Scoria, iniciamos el plan al mismo tiempo que lanzábamos un duro golpe a nuestros enemigos. —Esa vez miró a Ramlek, que le devolvió la mirada a su señor sin emoción—. El viejo Kelock no tenía ni idea del poder que había encadenado. Scoria no era nada, una décima parte de nuestra fuerza. Ahora la utilizaremos toda. Nuestra Lanza de la Retribución está casi lista —les anunció a todos ellos—. Y con ella arrancaremos el corazón de un mundo.
Nihilan formó un puño con su afilado guantelete en forma de garra.
—Muerte a Nocturne.
Los demás le imitaron, cerrando los nudillos y formando un anillo de roja ceramita.
—Muerte a los Salamandras —concluyó Nihilan.