II. El bastión

II

EL BASTIÓN

Ba’ken se mantenía tan pegado al suelo como le permitía su coraza. Sobre él, los fragmentos de los proyectiles convertían el aire en una neblina cortante.

Al llegar a un emplazamiento parcialmente destruido y cubierto de cadáveres de eldars oscuros, se llevó un par de magnoculares a los ojos. No los necesitaba para ver que el asalto iba bien, pero el aumento adicional, combinado con el aumento genético de sus implantes ocuglobulares, le revelaron los detalles más intrincados.

Un amplio campo de terreno llano se extendía ante los Salamandras desde la penúltima línea de los terraplenes xenos. Picas atadas fuertemente con alambre de espino emergían desde el suelo en ángulos ocultos. Los eldars oscuros también habían cavado fosas y las habían llenado de cuerpos bomba, víctimas humanas cargadas de explosivos alienígenas. El hermano Mulbakar había perdido la mano y gran parte del antebrazo al ir a asistir a uno que todavía retemblaba en uno de los hoyos. Después, los Salamandras los incineraban.

Eran ordinarios y desaprensivos elementos disuasorios diseñados para herir y frustrar más que para obstaculizar en gran medida la acción. Tras ellos, a través de una tormenta de polvo de metal rojizo y oxidado, una línea de fuego de guerreros eldars oscuros chillaban y maldecían a los astartes. A través de las lentes, Ba’ken distinguía cada curva de la segmentada armadura de los alienígenas. Veía claramente cada punta, cada espada e incluso la grotesca imitación demoníaca de sus cascos con forma de cono. Detestaba a los xenos. Ba’ken absorbió toda aquella información y la empleó para alimentar los fuegos de su ira.

Calculó que había aproximadamente sesenta y tres xenos defendiendo el área inmediata al exterior de la puerta del sector del Capitolio y la fortificación del capitán Agatone. De esa guarnición, cinco tenían cañones pesados. Aunque la artillería de fragmentos de los xenos carecía de la fuerza suficiente como para atravesar fácilmente las servoarmaduras, las largas lanzas en los nidos de fuego eran mortales.

—Manteneos agachados —gruñó por el comunicador integrado en su gorjal.

Guardó los magnoculares para recolocarse el casco de combate. De inmediato, el campo de batalla quedó bañado por un filtro táctico amarillo. Las distancias, las disposiciones, las formaciones y los datos geográficos inundaban la pantalla retiniana y eran absorbidos por la memoria eidética de Ba’ken.

El fuego sobre sus cabezas era abundante, salpicado por las explosiones de los cañones lanza, que hendían el aire y lo dejaban caliente. Dos escuadras, incluida la de Ba’ken, estaban preparadas para avanzar por el centro, pero no sin antes neutralizar los cañones. Pulsando una runa del comunicador con un parpadeo en su pantalla retiniana, Ba’ken se dirigió a un compañero sargento.

—Ek’bar…

La respuesta llegó cargada de ruido y del distante estruendo de las explosiones.

Los constantes cañonazos sostenían la cacofonía de la guerra con un fuerte zumbido.

—Avanzando.

—Necesito eliminar esas lanzas.

Hubo una breve pausa. Más sonidos de batalla llegaron a través del comunicador.

—En seguida, hermano. Tienes la paciencia de Kalliman.

Una sardónica sonrisa se formó en los labios de Ba’ken ante la mordaz ocurrencia de su compañero sargento. Kalliman era un antiguo filósofo nocturniano que había pasado cuarenta días y cuarenta noches aislado para aprender mejor la virtud del estoicismo. A Ba’ken no le cabía la menor duda de que Ek’bar había dicho aquello irónicamente.

En el flanco izquierdo, el otro sargento realizó un progreso lento pero seguro, destrozando la oscura armadura xenos con perforantes disparos de bolter pesado y oportunos estallidos de granadas. Pero las prisas de Ba’ken le habían infundido agresividad. Una inmensa nube de polvo y restos se levantó donde se había posicionado uno de los nidos de los cañones de los eldars oscuros. La escuadra de Ek’bar se abalanzó sobre él con las espadas sierra cortando y los bólters escupiendo. Dos lanzas derribadas.

Clovius, duro como el granito, bajo y fornido, estaba en el flanco derecho. Sus soldados eran igual de metódicos y reducían a escombros los hábiles vehículos, parecidos a lanchas, que los xenos intentaban utilizar para desplegar a sus guerreros entre las filas de los astartes. Los vehículos flotaban mediante alguna depravada tecnología gravítica xenos. Esto les proporcionaba maniobrabilidad, pero tenían la parte superior descubierta, por lo que al carecer de blindaje eran vulnerables al constante fuego de bólter.

Era una debilidad que el decidido Clovius aprovechó al máximo. Las ráfagas de metralla inundaban el aire mientras que los chirriantes vehículos eran hechos pedazos. Un escuadrón más reducido de motoristas gravíticos se retiró tras la destrucción de los vehículos, aullando y chillando. Rodearon el campo de batalla mofándose, profiriendo amenazas y provocando después de quedar fuera de alcance; riéndose, se elevaron hacia el cielo acelerando demasiado los motores. Con el enjambre en pleno vuelo, Clovius pudo dirigir su atención hacia otro nido de artillería. Con un rayo de plasma certero lo redujo a humo y a metal chamuscado.

Tras él, Ba’ken sintió la presencia de Ul’shan y del siempre digno de confianza sargento veterano Lok, quienes cargaban contra las puertas exteriores del Capitolio con salvas de sus escuadras de Devastadores. La artillería pesada ya había perforado la muralla. Derribar la puerta era sólo cuestión de tiempo.

Ahí, a larga y media distancia, los Salamandras no tenían rival. Los nidos de ametralladoras y los emplazamientos de artillería que los eldars oscuros habían erigido no estaban hechos para durar demasiado. No eran una fuerza estática. Estaban terriblemente equipados para defender el territorio, tal y como Ba’ken había asegurado durante la reunión.

—Esto no es nada. Un poco de sangre en todo caso. ¡El caldero nos espera tras esas puertas! —exclamó el capellán Elysius, que parecía que le hubiese leído los pensamientos al sargento.

El repentino cambio en la escala de mando había sorprendido a Ba’ken, pero por mucha devoción y lealtad que le rindiese a su capitán, servir guiado por Elysius era siempre una apasionante experiencia. El celo y el fervor del capellán eran contagiosos.

—Estamos listos, señor capellán —dijo Iagon, despachando friamente a un xenos herido y medio enterrado, en un emplazamiento destruido.

El eldar oscuro parecía temblar de placer mientras moría. Según los datos imperiales sobre los alienígenas, se deleitaban con todo tipo de sensaciones, incluso con las dolorosas.

—Sí, el enemigo ya ha sido medio aniquilado —masculló Ba’ken sin saber si sentía más repulsión por el alienígena o por su hermano de batalla.

No le gustaba estar tan cerca de Iagon en la línea de fuego, pues era como tener constantemente un bólter apuntándole directamente a la nuca, pero Elysius así lo había ordenado. Las disposiciones eran claras, al igual que los métodos del capellán. Estaba poniéndolos a prueba a ambos. Iagon también lo veía. Ba’ken sospechaba que el sargento era mucho más astuto de lo que dejaba entrever, y se había comportado de manera ejemplar desde que la acción de combate había comenzado.

—¡La muralla está cediendo, mi señor! —exclamó el hermano Ionnes, señalando las puertas mientras éstas caían bajo las bombas incendiarias de los Devastadores y se levantaban nubes de polvo y arena.

Cayeron cuatro de cinco cañones.

Elysius elevó su crepitante crozius en el aire.

—¡A los fuegos de la batalla, hermanos!

—¡Hacia el yunque de la guerra! —respondieron, y corrieron en dirección a la garita hecha añicos.

Al otro lado estaba el Capitolio, una estructura de defensa clave en las Regiones de Hierro, uno de los bastiones factorum de Geviox. Con él, los Salamandras ocuparían un bastión desde el que lanzar incursiones a la ciudad hasta limpiar finalmente la mancha de los xenos. La misión y la manera de cumplirla estaban claras; siempre lo habían estado. Lo que no tenía sentido era por qué los eldars oscuros no habían huido ya. Eran incursores; ese método de ocupación y defensa no era en absoluto propio de ellos.

Ba’ken sintió como un cúmulo de fragmentos afilados cortaban la greba de su brazo, pero siguió avanzando con decisión. Un desganado disparo del bólter le arrancó la cabeza a un guerrero enemigo que emergió del terraplén corriendo hacia ellos.

Los Marines Espaciales recorrieron los metros que los separaban del enemigo en apenas unos minutos. Era una imagen brutal. La tierra temblaba mientras varios miles de kilogramos de ceramita pisaban sobre ella. Saliendo como leviatanes de verde coraza de una niebla rojiza, los Salamandras se fundieron con gran furia en una lucha cuerpo a cuerpo contra lo que quedaba de la vanguardia xenos.

«Este es el punto fuerte de los hijos de Vulkan», se deleitó Ba’ken, aplastando el torso de un eldar oscuro con un golpe del martillo de pistón mientras saltaba hacia una trinchera poco profunda. El arma, confeccionada por él mismo, se movía ansiosamente en sus manos, rompiendo huesos y reduciendo a pulpa la carne enemiga.

«¡El ojo por ojo es la tradición prometeana!»

Las lenguas de fuego de los lanzallamas pasaron a ambos lados del sargento y arrasaron d terraplén por completo. El número de eldars oscuros se había reducido bajo la determinación del ataque astartes, y los pocos guerreros que quedaban para defender las trincheras se lanzaban contra los Salamandras en un abandono suicida. Eficientes y metódicos, los nacidos del fuego eliminaron al resto de sus oponentes rápidamente.

Pasando sobre los cuerpos de los muertos y aplastando sus restos cenicientos, los Salamandras atravesaron la garita destrozada y se dirigieron al Capitolio.

Una amplia plaza se abría ante ellos, repleta de cadáveres humanos.

—¡En el nombre de Vulkan…! —exclamó el sargento Ul’shan, que fue el último en atravesar la puerta como parte de la retaguardia de la fuerza.

—Manteneos firmes —ordenó el capellán Elysius tras haber detenido repentinamente el ataque de los Salamandras.

Humeantes chimeneas, silos, torres de procesamiento y dormitorios de piedra gris se elevaban imponentes y en silencio ante ellos. Los cadáveres colgaban de las destrozadas agujas, sujetos por cadenas y suspendidos en una brisa que apestaba a hierro. El foso que había explotado al otro lado de la sangrienta plaza estaba lleno de cuerpos hinchados a causa de la putrefacción.

Pero Elysius veía la escena como lo que era. Minúsculas bombas incendiaras estaban alojadas en las bocas o cosidas salvajemente en los estómagos de los muertos.

Era un campo de minas.

Tras adoptar posiciones de defensa, los Salamandras aguardaron y reprimieron su ira ante tal degradación. Los eldars oscuros, o los espectros del crepúsculo, como se les había llamado en su día en Nocturne, habían plagado su mundo natal. Los hijos de Vulkan detestaban a todos los enemigos de la humanidad, pero sentían un odio especial hacia los eldars oscuros. Era una vieja enemistad que se remontaba a milenios atrás.

Varias avenidas, más estrechas a causa del desmoronamiento de las estructuras que las rodeaban, llevaban al Capitolio que buscaban los Salamandras. Era un edificio que se asemejaba a un bastión, con altos y lisos laterales y almenadas murallas.

Allí, en las Regiones de Hierro, los supervisores podían calcular y registrar las tasas de producción y enviar sus datos a los señores tributarios imperiales. Aquel día, con los habitantes de la ciudad muertos o aprisionados, el rendimiento era bajo. Aun así, los complejos industriales seguían en pie, obedeciendo los protocolos automatizados de instrucciones que mantenían en marcha la gran máquina.

Las refinerías inundaban el aire con un leve zumbido, un aletargante pseudosilencio que sólo hacía que aumentar la tensión.

El capellán Elysius no mostraba ningún desasosiego.

—Clovius y Ul’shan, mantened segura nuestra salida —dijo.

—¿Cuatro puntos de ataque, mi señor? —sugirió el sargento Ek’bar con su típico tono cortado.

Aquello tenía sentido táctico: una escuadra por ruta de asalto, para terminar en la brecha final del Capitolio. Eso habría sido lo que hubiera hecho Agatone, pero Elysius no era el hermano capitán.

—No. Somos el martillo.

El capellán señaló la calle más ancha, que daba directamente a la entrada principal del edificio del Capitolio. Se trataba básicamente de una calzada repleta de remolques de metales y semiorugas volcados. Sus ocupantes los habían abandonado al huir de los asaltantes. A juzgar por la espeluznante escena que cubría el suelo de la plaza, les había servido de poco.

—Estableced una cortina de fuego —ordenó Ba’ken ahora que ya se había decidido un plan.

Dos de sus hermanos de batalla avanzaron y rociaron los putrefactos cuerpos con promethium. Las granadas ocultas y las bombas incendiarias detonaron instantáneamente y, durante unos segundos, la plaza se vio consumida por violentas explosiones. Cuando la conflagración se consumió, sólo quedaron cenicientas partes de cuerpos y tierra chamuscada apenas visibles bajo un velo de denso y oscuro humo.

—Bueno, al menos eso habrá captado su atención —dijo Lok tras la última de las explosiones.

Uno de sus ojos era biónico, y zumbaba y chasqueaba buscando algún rastro de explosivos, pero no halló ninguno. Incluso sin el inerte globo ocular que ocupaba su cuenca, el sargento veterano contemplaba con frialdad la devastada escena. Una terrible sensación se estaba apoderando de todos ellos.

Ba’ken observaba las altas torres perforadoras en busca de algún signo que indicara la presencia de francotiradores. Él los habría utilizado; habría puesto un par de esos cañones lanza en lo alto. En campo abierto, con o sin humo, los Salamandras acabarían destrozados. Las insignias que denotaban su rango de sargento no encajaban muy bien con su armadura, pero Ba’ken era tan sagaz en cuanto a la táctica y poseía tanta experiencia como cualquier otro miembro de la 3.ª Compañía.

A Elysius no le preocupaban los francotiradores enemigos. Desafiaría las balas y los disparos rasantes con su mera fuerza de voluntad.

—¡Por ahí, en bloque! —gritó, levantando el crozius de nuevo—. ¡Estoicos e implacables, hermanos!

—¡Por Vulkan! —respondieron los sargentos a coro, y empezaron a avanzar por la todavía ardiente calzada.

A marcha lenta, tardaron aproximadamente catorce segundos en despejar la carretera y en penetrar en el laberíntico grupo de habitáculos dormitorio y de chimeneas que delineaban el Capitolio de las Regiones de Hierro.

Los Salamandras adoptaron un patrón de formación en diamante para avanzar por la vía principal. En la pantalla táctica de Ba’ken, recubriendo la lente retiniana derecha de su casco de combate, un grupo de iconos de fuerza mostraban a sus hermanos en una firme disciplina de coherencia de escuadra y formando una línea oblicua doble. Elysius iba en la delantera, la punta del diamante. El puño acorazado del capellán agarraba una pistola bólter y no el crozius. A la izquierda, componiendo el lateral, se encontraba la escuadra de Ek’bar. Ba’ken estaba justo a su derecha, delineando la otra punta superior del diamante. Cuatro metros de carretera de permacemento separaban a las dos escuadras mientras sorteaban los vehículos abandonados a ambos lados.

Tras ellos, conformando la retaguardia y los últimos dos lados, se encontraba la escuadra de Lok y, por supuesto, Iagon.

«Al menos la víbora que hay a mi espalda me mantendrá alerta», pensó Ba’ken con pesar.

—¿Dónde está el resto de la población? —preguntó Ionnes un minuto después de iniciar el avance.

Ahora iban más despacio; habían reducido el paso hasta adoptar un ritmo más cauteloso. El tono de Ionnes sugería que las calles desiertas y los conductos que habían quedado al descubierto le inquietaban.

—Están colgando de las vigas y las agujas, hermano —respondió Koto, con la boca de su lanzallamas ardiendo silenciosamente.

—Pero ésos no pueden ser todos —replicó Ionnes—. Mira el tamaño de este lugar.

—Como dactílidos con las alas extendidas para volar —observó L’sen de modo desapasionado, y señaló con el bólter hacia los pisos superiores, donde varias de las víctimas de los eldars oscuros estaban prendidas en el rococemento, con la piel arrancada y suspendida bajo los brazos como una membrana grotesca y transparente.

—Ya basta, hermanos —masculló Ba’ken—. Mantened la vigilancia.

—Tienen parte de razón, Sol… —llegó la voz de Lok a través del comunicador de Ba’ken por un canal cerrado—. ¿No te recuerda a algo?

«Cirrion, ciudad desván», dijo Ba’ken para sí mismo. Aquel día habían perdido a su antiguo capitán. Después, todo había cambiado. Esas calles de las Regiones de Hierro le trajeron a la mente aquella ciudad devastada por la guerra. Era un mal presagio, y Ba’ken se llevó el martillo de Vulkan al pecho para protegerse contra lo que fuera.

Las hileras de cadáveres que pendían sobre sus cabezas en los pisos superiores parecieron ensancharse de repente. En lo alto se apreció un vago cambio de luz. Ba’ken estaba sólo un segundo por detrás de Elysius.

—¡Nacidos del fuego! ¡Bólters y espadas! —rugió el capellán al mismo tiempo que atravesaba con una ráfaga de proyectiles de bólter los sacos de carne que colgaban en las alturas.

Varias de aquellas terribles criaturas sobrevivieron al ataque y se lanzaron contra los Salamandras, a pesar de sus amputadas extremidades y los agujeros en los torsos.

Ba’ken insertó la pistola en las abiertas fauces de una bestia que había caído a su lado y le voló de un disparo la poca inteligencia que le quedase. Con un seco golpe del martillo de pistón le aplastó el torso a otra.

Las criaturas que descendían con alas de carne para atacar a los Salamandras habían sido humanos en su día. Aquella evidencia era todavía distinguible, aunque a duras penas, en sus torturados cuerpos. Cada vez que Ba’ken mataba a una y la monstruosidad caía a su alrededor con un fuerte golpe sordo de la carne contra la roca, podía percibir la deformada apariencia de un hombre. Eran mineros, servidores, supervisores y ciudadanos contratados.

Con la carne mutada, cosida, cortada y recosida formando horribles parodias de la biología, ahora no eran más que una abominación. Se les habían injertado huesos incubados y quitinosas capas de caparazón para aumentar la musculatura. Algunos poseían grandes mandíbulas con varias filas de colmillos como agujas. Impasibles y con una fuerza que alimentaban los estimulantes, luchaban como crono-gladiadores o servidores-suicidas, cuyas vidas se medían en minutos y segundos, y cuyo único propósito era matar y morir. Y había cientos.

Pero cuando Ba’ken lanzó a uno de aquellos grotescos seres contra el lateral de un remolque de metales volcado, supo que sus incoherentes aullidos sólo albergaban un único e irrefutable deseo: «Clemencia…»

El ritmo del tiempo disminuyó, y el estruendo de la batalla se transformó en un sordo clamor en la base de su cráneo. Sabía que a su alrededor sus hermanos se habían sumido en un estado similar. El corazón secundario de Ba’ken cobró vida, lo llenó de vigor y abasteció sus extremidades y órganos de la implacable energía que necesitaban.

Con su visión periférica advirtió que una de las lastimeras abominaciones se encabritaba.

Giro de treinta grados. Ataque mortal en la yugular administrado con el martillo de pistón. Eliminado.

Un segundo después, otro salió corriendo desde el lado contrario.

Medio paso atrás. Dos tiros a quemarropa en el estómago. Torso destruido. Eliminado.

Otras dos figuras más le atacaron por delante.

Golpe con el hombro derecho. Amenaza principal incapacitada aplastándole las costillas y la clavícula. Disparo de pistola bólter al segundo objetivo. Cráneo destruido. Eliminado. Regreso con la primera amenaza discapacitada. Columna aplastada a golpe de martillo. Completamente incapacitada.

La sangre salpicaba las orejas de Ba’ken mientras mataba e interpretaba su papel en la coreografía de guerra de sus hermanos.

Como respuesta inicial, los Salamandras se vieron obligados a formar un estrecho cordón siguiendo su instinto natural de componer un círculo y defender hacia fuera. Ba’ken sintió cómo el generador de su servoarmadura golpeaba el de su hermano. Era como una roca, lo que le permitía centrarse en los enemigos que tenía por delante. Las letanías a Vulkan, a Prometeo y al imperecedero espíritu de los nacidos del fuego inundaban el aire, acompañadas de chillidos infernales y lastimeros. Las criaturas se lanzaban contra ellos, pero la verde defensa de la ceramita aguantaba.

Deformadas por la ciencia de tortura de los eldars oscuros, las bestias eran formidables, mortíferas ante cualquier otro oponente. Pero los astartes, especialmente aquellos guiados por la ardiente retórica de su capellán, eran superhumanos y no se dejaban vencer tan fácilmente.

—¡Avanzad, por la gloria de Prometeo! —bramó Elysius, conduciendo a los nacidos del fuego entre la masa de esperpentos con pura fuerza de voluntad y agresividad.

Por encima de los Salamandras, los enrejados y las vigas estaban casi desprovistos de cadáveres. La avenida se iba llenando lentamente de los ensangrentados y los asesinados.

El círculo se dividió de nuevo, y Ba’ken se volvió para saludar al hermano de batalla que había cubierto inquebrantablemente su retaguardia.

Sorprendido, vio que era Iagon, que le devolvió el saludo con una seca mirada a través de las lentes de su casco de combate antes de regresar con su escuadra para ayudar a Lok. Ba’ken lo dejó estar.

Ek’bar iba detrás del capellán, que se abría paso entre la masa con el bólter en una mano y el puño de combate en la otra. Elysius levantó por los aires a una de las abominaciones con este último. Se parecía vagamente a una mujer, pero con una larga lengua serpentina y una línea de costillas sobresaliendo de su protuberante espalda. Con un movimiento del arma, la chillona cabeza de la criatura desapareció, y la armadura del capellán quedó bañada en sangre. Elysius lanzó los carnosos restos a un lado y continuó, mascullando maldiciones contra el mutante y los alienígenas mientras avanzaba.

A través de su pantalla retiniana, Ba’ken calculó que la puerta del Capitolio se encontraba a menos de cien metros de ellos. Un rápido análisis estructural sugirió que necesitarían cargas derribamuros o un cañón de fusión para penetrar en él.

—Lok, ¿a qué distancia de nuestra posición te encuentras?

Ba’ken estaba a unos pocos metros por detrás de la escuadra de Ek’bar, formando un cordón a través de las abominaciones.

Al cabo de unos segundos, el comunicador crepitó.

—La presencia enemiga aquí atrás es intensa. Seguid adelante y nos uniremos a vosotros cuando hayamos acabado con ellos.

Después de un corto espacio en el que sólo se oía ruido de estática, añadió:

—Esperad. Se acerca algo más…

Justo cuando un grave zumbido inundó el aire a sus espaldas, Ba’ken vio como otra fuerza se organizaba a toda prisa delante de ellos. Dos cañones lanza defendían el final de la carretera. En cuestión de segundos hendían el aire con fuego mortal.

Un oscuro rayo golpeó a Ek’bar y le hizo hincar una de sus rodillas. El hermano sargento gruñó, pero se puso de pie inmediatamente, gritando a sus guerreros que avanzaran con Elysius. Las ondulaciones del escudo envolvieron al capellán mientras el campo de fuerza de su rosarius le protegía de la artillería pesada.

—¡No os disperséis! ¡Formad una única fila detrás de Elysius! —ordenó Ba’ken por el comunicador.

Ek’bar, en seguida, recogió a todos sus hombres. Refugiados detrás de la protección del capellán, sus bólters empezaron a llamear a ambos lados de éste y arrasaron la calle con disparos.

Ba’ken le siguió, agachado y como una lanza a través de los restos de la masa que ahora se congregaba alrededor de la retaguardia de los Salamandras.

La puerta del Capitolio se encontraba aproximadamente a unos setenta metros de distancia; los cañones lanza de los eldars oscuros a otros cincuenta. Con la vista puesta al frente, Ba’ken vio como una de las rudimentarias barricadas que acogían a uno de los cañones era destrozada bajo el fuego de bólter. Los artilleros rodaban y caían contra descargas de fusilería. Parte de la muralla adyacente, debilitada por el fuego constante, se derrumbó sobre los cuerpos.

Cincuenta metros para llegar a la puerta del Capitolio.

—Preparad las granadas perforantes —ordenó Ba’ken mientras se disponía a extraer los explosivos enganchados magnéticamente a su cinturón cuando una sombra pasó por delante de ellos.

Algo rápido apareció a nivel del suelo y sin avisar. Demasiado rápido como para que lo siguiera su pantalla retiniana —especialmente debido a la interferencia de energía de la artillería pesada que estaba por delante—, Ba’ken sólo pudo ver cómo el hermano L’sen gorgoteaba y era elevado por los aires.

Al llevarse las manos a la garganta, de donde brotaba el líquido rojo a través de su gorjal, el salamandra soltó el bólter. Estaba izado a medio metro del suelo cuando aquello casi invisible que le atrapaba lo soltó, y el hermano cayó contra una semioruga volcada. En su pantalla táctica, la runa de Usen pasó de verde a ámbar.

Incapacitado.

El fuerte zumbido llegó de nuevo, esa vez desde delante y por encima de ellos.

—Poneos a cubierto y agachaos.

Ba’ken se esforzó por seguir a los atacantes, pero la velocidad de éstos combinada con la distracción del fuego de cañón frustró sus esfuerzos.

Por delante, Ek’bar estaba teniendo problemas similares. Su escuadra se encontraba pegada a las paredes, dividida a ambos lados de la carretera. En el centro, el hermano Drukaar yacía boca abajo con una lanza clavada en el pecho.

Otra runa pasó de verde a ámbar, y después a rojo. Permanentemente discapacitado.

Ba’ken miró hacia atrás. Los refuerzos todavía estaban lejos. Iagon y Lok seguían luchando contra las últimas abominaciones humanas.

—¿Los ves, hermano? —Ek’bar apenas podía contener su ira. Drukaar había servido a su lado durante más de una década.

Ba’ken oyó el zumbido, pero su invisible enemigo seguía igual de escurridizo.

—Están por arriba en algún sitio —dijo por el comunicador—. Utilizan las vigas y las torres para ocultarse. Son rápidos… —Una sombra cruzó la carretera de nuevo—. Espera…

Ba’ken se dio cuenta de que aquello presagiaba un nuevo ataque. Se volvió hacia Ionnes, que estaba agachado tras él.

—Dos granadas de fragmentación —dijo el sargento, levantando dos dedos.

Ionnes se sacó las granadas del cinturón. Ba’ken las cogió y se dio la vuelta hacia Koto.

—¿Has visto eso? —dijo el lanzallamas.

Ba’ken siguió rápidamente su mirada.

Elysius se había puesto al descubierto y atravesaba corriendo los últimos cincuenta metros.

—¡Maldito y valiente loco…! —masculló Ba’ken. Y añadió en voz más alta para sus soldados—: Nuestro capellán está haciendo de cebo.

Después le mostró a Koto las granadas en su palma abierta.

—Lánzalas cuando recibas mi orden.

Koto asintió, mirando al cielo cuando el zumbido se intensificó.

Elysius se encontraba a dieciséis metros de distancia y corría hacia el último cañón. Había perdido la pistola bólter en alguna parte durante la refriega y ahora empuñaba el crozius en lugar de ésa. Intensos estallidos de energía chocaban contra el campo de fuerza de su rosarius.

Ba’ken vigilaba el suelo, donde las sombras echaron a volar súbitamente. Levantando la cabeza, lanzó las granadas hacia el aire, sobre la posición de Elysius.

—¡Ahora!

Koto tiró de las anillas, vertió una gota de promethium sobrecalentado en las granadas y las lanzó.

Una nube expansiva de ardiente metralla inundó el aire justo en el momento en que cuatro eldars oscuros montados en patines gravíticos de afiladas cuchillas que dejaban una estela a su paso volaron hacia la zona de la explosión. En los breves momentos que transcurrieron antes de ser silenciados por las llamas y el humo, Ba’ken vio su salvaje melena y los oyó gritar como seres infernales. Tragados por la explosión, dos de los xenos desaparecieron sin más. Los otros dos, que iban un segundo por detrás, intentaron huir, pero la onda expansiva los alcanzó.

—¡Acabad con ellos! —rugió Ba’ken.

Una ráfaga de fuego de bólter voló a los dos demonios en mil pedazos.

Los Salamandras ya estaban avanzando de nuevo, apresurándose por la carretera, cuando Elysius llegó al cañón y acabó con él y con los artilleros.

—Haz un agujero, hermano sargento —dijo en cuanto Ba’ken llegó hasta él.

El dolor en la voz del capellán era obvio.

Ba’ken indicó a sus soldados que avanzasen. Los hermanos Ionnes y G’heb corrieron los últimos veinte metros hasta la puerta con granadas de fragmentación en mano.

Tras un par de densas y graves percusiones se abrió una grieta en la puerta. El acceso al Capitolio estaba abierto.

Ágiles siluetas se movían lánguidamente en las sombras del interior, envueltas en parte por el humo resultante de la explosión.

Por primera vez, Ba’ken vio una herida en la servoarmadura de Elysius, donde había recibido el impacto de la oscura lanza. Había sido un golpe de refilón —de no ser así lo habría matado—, pero resultaba doloroso pese a todo. El capellán no le daba ninguna importancia. Sentía compasión por los últimos defensores xenos.

—Que reciban el bólter y la llama.

El nombre de Vulkan estaba en sus labios cuando los Salamandras atravesaron la grieta y dieron el primer paso real hacia la liberación de las Regiones de Hierro.

* * *

Elysius había establecido su puesto de mando en una de las oficinas de los supervisores. Era una cámara grande, gris y dura, como el mundo que la rodeaba. La pesada, baja y gruesa mesa de hierro seguía allí, mientras que el resto de los muebles habían sido retirados. Donde antes los registros de producción y los informes de proceso habían cubierto aquella mesa, salpicados con la sangre de su antiguo señor, ahora la adornaban los mapas y los gráficos. Aquello era todo lo que el capellán necesitaba para llevar a cabo su parte de la lucha en Geviox.

Limpiar el bastión, incluso los restos de la batalla en la carretera que habían utilizado para llegar hasta él, había sido más fácil de lo esperado. Las fuerzas enemigas se habían sometido con rapidez y sin mayor problema. Elysius creía en la eficacia de sus nacidos del fuego; ése no era el problema. Sin embargo, había esperado una resistencia más dura.

El hermano Drukaar había caído en un coma de la membrana an-sus. Aquello era algo lamentable. Al menos, Usen era capaz de andar, aunque no pudiese hablar debido a su garganta herida. Todas las demás heridas sufridas, incluida la suya propia, eran insignificantes. Una unidad de voz instalada en un rincón de la sala crepitó.

—¿… estado de las Regiones de Hierro…, es… seguro?

—Sí, capitán Agatone. Sólo hemos sufrido una baja y necesitaremos un apotecario en este destino, pero el Capitolio Sudeste es nuestro —respondió el capellán.

—Alabado sea Vulkan… Enviaré… hermano Emek… vuestra posición… Estrechos de Ferron… siguen en guerra…

—¿Algún signo de una escala de mando?

Aquél era uno de varios hechos que preocupaban a Elysius. Todavía no se habían encontrado con ningún líder de los asaltantes, ni señor de esclavos, ni señor xenos.

—Negativo.

—Voy a ordenar a miembros de la Guardia que acudan a esta posición. Su tiempo será mejor aprovechado defendiendo el Capitolio. Las escuadras de Lok, Clovius, Ek’bar y Ul’shan han sido redestinadas a los Estrechos de Ferron bajo tus órdenes. Los transportes Thunderhawk ya están de camino.

—Confirmado, hermano capellán.

—Ba’ken e Iagon se quedarán para garantizar el bastión hasta que esté seguro de que no hacemos falta aquí.

Hubo una breve pausa que presagiaba la siguiente pregunta de Agatone.

—¿… preocupa algo, Elysius?

—Nada que pueda explicar en este momento.

Antes de contestar, Agatone pareció considerar aquella respuesta durante un momento.

—En el nombre de Vulkan, entonces.

—Hasta el yunque, capitán.

Elysius cortó la comunicación, y la cámara se quedó en silencio. Completamente concentrado en un mapa geográfico que seguía los movimientos de las tropas xenos, se olvidó de los guardias presentes en la sala hasta que uno de ellos se movió.

—Podéis retiraros —dijo el capellán, y los asistentes y los siervos de la armadura se marcharon corriendo.

—Es inexplicable… —masculló, observando los iconos que marcaban la posición de los eldars oscuros.

Un fuego ardía en el patio del piso inferior. Su resplandor, que penetraba a través de la sucia ventana de plastek del muro de la oficina que daba al sur, teñía la cámara de un inquietante tono naranja. Habían encontrado a los últimos miembros del personal del Capitolio en el interior. Habían sufrido terriblemente antes de morir, víctimas de los xenos. Elysius había ordenado que los reuniesen y los quemasen a todos. El reflejo del fuego era la única fuente de iluminación de la sala. El resto de las luces, las viejas lámparas de gas, se habían apagado.

—¿Mi señor? —murmuró una voz desde la oscuridad.

El saludo denotaba una pregunta implícita.

—Tú no, Ohm —dijo Elysius a su sacerdote marcador—. Así que mi carne precisa ser escarificada.

—¿Necesitas ayuda con el casco de combate, señor? —ofreció Ohm, arrastrando los pies hacia el fulgor del fuego que inundaba la sala desde el patio.

Vestía túnicas negras, que indicaban su posición como sacerdote marcador del capellán. El hierro que agarraba entre sus delgados dedos era también un bastón que le servía de guía. Ohm era ciego. Ya lo era cuando Elysius lo conoció. Las cicatrices sobre sus ojos sugerían un viejo dolor, una abrasión que había dejado una oscura franja a su paso. Pero eso no había disminuido la habilidad de Ohm con el hierro de marcar. Su maestría era ejemplar. Y por ello, se había negado a recibir cualquier tipo de aumento óptico.

—Todavía no, Ohm. —La voz del capellán fue disminuyendo hasta convertirse en un susurro áspero y cansado.

Convencido de que estaba solo, a excepción de por su sacerdote marcador, Elysius se inclinó pesadamente sobre la mesa de hierro y sintió de nuevo el dolor en su carne. La quemadura de la lanza le había herido, pero podía controlar esa sensación con su fuerza de voluntad. Era otra herida, una vieja comezón, la que le destruía.

—Ayúdame con los puños —añadió.

Ohm estiró los brazos, ayudó al capellán a quitarse los guanteletes y los colocó sobre la mesa con sumo cuidado y atención. Después, le retiró también el pesado peto izquierdo. Un fuerte golpe metálico resonó por la sala cuando Ohm lo dejó con esfuerzo sobre la superficie de hierro.

—Mis disculpas, señor. Mi fuerza no es lo que era.

—Tranquilo, Ohm. Todavía tienes la necesaria para cumplir con tu deber para conmigo.

Un puño de combate zumbaba debajo de donde había estado la armadura. Sus enganches y conexiones estaban expuestos y vulnerables.

—Apártate —dijo el capellán. Ohm obedeció e hizo una reverencia, de modo que la capucha le cubrió la cabeza y su semblante destrozado por el fuego quedó oculto.

Con cuidado de girar el torso para que el arma quedase sobre la mesa, Elysius desconectó los cables y soltó los enganches y las conexiones. Murmurando una letanía para apaciguar a los espíritus máquina del puño de combate, se quitó la articulación del hombro y el enorme peso abandonó su cuerpo. La mesa de hierro se lamentó.

Espirando de alivio, Elysius masajeó el muñón con cicatrices de su hombro mutilado. Un kaudillo de guerra orko le había amputado la extremidad, y después el hermano Fugis le había cosido la herida y se la había cauterizado. Aquél había sido el último acto del salamandra como apotecario. Algo le había sucedido en la misión de Scoria. Habían hablado sobre ello brevemente, él y Elysius, pero finalmente Fugis había sentido que el Paseo Ardiente era el único modo de volver a hallar la paz espiritual. Pocos regresaban de ese viaje, y el capellán dudaba de que volvieran a verse. En el campo de batalla nadie cuestionaba el fuego del corazón de Elysius. Sólo con sus palabras podía incinerar al enemigo. Pero algunos decían que lejos del caldero de la guerra, era hielo y no sangre lo que fluía por sus venas.

Ese tipo de cosas se comentaban en susurros, pero habían llegado en varias ocasiones a los oídos de Elysius. Y no hacía nada por convencer a sus hermanos de lo contrario. La distancia resultaba útil en la ejecución de sus deberes. La intimidación y la reputación a menudo iban más allá de lo que pudiera ir cualquier cirujano interrogador. Eso se lo había enseñado Xavier.

Pero esa frialdad que cultivaba y que alentaba había disminuido al pensar en la muerte de Fugis. Elysius lamentaba no poder traerle de vuelta del desesperado camino que se había visto obligado a tomar, pero respetaba su valor por haberlo hecho.

—¿Lo echas de menos, señor? —preguntó Ohm.

Elysius dejó de masajear el muñón de carne que ya hacía tiempo que se había cerrado y se había transformado en una gruesa masa de tejido cicatricial.

—Para ser viejo, ves demasiado.

El capellán sonreía pocas veces, pero se permitió un momento de humor. Sin embargo, los antiguos recuerdos de Fugis ensombrecían su ánimo, de modo que aquella ligereza duró poco.

—No sólo el brazo —confesó, sorprendido ante la ironía de que él como capellán abriese su alma a un siervo.

—¿No te sientes completo sin él, señor?

—¿Te sientes tú completo sin tus ojos?

—Tal y como has dicho, señor, veo mucho. No los echo de menos. Conozco mi mundo. Veo Nocturne en el sabor del fuego en mi lengua, en el calor sobre mi rostro, en las cenizas que lleva el viento. Y lo veo intensamente, señor.

—No les falta belleza a tus palabras, Ohm. Esto de aquí —dijo Elysius, pasando su mano con reverencia por el puño de combate desprendido— también es un objeto de belleza. El maestro Argos lo diseñó para mí. Y es potente, Ohm. Con él soy más fuerte. Mis enemigos son derrotados con mayor facilidad. Y aun así…, tengo una sensación de pérdida, de desvinculación con mi propio cuerpo.

Hubo una pausa. Ohm dejó que se alargara, consciente de que no tenía necesidad de añadir nada.

Al cabo de unos segundos de introspección, Elysius soltó los enganches magnéticos de la parte delantera de su casco de combate. Sin mediar palabra, Ohm se acercó y abrió los cierres de la parte trasera del cuello. El capellán tuvo que inclinarse para que el sacerdote marcador llegase hasta ellos. Nadie desde que Xavier lo había ordenado había visto el rostro de Elysius. A menudo se decía a sí mismo que ésa era la razón por la que mantenía a Ohm cerca de él, a causa de la ceguera del siervo, pero su vínculo era mucho mayor. Los rumores hablaban de que el semblante del capellán estaba desfigurado, o de que su rostro y el casco eran uno.

Elysius se permitió una risa entre dientes.

La verdad era mucho peor que cualquier rumor o ficción que hubiesen inventado sus hermanos de batalla.

Una disminución de la presión le indicó que los cierres estaban abiertos. Volvió a ponerse derecho, apartó el casco de la asistencia de Ohm y lo sujetó con una mano. Era una bendición estar libre de la máscara de muerte. En ocasiones le resultaba muy pesada. Inspirando el aire no filtrado y deleitándose en su aspereza, Elysius le dio la vuelta al casco para ver el rictus de frente. Era importante fijarse en la cara que sus enemigos y aliados veían. Le recordaba quién era y cuál era su sagrada carga.

—La ceguera debe de ser liberadora —masculló.

Un servidor votivo, constante compañero de un sacerdote marcador, se acercó ruidosamente desde la posición en que había permanecido durmiente en el fondo de la sala. Ohm estaba ahora concentrado en su trabajo y metió el extremo del hierro con forma de cabeza de dragón en el profundo brasero al rojo vivo instalado en la espalda del servidor.

Elysius recibió el calor.

«No —pensó—. El dolor es liberador».

Como veterano de muchas campañas, de cientos de batallas, las hazañas de escarificación del capellán estaban ya escritas en gran parte de su cuerpo. Ohm se dispuso a trabajar en el cuello, de modo que Elysius se abrió y se quitó el gorjal para que el sacerdote marcador pudiera ocuparse de la carne que protegía.

Los movimientos eran lentos y precisos. Un leve silbido emanaba del hierro sobrecalentado mientras éste creaba surcos superficiales en la carne del salamandra.

Duró unos pocos segundos. Ohm susurró una letanía que fue repetida por Elysius, y el ritual quedó completado.

—En el nombre de Vulkan… —dijo, cerrando los ojos y espirando sonoramente.

Ohm no tuvo ocasión de responder; alguien estaba de pie en el umbral de la sala.

—Hermano capellán… —La voz llegaba desde la entrada.

Un guerrero con armadura verde esperaba pacientemente con la cabeza inclinada.

En general, habría sido una tremenda falta de respeto interrumpir la soledad de otro nacido del fuego. El aislamiento, ya fuese en el campo o en los solitoriums del capítulo, era un principio sagrado para el credo prometeano. Sólo los sacerdotes marcadores tenían permitida la entrada. Pero los Salamandras también eran pragmáticos. En ocasiones, las normas tenían que romperse. A juzgar por la conducta del guerrero, que Elysius analizó de inmediato, aquélla era una de esas ocasiones.

—¿Qué sucede, hijo mío? —preguntó Elysius en voz baja y envuelto en la oscuridad, de modo que sólo su silueta era visible. Ohm también se retiró a las sombras.

Era el hermano sargento Ek’bar. Llevaba su casco de combate en el hueco del codo y sus ojos ardían en la penumbra, pero el fuego que había en ellos estaba apagado y atenuado por el dolor.

—Necesito que realices los rituales de inmolación, señor capellán. —La voz de Ek’bar era apenas un suspiro—. El hermano Drukaar ha muerto.

Elysius se permitió un momento para que el peso del deber regresase a él.

—Encended la pira —dijo—. El hermano Emek estará aquí en seguida. En breve me reuniré con vosotros en el patio.

El sargento Ek’bar hizo una reverencia, y estaba a punto de marcharse cuando dijo:

—Serví a su lado durante diez años.

—Sargento, la muerte y el renacimiento forman parte del círculo de fuego nocturniano. Drukaar regresará a la montaña, como lo haremos todos al final. Consuélate en esa idea. —El rostro oculto del capellán formó una mueca de rabia—. Y transforma tu dolor en odio. Alimenta esa llama y desátala contra nuestros enemigos.

Ek’bar sólo asintió. Mientras se alejaba, sus lentos y firmes pasos resonaban por los escalones de metal que daban al piso inferior.

Observando el sonriente rictus de la máscara de muerte, Elysius frunció el ceño. Miraba aquellas cuencas vacías y no le gustaba lo que veía.

* * *

Ba’ken se reunió con Iagon en el patio. La mayoría de los nacidos del fuego que habían luchado en las Regiones de Hierro estaban allí. El hermano Emek, el apotecario de la compañía, estaba llegando. El capitán Agatone y el resto de la Guardia Inferno no estarían presentes. Los dos sargentos estaban solos, apartados del resto, que se habían congregado en pequeños grupos velando a su hermano caído Drukaar, cuyo cuerpo iba a ser ungido por el fuego y cuyas cenizas pronto regresarían a la tierra.

La armadura de Iagon estaba desportillada y chamuscada a causa de su acción en la retaguardia unas cuantas horas antes.

—Deberías hacer que tus siervos se encargasen de eso —dijo Ba’ken, aunque iba totalmente en contra de sus instintos intercambiar palabras frívolas con el otro salamandra.

Iagon apenas miró los daños superficiales, como si no le interesaran. No dejándose disuadir, Ba’ken insistió.

—Son cicatrices bien ganadas, hermano. Hoy has luchado valientemente junto al sargento Lok.

Ahora una irónica aunque algo perpleja sonrisa curvaba el burlón labio de Iagon. Sus ojos eran fríos mientras miraban a Ba’ken.

—Nunca hemos tenido una relación muy cordial, Sol, si me permites que use tu nombre de pila, así que me pregunto por qué quieres congraciarte ahora con mi confianza.

—Sólo ofrezco camaradería, Cerbius; de un salamandra a otro.

—¿Porque defendí tu espalda en la carretera que llevaba al Capitolio? ¿Es la culpa la que impulsa esta tentativa de acercamiento, o el ego por haberme juzgado mal como hermano?

—Dak’ir era mi sargento y mi amigo. Tú decidiste aliarte…

—Con un héroe de nuestro noble capítulo, un auténtico nacido del fuego cuyas hazañas le han elevado a la 1.ª Compañía —Iagon escupió las últimas palabras.

Ba’ken confundió hacia quién iba dirigida su ira.

—Sólo deseaba…

—Limpiar tu conciencia, lo sé. —Los ojos de Iagon eran fríos como rubíes, y la mueca de su rostro carecía de vida—. Tú tienes una gran fuerza, Sol, y un instinto de la camaradería que hace que cuentes con muchos amigos y compañeros de cicatrices. Yo soy un salamandra, sí, pero no soy como tú. Astucia, inteligencia y la determinación de un superviviente: ésos son los rasgos que yo poseo.

—Aun así somos hermanos, Cerbius.

—Sólo de nombre. —Iagon estaba a punto de marcharse, pero se detuvo, mostrando su perfil al otro salamandra—. Pero tendré en cuenta tus palabras, Sol. Las tendré en cuenta.

Y se marchó, ansiando la soledad de la oscuridad.

Ba’ken le dejó ir.

El sonido de los motores de una Thunderhawk resonaba en el cielo. En el patio se encendió una segunda pira. Su parpadeante luz se reflejaba en la armadura de los salamandras que esperaban a ver los últimos momentos de Drukaar con el capítulo.