I. Fe en el fuego

I

FE EN EL FUEGO

Un duro dedo de ceramita golpeó la placa del mapa e inundó la pulida superficie de pequeñas grietas.

—Aquí —dijo una voz adusta y autoritaria—, en el Capitolio Sudeste, en las Regiones de Hierro. Este territorio será un buen punto de reabastecimiento.

La luz era escasa en el búnker-tacticarium y provenía de un único punto, lo que acentuaba el ceño fruncido de Agatone. A pesar de la seguridad que transmitía la voz del hermano capitán, su lenguaje corporal le traicionaba. El duro fuego de sus ojos destelló beligerantemente y tiñó de un tono naranja rojizo su piel negra como el carbón cuando otro miembro del grupo de guerra declaró:

—No tiene sentido.

El salamandra era más grande que Agatone. La iconografía denotaba su rango de sargento. La hombrera izquierda, como la de su capitán, mostraba un rugiente draco naranja sobre un fondo negro, lo que indicaba que pertenecía a la 3. ª Compañía. Con los brazos cruzados, se limitaba a mirar a su alrededor tan inamovible como una montaña; tenía las facciones muy marcadas e iba cubierto con una armadura verde.

El silencio de Agatone y el del resto de las oscuras figuras presentes en el búnker-tacticarium le invitaron a continuar.

—Los espectros del crepúsculo no ocupan territorios —dijo, señalando otro mapa atornillado a la pared de ferrocemento.

A excepción de un pequeño séquito de humanos vestidos con chalecos antifrag y uniforme, el resto del consejo de guerra podía distinguir un mapa estelar del subsector en la penumbra: el grupo de mundos de Gevion, en el sector Uhulis del Segmentum Solar.

—Y un ataque de esta magnitud en todo un subsector de mundos… —El intimidante salamandra sacudió la cabeza lentamente—. No es algo propio de ellos.

—¿Los espectros del crepúsculo? —preguntó uno de los humanos, un veterano de pelo cano que respondía al nombre de general Slayte, de la 156.º Compañía de los Diablos Nocturnos, de la Guardia Imperial del Emperador.

—El sargento Ba’ken utiliza un antiguo nombre nocturniano para referirse a los eldars oscuros —explicó Agatone, y volvió a centrar su atención en el otro salamandra—. Estoy de acuerdo, pero es aquí, en Geviox, donde tenemos más probabilidades de eliminar esta amenaza invasora. Sea o no propio de ellos, debemos liberar el Capitolio Sudeste y todos los territorios esclavistas que se encuentran en el camino. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras los ciudadanos sufren un día más. Y aquí —dijo, golpeando de nuevo con el dedo la placa del mapa en las Regiones de Hierro, por lo que las grietas se agrandaron— es donde nuestro martillo caerá con más fuerza.

Entonces, intervino Slayte.

—Eso significa que vais a luchar al lado de los Diablos Nocturnos, ¿me equivoco?

Agatone exhaló. No estaba enojado, sólo arrepentido, y le dedicó a Slayte una mirada marcial pero condescendiente.

—Tus hombres han luchado valientemente durante la campaña, general, pero su número es limitado. La mayor parte de tus regimientos están ocupados estabilizando los mundos menores de Geviox. Tu fuerza aquí es reducida. —Los ardientes ojos de Agatone centelleaban con impaciente fuego—. Deja que mi 3.ª Compañía de Salamandras se encargue de la parte más dura. Apóyanos como lo has estado haciendo valerosamente hasta ahora. Los eldars oscuros son una raza vengativa y cobarde. No me cabe duda de que atacarán las formaciones más débiles. Tus hombres correrían el riesgo de sufrir un elevado número de bajas. Y eso es algo que no puedo permitir.

—¿Y por eso nos relegas a acorralar a los ciudadanos y a proteger los puestos, de socorro?

—Es una labor noble —apuntó Agatone con tono sincero.

Desde que los eldars oscuros habían aparecido en Geviox, un constante torrente de refugiados, aquellos que habían conseguido escapar de las redes de esclavos, se dirigía a terrenos remotos y a los puestos de socorro imperiales improvisados allí temporalmente.

Slayte continuó, nada convencido:

—Somos guerreros, como vosotros, mi señor. Queremos luchar. Nos lo hemos ganado.

Cualquier otro capítulo habría hecho callar al general de inmediato, habría impuesto su rango y habría ejercido su autoridad. Pero los Salamandras estaban hechos de otro material, de una tela escamosa e inquebrantable como la que Agatone llevaba sobre su espalda, pero no tan inflexible que no se pudiera doblar. El hermano capitán apoyó una mano en el hombro del general. Parecía un gigante apaciguando a un niño impetuoso.

—Lo lamento mucho, general Slayte, pero juré proteger la vida siempre que fuese posible. En este caso, eso significa sacar a tus hombres del frente y conservarlos para futuras guerras en el glorioso nombre del Emperador.

Slayte estuvo a punto de protestar pero, finalmente, se alisó el abrigo y reclamó su gorra de general a un auxiliar que había cerca.

—Entonces, nuestros asuntos aquí han concluido, mi señor —dijo a modo de despedida, aunque su voz denotaba un aire de ironía, perceptible incluso en la penumbra.

Agatone abrió la boca para hablar, pero cambió lo que estaba a punto de decir. Tras asentir, dijo en su lugar:

—Recibirás órdenes en el plazo de una hora, general. En el nombre de Vulkan.

—Por el Emperador —añadió Slayte antes de darse la vuelta y abandonar el búnker.

El golpe de la puerta al cerrarse resonó por la cámara durante unos instantes, antes de que los salamandras presentes continuasen con la reunión. Ba’ken fue el primero en romper el silencio.

—Su orgullo y valor son un ejemplo para todos nosotros. Tengo la sensación de que estamos manchando su honor.

—Querrás decir, salvándoles la vida —respondió una voz sibilante.

Iagon se acercó a la luz que había sobre la placa del mapa. Sus ojos entrecerrados sugerían astucia y un trasfondo de implacable pragmatismo. Su perpetua sonrisa insinuaba escarnio.

El pétreo rostro de Ba’ken se transformó al emitir un rugido.

—¡No finjas que te preocupan, Iagon!

Aunque era mucho más delgado y visiblemente más bajo que el gigante Ba’ken, Iagon ni siquiera se inmutó ante la ira de su hermano.

—No lo hago. Para mí esos humanos significan tanto como tu bolter, o menos, de hecho.

—Pues deberían preocuparte —intervino Agatone con un tono que indicaba que no iba a permitir más discusiones—. La vida humana es valiosa. Tenemos el deber de defenderla, sargento.

Iagon inclinó la cabeza con arrepentimiento.

—Como desees, mi señor. Sólo quería decir que nuestra principal preocupación es la gente de Geviox, aquella que no puede defenderse de los esclavistas.

Ba’ken apretó los puños. Estaba a punto de intervenir de nuevo cuando sintió una mordaz mirada desde los rincones más oscuros de la sala y se detuvo antes de que tuviera que hacerlo Agatone.

—No me mientas, Iagon. No finjas preocuparte por gente que no te importa nada —le reprendió Agatone—. Se te han subido a la cabeza las recomendaciones de tu anterior sargento. Tsu’gan insistió mucho en tu promoción. Su posición le permite ejercer ese tipo de influencias, pero fui yo quien ratificó el nombramiento. No hagas que me arrepienta —le advirtió—. Haz la guerra, mata a nuestros enemigos, pero no finjas ser benevolente; no ante mí.

Iagon estaba frotándose el guantelete de la mano izquierda. Había desarrollado esa manía poco después de haber perdido su mano orgánica bajo una espada sierra orka, en el largo tiempo transcurrido en el mundo de cenizas de Scoria. Ahora, una biónica forjada por los tecnomarines del capítulo ocupaba el lugar de la carne amputada. En Scoria también había sido el único testigo de la muerte del anterior capitán de la 3.ª Compañía, N’keln, un acontecimiento que había otorgado a Iagon cierta notoriedad entre sus hermanos.

—No pretendía ofender, capitán Agatone.

Agatone ya no le miraba. Estaba centrando su atención en el mapa, en la superficie geográfica de Geviox, marcada con runas de conflicto y de conocidas disposiciones enemigas y amigas. Los eldars oscuros estaban librando una guerra de guerrillas, una lenta retirada hacia sus campamentos de esclavos, donde los Salamandras no podían emplear toda su fuerza por miedo a los daños colaterales.

Era una táctica cínica.

El capitán se dirigió a los sargentos, que en su mayoría habían permanecido en silencio durante la reunión.

—Ya sabéis cuáles son vuestras órdenes —dijo—. Encended la llama. Preparaos para la batalla. Entraremos en guerra en dos horas, al alba.

El sonido de los puños cerrados golpeando contra los petos y las esporádicas exclamaciones de «¡En el nombre de Vulkan!» siguieron al anuncio de Agatone. El capitán murmuró una letanía en respuesta, pero mantenía la mirada fija en el mapa, como si tratase de escudriñar algún detalle que hasta ese momento se le hubiese pasado por alto. Permaneció así durante varios minutos, aun después de que el búnker-tacticarium se hubiese quedado en silencio.

—Tiene razón —dijo a la oscuridad—. Esto no es propio de los eldars. ¿Qué buscan aquí?

—¿Qué busca cualquier raza xenos? —respondió la oscuridad, al mismo tiempo que una fría brisa refrescaba la húmeda atmósfera del búnker.

Una negra sombra se colocó junto a Agatone. El zumbido de los servos de la armadura sonaba como huesos que estuvieran siendo pulverizados. El puño de combate del guerrero, en el brazo izquierdo, hacía un ruido aún más fuerte. Minúsculas cabezas de draco adornaban los nudillos. Forjada ni más ni menos que por el Señor de la Forja Argos, era una arma magnífica.

—Buscan usurpar la humanidad —concluyó—. Se pueden cuestionar sus motivos e intentar explicar sus costumbres y tácticas, pero el hecho es que son una mancha que debe ser purgada, no comprendida.

Agatone levantó, por fin, la vista del mapa y se encontró con la llameante mirada de Elysius. Parecía que el capellán estuviese midiéndole. Agatone sabía que no era el primero en ser observado por aquella analizadora mirada. Ni sería el último. Satisfecho, Elysius continuó.

—Las criaturas harán lo que se les antoje. Debemos llevar a cabo nuestro deber; envolverlas en los fuegos de Nocturne hasta que no quede nada más que cenizas. Huyen porque son débiles. Usan escudos humanos porque son débiles. Intentan desconcertarnos con tácticas confusas porque son débiles. Nosotros somos fuertes, capitán Agatone. Tú eres fuerte. Demuestra tu fortaleza contra el yunque de Vulkan.

Agatone inclinó la cabeza ante la sabiduría del capellán, pero todavía dudaba.

—No es mi determinación lo que cuestiono, señor capellán.

Elysius se inclinó hacia atrás, dejando que las sombras le envolviesen de nuevo. El capellán siempre había sido un guerrero de la oscuridad. Apenas se sabía nada de él. La máscara de calavera sólo mostraba hueso inflexible y dolorosamente mortal. Desde que había sido admitido en la capellanía por el mismísimo Xavier, el antiguo reclusiarca de los Salamandras, que llevaba mucho tiempo muerto, el rostro de Elysius y su verdadera identidad habían sido siempre un misterio. Eso le otorgaba poder, y también le hacía perspicaz respecto a los secretos de los demás.

—Las discusiones entre tus sargentos —dijo.

—Así es.

—Un legado es algo magnífico y terrible a la vez. Puede llevarnos a emular e incluso sobrepasar las grandes hazañas del pasado, pero también puede debilitarnos y condenarnos a repetir los mismos errores. Deja que dirija nuestras fuerzas a las Regiones de Hierro —dijo—. Al sudoeste, en los Estrechos de Ferron, también se necesita un fuerte liderazgo.

Agatone no podía creérselo.

—¿Estás sugiriendo que abandone mi posición aquí?

—No hablo de abandono, sólo de traslado. Observaré a Ba’ken y a Iagon, y veré si pueden limarse sus asperezas.

—¿Quieres tomar el Capitolio de las Regiones de Hierro tú mismo?

—Sí. No es necesario que vayamos los dos. Fe en el fuego, hermano capitán, recuérdalo. Nuestros enfrentados sargentos se reforjarán en él y acabarán estableciendo un fuerte vínculo, o arderán. Es la tradición prometeana.

Agatone asintió, pero dudaba.

Los ojos del capellán se abrieron como si estuviera viendo más de lo que era meramente visible ante él. Elysius no era un bibliotecario. No poseía ni visión disforme ni el don psíquico. No obstante, ostentaba una increíble perspicacia y un instinto y sutileza a la altura de los del Señor del Capítulo Tu’Shan.

—¿Deseas confesar algo más, hermano?

Agatone apretó la mandíbula y una vena se le marcó en la mejilla.

—Sí.

—Habla, entonces.

—Primero, Kadai; después, N’keln. Da la sensación de que la capitanía de la 3.ª Compañía es un dardo envenenado.

—No te tenía por alguien que creyese en maldiciones, capitán. La superstición no te beneficia. Ni es fiel al culto prometeano.

Agatone se tensó a causa de la ira apenas contenida.

—No creo en maldiciones. Y yo no soy ni Kadai ni N’keln…

—Eso es cierto —concedió Elysius, interrumpiéndole—. No posees el carisma de Kadai, pero tampoco eres tan inseguro como N’keln. —El capellán entrecerró los penetrantes ojos. Su voz emergía fría desde detrás de la máscara—. En muchos aspectos eres el ideal prometeano: pragmático, inquebrantable, leal. Son características loables para un hijo de Vulkan.

—Hace tres años no apoyé a mi capitán como debería haberlo hecho —soltó Agatone sin más, liberando la larga y pesada carga que le era constantemente recordada debido a su posición en el capítulo. Ahora, Elysius parecía profundamente interesado.

—¿Y qué deberías haber hecho, hermano?

Agatone agachó la cabeza al principio, pero después levantó la barbilla, desafiante:

—Debí haberme pronunciado en contra de su nombramiento. N’keln no estaba preparado, y murió por ello.

—Te equivocas. Fue probado contra el yunque. Eso es todo lo que cualquiera de nosotros podría desear. Al fin y al cabo, es el juicio de Vulkan. Vencimos en Scoria, capitán Agatone, del mismo modo que venceremos de nuevo en Geviox. Nuestros hermanos mueren; es un hecho fundamental de nuestra existencia. La 3.ª Compañía ha sufrido más pérdidas que la mayoría, pero la hoja que reciba el golpe airado del martillo en la forja y no se rompa será la más dura del arsenal.

—¿Lo que no nos mata nos hace más fuertes?

La intensidad del capellán disminuyó.

—Si deseas emplear una frase hecha terrana, sí, supongo que sería algo así.

Agatone se detuvo, sopesando la sabiduría de las palabras de Elysius.

—Solicito una bendición, mi señor… —dijo por fin.

—Para purgar los recelos que enturbian tu alma —dijo el capellán—. Arrodíllate, Adrax Agatone. Los ojos de Vulkan están posados en ti ahora.

El capitán hincó una rodilla, y Elysius extrajo el Sello de Vulkan de su cinturón. Era un artefacto sagrado que en su día había formado parte de la armadura del primarca; de ahí, su nombre. Se asemejaba a un martillo, un icono del capítulo y eco simbólico de la herencia atávica de Nocturne. Su propósito, aparte de ser una venerada reliquia del capítulo, era desconocido. Elysius lo había estudiado en numerosas ocasiones cuando se encontraba a solas, pero a pesar de los muchos años de examen, e incluso tras haber consultado el Libro del Fuego, que contenía toda la sabiduría y las profecías del primarca, todavía no había conseguido desentrañar sus secretos. Para alguien obsesionado con la verdad se trataba de un irritante enigma.

—El fuego de Vulkan late en mi pecho… —entonó Elysius.

—Con él golpearé a los enemigos del Emperador —concluyó Agatone. El capellán sostuvo el icono del martillo con el sello en el aire, por encima de la cabeza del capitán.

—Levántate, hermano.

—En el nombre de Vulkan —respondió Agatone con renovada determinación y con la mente puesta ya en el nuevo campo de guerra que presentaban los Estrechos de Ferron.

La voz de Elysius sonaba ahora poco más que como una escofina, y el rictus de su rostro iba desapareciendo entre las sombras.

—Que él nos proteja.

* * *

Las piras rituales ardían a lo largo del horizonte e iluminaban intensamente las rojizas colinas de Geviox. Era un mundo pequeño, de apenas cinco millones de almas, pero rico en metal ferroso. Grises montículos de polvo de hierro inundaban un paisaje adornado con silos y torres. Dos tercios de las ciudades estaban formados por factorums habitados por una predominante población activa. Pero Geviox no era un mundo forja; no rendía lealtad al Adeptus Mechanicus. Era un planeta procesador, en el que la materia prima se extraía de la tierra hasta dejarla seca. Entonces, la población, como mera mano de obra pasajera, se trasladaba al siguiente mundo que necesitase ser explotado.

A la luz del fuego, unas vetas de óxido provocadas por el caliente vapor de las plantas de purificación resplandecían en un vivo y visceral color rojo. Un penetrante olor a metal que recordaba a la sangre inundaba el aire y se filtraba a través del respirador de Iagon.

Éste ascendía con dificultad por la colina de hierro. La tierra suelta caía a su paso allí donde sus pesadas botas la levantaban. Una pira ritual ardía también por Iagon. Al igual que sus hermanos, la había construido él mismo, la había encendido, y ahora que ésta había alcanzado su cúspide, regresaba. Al llegar a la cima, echó un vistazo y contó casi cincuenta enormes hogueras. Todos los miembros de los Salamandras que iban a luchar al alba estaban ungiendo su armadura para la batalla, solitarios y ensimismados.

Iagon, en cambio, no estaba solo. Veía a su compañero a través de la niebla, un parpadeante contorno oscurecido por las llamas y el humo.

Se sentó enfrente y observó a la silueta con cautela. La ceniza blanca se acumulaba en la base de la pira. Iagon hundió en ella los dedos de su mano derecha, cubiertos con el guantelete. Sin apartar ni por un momento la mirada del silencioso compañero, empezó a dibujar el icono de la llama que lucía en el avambrazo izquierdo y después la serpiente del peto.

—Ira y astucia —explicó a la figura. La centelleante luz llenaba las grietas de su desvaído rostro y le daba un aspecto hueco y muerto—. Son las características que necesitaré cuando llegue el alba.

Como si captase un gesto de su compañero, Iagon contempló la iconografía del sargento en su armadura.

—¡Ah, sí…! —musitó, arrastrando las palabras—. Tu chatarra. Te estoy eternamente agradecido por ella.

Como una serpiente que se lanza repentinamente a por su presa, Iagon expulsó el guantelete izquierdo, que cayó al suelo. Los dedos que quedaron al descubierto estaban compuestos de cables, metal, plastek y servos que chirriaban y silbaban cuando cerraba el puño.

—Pero el sacrificio no parece corresponderse con la recompensa, ¿verdad?

De repente, Iagon se puso de pie y saltó a través de la llama ritual, lanzando un grito de angustia. Agarró a la figura que estaba al otro lado y levantó su cuerpo en el aire.

—¡Traidor! —le acusó, arrojando a su compañero a la pira—. ¡Mentiroso! —gritó, y aplastó con su bota acorazada el torso de la figura. El dañado metal crujió y se partió inmediatamente—. Arde, desgraciado. ¡Arde!

Una y otra vez, Iagon aplastó con el pie la hueca armadura, que se rompía y desmenuzaba bajo su rabia.

—Confiaba… en ti… —dijo entre jadeos.

Recuperando la compostura, una fría objetividad se apoderó del salamandra.

Esa vez la ira había aparecido mucho más de prisa. Iagon se preguntó qué significaría aquello mientras observaba cómo la figura que había diseñado era lentamente devorada por el fuego ritual. Se asemejaba a la armadura de batalla de un sargento, pero algunas de las marcas que había en ella eran distintivas y únicas. Ahora llevaba una panoplia diferente. La había robado sin pararse a pensar en aquellos que habían trabajado duro y se habían sacrificado por hacer que estuviese a su alcance.

—Perro egoísta… Tus promesas son como la ceniza —maldijo Iagon, sintiendo cómo la iracunda serpiente se retiraba de nuevo a su interior y se enroscaba alrededor de su corrupto corazón—. No se desharán de mí como si fuese un prescindible sacerdote marcador —juró.

Se volvió para mirar colina abajo. Desde ese punto se veía un pequeño aeródromo en el que un par de cañoneras Thunderhawk y tres transportes esperaban a que llegase el alba.

— Y tampoco seré relegado al olvido, convertido en una mera nota al pie en vuestro gran destino.

Se agachó para recoger el guantelete (resultaba curioso cómo después de todos aquellos años aún veía sangre en sus manos, incluso en la augmérica) y se lo colocó otra vez con un giro brusco.

—Mi destino también está escrito. El tuyo será corto, traidor.

—¿Hermano? —dijo una voz profunda procedente de la izquierda. Sonaba distante, pero cuando Iagon se volvió, vio a Ba’ken avanzando con pasos decididos hacia él.

Una pátina de ceniza cubría la inmensa armadura del salamandra. Su rostro pétreo presentaba ligeras trazas blancas.

La agria mirada de Iagon era desafiante. A pesar del tamaño de su hermano, no se sentía intimidado en absoluto. Ba’ken tenía alma de guerrero, pero a diferencia de Iagon, carecía de la sangre fría de un asesino.

—¿Con quién hablabas? —preguntó Ba’ken, mirando con recelo hacia la pira ritual.

La expresión de Iagon era fría e inerte.

—Con los muertos —respondió, y se marchó sin decir ni una palabra más, dejando a Ba’ken dudando ante la menguante sombra que se distinguía en la llama ritual de Iagon y lo que había sucedido en la colina.

Ba’ken también se percató de la pista de aterrizaje, donde en su día se habían estacionado los Valquirias y los tanques Chimera de los Diablos Nocturnos, y donde ahora los TBT Rhino de los astartes se estaban preparando a manos de un tecnomarine y su equipo de servidores sin mente. El orgullo de los vehículos blindados de la 3.ª Compañía, el Land Raider Yunque de Fuego, estaba siendo ungido y dispuesto. El salamandra oyó el lento fuego de los espíritus máquina mientras los motores se sometían a las últimas rutinas previas al combate.

Al llegar el alba, montarían y se desplazarían sobre orugas acorazadas hacia el frente. Al llegar el alba, penetrarían en el fuego de la batalla, donde se ponían a prueba todos los hijos de Vulkan.

Era como era siempre, como siempre había sido en innumerables misiones, durante innumerables campañas. Pero esa vez Ba’ken tenía una sensación diferente. Una mala sensación.