EPÍLOGO
La cámara del penitarium estaba oscura. Un aroma frío y gélido emanaba de los muros. Era un lugar vacuo, una prisión solitaria desprovista de la pureza de los solitoriums.
Dak’ir miraba a Pyriel a través de la rejilla de la puerta. El prisionero había sido despojado de su armadura, pero los grilletes psíquicos de su cuello y de sus muñecas aún seguían allí.
—Tu armadura está a buen recaudo en el armorium —dijo Pyriel.
El epistolario se había quitado el casco, que ahora sostenía con el brazo. Su rostro transmitía oscuridad. En aquel momento abrió los labios sin saber qué decir a continuación.
—No pasa nada, maestro —dijo Dak’ir.
—Sí, sí que pasa. Esto no está bien. —Pyriel se alejó de la rejilla exasperado, pero en seguida regresó de nuevo—. Es un error, pero es la voluntad de mi maestro, y la del regente, y como tal debemos acatarla.
—¿Acaso tengo aspecto de pretender escapar?
Pyriel miró a los dos dracos de fuego que montaban guardia a ambos lados del corredor que daba acceso a la cámara. Ninguno de ellos se había movido excepto para permitir que el bibliotecario entrara a visitar a su aprendiz.
—No. Pero ¿qué otra elección te queda, hermano?
Un breve silencio repleto de preguntas sin respuesta se impuso entre ellos. Pyriel trató de dar respuesta a algunas de ellas.
—Deberás declarar ante el Consejo del Panteón. Desconozco cuándo va a reunirse, pero a buen seguro lo hará pronto.
—¿Estarás tú allí, maestro? ¿Qué ocurrirá, entonces?
Había algo diferente en Dak’ir. Una paz interior que Pyriel no había percibido antes. La respuesta era sencilla.
—Serás juzgado, y también la veracidad e inmediatez de la profecía.
—De todos los bibliotecarios a los que has instruido, yo soy diferente, ¿verdad?
El bibliotecario asintió.
—Sólo ha habido otro con un talento natural similar al tuyo, pero incluso él es inferior a tus habilidades psíquicas.
—Nihilan.
—Sí. Ésa es la razón por la que mi maestro no podrá dejarte en libertad hasta que sepamos qué significa la Espada de Fuego.
—Querrás decir qué es la Espada de Fuego, maestro.
—No, Ferro Ignis eres tú; de eso estoy convencido. —Pyriel sonrió con ironía—. Pero en lo referente a lo que eso significa para Nocturne, a cómo se manifestará tu destino y a cómo afectará a tu propia vida, no estoy seguro.
—¿Acaso no piensas que soy un destructor?
Pyriel resopló con un cierto tono de sarcasmo.
—Que eres un destructor es innegable, pero aún está por decidir si lo eres para tus enemigos o para tu mundo. Si sirve de algo, yo pienso que eres nuestro salvador. Ahora sólo me queda confiar en que la sabiduría de mis superiores les lleve a la misma conclusión.
—¿Y si no es así?
El rostro de Pyriel se ensombreció aún más.
—Entonces, serás ejecutado.
Dak’ir bajó la mirada y dio un paso atrás, alejándose de la puerta.
—Gracias, maestro. Gracias por todo.
—Aún no he terminado.
Dak’ir levantó la vista de nuevo; sentía que se avecinaban más malas noticias.
—Tsu’gan se ha perdido.
La confusión y el dolor se apoderaron del rostro de Dak’ir.
—¿Perdido?
—En la disformidad. Lo siento, hermano.
Dak’ir movió la cabeza.
—No lo comprendo. ¿Acaso ha caído en combate? ¿Qué le ha ocurrido?
Dak’ir entornó los ojos. Tsu’gan era su gran adversario dentro del capítulo. Jamás habían estado de acuerdo en nada. Si no hubiera sido por sus juramentos ante Vulkan, aquel guerrero habría sido su némesis. Pero, a pesar de todo, Tsu’gan era hermano de Dak’ir; habían sangrado sobre el mismo suelo. La noticia de su desaparición no traía consigo más que una sensación de vacío. No experimentó alivio alguno. Habría deseado convencer a Tsu’gan de su valía, hacer que le llamara hermano porque verdaderamente lo sintiera así. O al menos, haber cruzado espadas y haber solventado sus diferencias en las celdas de entrenamiento. Aquella noticia no hizo sino burlarse de los sentimientos de Dak’ir.
Pyriel le explicó lo sucedido.
—Cuando Elysius fue rescatado en Arrecife de Volgorrah —comenzó, aunque por entonces ya todos conocían la historia de la dramática huida del capellán—, la 1.ª Compañía debía teleportarlos a todos. No había otro modo de escapar del reino de los espectros del crepúsculo. Algo fue mal durante la traslación hacia la Señor del Fuego. Tsu’gan no llegó junto a los demás. La disformidad le retuvo.
Dak’ir golpeó la puerta con el puño. Pyriel se sobresaltó.
—Cálmate, hermano —dijo el bibliotecario.
—Esto apesta al hedor de Nihilan y de sus bastardos Guerreros Dragón. —Dak’ir estaba dominado por la ira. Su mirada refulgía, pero no sólo de rojo, sino también de azul cerúleo. Los grilletes psíquicos se estremecían—. ¿Qué medidas se ha tomado para encontrar a Tsu’gan?
Pyriel estaba perplejo.
—Ninguna. Está muerto, Dak’ir. Tsu’gan no regresará jamás.
—¿Cómo? ¿Cómo puedes estar tan seguro?
La mirada iracunda de Dak’ir atravesó la rejilla.
—Es Nihilan. Nos quiere a los dos, desde Cirrion… Siempre ha sido así.
—¿Para qué? Dak’ir, estás delirando. Eso no tiene sentido.
—Para reunir a su prole, para sacrificarla ante los potentados nacidos en la disformidad a quienes sirve. ¿Quién sabe qué oscuras maquinaciones le mueven? Maestro, tienes que creerme. Tsu’gan no está muerto, está en peligro, y no sólo su cuerpo, también su mente.
* * *
Aquel pozo estaba oscuro y apestaba a sangre. El collar metálico que rodeaba el cuello de Tsu’gan era muy pesado. El frío le asediaba la piel desnuda. Su armadura había desaparecido. Tenía los puños cerrados, llenos de ira. Los pies descalzos pisaban fragmentos de cristal.
El dolor era purificante.
Miró a su alrededor, escudriñando las sombras. Los muros de aquel pozo estaban erizados de púas, al igual que el techo. Había ocho puertas oxidadas, cada una de ellas en uno de los ocho lados de la cámara octogonal.
Aquello no era la Señor del Fuego. Sin embargo, debía haber estado allí más tiempo, aparte de los breves segundos de confusión que seguían a la teleportación. La baliza que portaba en el avambrazo debió haber sido interceptada. Eso era lo que le había llevado a aquel lugar.
Mientras Tsu’gan las contemplaba, cuatro de las puertas comenzaron a elevarse como si fueran rastrillos.
Unos ojos húmedos y entornados, dominados por una inteligencia maligna, refulgieron entre las sombras antes de dar paso a cuatro criaturas. Las puertas se cerraron tras ellas.
Los seres avanzaban sobre extremidades deformes, agitando las cadenas y haciendo chocar las placas de sus armaduras unos con otros. Unos puños mutantes blandían espadas y mazas de gladiador. Algunas de aquellas bestias estaban provistas de garras, por lo que no necesitaban armas. Con los hombros anchos, el cuello grueso y una musculatura que les daba un aspecto grotesco, aquellos seres eran bastante más altos que el salamandra. Cada uno portaba un casco de combate bajo el que ocultaba su horrible naturaleza. Un miasma hediondo de desechos y putrefacción emanaba de ellos.
—¿Se trata de un combate, verdad? —sonrió Tsu’gan.
Había luchado en los Pozos Infernales de Themis. Saurochs, gorladones y dáctilos ya habían caído bajo el poder de su espada.
El guerrero comprobó la longitud de la cadena que estaba anclada al collar metálico. Tenía unos cinco metros para moverse sin que los eslabones se tensaran. Tsu’gan frunció el ceño y dejó que la ira se apoderara de él.
—Adelante.
Tsu’gan lanzó una triple embestida, aprovechando la inercia del primero de aquellos gladiadores mutantes para hender su hombro directamente en el rostro de la bestia. El casco se abolló y la celada se hundió hacia adentro, haciendo que la criatura emitiera un alarido de dolor. Tsu’gan abatió a la segunda bestia ayudándose con la cadena. Primero dejó que se abalanzara sobre él para tensarla en el último momento. Sus costillas emitieron un ruido sordo cuando fueron aplastadas por la fuerza de los eslabones de metal. Tras recoger del suelo el hacha del segundo adversario, Tsu’gan fue a por el tercero. Bloqueó con la empuñadura una estocada fuerte pero descoordinada al mismo tiempo que golpeaba el rostro de la criatura, dejándola aturdida antes de henderle el hacha directamente en la cabeza. Las vísceras y la materia cerebral cubrieron las cicatrices del cuerpo del salamandra.
Tras dejar el hacha incrustada en el cráneo del tercer gladiador, Tsu’gan fue a por el cuarto. Se trataba de un juggernaut que blandía sendas bolas claveteadas en cada una de sus garras nudosas. La criatura se volvió rápidamente. Tsu’gan tuvo que repeler un golpe que iba directo hacia su cabeza. Acto seguido, se agachó para esquivar la segunda estocada y emergió junto a su zona vulnerable. El guerrero comenzó a golpear la cabeza del gladiador mutante, que lanzó un alarido agónico cuando sintió cómo le estallaban los oídos. Unos sonidos chillones resonaron dentro del casco de metal mientras la criatura trataba de golpear al salamandra.
Tsu’gan recogió la cadena y rodeó con ella al monstruo enloquecido. Justo cuando la bestia trató de abalanzarse sobre él, el guerrero tensó la cadena. Primero le aprisionó el cuerpo y después el cuello. El salamandra tiró con fuerza, y la criatura se desplomó en el suelo.
El sonido de los gemidos agónicos dibujó una oscura sonrisa en los labios de Tsu’gan. Había inmovilizado a los dos primeros gladiadores de forma deliberada. Tras darse la vuelta se, dirigió hacia ellos, deteniéndose sólo para recoger con total tranquilidad una espada que había en el suelo.
El primero fue decapitado de manera salvaje. El segundo quedó ensartado en la espada.
—Vuestros lobos van a necesitar unos colmillos más afilados —gritó, dirigiéndose a la oscuridad, donde sabía que alguien observaba. Una voz etérea sonó entre las sombras.
—Cuánta rabia…
Lentamente, una figura con armadura apareció entre las sombras, caminando por el borde de una plataforma elevada y mirando hacia el interior del pozo.
Tsu’gan dejó salir un gruñido tan pronto como reconoció a Nihilan. Sin embargo, percibió en él algo… diferente.
—Hechicero —dijo a través de unos dientes que rechinaban de pura rabia—, quizá quieras bajar aquí y enfrentarte conmigo. ¿O acaso tienes miedo?
Nihilan apenas sonrió, como si no hubiera oído las palabras del salamandra.
El silencio enfureció a Tsu’gan.
—¡Dame mi armadura y mis armas! —gritó—. ¡Y encontraré el modo de salir de esta patética prisión! Te arrepentirás de haberme raptado con tus subterfugios de la disformidad.
—Tanta rabia —repitió Nihilan, cuya voz resonaba de una manera extraña— es lo que te hace tan poderoso…, tan maleable. Serás un digno sirviente, Tsu’gan.
El salamandra frunció el ceño.
—No es con el hechicero con quien estoy hablando ahora mismo, ¿no es verdad?
—No —respondió aquel ente que había ocupado el cuerpo de Nihilan—. Estás en lo cierto.
—Entonces, ¿qué eres, escoria?
—Es otra cosa —dijo otra voz desde detrás de él—, aunque referirse a ella como una persona es una incorrección de proporciones épicas.
Los ojos de Tsu’gan se entornaron. Sus nudillos crepitaron cuando cerró los puños con fuerza.
—¿Iagon? —gruñó, en parte iracundo y en parte decepcionado.
Cerbius Iagon, hermano sargento de los Salamandras y segundo de Tsu’gan en la 3.ª Compañía dio un paso al frente y apareció bajo la tenue luz.
—Imagino que te estarás preguntando cómo has acabado aquí, ¿verdad? —dijo.
—¿Encontrasteis el modo de interceptar la baliza?
La cadena se tensó de nuevo cuando Tsu’gan se movió hacia adelante. Deseó poder poner sus manos en la garganta de su antiguo hermano.
—Esas medidas de seguridad resultan muy fáciles de sortear —contestó—. Hace mucho tiempo que te buscan, hermano.
Tsu’gan ocultó su desdén.
—Pero a ti no, ¿verdad? A ti jamás te han querido, Iagon. No, hasta que vendiste tu alma y tu honor a cambio de un momento de utilidad.
Las púas se clavaron sobre la piel de Tsu’gan. Los dientes de Iagon refulgieron mientras emitía un breve gruñido…, tras lo cual recuperó la compostura.
—Yo no soy un guerrero de tu misma clase, Tsu’gan. Tampoco poseo la fuerza de Ba’ken ni me aguarda el mismo destino que a Dak’ir; pero tengo otras cualidades.
—Eres un salamandra, Iagon —imploró Tsu’gan. Su ira comenzaba a doblegarse ante una oleada de aflicción—. Yo te entregué mi escuadra; confié en ti para que fueras su líder.
—Tú no me diste nada… ¡Nada! —gritó Iagon—. Abandono. Abandono en la oscuridad; ése fue tu legado. Se suponía que debías convertirte en capitán. Yo seguía tus pasos. N’keln murió por eso. ¡Yo lo maté!
La incredulidad del rostro de Tsu’gan dejó paso al odio.
—¿Tú lo asesinaste? ¿Tú lo apuñalaste por la espalda? ¿Cómo pude no darme cuenta de semejante delirio? —dijo para sí mismo.
—Lo hice por ti, hermano. Lo hice para que consiguieras tu ascenso.
—El tono de Iagon era casi suplicante.
Los ojos de Tsu’gan parecían fríos a pesar de la rabia que ardía en su interior.
—Lo único que has conseguido es condenarte, y al hacerlo, te has convertido en mi enemigo.
Iagon soltó una carcajada, pero su risa estaba desprovista de humor.
—Ésta es la venganza, Tsu’gan. Hasta es tu condena.
Nihilan, o el ser que se había apoderado de su cuerpo, emitió un gruñido.
La conversación había terminado. Iagon desapareció de nuevo entre las sombras.
—Más sangre… —dijo el ser que habitaba en Nihilan mientras enseñaba unos dientes afilados y dejaba ver por un instante su verdadera naturaleza.
Tsu’gan sintió como su sangre se helaba.
Las puertas se abrieron de nuevo. Esa vez fueron las ocho. Los gladiadores mutantes salieron a la luz blandiendo sus armas.
—Primero, los perros; después, iré a por su dueño —prometió Tsu’gan. Entonces, bajó la voz hasta convertirla en un susurro—: Y luego iré a por ti, Iagon.