Habían pasado seis años desde que Gengis Kan abandonara Karakorum para lanzarse a la conquista del Imperio joresmio. Antes de marchar había dicho a las mujeres que tenían que ser ellas las encargadas de mantener el fuego de los hogares y tenerlo siempre encendido en espera del regreso de sus maridos. Cuando volvieron, las mujeres mongoles tenían todo preparado. Los guerreros regresaron a sus campamentos y en ellos encontraron a sus mujeres tal cual las habían dejado años atrás. Algunos descubrieron que habían sido padres, otros que sus hijos habían crecido tanto que no los reconocían. Miles de encuentros certificaron de nuevo que los lazos de parentesco seguían siendo una de las más firmes razones del éxito del pueblo mongol.
Bortai aguardaba a Gengis Kan en su casa de Karakorum, junto a ella estaban las otras dos katunes, las hermanas Yesui y Yesugén. La ciudad que fundara Tatatonga empezaba a parecer una verdadera capital. Con el trabajo de arquitectos y artesanos chinos, Bortai había ordenado construir un edificio que, aunque lejos de los grandes palacios de Pekín, Kai-fong o Samarcanda, era un verdadero símbolo de los cambios que comenzaban a producirse entre la aristocracia mongol. El encuentro de Temujín y Bortai me conmovió. Los largos años de guerra en Occidente habían envejecido al kan y Bortai me pareció más pequeña que cuando nos marchamos. De su antigua belleza apenas quedaba nada y su rostro aparecía surcado de profundas arrugas, fruto del tiempo y de los años de espera. Por el contrario, Julán seguía siendo muy bella. Cuando descendió del carro en el que viajaba para cumplimentar a Bortai, la comparación entre ambas no pasó desapercibida para nadie. Julán, aunque ya no era una jovencita, brillaba como el Lucero vespertino en los atardeceres de invierno. Además, vestía los ricos trajes de las mujeres de Transoxiana, de ricas sedas carmesíes bordadas en oro, y las finas y vaporosas muselinas que proporcionaban un aire sensual y casi mágico. Bortai, que se había vestido con un lujoso caftán azul engastado con perlas, palideció ante Julán. Contemplé los ojos de la katún principal y pude comprobar cómo la resignación había ganado la partida a la esperanza. Julán descendió del carro y se acercó a Bortai, a la que saludó como su rango merecía. El kan volvía victorioso, con varios reinos e imperios más que sumar a su caudillaje, pero Bortai sólo sentía las muertes de su hijo Jochi y de su nieto Mütügen.
El kan fue aclamado por los habitantes de Karakorum, que se habían concentrado para recibirlo. El aspecto de Temujín no era ya el del joven y valeroso guerrero que años atrás había unificado a los pueblos de las estepas. Su pelo rojo había tornado a un blanco grisáceo y sus anchos y fuertes hombros comenzaban a cimbrearse, pero mantenía un porte majestuoso, acrecentado si cabe por el color plateado de sus cabellos y por su rostro sereno y curtido a la vez, henchido de majestad y de gloria. Sus ojos verdosos seguían brillando como ascuas.
En Karakorum, cumpliendo las órdenes, esperaba Buru, el hijo de Muhuli.
—Mi señor —saludó al kan arrojándose a sus pies.
—Tienes los mismos ojos que tu padre —le dijo el kan indicándole que se levantara.
—Mi padre os sirvió hasta la muerte, yo deseo hacer lo mismo; en ello me educó.
—Su pérdida fue para mí muy dolorosa. Siempre fuimos compañeros, siempre estuvo a mi lado, fue el primero en sacrificarse por mí. Le debo mucho, todos le debemos mucho. Por eso quiero vengar su muerte personalmente. Si los tangutos no se hubieran levantado contra nosotros, Muhuli tal vez no habría enfermado, quizás estaría vivo y seguiría cabalgando en las tierras de China. El reino de Hsi Hsia debe pagar por su muerte y por la traición —asentó el kan.
—Mis hombres están listos para volver a Tangutia y acabar con ese reino de traidores —aseguró Buru.
—Así será; yo mismo dirigiré el ejército —finalizó el kan.
En un consejo de jefes se decidió la conquista de Hsi Hsia. El plan que se trazó consistía en un ataque sistemático a las principales ciudades, destruyéndolas una a una y acabando con todos sus habitantes. Una vez arrasado el país y muertos sus pobladores, toda la región sería convertida en tierra de pastos para los caballos y los ganados mongoles. Nunca más volvería a levantarse en aquella tierra una sola ciudad ni a cultivarse un solo huerto. También se acordó que tras la victoria sobre Hsi Hsia se haría lo mismo con China. Yo me opuse a ello, pero Gengis Kan estaba tan colérico que en esta ocasión no me hizo ningún caso.
La vieja alianza entre tangutos y mongoles había sido rota por Li Tsun-hsü, el sucesor de Li-An-ch’üan. Pero ese rey, al enterarse de que Gengis Kan había regresado a Mongolia y preparaba el ataque a su reino, abdicó y fue sucedido por su hijo Li-Te Wang. Este príncipe envió de inmediato una embajada ante la corte de Karakorum a fin de pedir la paz y reanudar la amistad entre los dos pueblos.
El embajador tanguto estaba de pie, delante del kan, quien en su trono de oro escuchaba circunspecto las excusas y explicaciones del embajador.
—Nuestro joven rey quiere acabar con esta situación. Su padre obró con evidente negligencia, pero Li-Te Wang es inocente de la acusación de traición. Un ataque mongol sobre nuestro reino sería ahora un grave inconveniente, tanto para nosotros los tangutos como para los mongoles.
El embajador hablaba y hablaba deteniéndose de vez en cuando. Pero el kan se mantenía en silencio. Tras unos instantes, el tanguto volvía a hablar y cada vez se hacía más evidente que sus nervios comenzaban a sufrir serias alteraciones. Mientras el embajador seguía hablando entró un general y se dirigió directamente hacia Bogorchu, que se hallaba a la derecha del kan. Le susurró algo y Bogorchu llamó la atención de Gengis Kan, quien le indicó que se acercara. Bogorchu se inclinó y le transmitió algo al oído.
La faz del kan cambió de aspecto. Su rostro sereno y tranquilo pareció agriarse, y con un gesto de su mano ordenó al embajador que callara. Se levantó del trono, miró a su alrededor a todos los reunidos y dijo:
—Aunque no mereces mi atención, he estado un buen rato callado, oyendo las alegaciones de tu rey para que no os destruya, pero seguís siendo un país de traidores. Mientras tú estás aquí intentando convencerme de la bondad de tu nuevo rey, un ejército tanguto acaba de tomar posiciones en las montañas de Alasán. ¿Cómo explicas esto?, ¿qué razones puedes aducir para que no te mate aquí mismo por traidor?
El embajador tanguto comenzó a temblar de miedo. Sus ojos rasgados se tornaron redondos cual los de los occidentales y su frente pálida y arrugada brilló al cubrirse de gotas de sudor.
—Yo no sabía nada, majestad, os juro que no sabía nada —balbució entre sollozos.
Gengis Kan no mató al embajador. Le permitió que regresara a Tangutia con un breve mensaje destinado a su rey: «¡Guerra!».
El ejército tanguto no había obedecido a su soberano, sino que siguiendo las órdenes de su comandante en jefe, el general Asa Gambu, verdadero dueño de Hsi Hsia, había lanzado un ataque por sorpresa sobre los mongoles. Pero Gengis Kan no había bajado la guardia; sus patrullas fronterizas habían localizado a las vanguardias tangutas y habían avisado de la presencia enemiga.
En apenas tres semanas el ejército estuvo listo para salir en campaña hacia Tangutia. Gengis Kan en persona mandaba las tropas, mientras que su hijo Chagatai se quedó en Mongolia al frente del ulus paterno.
Tan sólo había avanzado el ejército unas millas cuando un correo llegó del oeste. Traía un mensaje urgente que el kan debía recibir sin dilación.
—Mi kan, el príncipe Jalal ad-Din ha regresado a las tierras de Occidente.
—¿Cómo ha ocurrido? —le preguntó.
—Cuando huyó a la India con cincuenta compañeros encontró refugio en Delhi, cuyo soberano, el sultán Iltutmis, lo acogió y protegió. Se casó con la hija del sultán y se hizo con un pequeño ejército. Aprovechando nuestra retirada ha invadido Afganistán y Persia, ha sometido a todos los príncipes de la región y ha instalado su corte en la ciudad de Ispahán. Todas las tierras entre el lago Urmia y el Indo y el Sir Daria y el mar Índico le han rendido homenaje.
Gengis Kan sonrió cuando oyó el informe del mensajero. Creo que por su cabeza pasó entonces la imagen del joven Jalal ad-Din saltando a las aguas turbulentas del Indo desde una increíble altura. Desde entonces el kan mostró una especial atracción hacia este valeroso príncipe, el único de entre todos los caudillos musulmanes que fue capaz de plantarle cara.
—Magnífico —dijo el kan.
—¿Qué decís, mi señor? —preguntó sorprendido el mensajero.
—Ese Jalal es magnífico. Pero no importa, ahora debemos escarmentar a esos tangutos, tiempo habrá para volver sobre Occidente —aseguró el kan.
Gengis Kan cayó sobre Tangutia como un alud, arrasando cuanto encontró a su paso. Las primeras fortalezas en la gran curva del río Amarillo sucumbieron al empuje mongol. En cada lugar que sitiaban, Temujín arengaba a sus hombres recordándoles la muerte de Muhuli.
Ni siquiera la llegada del invierno detuvo la invasión. Hizo tanto frío que el río Amarillo se heló por completo. Los mongoles lo atravesaron colocando calzas de tela en las pezuñas de sus caballos y espolvoreando tierra y ceniza sobre la superficie para hacerla menos resbaladiza. En un pequeño lago, junto al río, apareció la caballería tanguta. Sobre la superficie helada los jinetes de Hsi Hsia se lanzaron a una carga suicida. Sus caballos resbalaron sobre el hielo y los mongoles sólo tuvieron que rematarlos como a corderos.
El kan me mandó llamar a su campamento de la frontera y me trasladé hasta allí atravesando el Gobi. Cuando llegué al lugar de la batalla del lago helado contemplé que en un pequeño altozano se habían clavado tres postes de los que colgaban tres cadáveres con la cabeza hacia abajo. El oficial que mandaba mi escolta sonrió complacido, me miró y dijo:
—Tres cadáveres en tres postes. Uno por cada diez mil enemigos muertos. Habrá sido una batalla formidable.
«¡Treinta mil muertos! —pensé—. Si esto sigue así pronto no quedaran sino mongoles sobre la faz de la tierra».
Gengis Kan me recibió en su tienda sin ningún protocolo y me comunicó una noticia inesperada:
—He decidido nombrarte gobernador de China, con residencia en Pekín.
Al oír aquellas palabras de boca del kan me quedé perplejo.
—Desde que murió Muhuli ha cumplido esa función su hijo Buru y en nombre de éste su lugarteniente Daisán, pero son guerreros, no están acostumbrados a administrar una provincia. Tú lo harás mejor.
Gengis Kan hablaba de un imperio como si de una provincia se tratara, y es que en efecto, así era. El otrora poderoso Imperio kin se había convertido en una mera provincia del Imperio mongol. Por un momento no supe qué contestar. A Gengis Kan le parecía lógico, pero para mí era el mayor de los retos que había afrontado hasta entonces. Como consejero, primero, y canciller después mis responsabilidades eran más bien pequeñas, pues casi nada decidía; como gobernador de China debería tomar decisiones importantes y quién sabe si contrarias a mis ideas. Bien sabido es que una cosa es pensar y otra actuar. Como intelectual y hombre de ciencia puedes creer ciegamente en una idea, pero cuando te enfrentas con la realidad del gobierno de los asuntos públicos la cuestión cambia de modo sustancial.
—Es un gran honor el que me concedéis, majestad, no sé si estaré a la altura que…
—Por supuesto —me interrumpió el kan antes de que acabara de hablar—. No hay nadie mejor que tú en mi imperio. Eres el más preparado y el más honesto, y además conoces Pekín y China como nadie.
—Aconsejar no es lo mismo que gobernar —me atreví a señalar.
—Tienes razón, aconsejar es mucho más difícil.
Desde el campamento ubicado en las llanuras del norte de Hsi Hsia me dirigí hacia Pekín. De mi pecho colgaba una placa de oro enmarcada en marfil en la que constaba mi rango de gobernador de China. Bastaba con que cualquiera contemplara esa señal para lanzarse a mis pies y reverenciarme como si yo fuera el mismo gran kan; tal era la autoridad que Temujín había sabido inculcar en los nómadas.
Un mes y medio más tarde me encontraba en el palacio imperial de Pekín, sentado en el sitial del gobernador y dando órdenes a funcionarios, soldados y siervos. Diez años después de mi partida encontré mi ciudad muy cambiada. Pekín había perdido la mitad de sus habitantes y, aunque muchos habían regresado, era preciso trabajar duro para devolverle el esplendor que tuvo antes de la conquista. Me esforcé cuanto pude por dictar normas tendentes a restablecer el comercio y la artesanía, y tuve que tomar una serie de medidas que en principio despertaron ciertos recelos entre los oficiales mongoles pero que se disiparon en cuanto, puestas en práctica, demostraron su eficacia. Decreté que durante un año sólo se pagaran la mitad de los impuestos, lo que supuso el establecimiento de nuevos talleres y mercados. Conseguí que la confianza de los campesinos de los alrededores, esquilmados tras tantos años de guerra y de saqueos, se afianzara, y en unos meses se produjeron cosechas como nunca antes se habían visto.
La cuestión religiosa fue la que me causó mayores problemas. Los taoístas más radicales, siguiendo las órdenes dictadas por el kan, se habían hecho con el control de la mayoría de los templos, incluidos algunos budistas, amedrentados ahora por el auge de sus rivales. En algunos casos los taoístas, amparados por sus privilegios, expropiaron templos budistas y expulsaron a sus monjes, muchos de los cuales tuvieron que buscar refugio en el Imperio song o en las frías tierras del interior de China.
Esgrimí la Yassa dictada por el mismísimo gran kan para hacer valer mi autoridad. Algunos taoístas me reprocharon, a pesar de ser yo mismo un taoísta, que defendiera de manera tan vehemente la libertad de culto. Les hice ver que un verdadero taoísta se demuestra precisamente en la tolerancia. Algunos no quisieron entenderlo y veladamente me acusaron de traidor y renegado.
Las murallas habían sido rehechas, pero muchos edificios todavía mostraban las secuelas de la guerra. Tuve que ordenar que se embelleciera la ciudad restaurando los edificios más dañados y saneando las avenidas y las calles principales, dedicando para ello parte de los fondos que Gengis Kan me había concedido para que los administrara según mi criterio.
Chang Chun vivía en el ala del palacio imperial que Gengis Kan le había concedido. Dejaba transcurrir los días paseando entre los sauces y los tilos, contemplando los parterres de lotos y crisantemos, aspirando el aroma de los nardos y ensimismándose con el vuelo de las golondrinas o el discurrir de las nubes bajo el celeste azul de Pekín. Sólo en dos ocasiones hablé con él. La primera al poco tiempo de mi llegada y la segunda un par de meses después. Aquel anciano monje sabía que su vida había dado de sí cuanto tenía y sólo esperaba morir en paz. Ya no estaba en condiciones de hacer proselitismo de sus ideas, pero había muchos seguidores suyos que estaban dispuestos a ponerlas en práctica hasta sus últimas consecuencias, sobre todo Li-chi.
Durante aquellos meses contemplé un fenómeno que hasta entonces no había aparecido entre los mongoles. Algunos de los que llevaban ya diez años en Pekín, fundamentalmente soldados y altos funcionarios, se habían habituado con suma rapidez a la vida en la ciudad. No parecían echar en falta las anchas llanuras de Mongolia, ni el aire limpio y fresco de las praderas; se habían acomodado a vivir en las confortables casas y palacios de piedra y ladrillo, a comer los exquisitos platos de la cocina pekinesa, a beber los delicados vinos y licores y a vestir las suaves sedas. Sus mujeres, antaño aclimatadas a la dura vida de la estepa, siempre ocupadas en ordeñar el ganado, recoger estiércol seco para el fuego o curtir las pieles, se adornaban ahora con ricos vestidos ornados con perlas y turquesas, se perfumaban con ámbar, áloe y algalia y bebían té aromatizado con esencia de rosas y de violetas.
China, como tantas otras veces había ocurrido, estaba empezando a conquistar a sus conquistadores.
Con el deshielo, Gengis Kan intensificó su ataque sobre el reino de Hsi Hsia. Para esta campaña se hizo acompañar de la katún Yesui. Aquella primavera fue especialmente cruenta. El prudente rey tanguto Li-Te Wang, que pese a la opinión contraria de sus generales seguía solicitando una tregua, murió, lo que no hizo sino empeorar las cosas y que aumentara la tensión. Su hijo y nuevo rey, un jovencito llamado Lu Hsieu, fue totalmente mediatizado por el general Asa Gambu, y en un acto de locura suicida declaró la guerra a los mongoles.
Gengis Kan atacó entonces con todas sus fuerzas la región oeste de Tangutia y conquistó las ciudades de Su-tcheu y Kan-tcheu. La estrategia del kan era clara: se trataba de cercar la capital del reino y apretar sobre ella como una pinza en espera de que cayera cual fruta madura. Tras esa campaña, Niang-hsia, la gran capital tanguta, fue sitiada a finales del verano del año del perro. Ahora sólo era cuestión de tiempo, el reino tanguto estaba perdido.
Entre tanto, Jalal ad-Din seguía incorporando tierras a su recuperado imperio. El hijo del sha Muhammad se había convertido en nuevo sha y estaba dispuesto no sólo a reintegrar todos los territorios que siete años antes conformaran el Imperio joresmio, sino a incrementarlos con nuevas provincias en Occidente. Asedió la gran ciudad de Bagdad, como también hiciera su padre, pero desistió ante la imposibilidad de conquistarla y se dirigió hacia el norte. Siguiendo una ruta similar a la trazada por Jebe y Subotai en su gran cabalgada, invadió el Azerbaiyán y Georgia y conquistó su capital, Tiflis, para volver sobre sus pasos y entrar como conquistador en la rica ciudad de Tabriz a mediados del verano. Desde Tabriz, enterado de la sublevación de un caudillo turco en la región de Kirmán, se dirigió hasta allá en tan sólo diecisiete días, en lo que tuvo que ser una marcha similar a las mejores realizadas por el más preparado contingente mongol. Sitió la fortaleza de Akhlat, pero el invierno se echó encima y los grandes fríos de aquellas inhóspitas comarcas lo obligaron a retirarse.
El kan cazaba caballos salvajes en el territorio de Arbuja. Montaba su formidable yegua blanca Yosotu Boro, sobre cuya grupa entrara en la mezquita de Bujara. Pero la yegua, a la vista de una manada de caballos salvajes, se encabritó y el kan cayó de su montura quedando muy quebrantado. Lo llevaron a la tienda de Yesui y la katún, al ver la alta fiebre que tenía, dijo a los generales que ellos deberían decidir qué hacer.
En el Consejo hubo todo tipo de manifestaciones. Tolún Cherbi, jefe del clan de los konkotades, propuso la retirada alegando que los tangutos vivían en ciudades con murallas fijas y que no podrían partir llevándoselas con ellos; indicó que ya habría tiempo para regresar en cuanto el kan sanara y que para entonces los tangutos seguirían ahí. La propuesta del jefe konkotad fue apoyada por la mayoría y quedó aprobada. Pero cuando Gengis Kan salió de su letargo y pudo hablar, al oír la decisión que habían tomado sus generales se dirigió a ellos desde el lecho y les dijo:
—Si nos retiramos sin más, los tangutos creerán que nos han vencido. Voy a enviarles mensajeros proponiéndoles la paz. Entre tanto yo curaré mi mal aquí. Cuando regrese el correo con la respuesta ya veremos lo que hacemos.
A los pocos días un mensajero tanguto anunció que el general Asa Gambu no aceptaba las condiciones de paz y que la guerra proseguía. Gengis Kan recibió la noticia de boca de Bogorchu. El mensajero no fue recibido por el kan para que no viera el estado en el que se encontraba.
—Pues será la guerra —afirmó—. Si nos desafían no vamos a retirarnos. Que el Cielo Eterno decida.
La fiebre del kan pasó en pocos días y el ejército mongol se lanzó sobre el de Asa Gambu y lo arrolló. El general tanguto tuvo que recluirse dentro de las murallas de Niang-hsia, el último reducto que le quedaba, dejando desguarnecidas otras ciudades que cayeron en poder del kan.
Las victorias mongoles hicieron que el rey tanguto pidiera la paz a través de su mensajero.
—Mi señor el rey Lu Hsieu me ha hecho venir ante vuestra majestad para solicitar la paz. Esta guerra está siendo inútil y sólo acarrea problemas para los dos bandos. Os ofrece oro, plata, joyas y nueve muchachas y muchachos de cada cien jóvenes tangutos.
Gengis Kan miró al embajador y supo que necesitaba ganar tiempo. Estaba convencido de que en el interior de la ciudad de Niang-hsia pronto brotaría el descontento ante la carencia de alimentos. El kan habló:
—Dile a tu rey que exijo dos millones de piezas de oro y cien mil piezas de seda, además de cincuenta mil caballos, veinte mil camellos y veinte mil carros cargados de trigo y mijo.
El embajador enarcó las cejas asustado por el volumen de lo solicitado, pero asintió con la cabeza antes de pedir permiso para retirarse y transmitírselo a su rey. La respuesta del rey tanguto fue afirmativa. El mismo mensajero regresó dos días después con una carta en la que Lu Hsieu se comprometía a guardar fidelidad al kan y hacer que sus hijos le juraran también lealtad eterna. Gengis Kan desconfió, pero el embajador llevó de regreso a la ciudad un documento por el que el gran kan nombraba a Lu Hsieu sidurgún, un título honorífico que significa «leal». Transcurrieron tres semanas más y no había ningún signo que presagiara que el rey tanguto fuera a cumplir la petición del kan. Creo que Gengis Kan sabía con certeza que Lu Hsieu no podría reunir semejantes cantidades de oro, seda, ganado y cereales, pero el silencio lo impacientaba más que cualquier otra cosa. Volvió a reiterar la petición y sólo recibió buenas palabras, por lo que decidió preparar el asalto a la capital. Sabía que muchos mongoles morirían bajo sus muros, pero era inevitable si quería someter a los tangutos.
A comienzos del año del cerdo, el asedio de Niang-hsia se intensificó. La solidez de sus murallas era proverbial, y dentro de ellas se habían refugiado muchas gentes de otras ciudades y aldeas, por lo que no era tarea fácil asaltar sus muros. Gengis Kan estaba empeñado en conquistar esa ciudad a toda costa; había puesto en ello su empeño personal y nada le haría desistir. La doble traición de los tangutos debía ser castigada o su autoridad se resentiría.
Pero tras varios meses de asedio, el cerco de Niang-hsia comenzaba a hacerse tedioso. La primavera había sido muy lluviosa y los campos se anegaron de agua y barro haciendo el asedio todavía más incómodo. El kan organizó una cabalgada para calmar a los más inquietos y atacó la ciudad de Siming, que conquistó sin grandes esfuerzos. Tantos meses inmovilizados provocaron que los jinetes mongoles comenzaran a mostrarse nerviosos, tal y como ocurriera en el sitio de Pekín trece años atrás. De vez en cuando el kan permitía a un batallón salir a cazar a las montañas del sur, lo que significaba un alivio para los ociosos guerreros. Aprovechando la calma de fines de primavera me trasladé desde Pekín hasta Tangutia. El kan me había hecho llamar para que estuviera a su lado cuando entrara triunfador en Niang-hsia. A principios de verano un sofocante calor sustituyó a las lluvias primaverales. Gengis Kan confiaba en que el agobio del estío provocara el desánimo entre los sitiados, que sin duda también estarían hartos de esa situación.
Una mañana, antes de que el sol estival comenzara a calentar como un horno, Gengis Kan salió en compañía de varios de sus generales y de miembros de su guardia a inspeccionar por enésima vez las murallas de la capital tanguta. Quería elegir el tramo en el que cargar la mayor potencia de ataque. Los fosos eran anchos y profundos; habría que llenarlos de tierra para poder acceder a la cimentación de los muros, socavarlos y provocar un derrumbe por el que poder entrar. Cabalgaba a una distancia de dos tiros de flecha de las almenas, cuando observó un pequeño vado en donde el foso parecía menos ancho y menos profundo.
—Acompáñame, Bogorchu —le dijo a su viejo compañero—, quiero inspeccionar de cerca ese lugar.
—No te acerques demasiado, Temujín, es peligroso. En esa zona pueden alcanzarnos con una flecha —alegó su intrépido amigo, a quien los años no le habían hecho perder agresividad y en cambio había ganado en prudencia.
—No te preocupes, esos tangutos no son buenos arqueros; aunque consiguieran lanzar una flecha hasta aquí, dudo que acertaran. Y si lo hicieran, la flecha llegaría con tan poca fuerza que rebotaría en nuestras cotas de malla.
—De todos modos ten cuidado —insistió Bogorchu.
El kan arreó a su yegua y se acercó hasta la orilla del foso. Contempló su extraordinaria anchura y su profundidad; les costaría mucho trabajo llenarlo de tierra, pero estaba seguro de que lo conseguirían. Bogorchu había ordenado a los guardias que cargaran sus arcos y se mantuvieran atentos a cualquier movimiento sospechoso que pudiera producirse sobre las almenas. Un silbido rasgó el aire. Bogorchu miró hacia la muralla y le pareció ver una sombra que se ocultaba tras los merlones. Oyó un quejido y miró hacia el kan. Temujín se había inclinado en la silla de su caballo hacia el costado derecho, el lado que daba a la ciudad.
—¡Temujín, Temujín! —gritó Bogorchu.
Gengis Kan irguió la cabeza, miró a su oerlok y cayó del caballo justo al borde del foso.
—¡Rápido, ayudadme! —ordenó Bogorchu a los guardias.
Gengis Kan había sido herido por una flecha. La solitaria saeta había ido a clavarse en el único lugar en el que el cuero y el hierro no protegían su cuerpo, justo en el lateral de la rodilla. A toda velocidad lo llevaron a su tienda. El virote no se había clavado profundamente. Bogorchu lo extrajo con cuidado y examinó la punta. Restos de una sustancia lechosa y amarilla se veían con claridad entre las muescas grabadas en el hierro.
«¡Maldita sea!, está envenenada», pensó Bogorchu.
Gengis Kan, que permanecía tendido sobre su lecho, levantó la cabeza y miró a Bogorchu.
—¿Tiene veneno? —preguntó el kan.
Bogorchu apretó sus puños, bajó los ojos y musitó:
—Sí.
El kan volvió a tumbarse, cruzó sus manos sobre el pecho y con toda serenidad asentó:
—En ese caso me queda muy poco tiempo.
Cuando visité al kan en su tienda y contemplé sus ojos supe que no había nada que hacer. El brillo que siempre los había caracterizado se apagaba, sus pupilas estaban dilatadas y su rostro ajado. Sus carrillos aparecían como inflamados y los párpados colgaban flácidos debajo de las cejas.
—Acércate, Ye-Liu.
Avancé hasta el lecho donde estaba y le tendí la mano. El kan me la cogió y me dijo:
—Creo que esta vez han podido conmigo.
—No, majestad, os repondréis pronto, vuestros médicos chinos son excelentes y vuestra fortaleza es de hierro, sanaréis.
—No, Ye-Liu, no. Siento que la muerte comienza a instalarse en mi interior. Es una fuerza contra la que no puedo luchar. Ha tenido que ser una flecha perdida la que acabara conmigo, pero no dejaré que mi muerte se salde sin venganza. Voy a ordenar a mis generales que arrasen Hsi Hsia como lo hicieron con la ciudad de…, ahora no recuerdo su nombre, aquélla en cuyo asalto murió mi nieto Mütügen, el hijo de Chagatai.
—Era Bamiyán.
—¿Bamiyán? Ya no lo recuerdo. Han sido tantas batallas, tantas guerras, tantas victorias.
—Seguiréis venciendo en muchas más —lo interrumpí.
—Para mí no habrá más batallas, pero esos tangutos pagarán cara su traición. Tangutia será tan sólo tierra de pastos para nuestros caballos. Mis hijos y mis generales se encargarán de que así sea.
—No podéis hacer eso, majestad.
—Claro que puedo hacerlo.
Yo no podía alegar que se iban a perder millones de vidas humanas si Gengis Kan decidía masacrar a todos los tangutos, eso no era importante para el kan, por lo que tuve que buscar otra argumentación.
—Tangutia es una tierra que produce trigo, mijo, seda y oro. Vuestro pueblo se alimenta ahora de mijo y de trigo, viste ropas de seda y se adorna con brazaletes y collares de oro. Creo que sería mucho mejor someter a los tangutos y hacerles pagar un tributo. Sus impuestos serán la garantía de un suministro permanente para el pueblo mongol. Además, si ordenáis ejecutar a toda la población, ¿sobre quiénes gobernarán vuestros hijos? Un emperador necesita súbditos a los que mandar; sin súbditos no hay imperio, no hay nada.
—Te conozco muy bien, Ye-Liu. A ti no te importan nada los impuestos, lo que te preocupa es la vida de esos seres anónimos e insignificantes a los que ni siquiera conoces. Nunca he entendido por qué tienes esos sentimientos que te hacen abogar por gentes que no lo merecen.
—Es lo que mis padres y mis maestros me enseñaron. Ya os dije en una ocasión que no puedo traicionar mis ideas; creo que esa postura es la que os hizo nombrarme vuestro consejero y el de vuestro hijo Ogodei.
A pesar del dolor que sentía, Gengis Kan esbozó una sonrisa.
—Y deberás seguir siéndolo tras mi muerte. Ogodei será quien me suceda, tal y como se decidió en el kuriltai, pero mi tercer hijo no está preparado para semejante tarea, por eso permanecerás siempre a su lado, ayudándole a gobernar el Imperio como lo has hecho conmigo. Me alegro de que la sucesión se acordara tiempo atrás, y en cierto modo la muerte de Jochi me ha tranquilizado. Si me hubiera sobrevivido, quizás ahora reclamaría sus derechos al trono y es probable que hubiera estallado una guerra entre nosotros. Afortunadamente, Chagatai es demasiado escrupuloso con el cumplimiento del deber y nunca se saltará una norma escrita y acordada, por eso es el guardián de la Yassa. Ahora retírate, estoy muy cansado; mis ojos comienzan a nublarse. Mañana seguiremos hablando.
Al día siguiente volví a encontrarme a solas con él. Por primera vez me pareció estar en presencia de un anciano. La enfermedad empezaba a hacer mella en su rostro y su fornido cuerpo, quizá debido a la fiebre, había perdido parte de su volumen. El brillo de sus ojos y la tersura de su piel habían desaparecido, el cabello comenzaba a caérsele en mechones y carecía de la energía que lo había hecho tan temido.
—Toma este amuleto —me indicó.
Alargó su mano y colocó en la mía una taba de bronce.
—Cógela, perteneció a Bortai; es chino. Me lo entregó como regalo cuando nos prometimos. Años más tarde lo llevó un valeroso mongol, mi anda Jamuga. No sé si da la suerte que se espera de él, pero es un recuerdo que me gustaría que conservaras como un regalo personal. Simboliza dos de los sentimientos más importantes entre los mongoles: el amor y la amistad. Que ambos te acompañen.
—Yo no tengo derecho a portar vuestro amuleto.
—Quiero que seas tú quien lo conserve a mi muerte, seguro que eres el único capaz de apreciar el espíritu que contiene. Además, quiero confiarte el lugar de mi tumba. He ordenado a mis hijos que lleven mi cuerpo hasta el Burkan Jaldún y me entierren allí, en la montaña sagrada de mis antepasados.
—No vais a morir.
—Ni siquiera yo soy inmortal, ¿recuerdas? —finalizó.
Las caras de los que nos reunimos en la gran tienda para celebrar el Consejo denotaban la tensión del momento. Todos sabíamos que el gran kan estaba herido de muerte y que su recuperación era imposible, pero nadie parecía admitirlo. Las conversaciones de los distintos grupos que se habían formado eran banales, pero todos pensábamos lo mismo.
El kan nos sorprendió una vez más. Haciendo gala de su proverbial fortaleza entró en la tienda a pie mientras nos arrodillábamos, escoltado por cuatro fornidos guardias que no perdían de vista sus vacilantes movimientos. Intentaba caminar con firmeza pero arrastraba la pierna derecha, la de su rodilla herida. Cuando llegó al trono y se sentó, nos incorporamos y nos mantuvimos expectantes.
—Mis leales amigos, éste será el último Consejo que celebremos juntos. El veneno de la saeta tanguta se ha extendido por mi interior y no parece que pueda vencer a su invisible ataque.
—¡No, eso no es posible! —gritó Subotai.
—Has podido con todo, podrás con ese veneno —aseguró Jelme.
—¡Eres inmortal! —afirmó Bogorchu.
—No, compañeros, no. Sólo soy un hombre.
—Acabaremos con los tangutos —asentó Bogorchu.
—Eso pensé en un primer momento, pero Ye-Liu me ha hecho cambiar de opinión. Si hiciera caso a mi corazón os ordenaría que vengaseis mi muerte arrasando toda Tangutia y matando a todos sus habitantes. Esta tierra sería así un enorme pastizal para nuestro ganado. Ye-Liu me ha hecho ver el error que esa orden supondría. Nuestras mujeres y nuestros hijos dependen ahora del grano que producen estos campos, sin él las escaseces volverían y el hambre regresaría para adueñarse de nuestros estómagos durante el largo y frío invierno. Tangutia ha de ser nuestra reserva de provisiones, y para ello los tangutos deben seguir cultivándose la tierra y los talleres produciendo seda y oro para nosotros.
—Matémosles, son unos traidores. Si dejamos a uno solo con vida, más tarde o más temprano volverán a traicionarnos, lo llevan en la sangre —dijo Bogorchu.
—Mi buen Bogorchu. Tú fuiste el primero en seguirme, el primero que confiaste en mí cuando tan sólo era un joven candidato a un disputado trono vacante. Sé ahora también el primero en obedecer mis órdenes, serán las últimas que os dé.
—Nos pides que dejemos la traición sin venganza —intervino Chagatai.
—Mi venganza estará cumplida si arrasáis esta maldita ciudad que estamos asediando. Allá arriba, en el Eterno Cielo Azul, mi espíritu reposará tranquilo con la conquista de Niang-hsia; bastará con eso. En esta ciudad están la Corte y los dignatarios del reino de Hsi Hsia. Ellos son los culpables. Acabad con todos, pero dejad al resto de la población en paz. Si se incorporan al Imperio mongol, sus tributos no harán sino enriquecer a nuestras familias y aumentar nuestro poder.
***
Habían transcurrido casi dos meses desde que comenzara el verano. La tarde era una de esas tan cálidas y apacibles en las que el aire caliente confiere al cuerpo una agradable sensación. El cielo estaba despejado y no corría una brizna de viento. En el campamento se mantenía la actividad normal de cada día. Sin que nada lo presagiara, un enorme estampido, como el del trueno que anuncia la tormenta, rasgó el cielo de parte a parte rompiendo la calma vespertina. Yo estaba en mi tienda, recogiendo algunos papeles en espera de la cena, y al oír el ruido salí aguardando ver el cielo cubierto de amenazadoras nubes. Pero todo estaba sereno. Pregunté a los criados y a mis ayudantes si habían oído aquel sonoro trueno y todos me contestaron que sí. Volví a otear el horizonte en todas las direcciones y no vi ni una sola nube que alterara el azul violáceo del cielo al atardecer. Entonces fue cuando comprendí que Gengis Kan acababa de morir.
Fue el príncipe Ogodei quien vino en persona a darme la noticia.
—Mi padre el ka kan ha muerto —me dijo entre sollozos.
—Lo sé.
—¿Cómo? ¿Quién te lo ha dicho? —me preguntó extrañado.
—Un trueno se oyó en el cielo sin que hubiera una sola nube, todos hemos podido oírlo —le dije.
—¿Crees que mi padre era un dios? —me preguntó el príncipe.
—No, no era un dios. Tan sólo era un hombre, el más grande de cuantos han existido.
—Sin mi padre, todo se desmoronará. Si él no vive, ¿quién soportará el peso del mundo?
—El nuevo kan, tú, Ogodei.
El príncipe Ogodei me miró con ojos turbados y apretó los dientes. Luego se serenó y dijo:
—Tendrás que ayudarme.
—Tu padre así me lo ordenó —le confesé.
La muerte del gran kan se mantuvo en secreto. Su cadáver fue embalsamado con aceite y ungüentos para que no se estropeara por el intenso calor, y sus hijos y sus generales decidieron asaltar las murallas de Niang-hsia.
El ataque fue feroz. Una tras otra, hordas de mongoles ávidos de sangre se lanzaron sobre los muros de la capital tanguta, tras cuyos merlones se amontonaban los defensores de la ciudad cuya suerte estaba echada. Muchos mongoles caían muertos a causa de las flechas, del aceite hirviendo o de las piedras que arrojaban los tangutos, pero las acometidas se repetían con más ímpetu en cada nuevo envite. Los asaltantes parecían estar impregnados de un halo de furia que los hacía despreocuparse del peligro y atender tan sólo a ganar las almenas. El empuje mongol, apoyado desde el otro lado del foso con el lanzamiento de proyectiles incendiarios por parte de los ingenieros chinos, acabó por hacer ceder a la enconada resistencia tanguta. Varios mongoles, entre los que se encontraba Subotai, ganaron las almenas y se hicieron fuertes encima de un tramo de muralla, donde asentaron su posición. Aquello fue suficiente. Gracias a esa cabeza de puente, nuevos contingentes fueron llegando y pronto los mongoles inundaban las calles de Niang-hsia. Toda la población fue masacrada. Soldados, mujeres, ancianos y niños, todos murieron. La familia real, que se había refugiado en el palacio, fue capturada. El rey Lu Hsieu fue conducido a presencia de Tului, que era quien había dirigido el ejército en el asalto final.
—Mi padre el ka kan me ha encargado que te confirme tu título —dijo Tului, e indicó a un escribano que se adelantara.
El escribano leyó el mismo documento en el que Gengis Kan había asignado al rey Lu Hsieu el título de «leal». Poco después su cabeza rodaba por el suelo de mármol gris. Tului proclamó la victoria sobre el reino tanguto y los supervivientes de las otras ciudades y regiones conquistadas quedaron incorporados al Imperio mongol.
Un tumán al mando de Buru se quedó acantonado en Tangutia y el resto del ejército partió hacia el norte. En uno de los carros, escoltado por una discreta guardia de veinte hombres, viajaba el ataúd que contenía el cuerpo del gran kan. Yo mismo había ordenado que se colocaran dentro del féretro varias bolsitas con polvo de alcanfor. En cabeza de la comitiva dos jinetes de su guardia personal portaban el bunduk de nueve colas blancas y el estandarte con el halcón dorado de los borchiguines. Inmediatamente detrás rodaba el carro de la katún Yesui. Ogodei, Tului y los generales desfilaban cabizbajos a través de las arenas del Gobi. El silencio de la comitiva sólo era interrumpido por el silbido del viento del oeste arrastrando polvo y arena. Hasta los caballos parecían darse cuenta de que el conquistador del mundo había muerto. Pero la noticia de su fallecimiento se conservó en secreto por deseo de la katún Yesui hasta que llegamos a Karakorum.
Como katún principal y regente hasta que Ogodei asumiera el kanato, era Bortai quien presidía el Consejo en la corte de Karakorum. Estaba sentada en su silla a la izquierda del vacío trono de Gengis Kan, y a su lado se acomodaban las otras tres katunes, entre las que Yesui parecía la más serena, y algunas esposas secundarias. Entre todas ellas seguía luciendo Julán. En aquel momento volví a preguntarme qué extraño hechizo envolvía a aquella mujer para que, con su edad y después de haber recorrido medio mundo al lado de su esposo, siguiera siendo tan bella. Fuera de la tienda, vestidas con túnicas de seda negra, lloraban las quinientas concubinas de Gengis Kan.
A la izquierda del trono se sentaban Ogodei, Chagatai y Tului, por este orden, y después los hermanos del kan y los generales Bogorchu, Subotai, Jelme y Jubilai. Y un poco más allá algunos consejeros y los jefes de los clanes más poderosos del pueblo mongol.
—Mi esposo el ka kan nos ha dejado; aunque su cuerpo sin vida sigue entre nosotros, su espíritu ya ha ascendido al cielo al lado de Tengri.
La anciana Bortai no pudo seguir. Yesui tomó entonces la palabra para reclamar que se guardaran los deseos del kan y que todos los aceptaran.
Después habló Chagatai.
—Nuestro padre quiso ser enterrado en el Burkan Jaldún, la montaña sagrada a la que tantas veces subió para rezar y en la que en más de una ocasión encontró refugio. Hasta allí llevaremos su cadáver; lo enterraremos conforme a la costumbre de nuestros antepasados y dispondremos todo lo necesario para que nadie pueda interrumpir el reposo de sus huesos.
Antes de partir hacia el Burkan Jaldún se celebraron muchos sacrificios. Corderos, caballos, yaks y otros animales fueron sacrificados y ofrecidos a Tengri. De manera espontánea, algunos mongoles construyeron muñecos de fieltro como los que figuraban a los antiguos dioses, pero con dos trenzas pelirrojas, y los colocaron en sus hogares para rendirles culto. Esos muñecos representaban a Temujín, al que muchos consideraron a su muerte como a un dios.
Dejamos Karakorum y partimos hacia el Burkan Jaldún, en las fuentes del Onón y el Kerulén. Noventa y nueve chamanes abrían la comitiva cantando monocordes melodías que acompasaban al ritmo de tambores y campanillas. Después cabalgaba Tului, encabezando a los tres guranes que escoltaban el carro en el que iba el cuerpo del gran kan, al que seguían noventa y nueve carros cargados de tesoros ganados en las conquistas de Oriente y Occidente. La marcha duró varios días y en el transcurso de la misma nos encontramos con algunos hombres y ganados. Todos los que tuvieron la desgracia de cruzarse en nuestro camino, hombres o bestias, fueron muertos, depositados en los carros y conducidos hacia el norte. Al fin alcanzamos el pie del Burkan Jaldún. La montaña sagrada de los mongoles era como yo había imaginado; en la vertiente norte de esta cordillera brota la fuente que alimenta el río Onón y en la sur nace el Kerulén. La montaña no tiene, ni mucho menos, la altura de las inmensas cordilleras del Kunlun Shan o del Hindú Kush, ni la majestuosidad de las Montañas Celestiales, pero su presencia sobrecoge. De sus bosques de pinos parece surgir un aura que te envuelve y te atrae como la luz a las luciérnagas.
Chagatai, tras esperar las indicaciones de los chamanes para señalar el lugar exacto de la tumba, ordenó talar parte del bosque. Los soldados mongoles comenzaron a cortar los troncos de los pinos centenarios. Después se arrancaron las raíces y se comenzó a excavar una enorme fosa. Tras varios días de trabajo aquellos expertos zapadores, acostumbrados a picar zanjas en el asedio de las fortalezas de China, Jwarezm y Hsi Hsia, habían abierto un pozo de más de cien pasos de diámetro por no menos de veinte en la zona más profunda. En el centro se desplegó la inmensa tienda de Gengis Kan y en el interior se colocó su cadáver sobre una mesa de oro y marfil procedente del palacio real de Samarcanda. En varias mesas de madera y oro se depositaron centenares de bandejas llenas de oro, plata y piedras preciosas, y otras tantas con carne, frutas confitadas, pan de mijo y trigo y jarras y botellas llenas de kumis, karakumis, vinos y licores. En la puerta de la tienda, justo al lado izquierdo, se colocó el cuerpo de Yosotu Boro, su yegua inmaculadamente blanca, que dos chamanes sacrificaron siguiendo ritos ancestrales, y alrededor de la tienda se distribuyeron los carros que se habían traído desde Karakorum y los cadáveres de los hombres, mujeres y ganados que habían sido sacrificados por el camino. Un chamán vestido de blanco entró en éxtasis al son de un tambor, hizo un conjuro sobre la tumba abierta y asperjó todo el recinto con leche de yegua mezclada con agua de las fuentes del Onón y del Kerulén. Por fin, todo aquello se cubrió de tierra y durante tres días los caballos de los tres mil hombres pisotearon repetidas veces la tumba.
Mil guerreros quedaron acampados al pie del Burkan Jaldún. Hicieron guardia tantos años cuantos fueron necesarios hasta que el bosque volvió a crecer, cubrió la tumba y nada hizo sospechar el lugar donde fue enterrado el gran kan.
Con los otros dos guranes iniciamos el regreso a Karakorum. Durante el camino de vuelta saqué la taba de bronce que me entregara Temujín y la colgué de mi cuello con su cadenita de plata. De vez en cuando la sostenía en mi mano y la tocaba, recordando que durante muchos años aquel amuleto había pendido del cuello del conquistador del mundo.
Cuando llegamos a Karakorum, la ciudad del desierto me pareció más que nunca «la de las Arenas Negras». Un desapacible viento otoñal que levantaba tierra y polvo parecía anunciar el inmediato comienzo del invierno. Hubo quien dijo que un invierno eterno había caído sobre el mundo.