21. En busca de la inmortalidad

Aquel año transcurrió en calma. El Imperio de Jwarezm había sucumbido y los soldados comenzaban a estar ociosos. Sólo las mujeres, la caza y el vino alegraban la vida de aquellos hombres habituados a la guerra. Ogodei, el tercer hijo del kan, no acababa de asimilar que había sido el designado para sucederle. Abrumado por la responsabilidad que sobre él había caído, pasaba los días en su tienda, rodeado de sus oficiales, bebiendo vino y amando a cuantas doncellas le ofrecían.

—Me preocupa Ogodei —me confesó el kan—. Se pasa todo el día borracho.

Estuve a punto de decirle que ese estado era el ideal para muchos mongoles, que sólo aspiraban a poseer buenos caballos, bellas mujeres y vino y comida en abundancia, pero me mordí la lengua. Es probable que ni siquiera a mí me hubiera consentido semejante atrevimiento y menos cuando se trataba de su hijo y del futuro gran kan.

—Ese joven hijo vuestro se refugia en la bebida porque cree que no va a poder estar a vuestra altura cuando sea el ka kan —le dije.

—En ese caso, ¿qué debo hacer con él?

—Necesita a alguien que lo instruya y que lo aconseje. Vuestra majestad sois su padre y nadie mejor que un padre para enseñar a un hijo, pero creo que os tiene demasiado respeto.

—En ese caso, tú serás su consejero.

—Ya soy el vuestro, majestad.

—Tanto mejor.

De la noche a la mañana me vi convertido en el consejero de Ogodei, el príncipe destinado a gobernar el Imperio. Esa nueva decisión del kan me dio más poder e influencia, pero acrecentó el recelo entre los que me odiaban.

El kan decidió que era hora de acabar con la ociosidad, y ordenó realizar una gran cacería para mantener al ejército activo y en forma. El verano estaba en su esplendor y la mayoría de los animales ya habían criado a sus retoños nacidos en primavera. Gengis Kan ordenó que todos los hombres disponibles se aprestaran para participar en la mayor de las cacerías jamás realizada hasta entonces. Se delimitó un enorme territorio al norte de Kabul, en uno de los profundos y extensos valles del Hindú Kush, y se fijó el lugar, que los mongoles denominan gurtai, en el que se produciría la matanza. El ejército dibujó un enorme semicírculo que poco a poco se cerraría sin dejar escapar a ningún animal. Y así se hizo. Como una mortal tenaza, los jinetes mongoles fueron apretando el cerco obligando a los animales a concentrarse cada vez más en el interior, hasta que llegó el momento en el que ninguno pudo librarse de la presa formada por el círculo cerrado. En lo más profundo del valle fueron cercados todo tipo de animales: ciervos, corzos, tigres, osos, todos juntos los depredadores y sus presas, en una concentración en la que Gengis Kan fue el primero en lanzarse a la caza. El kan eligió a un tigre como su primera pieza, y armado tan sólo de su espada y su arco descargó dos certeros flechazos sobre el cuello del enorme felino, que cayó muerto entre roncos estertores. Después despachó a dos lobos y a un ciervo y se retiró a lo alto de una colina para presenciar el resto de la cacería. A continuación lo hicieron sus nietos, alguno de los cuales sufrió desgarros a causa de los zarpazos de las fieras acosadas. Por último todos los soldados intervinieron en la matanza. Cientos de animales quedaron muertos sobre el fondo del valle antes de que los nietos del kan, tal y como era la costumbre, solicitaran perdón para los animales que todavía permanecían vivos. El kan ordenó tocar una enorme trompeta y la cacería se dio por terminada.

Nuevamente estallaron querellas entre Jochi y Chagatai. Esta vez se trataba de disputas por causas territoriales. Bogorchu hizo llegar un correo hasta el kan por el que le informaba que sus dos hijos mayores andaban peleados por unos territorios que ambos reclamaban para sí. Gengis Kan les remitió una carta: los dos deberían ponerse de inmediato a las órdenes de Ogodei, que comenzaba a actuar con prudencia.

El kan volvía a tomar las riendas con fuerza. Otro correo salió hacia el oeste en busca de Jebe y Subotai. Llevaba el mandato de que se presentara uno de ellos y le diera cuenta de qué estaban haciendo en las lejanas tierras del mar Caspio. A las pocas semanas apareció Subotai en persona. Se presentó en el campamento con el cuerpo totalmente vendado, como hacían los mensajeros imperiales. En cuanto recibió la orden del kan, sin esperar siquiera un solo día, se atavió como uno de los correos, tomó los caballos más veloces y cabalgó sin descanso hasta presentarse ante su señor.

Subotai estaba empapado en sudor y cubierto de polvo.

—Hemos recorrido lejanas tierras, mi señor. No pudimos dar con el sha, pero nos enteramos de que murió solo y sin consuelo, agotado por la huida, en una isla perdida del mar Caspio. Más allá de ese mar hay muchos pueblos, algunos viven en tiendas, pero otros lo hacen en ciudades. No hay ningún gran imperio como el de China o el de Jwarezm. Conquistarlos sería fácil.

—Antes debemos acabar la tarea para la que vinimos a esta tierra —señaló el kan.

—Mi señor, te pido que nos dejes continuar. Al menos permítenos que rodeemos el mar Caspio. Nos han dicho que es un enorme mar interior. Si le damos la vuelta apareceremos por el norte de Jwarezm. Podríamos reconocer el terreno y comprobarlo.

—De acuerdo. Regresa de nuevo con Jebe y rodead ese mar. Nos encontraremos en el Sir Daria.

Subotai partió con el viento hacia el oeste. Este gran general, rebosante de energía y arrojo, nunca incumplió una sola orden del kan, siempre obedeció las leyes de la Yassa y nunca fue derrotado.

A los pocos días llegaron noticias de China. Muhuli había conquistado las ciudades de Pao-ngan, Fu-tcheu y Tch’ang-ngan, pero dos de sus generales habían sufrido algunos reveses en el sur debido a que habían subestimado las fuerzas de los jürchen, que a pesar de que habían perdido dos tercios de su imperio seguían siendo un Estado poderoso. Ambos generales fueron depuestos de inmediato. Las victorias obtenidas en el sur alentaron a los jürchen, que se lanzaron a una contraofensiva en el norte, logrando recuperar algunos territorios. Esta nueva situación propició un cambio de actitud en los tangutos de Hsi Hsia. Su soberano, hasta entonces vasallo de Gengis Kan, optó por romper la alianza con los mongoles y renovar la antigua amistad con los jürchen. El control del reino de Hsi Hsia era imprescindible para mantener abiertas las líneas de suministro entre Mongolia y China; la decisión del rey tanguto suponía cortar esta línea vital.

Enterado por los legados enviados por Muhuli de la sublevación tanguta, Gengis Kan decidió que era hora de regresar a Mongolia y castigar a esos traidores que tanto daño estaban haciendo.

—Hemos de volver. La afrenta que nos causó el sha Muhammad está vengada y hemos esquilmado esta tierra de tal modo que pasará mucho tiempo antes de que vuelva a recuperarse. Ahora acabaremos con Tangutia. Mientras ese reino esté entre nosotros y China, siempre nos quedará la duda de su fidelidad. No podemos dejar que, como acaba de ocurrir, nos corte la línea de suministros.

—Majestad, recordad que hace unos meses enviasteis a varios hombres a buscar al monje Chang Chun —le observé.

—Volveremos siguiendo la ruta por la que ellos vendrán —dijo el kan.

—Sería más rápido atravesar el Tíbet —intervino Chagatai, que acababa de llegar al campamento donde comenzaban a concentrarse las tropas.

—¡No! —gritó un viejo chamán.

Todos los reunidos en el Consejo se volvieron hacia él intrigados.

—¿Por qué no? —preguntó Chagatai.

—En esas montañas viven los unicornios. Esos animales guardan los pasos de la Tierra Sagrada y no permiten que nadie se adentre en ella —dijo el chamán.

Un rumor se extendió por todo el Consejo.

—Nunca he visto a esos unicornios, quizá no existan —asentó el kan.

—Yo sí, padre. Pude verlos en mi expedición a la India. Son enormes y poseen la fuerza de diez caballos. Su piel es tan dura como la más gruesa de nuestras corazas. Tienen un gran cuerno en la frente con el que atacan a sus presas. Si los pasos del Tíbet están defendidos por esos animales será imposible atravesarlos —intervino Chagatai.

El kan me preguntó sobre este asunto y yo le conté una vieja leyenda china en la que se aparece un animal verde, del tamaño de un ciervo grande, con cola de caballo y un solo cuerno, que habla todos los idiomas del mundo. Por mi parte añadí que este animal repudia los asesinatos y que su aparición era una señal del Cielo para que el kan acabara con tantas matanzas. Entonces no sabíamos que el unicornio es el animal que llaman rinoceronte. No es que los mongoles tuvieran miedo, pero como pueblo supersticioso que es, se optó por regresar rodeando el Tíbet por el norte.

Desde el Hindú Kush nos dirigimos a la destruida Samarcanda, donde Gengis Kan había decidido pasar el invierno. Dos años de guerra bien merecían un descanso. Durante los meses de aquel invierno Samarcanda fue un verdadero paraíso para aquellos jinetes nómadas. Las transoxianas son hermosas y visten de manera delicada y elegante, con paños de seda bordada con hilos dorados y finas telas de algodón y urdimbre de Mosul. Con el calor de aquellas mujeres, el invierno fue menos largo y la espera de nuevas batallas fue más soportable para los soldados mongoles. Las largas noches invernales estaban precedidas de copiosas cenas en las que los más deliciosos manjares y los más delicados vinos eran consumidos entre los efluvios del humo alucinógeno del hachís, que se inhalaba mediante unos pequeños tubos hechos de cuero. El aire de las estancias se perfumaba con sándalo aromático y los guerreros se asperjaban con esencias de almizcle de gato civeto, galanga y jengibre. La mayoría de aquellos rudos hombres se aplicaron perfumes por primera vez en su vida.

Samarcanda fue reconstruida. En la biblioteca de su mezquita mayor, que se había salvado de la destrucción, cotejé muchas obras de astronomía y otras ciencias. De entre todas me llamó la atención una copia del mapamundi que encargó el emir Abd Allah al-Ma’mún, hijo del legendario califa Harún ar-Rasid, a setenta sabios de Bagdad. Por primera vez pude estudiar la cartografía de las tierras de occidente. Lo hice con minuciosidad y, una vez que comprobé muchos de los datos allí expuestos, ordené hacer una copia que entregué al kan. Temujín contempló el mapa con interés y en un primer vistazo, sin ninguna indicación por mi parte, grabó en su prodigiosa memoria todos y cada uno de los territorios, ríos y montañas allí dibujados.

—El mundo es grande —me dijo—. Quizá no pueda conquistarlo todo en una sola vida. Y mucho menos gobernarlo. Tú serás el encargado de las relaciones entre los mongoles y los vencidos. Si pudiera vivir siempre, si fuera posible ser inmortal…

—Todos los hombres estamos condenados a morir. Algunas religiones sostienen que cuando alguien muere se reencarna en otro ser, pero nunca de la misma manera y en la misma forma que en su vida anterior —le contesté.

—Ni siquiera la mitad del mundo… —musitó el kan.

—¿Cómo decís, majestad?

—Pensaba en voz alta. Ye-Liu, necesito ser inmortal —me confesó antes de alejarse con el mapa del mundo entre sus manos.

En cuanto llegó la primavera, y siguiendo las órdenes del kan, Muhuli atacó a los tangutos. La táctica diseñada por Temujín era mantenerlos ocupados en una guerra de desgaste, en tanto él regresaba con el grueso de las tropas atravesando las llanuras de Mongolia para caer por su espalda.

Muhuli, de más de sesenta años, seguía dirigiendo el ejército encabezando la vanguardia, como cualquiera de sus oficiales. Pero el prudente oerlok cayó enfermo. Los médicos que lo atendieron intentaron atajar la fiebre que lentamente lo consumía; le aplicaron ungüentos y le dieron a beber infusiones, pero todo fue inútil. A la muerte de Muhuli asumió el mando de las tropas mongoles en Tangutia su hijo Buru, quien concentró sus esfuerzos contra Hsi Hsia mientras su lugarteniente Daisán atacaba a los jürchen. A pesar de tantos años al lado de los mongoles todavía me es difícil comprender la capacidad de este pueblo para la guerra: en aquel año, mientras Gengis Kan luchaba con el grueso del ejército mongol en las tierras del oeste, otro ejército acosaba el reino de Hsi Hsia y un tercero perseguía a los jürchen en China, ahora relegados a la provincia de Ho-nan.

Y todavía Jebe y Subotai, al mando de sus dos tumanes, seguían combatiendo más al oeste, en las riberas occidentales del Caspio. Los dos oerloks se enfrentaron y vencieron a una alianza de tribus de las estepas kirguises encabezada por los turcos kipchakos, nómadas celosos de su independencia que pastoreaban en las llanuras al norte del mar Caspio; atravesaron la alta cordillera del Cáucaso, la que, según una vieja leyenda que corre por estos países, fue levantada por el gran conquistador que los persas llaman Iskandar y los cristianos Alejandro para evitar que las tribus de las estepas cayeran sobre su reino. En Kalka, junto a un lejano mar llamado Azof, un ejército ruso fue destruido y los mongoles continuaron su marcha hasta una ciudad de nombre Novgorod, la capital del reino de Rusia.

Gengis Kan derrotó a un emir descendiente de los antiguos soberanos gurides, llamado Muhammad, que se había hecho fuerte en la ciudad de Ashyar, y tras la conquista de esta ciudad toda esa región se incorporó al Imperio mongol. Muchos guerreros enfermaron y yo pude curarlos aplicándoles una medicina a base de ruibarbo; aquello hizo que dejaran de recelar de mí.

Pasamos la primavera y el verano en la cuenca del Sir Daría, avanzando lentamente hacia el este. Gengis Kan esperaba la llegada del monje Chang Chun y a la vez el regreso de Jebe y Subotai, de los que de vez en cuando recibía noticias a través de los rápidos y eficaces correos que éstos le enviaban. El invierno se echaba encima y el kan ordenó regresar a Samarcanda. Todavía no habían comenzado los primeros grandes fríos cuando un correo imperial nos anunció que el monje Chang Chun estaba al otro lado de los puertos del Hindú Kush. Bogorchu fue el encargado de ir a buscarlo para ayudarlo a atravesar esas montañas. Nosotros abandonamos el camino a Samarcanda y nos dirigimos al pie del Hindú Kush, a esperar a que Bogorchu descendiera los puertos con Chang Chun.

Conservo en mi memoria muy bien el encuentro, pues Chang Chun había sido uno de mis maestros en la enseñanza del Tao y le seguía profiriendo un especial afecto. El kan en persona salió a recibir a Chang Chun; yo lo acompañaba para traducir la conversación entre ambos. Recibimos al maestro confuciano tal y como su alta dignidad y prestigio requerían. Cuando llegó al campamento, me adelanté a su encuentro y él me abrazó como a un hijo. El monje taoísta tenía setenta y cinco años y había realizado un viaje de casi un año de duración, pero no parecía demasiado cansado. Por un momento creí que en verdad aquel anciano de rostro enjuto y cráneo rapado conocía el secreto de la inmortalidad.

—Sed bienvenido, honorable Chang Chun. Vuestra visita es un gran honor para el ka kan —le dije.

—Gracias por vuestro recibimiento, Ye-Liu —me respondió—. Hace ocho años que no nos veíamos, y por lo que parece os encuentro igual que en Pekín.

En verdad que yo no había cambiado demasiado. Seguía teniendo el cabello largo y negro como la noche y la barba me caía en cascada hasta la cintura, y aunque había sido tan negra como mi cabello, algunas canas comenzaban a platearla.

—Espero que el viaje no os haya agotado —le dije.

—Ciertamente es largo y pesado. Hemos atravesado ríos, lagos, desiertos y montañas tan altas como el mismo cielo, pero aquí estamos. Permitid que os presente a mi ayudante.

Chang Chun se giró a un lado y con su brazo me indicó la figura de uno de sus acompañantes. Era un hombre de unos treinta años, alto y delgado, con el pelo rasurado. Vestía como los monjes taoístas aunque se arropaba con un abrigo de piel de lobo de los que usan los mongoles.

—Es mi discípulo Li-chi —continuó el venerable anciano—; me ha acompañado en este viaje con la idea de escribir un relato sobre las tierras del oeste, que siempre han despertado en él una gran fascinación.

—Sed también bienvenido.

—Me alegro de conocer al gran Ye-Liu Tch’u Ts’ai, uno de los hombres más sabios de China —me saludó Li-chi con una inclinación de cabeza.

Gengis Kan estaba sentado en su trono delante de la tienda, esperando al monje. Cuando llegamos ante él, se levantó y saludó a Chang Chun; yo traduje al monje la bienvenida del gran kan.

—El ka kan os desea una feliz estancia en su campamento y dice que está deseoso de recibir las enseñanzas de vuestra sabiduría.

Chang Chun ni se arrodilló ante el kan ni inclinó la cabeza. Tan sólo asintió mirándolo de soslayo como si se tratara de un estudiante del Tao que acabara de entrar en su escuela.

Desde los pies del Hindú Kush nos dirigimos a Samarcanda siguiendo el curso del Amú Daria. Los soldados que habían escoltado a Chang Chun desde China nos relataron el viaje del monje.

—Ha sido una verdadera marcha triunfal —decía el general que comandó la escolta—. En todas partes se ha acogido a Chang Chun como a un dios viviente. En algunas ciudades han llegado a velar su sueño cientos de fieles, que pasaban las noches apostados ante la casa donde dormía el monje rezando oraciones taoístas y cantando himnos sagrados a la luz de las candelas.

La casa en la que yo vivía en Samarcanda, propiedad de un rico comerciante muerto durante la conquista, era muy grande y lujosa; ordené a los criados que acondicionaran varias habitaciones para que en ellas se instalaran tan ilustre huésped y su ayudante.

Samarcanda es realmente una ciudad deliciosa. Situada a mitad de camino entre los dos grandes ríos de Transoxiana, el Amú Daria y el Sir Daria, está protegida de los vientos por una alta cordillera de montañas amarillas que se extiende desde el este hacia el sur. Es parada obligada de la ruta de caravanas y un emporio comercial y artesano. Está rodeada de jardines y viñas y los rosales brotan por doquier perfumando el aire de manera tal que no hay ninguna otra ciudad en el mundo que pueda alardear de un aroma semejante. En verdad que respirar la brisa de Samarcanda en los atardeceres de primavera y contemplar sus parterres de rosas es un extraordinario goce para los sentidos.

Dejé que mis invitados descansaran en las habitaciones que habían preparado para ellos y les ofrecí una cena a base de carne guisada al estilo mongol, perdices y faisanes estofados y albaricoques confitados de Yarkand. Chang Chun rechazó la comida y me dijo que se contentaba con un poco de arroz hervido, albaricoques, pan y leche. El viejo monje se mostró irónico durante la cena. Yo había sido discípulo suyo en su escuela taoísta de Pekín, pero sus doctrinas religiosas nunca habían llegado a convencerme. El anciano monje era el dirigente de una secta sincretista conocida como los Chuan-chen, es decir, «la eterna primavera». Aunque la base de su filosofía era el Tao, mezclaba elementos budistas y confucionistas, por lo que a veces sus postulados se hadan un tanto confusos y contradictorios. Hace algunos años escribí un libro que guardo en mi archivo al que titulé Memoria de un Viaje al Oeste; lo hice para contestar al que escribiera el monje Li-chi y que tituló Relato de un Viaje al Oeste. En ese libro critico, quizá con demasiada severidad, a Chang Chun, pero creo que buena parte de esas críticas son merecidas, pues en el ocaso de su vida el venerable monje se dejó engatusar por individuos como ese Li-chi, más preocupados por alcanzar influencia en las esferas del poder que por ampliar sus conocimientos religiosos.

—Estos albaricoques son excelentes —les dije—. Tienen fama de ser los mejores. Están almibarados con azúcar de caña, de ahí su extraordinaria dulzura.

Li-chi tomó uno.

—Sí, son deliciosos —reconoció—. ¿Deseáis otro, maestro? —preguntó.

—No, no, ya es suficiente. Lo que quiero saber es cuándo debo comenzar a enseñar el Tao a Gengis Kan.

—En un par de días. Está convencido de que conocéis el secreto de la inmortalidad.

—¿Acaso dudáis de la inmortalidad? —me inquirió.

—Creo en la inmortalidad del alma.

—En ese caso, ¿por qué no creer también en la inmortalidad del cuerpo?

—Ya sabéis que nunca acepté vuestra idea de mezclar aspectos de varias filosofías religiosas. Un poco de Buda, un poco de Confucio, un poco del Tao, y por qué no añadir a esa mezcla sincrética un poco del cristianismo, quizá la idea de Dios hecho hombre, y del islam su concepto monolítico de Dios.

—No es malo seleccionar lo mejor de cada religión y con ello construir una nueva —afirmó el monje.

—El ka kan permite que todas las religiones tengan cabida en el Imperio; eso es tolerancia.

—Las palabras tolerancia y religión nunca han congeniado. La obligación de cualquier religión es imponerse sobre las demás. Si cada una sostiene que es la verdadera, eso significa que estima que las demás son falsas. Sólo puede haber una verdadera, las demás deben ser erradicadas por falsas —intervino Li-chi.

—Vaya, ¿esto es lo que enseñáis ahora a vuestros discípulos? —le pregunté a Chang Chun.

—Es lo que siempre he enseñado, aunque vos no quisisteis aprenderlo.

La primera entrevista larga que tuvieron Gengis Kan y Chang Chun impresionó a ambos. El monje no esperaba a un ser tan reflexivo, prudente y serio como Temujín y por su parte el kan se extrañó ante la vitalidad mental y física de un anciano de edad tan avanzada. Pronto congeniaron. En aquella primera entrevista yo estuve presente y actué como intérprete, pero pronto me di cuenta de que llegarían a entenderse sin que nadie mediara entre ellos.

—Dile que me honra su presencia aquí —me indicó el kan.

Me costó traducir la respuesta de Chang Chun.

—Mi kan, el monje me comunica que si está aquí no es por su gusto, sino por obligación.

Gengis Kan dio una palmada y unos criados acudieron con bandejas de carne asada y jarras de kumis. Chang Chun rechazó aquellos manjares.

—Sólo como arroz, fruta y tortas de harina, y sólo bebo agua y leche. Ya lo sabéis, Ye-Liu. Decidle al kan que agradezco su comida, pero que no puedo aceptarla.

Cuando le traduje las palabras de Chang Chun, el kan encogió los hombros y ordenó a los criados que se retiraran.

—Y ahora, Ye-Liu, quiero saber el secreto de la vida eterna. Pregúntale al monje cómo puedo conseguirla.

Chang Chun sonrió y respondió que no existía tal secreto.

—En ese caso, habrá alguna medicina que la proporcione.

—Tampoco existe esa medicina —contestó sonriendo el monje—, pero sí existe un medio para alargar la vida.

El kan abrió los ojos y requirió de Chang Chun una aclaración.

—Se trata del Tao, de seguir las enseñanzas del Tao como único medio para vivir más tiempo —traduje.

Chang Chun lo dijo con tan alto grado de convencimiento que Gengis Kan ordenó que se preparara una tienda en la que Chang Chun le explicaría todo lo concerniente a la filosofía taoísta y el sistema para alargar la vida.

Subotai regresó al fin de su expedición por el oeste. Vino sin Jebe; el valeroso oerlok había muerto tras una corta enfermedad en el Turkestán. Volvía con la mitad de los que habían salido en persecución del sha Muhammad, pero lo hacía cargado de riquezas, caballos y tierras sometidas. Había derrotado a los georgianos, a los cumanos y a los rusos y había recorrido tierras tan lejanas como desconocidas. Había dictado un completísimo informe sobre cuántos territorios había recorrido. Habían transcurrido tres años y medio desde que los dos oerloks fueran enviados con sus dos tumanes en persecución de Muhammad ad-Din, y ahora uno de ellos regresaba invicto después de haber atravesado medio mundo y haber vencido a cuantos enemigos se había enfrentado.

Junto a una de las puertas de Samarcanda aguardaba Gengis Kan rodeado de sus nietos; a su izquierda, sentada en un trono de oro y perlas, estaba la bella Julán. Trompetas y tambores anunciaron la llegada del ejército expedicionario. Sobre lo alto de una colina apareció la vanguardia; un portaestandarte enarbolaba el bunduk de nueve colas de caballo. Tras él cabalgaba Subotai. Sobre un caballo blanco iban las armas de Jebe, «la flecha de Temujín». Subotai avanzó al trote hacia la comitiva que lo esperaba. Cuando llegó ante el kan desmontó y cayó de rodillas. Gengis Kan se levantó del trono y se acercó; colocó las manos sobre sus hombros y le ordenó que se incorporara. Desde mi puesto, al lado del estrado donde se había colocado el trono, pude ver cómo se abrazaban los dos.

Un siervo acudió con dos copas de kumis que ambos apuraron de un trago tras haber derramado unas gotas en el suelo como ofrenda a Tengri y homenaje a Jebe.

—Te traigo Occidente —proclamó orgulloso Subotai.

—Hubiera preferido que regresaras con Jebe.

—Sus últimas palabras fueron tu nombre; murió feliz por haberte servido.

Cinco cofres llenos de turquesas fueron presentados a los pies del kan. Temujín tomó la más grande, una enorme del tamaño de un huevo de oca, y se la entregó a la katún Julán.

—Vuestra hazaña se escribirá con letras de oro en los anales del Imperio mongol —proclamó el kan.

—Hemos ido más lejos de lo que nunca pudiéramos imaginar, y no hemos llegado al extremo del mundo. Más allá de las estepas rusas sigue habiendo tierras, quizá nunca se acaben —señaló Subotai.

—Sí, seguro que hay un límite. Algún día lo alcanzaremos. Ahora ven conmigo, tienes mucho que contarme.

La gesta de Subotai y de Jebe con sus dos tumanes fue realmente épica. Solos en medio de reinos y pueblos hostiles lucharon contra todos, y más de la mitad de aquellos hombres logró regresar victoriosa.

La fiesta que se organizó para celebrar el retorno del cuerpo expedicionario de occidente fue extraordinaria; antes se realizó un funeral por Jebe y por los demás caídos en el que se sacrificaron varios caballos y se hizo una ofrenda de kumis y carne a Tengri. Samarcanda se engalanó como si fuera una gran tienda de fieltro, con guirnaldas de rosas y enramadas perfumadas que se colgaron por toda la ciudad. Miles de botas con kumis saciaron la sed de los guerreros y miles de mujeres transoxianas alegraron sus camas aquella noche. El palacio del kan había sido ocupado por sus soldados, que festejaban el regreso de los expedicionarios con viejos cánticos de guerra, a veces mezclados con los lamentos por la muerte de Jebe. En el gran salón los generales comían y bebían sin parar ante la atónita mirada de los criados, que no podían imaginar cuánta cantidad de alimento es capaz de ingerir un mongol si se lo propone. Con la excusa de que necesitaba tomar aire, pedí al kan permiso para retirarme del banquete y salí a una terraza desde la que se contemplaba la ciudad a vista de pájaro. Me apoyé en una balaustrada de mármol y contemplé el limpio cielo azul oscuro que comenzaba a cuajarse de estrellas.

—Es tan bello como el de Mongolia.

Una conocida voz sonó detrás de mí profunda y serena.

—Sí, mi kan, lo es —dije volviéndome ante el timbre inconfundible de la voz de Temujín.

—Siempre me he preguntado de qué está hecho ese cielo que nos cubre. Tú eres un sabio, debes de saberlo.

—Los astrónomos chinos no nos hemos puesto nunca de acuerdo. Para unos el firmamento es una tapa semiesférica que gira encima de una tierra cuadrada, la llaman «el cielo recubridor»; otros sostienen, siguiendo al astrónomo Lo-Hia Hong, que el universo es un huevo esférico cuya cáscara es la bóveda celeste y la yema la Tierra.

Me detuve un momento, miré al kan y le dije:

—Perdonadme, majestad, os estoy aburriendo.

—En absoluto, sigue.

—Pues bien, todavía hay quienes piensan que el firmamento no es algo sólido. Fue K’i Meng el primero que escribió que el azul del cielo no es sino un efecto de la óptica y que las estrellas, el Sol y la Luna flotan en el vacío sostenidos por una fuerza invisible que él llamó kang k’i y que podríamos traducir como «un soplo duro».

—¿Y tú en cuál de las tres teorías crees?

—Yo soy un taoísta. Los taoístas creemos en los postulados de K’i Meng.

—Es decir, que el color azul sólo es un efecto óptico.

—Así lo creo.

—Ya sabes que para nosotros los mongoles el color azul es sagrado, y que identificamos a nuestro dios, Tengri, con el Eterno Cielo Azul.

—Conozco la cosmogonía mongol; pero perdonadme si os digo que cada pueblo suele explicar el origen del universo en función de su propia civilización. Así, los mongoles identifican el firmamento con una tienda de fieltro en la que la Vía Láctea es la costura, la Estrella Polar el palo central y las estrellas aberturas para que pase la luz exterior.

—Así es, y Tengri abre de vez en cuando el techo de la tienda para ver qué ocurre aquí abajo, y en ese caso se producen los meteoros —añadió el kan.

—El firmamento es siempre el mismo, cada pueblo le ha dado una explicación propia. Para eso están los sacerdotes, y por ende cada religión tiene los suyos.

—Nosotros tenemos chamanes, pero desde que Kokochu me traicionó, no me fío de ellos. Creo que Kokochu quiso hacerse con el control del kanato mongol usando unos medios extraños. No sé cómo no me di cuenta antes.

—Kokochu debió de ser un hombre muy persuasivo —le dije.

—Lo era. Hubo un momento en el que yo mismo me sentí tan influido por él que no podía tomar una decisión sin tener en cuenta su consejo.

—Pero al final aprobasteis su ejecución —me atreví a decir.

—No, no la aprobé, sólo la consentí. Creo que no me equivoqué. Kokochu era un hombre muy ambicioso, hubiera acabado por reclamar para él mi trono.

—En verdad hay hombres cuya influencia puede ser fatal.

—Si lo dices por Chang Chun creo que te equivocas. Él no es como Kokochu; no es ambicioso y además nunca podrá gobernar a los mongoles.

—Pero él ha influido en vuestra majestad.

—Sí, es cierto, me ha convencido de algunas cosas; me ha hecho ver que la influencia budista puede ser muy perniciosa.

—La Yassa que vos mismo promulgasteis protege la libertad de culto.

—Ye-Liu, tú mismo has introducido cambios en la administración, ¿por qué unas cosas deben ser inmutables y otras no? Creo que Chang Chun es un hombre responsable y santo; voy a encargarle que forme a monjes capaces de predicar su doctrina en el Imperio.

—Como gustéis.

—Hoy hay luna nueva, mañana sería un buen día para celebrar una batalla si hubiera cerca algún enemigo —añadió antes de marcharse.

Chang Chun había logrado ganarse la confianza de Gengis Kan.

Entré de nuevo en la sala y oí a Subotai narrar las maravillas que había contemplado en Occidente. Decía que en una región llamada Armenia, en el Cáucaso, había pastos magníficos incluso en invierno, que por todas partes manaban manantiales de agua caliente y que de unas charcas brotaba un aceite negro y espeso que no servía para cocinar, pero sí para fabricar ungüentos y alimentar lámparas. Para demostrar sus afirmaciones ordenó a uno de sus criados que trajera una cántara en la que había guardado una muestra de ese aceite. Derramó un poco en un pebetero de bronce y le aplicó una antorcha. Tardó algunos instantes en hacerlo, pero el aceite negro ardió. Lo peor fue que produjo tal cantidad de humo que nadie pudo aguantar en la sala y tuvimos que salir para airear nuestros pulmones.

***

En las semanas siguientes, Gengis Kan y Chang Chun conversaron con mayor asiduidad. El monje hablaba a Gengis Kan de la posibilidad de conseguir la inmortalidad y éste le hacía caso en todos los detalles. Llegó incluso a comer carne de un lagarto llamado escinco que las gentes de aquellas regiones consideran que aumenta la potencia sexual y propicia una más larga vida.

La obsesión del kan por la muerte aumentaba día a día, y conforme transcurrían las semanas y contemplaba que su cuerpo comenzaba a mostrar incipientes síntomas de vejez, tanto más acudía en busca de los consejos y enseñanzas de Chang Chun, cuya influencia sobre el kan crecía más y más. El kan asistía a las clases de Chang Chun acompañado de su hijo Tului, de sus nietos y de mí mismo. Lo hacíamos en las noches claras, cuando todos dormían.

—Si yo no puedo ser eterno, al menos quiero que mi imperio lo sea —dijo el kan.

—Nada es eterno. Si ni siquiera la tierra o el cielo pueden crear nada eterno, ¿cómo va a serlo la obra de un hombre? —alegaba Chang Chun.

Gengis Kan se preocupaba por su obra y el monje insistía en que sólo las cosas bien hechas pueden perdurar y sobrevivir al hombre que las ha levantado.

—Debes trabajar como el Tao, sin que aparentemente hagas nada —le aconsejó Chang Chun—. Sólo los hombres que comprenden los múltiples fenómenos de la naturaleza son capaces de entender el sentido verdadero de las cosas. Entre el cielo y la tierra hay aire. Es como el que se contiene en una flauta, si se sopla correctamente sale música. La tierra es el instrumento, el cielo es el aire y el Tao es quien sopla. Igual que las melodías parecen surgir de la nada, así los seres humanos aparecen; todos los seres vienen del no ser y regresan al no ser, pero no por ello desaparecen. Cuando las melodías se desvanecen, no por eso dejan de oírse. Ése es el efecto del Tao: producir y no poseer, obrar y no conservar, pedir y no dominar.

Gengis Kan parecía no comprender nada de aquello. Las palabras de Chang Chun eran ajenas a cuanto había aprendido en la dura vida al norte del Gobi, pero no por ello le parecieron vacías. Comprendió que en aquellas enseñanzas había sabiduría y le dijo a su hijo Tului que las guardara en el fondo de su corazón.

El kan quiso que el monje taoísta explicara estas enseñanzas a sus otros tres hijos y mandó convocarlos a un kuriltai. Chang Chun le pidió permiso para regresar a su monasterio en las afueras de Pekín, pero, aunque insistió, de nada le sirvió, pues estaba empeñado en que sus hijos fueran partícipes de las enseñanzas del Tao.

Lujo y riquezas se derrochaban a raudales en los campamentos mongoles de los alrededores de Samarcanda. El propio Gengis Kan, pese a que él no gustaba de semejantes manifestaciones de riqueza, siguió mi consejo.

—En vuestro ordu, en las praderas de Mongolia, vivid como mejor os plazca, pero aquí debéis mostrar a todos los súbditos vuestro poder y vuestra grandeza. Esta gente que habéis sometido sólo entiende la autoridad si se manifiesta en todo su esplendor —le aconsejé.

Una vez más el kan me hizo caso y ordenó levantar la gran tienda de oro que había pertenecido al sha Muhammad, en cuyo interior se colocaron su trono y sus insignias reales, ahora propiedad del gran kan. Sólo se negó a vestir como los soberanos de los imperios conquistados. Lo hacía con su abrigo de pieles de cebellina ribeteado de la misma piel, lo que le confería un aspecto de aristócrata de las estepas. Decía que no quería ser otra cosa, que no había nada más grande que ser el dueño de las estepas del centro del mundo. No deseaba convertirse en un «ciudadano».

—Mis hijos o mis nietos tal vez lo sean algún día, pero yo no —me aseguró.

—De acuerdo, majestad, no seáis un ciudadano, pero haced de Karakorum una verdadera ciudad. Va siendo hora de que dispongáis de una corte estable a la que puedan acudir todos vuestros súbditos. Bastará con que haya allí unas oficinas estatales; es absolutamente imprescindible para administrar el Imperio.

—Esas oficinas nunca han hecho falta.

—Hasta ahora no, pero los territorios que habéis conquistado no pueden gobernarse como si se tratara del ulus de vuestros antepasados. Se extienden sobre tierras cultivadas y sobre miles de ciudades. Karakorum debe ser una capital imperial, la referencia de todos los habitantes del Imperio.

—De acuerdo —asintió tras una breve reflexión—. Haz que así sea, pero no me molestes más con este asunto.

Una mañana de fines del invierno Samarcanda amaneció cubierta de nieve. Hacía frío y soplaba un gélido viento del oeste. Como todos los días, me encontraba en mi oficina despachando asuntos de trámite. El kan se presentó de improviso, lo que causó un gran revuelo entre mis ayudantes, que se lanzaron al suelo sin atreverse a mirar el rostro del soberano del mundo.

—Desde ahora serán los monjes taoístas los encargados de administrar todas las cuestiones religiosas —comenzó diciendo sin esperar siquiera a que lo saludara conforme establecía la etiqueta de la Corte.

—Eso puede significar la ruptura de la igualdad religiosa —repuse a mi vez sin guardar el protocolo.

—Yo, Gengis Kan, garantizo la libertad de culto, pero repito que serán los monjes taoístas quienes se encarguen de las cuestiones religiosas. Escribe esta orden y que se envíen copias a todos los rincones del Imperio —finalizó el kan, que salió de mi oficina tal y como había llegado.

Chagatai y Ogodei llegaron a Samarcanda para el kuriltai al que los había convocado su padre, pero Jochi se excusó alegando que estaba enfermo. Uno de sus generales trajo su mensaje y con él veinte mil caballos de las estepas de Kipchak que Jochi enviaba como regalo.

—No creo que ese hijo mío esté enfermo. Sigue enojado porque le he dado la región de Jwarezm a Chagatai en vez de a él.

—Tal vez esté realmente enfermo, majestad —le dije—. No creo que ninguno de vuestros hijos se atreva a desobedecer una orden vuestra sin causa justificada.

—Jochi sí. Siempre ha recelado de todo. Y todavía más desde que Ogodei es mi sucesor.

Para olvidar su malestar, Gengis Kan decidió salir de caza. Unos monteros le habían anunciado que en las montañas del sur habían avistado una nutrida partida de jabalíes, algunos tan grandes como un ternero.

El kan se dedicó a la caza con toda su energía. Hacía dos años que había cumplido los sesenta, pero seguía montando a caballo con la agilidad de un joven de veinte. Durante la cacería hirió a un enorme jabalí y salió tras él para abatirlo. Consiguió acorralarlo y cuando armaba el arco para rematarlo, su caballo se encabritó y lo arrojó al suelo. En la caída había perdido su arco y su espada y se encontraba a merced del jabalí. Pero la bestia herida no se movió, durante unos instantes se quedó frente al kan, mirándolo fijamente pero sin lanzarse contra él. Tras la espesura aparecieron tres miembros de su guardia y el jabalí huyó perdiéndose entre la maleza.

Ya en el campamento, el kan me describió su encuentro con el jabalí y me pidió una explicación.

—Veo en esto un aviso del cielo. Creo que el Eterno Cielo Azul quiere decir con ello que el ka kan no puede exponer su vida a la ligera, pero como el Cielo no desea que muráis todavía, impidió que el jabalí os atacara.

Gengis Kan quiso conocer la explicación que Chang Chun daba a este mismo episodio, y lo requirió para ello.

—Me parece que ha llegado la hora de que abandones los placeres de la caza. Tu edad ya no es la apropiada para perseguir jabalíes a lomos de un caballo —le aconsejó con tanta crudeza como sinceridad el monje taoísta.

—Yo me siento fuerte y con vigor. No puedo renunciar tan fácilmente a algo que he hecho toda mi vida —alegó el kan.

—El invierno sigue al otoño, y a ése la primavera y el verano, y luego vuelve a regresar el otoño. La naturaleza es así, pero la vida de los hombres es distinta. Cada día contiene los días anteriores y cuando han pasado todos los días se vuelve al origen. En el hombre la vuelta a los orígenes es el descanso, lo que significa que el destino está cumplido tal y como ordena la ley eterna.

—He entendido tu mensaje —le dijo el kan.

Y realmente lo entendió, pues a partir de ese momento no volvió a participar en ninguna cacería.

Una incruenta batalla en la que la paciencia era el arma se libraba entre Gengis Kan y Chang Chun. El kan quería que el monje taoísta fuera su consejero y se incorporara a la Corte, pero Chang Chun sólo pensaba en tornar a su monasterio en Pekín.

—Volveremos por el camino del norte, puedes venir con nosotros hasta Mongolia y desde allí dirigirte a China.

—Ese viaje es más largo. Prefiero regresar a través de la ruta que discurre entre las Montañas Celestiales, el Kunlun Shan, y el desierto de Taklamakán. Quiero visitar algunas comunidades taoístas en esta ruta. Te he enseñado cuanto sé; nada más puedo decirte —alegó Chang Chun.

Gengis Kan intentó retrasar el día de la partida del monje con la excusa de que no encontraba un regalo apropiado que hacerle. Pero Chang Chun no deseaba regalos.

—Riquezas, joyas, privilegios, para nada valen. Si se reciben favores se tiene miedo a perderlos y si se pierden el miedo te acompañará siempre.

—Pero tú deseas obrar, ya sea actuando o meditando. Si caes en desgracia, tus enseñanzas no se propagarán y en ese caso tu vida no habrá servido de nada —asentó Gengis Kan creyendo que había sorprendido a Chang Chun en una contradicción.

El monje lo miró sonriendo y cuando le traduje lo que el kan había dicho, respondió:

—Cuando el noble tiene tiempo, avanza; si no lo tiene, se va y deja amontonar la cizaña.

Gengis Kan no replicó. Se limitó a guardar silencio y a mirarme apesadumbrado. Dos días después una escolta acompañaba a Chang Chun hacia China. El monje partía tal y como había llegado. Tan sólo una sorpresa le esperaba en Pekín. Gengis Kan ordenó que le fuera entregada el ala más bella del palacio imperial, en la que había un parque maravilloso, a fin de que se convirtiera en el lugar de estudio de Chang Chun con la promesa de que a su muerte se levantaría allí un convento taoísta. Ese convento lo edificó el kan Ogodei y ahí sigue en memoria de Chang Chun, quien murió el mismo año y mes que Gengis Kan.

Con la primavera dejamos la región de Samarcanda (si siempre es difícil abandonar esta ciudad, en primavera es verdaderamente triste) y nos pusimos en camino hacia el río Irtish. El ejército ralentizaba la marcha en espera de que Jochi acudiera a las reiteradas llamadas del kan. Pero la respuesta del hijo de Temujín era siempre la misma: «Estoy enfermo». Un día se presentó en el campamento del kan, a orillas del río Ili, un mercader que afirmaba que Jochi había organizado una cacería en las tierras de Kipchak. El kan montó en cólera.

—¡Ese maldito hijo mío! Está loco, debe de estar loco para haberme desobedecido. No imagina lo que va a caer sobre él. Enviaré a un ejército para que destruya a ese perro.

—Pero majestad, aguardad un poco más. Si ordenáis un ataque contra vuestro hijo iniciaréis una guerra civil de imprevisibles consecuencias.

—Nadie, ni siquiera mi propio hijo puede burlarse del ka kan.

Todos mis esfuerzos por evitar la guerra fueron inútiles. El kan estaba poseído de tal modo por la ira que no atendía a ninguna razón. Envió a un correo «flecha» ordenando a Chagatai y a Ogodei que se dispusieran con sus hombres a atacar a su hermano mayor. Cuando el ejército estaba a punto de partir hacia el norte en busca de Jochi, llegó Batú, el hijo mayor de Jochi.

Gengis Kan recibió a su nieto en su tienda de campaña, en el trono de madera y oro.

—Abuelo… —comenzó a hablar Batú.

—Estás hablando con tu kan. Dirígete a mí como a tal.

Batú se quedó sorprendido. El valeroso joven parecía desconcertado, nunca había visto a su abuelo tan enfadado. El hijo de Jochi se arrodilló, inclinó su cabeza y besó el suelo de la tienda. Después se incorporó y dijo:

Ka kan, vengo a comunicarte que tu hijo mayor, el príncipe Jochi, ha muerto víctima de una larga enfermedad.

Vi como Gengis Kan apretaba con sus manos los reposabrazos del trono.

—Uno de mis correos me dijo que tu padre estaba de cacería.

—No, abuelo, fueron sus generales quienes estaban cazando. Él se quedó en su tienda. Estaba enfermo y no podía acompañarlos, pero no quiso que se suspendiera la caza a causa de su ausencia.

Nadie vio a Gengis Kan llorar. Él mismo se exigió lo que había ordenado a Chagatai cuando murió el príncipe, aunque creo que a solas lo hizo. Durante dos días permaneció recluido en su tienda y cuando salió me dijo lo apenado que se encontraba por no haber creído a su hijo. Jochi había estado realmente enfermo y los veinte mil caballos que le envió fueron una manera de pedirle a su padre perdón por no poder acudir a su llamada.

La muerte de Jochi en su ulus de Occidente, donde se había instalado tras las campañas contra Jwarezm y el kuriltai en el que fue proclamado sucesor Ogodei, sumió a Gengis Kan en una profunda tristeza. Aunque nunca estuvo seguro de su paternidad, Temujín siempre trató al mayor de sus hijos igual que a los demás vástagos de Bortai. Es cierto que con Jochi había discutido más que con ningún otro, pero ello se debía al carácter independiente y solitario de su hijo mayor, que desde niño se había mostrado siempre como el más retraído de los cuatro, quizá porque desde que tuvo uso de razón no dejó de atormentarle la idea de que era hijo de aquel jefe merkita que secuestrara a su madre meses antes de su nacimiento.

Pasamos el verano en el curso superior del Irtish. Mongka, de once años, y Kubilai, de nueve, los dos hijos mayores de Tului, cazaron allí sus primeras piezas: Mongka un cervatillo y Kubilai una liebre. Los dos acudieron a enseñárselas al kan. Una antigua costumbre mongol exige que los pulgares de un niño sean frotados con la grasa del primer animal que cace; se cree que este rito confiere suerte. El kan en persona realizó el ritual. Cuando le llegó el turno a Kubilai, el niño cogió las manos de su abuelo y no quiso soltarlas.

—Mirad, mirad cómo mi nieto se apodera de mis manos —exclamó entre risas.

Era la primera vez que reía desde la muerte de Jochi. Todos rieron al unísono, menos el propio Kubilai, que permanecía serio y digno.

—Cuando no sepáis qué determinación tomar, haced caso del pequeño Kubilai —nos recomendó entonces el kan a todos cuantos asistíamos a la ceremonia.

Hasta el curso del Irtish llegaron noticias de Buru, nombrado sucesor de su padre, Muhuli, quien seguía la guerra contra los tangutos. Había ocupado algunas ciudades y esperaba a Gengis Kan para aplastar de una vez por todas al reino de Hsi Hsia. Aquellas nuevas aceleraron el interés de Gengis Kan por llegar a Mongolia, y ordenó levantar los campamentos que se habían establecido a orillas el Irtish y poner rumbo a Karakorum. Atravesamos el Altai y volvimos a Mongolia por el mismo camino por el que habíamos venido seis años antes, sin tener en cuenta una de las supersticiones mongoles que recomienda no regresar por el camino de ida.

Todos los aguerridos jinetes gritaron de júbilo al contemplar las amplias llanuras del centro del mundo. Algunos bailaron agitando los brazos y saltando como posesos. A nuestros pies se extendían las estepas en las que la mayoría de ellos había nacido y de sus roncas gargantas comenzaron a brotar tiernas canciones que hablaban de la tierra, la familia, los pastos y el ganado. Yo mismo pude comprobar cómo los ojos de muchos de aquellos guerreros de músculos de hierro y tendones de acero se poblaban de lágrimas.