20. La conquista de Jwarezm

Tras un año de preparativos, Karakorum era un hervidero a comienzos del año de la liebre. Había que coordinar la gran expedición contra el imperio de Jwarezm; nada debía quedar expuesto a que la improvisación o una mala planificación acabaran haciendo fracasar aquella empresa en la que Gengis Kan había comprometido su más solemne palabra. Aquella guerra podía ser tan larga o más que la de China, y el kan decidió que fuera su amada Julán la esposa que lo acompañara. Bortai quedaría en Mongolia al cuidado del ordu. Sus cuatro hijos, Jochi, Chagatai, Ogodei y Tului también irían con él.

Mi posición en la corte del kan era por entonces un tanto incómoda a causa de que algunos nobles mongoles me consideraban un intruso, pero una desgracia hizo que mi situación mejorara. Debido a una enfermedad, murió el canciller Cinkai y yo fui nombrado nuevo canciller del kanato mongol. Aunque la que había creado Tatatonga había funcionado, planteé una reforma de la administración imperial. Aquélla fue válida en su momento, pero con el rápido crecimiento del Imperio mongol se hacían necesarios algunos cambios. En cualquier caso, no tuve tiempo para emprender las reformas que pretendía; Gengis Kan decidió que yo acompañara al ejército a la campaña del oeste, a pesar de que esa resolución suponía ponerse en contra de la opinión de la mayor parte de los nobles mongoles, que no entendía qué podría hacer un hombre como yo, incapaz de manejar un arco, en aquella guerra de conquista.

—Mi kan —dijo uno de esos nobles cuyo nombre ni siquiera recuerdo—, el canciller Ye-Liu no debería venir a esta guerra. No sabe luchar y no será sino un estorbo para nosotros. ¿De qué nos servirán sus conocimientos?

—Es uno de mis principales consejeros, yo estimo mucho sus sabias palabras.

—Un hombre que no lucha no sirve.

—¿Qué dices a eso? —me preguntó el kan.

—Vuestro general está en lo cierto: si un hombre no lucha no sirve en la guerra, pero creo que esta guerra no durará siempre. Cuando acabe será preciso administrar y dotar de un nuevo gobierno a los territorios y hombres que sean sometidos, y en ese caso ¿quién pondrá en marcha la administración de las nuevas provincias que se incorporen al Imperio? ¿Un soldado? ¿Quién será capaz de fijar las cantidades que de cada mercancía se produzcan para después recaudar los impuestos que garanticen la permanencia del Imperio?

—Nunca nos ha hecho falta eso —alegó el general.

—Cuando los mongoles eran un heterogéneo grupo de clanes vagando por las estepas en busca tan sólo de lo necesario para subsistir quizá no. Pero ahora los dominios del gran kan son un imperio, un inmenso imperio que es preciso dotar de todos los resortes administrativos de un estado.

—Siempre nos hemos valido por nosotros mismos.

—Antes sí. Cuando tan sólo era necesario un poco de carne y de leche para vivir y una piel para cubrirse. Ahora no. La mayor parte del pueblo mongol vive pendiente de lo que su kan le proporciona. Sólo en la corte de Karakorum hay más de cincuenta mil bocas que alimentar diariamente. ¿Sería posible hacer eso con nuestros propios recursos? No. Es necesario disponer de grandes reservas de mijo y arroz, de carne y de leche, y así durante todos los meses. ¿Me quieres decir, valeroso general, cómo conseguirías tú esto?

—Cazaríamos, asaltaríamos caravanas, haríamos lo que siempre hemos hecho —aseguró el general un tanto confuso.

—En ese caso el pueblo mongol volvería a limitarse a las praderas. El ka kan no sería el dueño del mundo, sino un caudillo más de los muchos que se disputaran el dominio de unas cuantas colinas de verdes y frescos prados. Es la disciplina, la administración justa y eficaz y el triunfo de unos comportamientos determinados lo que ha hecho del pueblo mongol el más poderoso de la tierra. Si queréis que las cosas sigan así, debéis dejar que sean las personas capaces de hacerlo las que administren las conquistas. Cada uno de nosotros tenemos una misión que cumplir: el guerrero luchar, «el sabio» dictar las normas de gobierno y el sacerdote orar.

El general no pudo seguir debatiendo conmigo. Era un hombre valiente, pero su discurso carecía de argumentos y de consistencia. De todos modos, el kan ya había decidido mi presencia en aquella expedición.

—Ye-Liu vendrá con nosotros. Es cierto que no maneja el arco y la espada como un soldado, pero, como habéis podido comprobar, hay ocasiones en las que la palabra es la más eficaz de las armas.

El kan se despidió de Bortai. La katún principal tenía cerca de sesenta años. Hacía ya varios que había perdido el atractivo que cautivara al joven Temujín y lo hiciera volver a por ella pese a tantas dificultades, pero seguía siendo la mujer fuerte y abnegada que acompañó a su esposo en los tiempos más difíciles y la que siempre supo estar a su lado, comprendiendo que no debía ser protagonista. Ella era la madre de los herederos del kan y sabía que su papel era cumplir como esposa para la mayor gloria de su esposo y de su pueblo. Es probable que llorara cuando su amado Temujín marchó hacia el oeste acompañado por la bella Julán, pero nadie la vio. Nunca se pudo decir de ella que tuviera un solo reproche, una mala acción, ni siquiera un mal deseo hacia su esposo. Lo amó hasta el fin de su vida, y si algo echó en falta fue sin duda más tiempo a su lado, sobre todo en los últimos años, cuando sus hijos fueron lo suficientemente mayores como para acompañar a su padre en las campañas militares. Bortai se sintió entonces muy sola. Es cierto que el kan siempre volvía a ella, pasara el tiempo que pasara, y que lo hacía llevándole ricos regalos, joyas y vestidos; pero todo aquello importaba a Bortai mucho menos que la presencia de su marido.

Poco antes de partir, un correo llegó desde China. Muhuli informaba que las campañas en Corea habían dado su fruto. El rey de Corea se había convertido en vasallo de Gengis Kan y sometido al Imperio mongol.

Cuando llegamos a orillas del Irtish ya estaban allí la mayor parte de los efectivos. Durante toda la primavera del año de la liebre no habían dejado de acudir tropas desde todos los rincones del Imperio mongol hacia el valle del Irtish, en cuyas orillas habían recibido la orden de concentrarse. Más de doscientos mil hombres se alineaban en varios cuerpos de ejército a las órdenes de Gengis Kan.

La experiencia de la guerra en China se había aplicado a esta nueva expedición. Cada soldado estaba perfectamente equipado con dos o tres caballos, dos aljabas repletas de flechas, dos arcos, un sable curvo, una lanza, un látigo, un gancho, un lazo, una maza y un hacha de combate. Las tradicionales camisas de lana de los nómadas se habían sustituido por camisas de seda cruda. En China habían aprendido que la seda no se rasga cuando se recibe un flechazo, sino que penetra en la herida con la punta. En ese caso, el médico puede extraer la punta de flecha tirando de la seda. La mayoría se protegía con una cota de malla que le tapaba hasta los codos y un casco con capacete que le tapaba la nuca, el cuello y las orejas; sólo el rostro quedaba al descubierto. El equipo militar se completaba con botas de cuero con espuelas, una silla de montar ligera, un saco de cuero, una manta, una pequeña olla para cocinar y una bolsa de cuero con gri-ut, la leche seca que disuelta en agua se convertía en un alimento de emergencia. Decenas de regimientos estaban listos para salir hacia los dominios del sha de Jwarezm. Todos los jinetes enarbolaban banderines triangulares con los colores de su batallón en las puntas de sus lanzas. Nunca se había visto una aglomeración de tropas semejante. A los veteranos jinetes mongoles, forjados en mil batallas durante las guerras de la estepa y la conquista de China, se habían sumado infantes ongutos y kitanes, caballeros uigures y kara-kitán y médicos e ingenieros chinos que conocían las técnicas de construir puentes para cruzar ríos, máquinas de asedio para someter fortalezas y cañones para lanzar a distancia piedras y lluvias de fuego mediante el uso de la pólvora.

Dejamos el río Irtish el día en que lucía enorme y amarilla la primera luna llena del verano. Atravesamos los pasos de los montes Tarbagatai y nos dirigimos hacia el lago Baljash. Al cruzar los puertos montañosos cayó una gran nevada, pese a que estábamos en pleno verano. Algunos chamanes interpretaron que la nieve era un aviso para que no continuáramos adelante. Gengis Kan dudó pero se acercó para preguntar mi opinión.

—Que nieve en verano en esta región no es frecuente. En contra de la opinión de los chamanes, creo que es una señal positiva. La nieve es el elemento del Señor del invierno que ha irrumpido en el verano. Eso quiere decir que el Señor del norte, vuestra majestad, vencerá al del sur, el sha Muhammad. Así es como yo interpreto este signo.

Gengis Kan me sonrió, volvió al galope al frente del ejército y dio orden de seguir adelante.

Al pie de las montañas se nos unieron contingentes uigures, turcos karlukos, un regimiento de Almalik y otras gentes ansiosas por combatir contra los musulmanes de Jwarezm, a quienes detestaban a causa de los crímenes que sobre ellos habían cometido. El paso de las montañas fue extremadamente duro debido a la inesperada tormenta de nieve, pero aún quedaba lo peor. Entre el Baljash y la cuenca del río Sir Daria se extiende la estepa que llaman «del Hambre», cientos de millas en las que no es posible encontrar una sola gota de agua fresca sin la ayuda de expertos guías que conozcan los manantiales. Mercaderes uigures y kara-kitán fueron nuestros guías en aquellas duras jornadas de marcha bajo un sol abrasador, rojo y ardiente como ascuas. Tuvimos que cubrirnos con sombreros de ala ancha y cubrir nuestros rostros con redecillas a fin de evitar que el polvo y los insectos nos cegaran. Caminábamos en medio de la nada, sorteando colinas que parecían encadenarse una tras otra hasta el infinito.

Los joresmios esperaban el ataque por esta zona y habían concentrado sus principales efectivos en la línea del río Sir Daria. Ante las noticias de nuestro avance, todas las ciudades habían sido reforzadas aumentando el espesor y altura de sus murallas y excavando profundos fosos. Pero de nuevo apareció el genio estratégico de Gengis Kan. Enterado por sus espías de que el sha Muhammad había ubicado su primera línea defensiva en el Sir Daria, envió a Jochi y a Jebe con dos tumanes por el flanco meridional. El hijo primogénito y el oerlok de Gengis Kan se dirigieron con sus veinte mil hombres directamente hacia el sur, y desde el Irtish enfilaron una ruta imposible a través del Altai y de la formidable cordillera de Tian Shan, de montañas tan altas que sus cumbres arañan el cielo. El paso de las montañas fue épico. Hacía tanto frío que tuvieron que envolver las patas de los caballos en pieles de yak para evitar que se congelaran sobre el hielo. Veinte mil hombres y cincuenta mil caballos atravesaron desfiladeros de gargantas abismales desafiando a la nieve, al hielo y a temperaturas tan bajas que helaban la sangre en las venas. Sin nada que llevarse a la boca, sólo portaban lo imprescindible, tuvieron que abrir las venas de sus monturas para alimentarse chupando su sangre y cubrir sus rostros con grasa para evitar que los labios, la nariz y los ojos se congelaran. Tras ellos fueron dejando un reguero de huesos de los caballos muertos, que eran inmediatamente comidos en crudo, todavía calientes para evitar que su carne se congelara.

Nadie hasta hoy ha realizado una gesta semejante.

Jochi y Jebe, con apenas tres cuartas partes de los hombres con los que habían iniciado la travesía de Tian Shan, aparecieron en el hermoso valle de Fergana, el de los dulces viñedos y los «caballos celestiales», justo en la retaguardia de las defensas joresmias. La maniobra de distracción funcionó y el sha Muhammad ordenó al grueso de su ejército que abandonara las posiciones en el bajo y medio Sir Daria y se dirigiera hacia la región de Fergana, en la cuenca alta de este mismo río. Los quince mil supervivientes de la travesía del Tian Shan se enfrentaron a cuarenta mil joresmios. Los mongoles estaban agotados por semejante esfuerzo y sus caballos no se habían recuperado de la larga y penosa marcha por las cumbres heladas, pero pese a todos estos inconvenientes la batalla entre Jochi y Jebe y el sha Muhammad se saldó con un empate. El sha quedó asombrado ante la valentía de los mongoles, que se batieron como sólo ellos saben hacerlo, y comenzó a lamentarse por su osadía al haberlos retado.

En el momento oportuno, con la línea defensiva desprotegida al haberse dirigido el sha al encuentro de Jochi y Jebe, aparecimos en el Sir Daria. Gengis Kan había dividido el ejército en tres cuerpos: el primero lo mandaba Chagatai, el segundo Ogodei y el tercero el propio Gengis Kan con su hijo pequeño, Tului. El caudal del río venía crecido y con fuerte corriente; lo atravesamos con gran riesgo. La mayoría no sabía nadar, pero esa carencia no fue ningún impedimento. Con pieles de animales se fabricaron grandes botos que se llenaron de aire y se usaron como flotadores. Otros atravesaron el río sujetos a las colas de sus caballos. Algunos perecieron ahogados, pero la mayor parte del ejército alcanzó a salvo la otra orilla.

Siguiendo el plan preestablecido, se ocuparon las ciudades de Jand, Banakat y Nur, mientras Gengis Kan, con la retaguardia protegida por sus hijos, se lanzó sobre la rica región de Transoxiana. El ejército del sha había quedado atrapado entre las tropas del kan y las de Jochi y Jebe, y, aunque era muy numeroso, la sorpresa de la acción emprendida por los mongoles causó el efecto de una aplastante victoria.

El invierno nos sorprendió justo a las puertas de Transoxiana y fue tan extremo que todos los contingentes quedamos bloqueados. A nuestro campamento llegaron unos astrólogos del oeste que antes de ver al kan tuvieron que pasar entre dos hogueras para purificarse. Le ofrecían sus servicios y para demostrar sus conocimientos pronosticaron un próximo eclipse de luna. El kan me consultó y le indiqué que los cálculos que habían hecho esos astrólogos eran incorrectos, y que el eclipse se iba a producir, en efecto, pero dos días más tarde y a distinta hora. Acerté en mis predicciones y los astrólogos occidentales quedaron en entredicho. Los mongoles, supersticiosos ante los fenómenos naturales, se refugiaron en las tiendas mientras duró el eclipse pero, en cuanto finalizó, Gengis Kan echó del campamento a los astrólogos, ordenándoles que no volvieran a importunarle. Aquel episodio me convirtió en un verdadero mago a los ojos de muchos de aquellos guerreros y, aunque intenté convencerlos de que era ciencia y no magia lo que yo practicaba, nadie pareció creerme.

Con el deshielo, el plan de ataque se reanudó. Gengis Kan cayó a fines del invierno sobre la ciudad de Bujara tras atravesar sin dificultad los montes Nura Tau, donde consiguió el apoyo de algunas tribus locales que se hubieran aliado con los mismísimos demonios con tal de combatir al sha Muhammad. Bujara se entregó sin apenas resistencia. Los mercenarios turcos que la defendían huyeron de noche dejando a la población desguarnecida. La ciudad, rica, grande y cuajada de magníficos edificios, fue ocupada enseguida; sólo la ciudadela resistió doce días más.

Gengis Kan entró en la ciudad sobre su yegua blanca y se dirigió hacia el edificio más imponente de la urbe.

—¿Es éste el palacio del sha? —preguntó a un grupo de ciudadanos que se había reunido en las gradas de la puerta de la gran mezquita.

—No. Es la mezquita, la morada de Alá —contestó uno de ellos tras oír al traductor.

El kan espoleó a su montura y ascendió las gradas hasta entrar en el patio. Los musulmanes se escandalizaron por semejante acto y se tiraron al suelo mesándose los cabellos y golpeándose el pecho con los puños. El kan penetró sobre su yegua dentro de la sala de oración. Decenas de fieles que se habían refugiado en la mezquita creyendo que allí estarían a salvo de los invasores, recitaban su libro sagrado siguiendo las indicaciones de un imán que desde lo alto de un pulpito dirigía la oración.

—Estás profanando un lugar sagrado —gritó el imán.

Gengis Kan, tras oír la traducción del intérprete, avanzó hasta el pulpito de madera, descendió de su montura, subió las escaleras y desalojó de allí al personaje que lo había increpado.

—Vosotros los musulmanes os creéis dueños de la verdad. ¿Quiénes sois para decir qué es y qué no es sagrado? —clamó el kan encaramado en el alto sitial de madera tallada.

El intérprete traducía al persa sus palabras.

—La voluntad de Dios, de la cual somos garantes —aseveró el imán al pie de la escalera.

—Lo que hacéis a vuestro antojo.

—Dios se reveló a nuestro profeta Mahoma en La Meca. Son sus señales las que nos indican lo que es o no es sagrado.

—Ya sé que rezáis volviéndoos hacia esa ciudad que llamáis La Meca, pero ¿por qué iba a señalar Dios un lugar especial para dirigirse hacia él a la hora de rezar?

—Porque allí está la casa de Dios.

—El universo entero es la casa de Dios; él habita en todos y cada uno de sus rincones —afirmó el kan.

—Está escrito que debemos ir a La Meca, a la casa de Dios en peregrinación. Ésa es la palabra de Dios. ¿De dónde crees que viene tu poder sino de Él?

—Mi fuerza procede del Eterno Cielo Azul.

—No blasfemes o la ira de Dios caerá sobre ti y Su fuego te consumirá —lo amenazó el imán.

—Me parece que te equivocas. Si alguien es la llama de Dios, ese soy yo, y me temo que es Él quien ha decidido que caiga sobre vuestras cabezas. De todas las religiones que se practican en el Imperio, es la islámica la que plantea mayores contradicciones con la Yassa. La ley del kan prohíbe sacrificar a un animal cortándole la garganta, que es como lo hacen los musulmanes, y bañarse en agua corriente, sin duda porque siguen presentes las viejas creencias animistas que hacen de los ríos, los lagos y los bosques las moradas de los espíritus.

La ciudad de Bujara ardió por los cuatro costados y sus habitantes o fueron muertos o esclavizados. Sólo la gran mezquita fue respetada y ello porque el kan, a instancias mías, comprendió que era un edificio demasiado hermoso como para convertirse en pasto de las llamas. Los muros fueron derribados y los fosos rellenados.

Desde la destruida Bujara nos dirigimos hacia el oeste. En camino llegaron noticias de los hijos de kan. Ogodei había capturado en Otrar al gobernador que asesinara a los embajadores mongoles y lo envió a su padre para que éste decidiera qué hacer con quien había sido el causante de la guerra. En medio de la nada, en un polvoriento camino perdido en las estepas de Transoxiana, el gobernador de Otrar fue ajusticiado vertiendo plata fundida en sus ojos, narices y orejas.

Las murallas de Samarcanda nos hicieron pensar en Pekín. Esta antigua ciudad tenía fama de ser una de las más bellas del mundo. Cuando llegamos ante sus doce puertas de hierro apenas comenzaba la primavera pero por todas partes brotaban los tiernos capullos a punto de desplegarse; no en vano la llaman «la Ciudad de las Rosas». La hermosa Samarcanda fue arrasada y sus habitantes pasados a cuchillo como corderos. Los treinta mil turcos de la guarnición se rindieron y aunque manifestaron su deseo de servir a los mongoles fueron decapitados sin piedad. Yo no pude contenerme y lloré a la vista de las columnas de humo que ascendían hacia el limpio azul primaveral consumiendo aquella legendaria ciudad. Salvé algunos manuscritos de las bibliotecas de sus madarsas, pero con Samarcanda ardieron miles de libros que siglos de cultura habían ido almacenando en sus estantes; mas por la vida de aquellos desgraciados nada pude hacer.

Tras la destrucción de Bujara y Samarcanda, las dos ciudades más importantes de Transoxiana, el cuerpo de ejército que mandaban Gengis Kan y Tului se dividió en varios grupos para someter al resto de la región.

Entre tanto, los otros dos cuerpos de ejército mandados por los hijos del kan conquistaban varias ciudades al sur de Transoxiana, por donde discurre una de las rutas más transitadas por los mercaderes que viajan entre China y el oeste, al norte del Pamir y de la imponente cordillera del Hindu Kush. Tului conquistó Herat y Ogodei arrasó Gazna, para después invadir el país de Gur, donde estableció sus bases para la conquista de las montañas de Ghardjistán y las llanuras de Sistán. El último caudillo gurida, que pocos años atrás había gobernado un gran imperio, fue derrotado y, a pesar de la resistencia ofrecida por algunas fortalezas de las montañas, todo esfuerzo fue en vano.

Como si un huracán las fuera barriendo, una tras otra cayeron Uzgand, Djand, Judjand y Balj. Todas esas ricas ciudades fueron destruidas y sus habitantes masacrados. Gengis Kan usó el terror como método de guerra. Los mongoles mataban a cuantos se les oponían, pero nunca vi que se regocijaran con ello. Creo que buena culpa de su ferocidad natural la tiene el medio en el que viven, duro y salvaje, que a lo largo de los siglos ha modelado una raza de hombres a su imagen. Las poblaciones sitiadas se defendían de manera desesperada, sabedoras de que no recibirían ninguna ayuda. Los que no eran muertos se apresaban y eran situados en las primeras líneas en el asalto de la siguiente ciudad. Toda la conquista fue metódica y ordenada, respondiendo a un perfecto plan de combate sólo posible en la cabeza de un genio de la estrategia militar.

El ejército del sha era muy superior en número al nuestro y sus soldados eran valientes, pero el soberano joresmio era un mal estratega. Frente a los doscientos mil hombres que había movilizado el kan, Muhammad ad-Din disponía de no menos de cuatrocientos mil. Había dos soldados joresmios por cada mongol, pero la capacidad de Gengis Kan y su determinación no tenían parangón con las de Muhammad.

Arrasadas Transoxiana y Fergana, el sha Muhammad fue presa de un pánico atroz. Incapaz de reaccionar ante la avalancha que se le venía encima, abandonó a sus hombres y huyó hacia el oeste. Gengis Kan ordenó a Jebe y a su yerno Toguchar que dos tumanes y algunos destacamentos de apoyo salieran en su persecución. Tenían orden expresa de no regresar hasta que trajeran al sha, vivo o muerto. La captura del soberano joresmio era el objetivo prioritario y por ello se les ordenó que respetaran a las poblaciones que se entregaran sin resistencia. Pero Toguchar tenía un carácter cruel y masacró a todos los habitantes de una ciudad que se había rendido sin oposición. Una vez más el kan dio muestras de su grandeza y de su autoridad. Relegó a su yerno a la categoría de simple soldado, sin mando de tropas, integrado en el turnan que se le había encomendado y nombró jefe de ese turnan a Subotai.

Muhammad ad-Din había dejado Samarcanda poco antes de la llegada de Gengis Kan y había pasado por Balj, Nisapur y Kazwín hasta refugiarse en el formidable castillo de Farrazín, cerca de Arak, la fortaleza más poderosa de las que aseguraban la ruta entre las ciudades persas de Hamadán e Ispahán. Atravesando el río Amú Daria, hacia allí se dirigieron Jebe y Subotai en persecución de su presa. El acosado sha de Jwarezm intentó reorganizar la resistencia desde la retaguardia de su imperio, pero sus crímenes eran demasiado graves. Muchas ciudades y muchas tribus habían sido objeto de su tiranía y ahora que los mongoles lo acosaban sin tregua, todos sus antiguos vasallos lo abandonaron. Con apenas un puñado de fieles consiguió alcanzar las orillas del gran mar interior que llaman el Caspio. Justo cuando llegaban Jebe y Subotai, que de camino habían arrasado las ciudades de Tus, Rayy, Kazwín, Qom, Hamadán y Tabriz, logró subirse a una barca de pescadores y navegar mar adentro hasta la pequeña isla de Astarabad. Agotado tras meses de implacable persecución, humillado por la derrota y avergonzado por su incapacidad y su cobardía, el sha Muhammad ad-Din murió de pena cuando comenzaba el invierno. Fue inmensamente rico, gobernó un imperio y conquistó dos más, pero murió pobre y solo, con sus ropas hechas jirones como único y humilde sudario. Jebe y Subotai serían capaces de rastrear cada una de las gotas del Caspio si fuera necesario para capturar a quien tuvo la osadía de asesinar a un embajador del gran kan. Los dos generales mongoles invernaron en la llanura de Mugan antes de continuar su marcha hacia el oeste, que se convertiría en una de las hazañas militares más grandes jamás realizada por hombre alguno.

Pasamos el verano en los campos de la perfumada Samarcanda, donde se produjo la concentración de las tropas. El consejero musulmán Mahmud Yalawaj fue nombrado gobernador de Transoxiana. Era ésa una manera de ganarse a la población de esta región, en su mayoría seguidores del islam. Entre huertos de melocotoneros y albaricoqueros instalamos el campamento. En las amplias explanadas exteriores de la destruida Samarcanda los oerloks y los noyanes adiestraban a los jóvenes turcos capturados en las batallas para que sirvieran de tropas de choque en las siguientes, y los ingenieros y artesanos construían nuevas máquinas de guerra para asaltar fortalezas y bombardear ciudades. Hasta allí llegaron las noticias de Muhuli, quien en China había tomado las ciudades de Chan-tong y Tsi-nan, en tanto uno de sus ejércitos había penetrado en la rica provincia de Ho-nan, el último reducto de los jürchen.

Desde Samarcanda, Bogorchu se dirigió con su tumán de diez mil hombres a Gurjand, la capital de Jwarezm, asentada sobre la ribera del Amú Daría, cerca ya de la desembocadura de este río en el mar de Aral. Desalentados ante la huida de su soberano, los habitantes de la capital apenas ofrecieron resistencia al decidido Bogorchu y todos ellos fueron enviados a Mongolia como esclavos. Los ricos mercaderes, los engalanados generales, los altos funcionarios joresmios, los orgullosos imanes musulmanes y sus esposas pronto recogerían las bostas de estiércol que calentarían los hogares de las tiendas de fieltro en las extensas estepas del centro del mundo.

La ociosidad del verano, el aire embriagador de Samarcanda, el aroma de las rosas y las orquídeas, sus dulces vinos y sus atractivas mujeres encantaron a los aguerridos mongoles. El príncipe Jochi se rodeó de una fastuosa corte al estilo de los emperadores chinos y de los califas musulmanes, en la que cada noche se celebraban fiestas en las que cantantes y bailarinas deleitaban a los fieros guerreros del hijo del conquistador del mundo. El príncipe Ogodei y su hermano Tului se emborrachaban día sí y día también con los ricos caldos de Transoxiana, incumpliendo el precepto de la Yassa que ordena no embriagarse más de tres veces al mes. A la vista de la relajación de sus tres hermanos, el severo Chagatai se quejaba amargamente de no poder hacer cumplir la ley, cuya custodia estaba en sus manos, y no tardaron en rebrotar los viejos enfrentamientos entre Jochi y Chagatai.

Gengis Kan, ignorando las disputas entre sus hijos, se dirigió aguas arriba del Amú Daria hasta la ciudad de Termer, donde tras conquistarla asentó su campamento para pasar el invierno. Muchas poblaciones se entregaron sin resistencia. El solo nombre de Gengis Kan aterrorizaba a aquellas gentes de tal modo que un destacamento mongol de apenas dos docenas de soldados ocupó sin problemas una ciudad de cincuenta mil almas, y se dio el caso de que una caravana completa compuesta por dos centenares de hombres se rindió a una pareja de exploradores mongoles nada más verlos aparecer en el horizonte.

Conocida la muerte del déspota sha Muhammad, el Imperio joresmio estalló en multitud de facciones. Fue entonces cuando surgió el valiente Jalal ad-Din Manguzberti, hijo de Muhammad, que fue el único príncipe musulmán capaz de organizar la resistencia ante nuestra invasión. Muhammad había designado al más joven de sus hijos, llamado Kutb ad-Din, para sucederle, pero poco antes de morir cambió de opinión; estimó (uno de los pocos aciertos de su vida) que sería mejor soberano su hijo Jalal, y cambió su testamento. Jalal ad-Din recibió el homenaje de los súbditos de su padre en Gurjand, pero ante la llegada de los mongoles y la deserción de algunos vasallos se replegó hacia Afganistán. Consiguió eludir el cordón de patrullas que Gengis Kan había establecido en el Jorasán y alcanzó la ciudad de Gazna, donde aglutinó a un heterogéneo ejército compuesto por contingentes persas, turcos y gurides.

El kan envió a Siguí Jutuju al mando de tres guranes al encuentro de Jalal ad-Din, pero el hijo del sha lo derrotó en Bamiyán, cerca de Parwán, en el norte de la región de Afganistán. Era la primera vez que los mongoles eran batidos en la campaña del oeste. Con más voluntad que fortuna se hizo fuerte en la región de Jorasán, al sur de la Transoxiana, una región de ricas ciudades debido a la ruta comercial que las atraviesa.

Hacia allí nos dirigimos a comienzos del año de la oveja. Gengis Kan quería enfrentarse en persona a ese príncipe que había logrado vencer a uno de sus ejércitos. La primera gran ciudad que nos encontramos fue Merv. Los joresmios nos esperaban bien atrincherados y mantuvieron una enconada resistencia. Gengis Kan se encolerizó porque muchos de sus hombres cayeron ante las murallas y ordenó atacar con todas las fuerzas. Los ingenieros chinos hicieron muy bien su trabajo y gracias a reiterados disparos de la artillería se consiguió abrir una brecha en los muros, lo suficiente como para que los mongoles entraran por ella y arrasaran la ciudad. Unas cien mil personas murieron allí mismo. Junto a las puertas de la ciudad se apilaron en forma de pirámides miles de cabezas de los defensores. La orden del kan era tajante: misericordia, pero esclavitud, a los que se rindieran sin luchar; muerte a los que resistieran.

Desde Merv, dos ejércitos, uno con Gengis Kan y otro con Tului, arrasaron el Jorasán. La ciudad de Balj, ya conquistada el año anterior, fue saqueada de tal manera que no quedó ni rastro de ella. Si tras destruirla alguien hubiera asegurado que sobre aquel terreno yermo había habido alguna vez una ciudad, nadie lo habría creído.

Aquel verano fue terriblemente cálido. El sol lucía durante el día rojo como el hierro candente, y abrasaba de tal modo que si alguien cometía la imprudencia de permanecer algún tiempo expuesto a sus rayos sufría graves quemaduras en la piel. Hubo quien perdió la vista tan sólo por mirar un momento al ardiente círculo solar. No había manera de soportar aquel calor y el kan ordenó que nos dirigiéramos hacia las montañas de Kirguicia, entre el lago Baljash y la llanura de Fergana. En aquellas alturas, a orillas del lago Sonkel, pudimos resistir hasta que el verano comenzó a declinar y la temperatura remitió.

Desde las montañas, Tului se dirigió a la ciudad de Herat y Gengis Kan sitió Nisapur, otra de las grandes urbes de la región, donde se había hecho fuerte Jalal ad-Din. El heredero de Jwarezm logró huir antes de que Nisapur fuera destruida. Gengis Kan persiguió a Jalal y destruyó de nuevo Gazna, donde éste había establecido la sede de su gobierno. Continuó hasta la ciudad de Bamiyán, situada en la ruta que une el valle del Indo con el del Amú Daria, en los profundos valles de la cordillera del Hindú Kush. En el asalto a sus murallas murió el príncipe Mütügen, el hijo primogénito de Chagatai, uno de los nietos más queridos de Temujín. Irritado hasta extremos en los que yo nunca lo había visto hasta entonces, el kan dio una orden inmisericorde:

—Ningún ser debe continuar vivo dentro de esa ciudad, hombre, animal o planta.

Y así ocurrió. Todos los habitantes de Bamiyán fueron muertos, pero también los animales y las plantas. De nuevo se levantaron decenas de pirámides con las cabezas de los muertos. Los cimientos fueron arrancados de cuajo y hasta las ratas fueron exterminadas. Nunca se había visto hasta entonces una capacidad de destrucción semejante. Esta ciudad es conocida en aquella región como «Ciudad de la Desgracia» y hoy sigue desierta.

Chagatai, harto de los incumplimientos de su hermano mayor, Jochi, que decía que la ley estaba escrita en el viento, acudió ante su padre el kan y le presentó una larga lista de quejas sobre Jochi. Gengis Kan escuchó en silencio las acusaciones de su hijo, pero en cuanto acabó de hablar lo cogió por los hombros y lo zarandeó.

—No aprenderéis nunca. Os he enseñado que debéis estar siempre unidos. ¿Acaso ya no recordáis que nuestras leyendas dicen que un haz de flechas no puede romperse si permanecen juntas? Deja de enfrentarte con tu hermano y obedéceme —le ordenó el kan.

—Nunca te he desobedecido, padre, nunca lo he hecho y nunca lo haré. Siempre cumpliré lo que me mandes —respondió sumiso Chagatai.

—En ese caso te ordeno que no llores por lo que vas a oír: tu hijo, mi amado nieto Mütügen, ha muerto en el asalto de Bamiyán.

Chagatai apretó los puños, se mordió los labios y tensó sus músculos, pero ni una sola lágrima corrió por sus mejillas.

El kan se volvió hacia mí y me dijo:

—Nuestros sucesores llevarán vestidos bordados en oro, se atiborrarán de comidas grasientas y de vinos delicados, cabalgarán sobre hermosos corceles y besarán a las más bellas mujeres. Todo eso nos lo deberán, pero se olvidarán de nosotros y del tiempo en que vivimos para que su riqueza fuera posible.

—Eso mismo ha ocurrido muchas veces, majestad —le dije.

—Tú, Ye-Liu, eres mi mejor consejero. Dime, ¿qué ocurrirá tras mi muerte?

—Vuestros hijos seguirán vuestra obra.

—Están enfrentados.

—En ese caso deberíais dejar claro sus destinos —asenté.

Mientras el verano transcurría plácido y sin sobresaltos en los alrededores de Samarcanda, Jebe y Subotai, tras saquear las comarcas entre la codillera del Cáucaso y el Azerbaiyán, volvieron sobre sus pasos. Los georgianos quisieron resistir, pero fueron masacrados en la batalla de Hunan. Jebe y Subotai atravesaron el paso de Derbend y cayeron sobre los alanos, a los que vencieron en Terk, poniendo en fuga poco después a los cumanos, que habían acudido desde sus tierras de Ucrania para frenar el avance mongol. Más tarde asolaron Maragha y Hamadán y continuaron hacia el este. Las destrucciones que protagonizaron los dos generales fueron tales que la gente de aquellas tierras creyó que estaba asistiendo al fin del mundo. Los imanes predicaron en todas las mezquitas del islam que «el Maldito» había salido de los infiernos y que iba a destruir la tierra.

Gengis Kan continuó en persecución de Jalal ad-Din desde la asolada Nisapur. Más de la mitad del ejército del heredero de Jwarezm lo había abandonado, aterrada por las noticias que llegaban acerca de la ferocidad con que se empleaban los mongoles con aquéllos que se les resistían. El kan se lanzó tras Jalal y en una persecución similar a la que habían protagonizado justo un año antes Jebe y Subotai con el sha Muhammad, el kan penetró en Afganistán y destruyó ciudades y castillos. Por fin alcanzó al ejército del príncipe de Jwarezm en la ribera derecha del río Indo, en un día soleado de mediados del otoño. Sobre el escarpado terreno de Kalabagh se libró la batalla entre los restos del ejército joresmio y la élite de la caballería mongol.

Jalal ad-Din cargó con una bravura indomable y el ala izquierda del ejército mongol cedió, pero los efectivos del kan eran superiores y estaban mejor entrenados. Gengis Kan acudió en ayuda de su ala izquierda con los diez mil hombres de su guardia personal, los más feroces y aguerridos soldados mongoles y, a pesar de la valentía con que se defendió, el príncipe joresmio fue arrinconado en una cortadura que caía a pico sobre el río. Su muerte era segura, pues apenas quedaban en torno a él dos docenas de sus hombres y estaban rodeados por varios centenares de guerreros mongoles. Pero el hijo de Muhammad no se amedrentó. Espoleó su caballo y arrancó al galope. Todos quedaron paralizados de asombro cuando vieron a montura y jinete volar sobre el cortado hasta caer desde una altura enorme sobre las turbulentas aguas del Indo. Durante un tiempo que pareció eterno el bravo príncipe luchó contra la corriente. Los arqueros mongoles quisieron lanzarle algunas flechas pero el kan lo impidió con una enérgica orden. Al fin logró alcanzar la otra orilla con su estandarte enhiesto en la mano. Medio centenar de sus hombres, aprovechando la momentánea relajación de los mongoles, lo siguieron cruzando el Indo por un vado cercano.

Yo estaba junto a Gengis Kan siguiendo el curso de la batalla cuando todo esto ocurrió. El kan se volvió hacia mí, me miró sonriendo y dijo:

—Cualquier padre estaría orgulloso de tener un hijo como ése; suerte para nosotros que su padre no estuviera forjado con el mismo temple.

Al otro lado del Indo se extiende un país enorme y desconocido entonces para nosotros, pero ni siquiera eso fue impedimento para que el kan ordenara a su hijo Chagatai, que continuaba muy dolido por la muerte de su primogénito, que persiguiera a Jalal ad-Din. Chagatai se adentró en la India con dos guranes y pasó todo el invierno buscando al heredero de Jwarezm.

El kan se retiró hacia el norte con el grueso del ejército. Pasamos el invierno en el valle de Kabul esperando el regreso de Chagatai. Allí viven los adoradores del fuego, gentes que se autoinmolan arrojándose a una hoguera para consagrarse a su dios o cortándose la cabeza con una gran cuchilla que colocan entre dos postes de madera.

Pese a su edad, Gengis Kan poseía una fortaleza extraordinaria, pero me comentaba con frecuencia su preocupación por la muerte.

Una fría mañana de invierno lo vi paseando cerca de su tienda. Iba cubierto con un manto de piel gris y un gorro de marta. Se detuvo un instante y miró las nevadas cumbres del Hindú Kush, después, como si hubiera intuido mi cercana presencia, se giró hacia mí y me llamó.

—Una hermosa mañana, Ye-Liu —me dijo.

—Hermosa pero fría, majestad.

—Sí, es hermoso descubrir que tras cada noche hay un nuevo amanecer.

—¿Os habéis vuelto poeta? —le pregunté.

—No. Es que hace meses que la idea de la muerte ronda por mi cabeza. He conquistado medio mundo y soy dueño de imperios, reinos, pueblos y ciudades sin cuento. Una orden mía es obedecida sin la menor réplica por millones de seres y tengo en mis manos la vida de muchos millones más. Tanto poder, Ye-Liu, tanto poder, y no sé cómo evitar que el tiempo acabe con mi vida. Si muero no podré cumplir el objetivo de ser el dueño del mundo.

—Hasta ahora nadie ha podido evitar la muerte. Sólo Dios es inmortal. Los hombres han buscado fórmulas mágicas desde hace miles de años para huir de la guadaña de la Negra Señora, pero nadie lo ha logrado.

En verdad que nunca había visto a un hombre tan obsesionado por la muerte. Su cuerpo seguía siendo vigoroso y aunque su rostro comenzaba a perder el brillo que lo hiciera proverbial, sus ojos mantenían un fulgor que los hacía parecer incandescentes. El color blanco ya había igualado al rojo en su cabello y los primeros síntomas de vejez se asomaban de manera evidente. Pese a ello seguía montando a caballo como el mejor de sus jinetes, manejaba la espada con la fuerza de un hombre de treinta años y era capaz de tensar los arcos más rígidos.

—Si pudiera evitar el paso del tiempo, si fuera posible detenerlo —susurró el kan.

—Yo conozco a un monje que quizá pueda ayudaros, Majestad —le dije.

—¿Quién es y dónde está ese monje? —me inquirió con avidez.

—Se llama Chang Chun. Vivía en Pekín, pero hace unos años se trasladó a un monasterio cercano para continuar su vida religiosa como anacoreta. Gozaba de una merecida fama entre la aristocracia de la ciudad, cuyos miembros acuden a él en demanda de consejo. Profesa, como yo mismo, la filosofía taoísta y son muchos los que aseguran que tiene poderes taumatúrgicos.

—Quiero que venga aquí.

—Pero majestad, está en Pekín, a varios meses de distancia. Si todavía vive será un anciano.

—No importa; escribe una carta en mi nombre pidiéndole que venga hasta aquí y ordena que salgan varios hombres en su busca y que lo traigan aquí.

—Tardarán meses, muchos meses, quizá dos años, en regresar, majestad.

—Esperaré.

Tal y como el kan había ordenado, una partida compuesta por treinta hombres salió hacia Pekín en busca de Chang Chun con la misión de conducirlo a su presencia.

Avanzada la primavera, Chagatai volvió de la India. El hijo del kan había fracasado; Jalal ad-Din se había escondido entre las multitudes que atestaban los caminos y las ciudades de ese extraño país.

—No hemos podido encontrarlo, padre. Atravesamos el Indo y nos dirigimos por la enorme llanura, que se extiende al sur de las altas montañas que llaman «el Techo del Mundo». Caminos, aldeas, ciudades, todo está lleno de gentes que trasiegan sin cesar de un sitio para otro sin aparente sentido. Rastreamos palmo a palmo todo el territorio, pero en cuanto pasó el invierno el calor era agobiante, y más todavía la humedad. No teníamos ninguna posibilidad y antes de que el verano nos abrasara ordené el regreso. Lamento no haber podido cumplir tus deseos —se excusó Chagatai ante su padre el kan.

—Hiciste más de lo que se te pidió, nada debes reprocharte.

Chagatai y los generales que lo acompañaron a la India realizaron un completo informe que ordené copiar a uno de mis secretarios; quién sabe si alguna vez será necesario para llevar a cabo la invasión de ese país e incorporarlo al Imperio.