19. Camino de Occidente

La primavera estalló como los cohetes de fuegos artificiales con los que celebramos ciertas fiestas en China. La estepa se cubrió de un manto de hierba salpicado de flores rojas, blancas y amarillas. Una intensa fragancia lo inundaba todo y la naturaleza resucitaba tras el largo y gris invierno. La hierba fresca alimentaba al ganado que engordaba con rapidez y proporcionaba leche abundante para elaborar mantequilla, kumis, gri-ut y queso.

De Pekín llegó un correo de Muhuli. Los jürchen habían abandonado Manchuria, cuyos dirigentes se habían puesto bajo el vasallaje de Gengis Kan, y habían renunciado a conquistar el Imperio song. Éstas eran las dos premisas que el emperador de los kin ofrecía al gran kan como muestra de buena voluntad. A cambio, Wu-lu-pu pedía la paz. Gengis Kan le respondió de manera contundente. Exigía del soberano de los kin la cesión de todas las tierras al norte del río Amarillo, permitiéndole conservar las provincias del Ho-nan y el Sha-dong, pero en calidad de vasallo, por lo que Wu-lu-pu debería renunciar a su título imperial. Como era evidente, y esto es lo que pretendía Gengis Kan, sus condiciones no fueron aceptadas. La guerra continuó en China.

Enterados de estos acontecimientos, los song decidieron romper el tratado que tiempo atrás pactaran con los kin. En dicho acuerdo se había estipulado que los song debían pagar cada año doscientas quince mil onzas de oro y doscientas cincuenta mil piezas de seda. El Imperio song, pese a que hacía cuatro generaciones había perdido su mitad norte a manos primero de los kitanes y después de los jürchen, seguía siendo una potencia formidable. Es cierto que su prosperidad es más aparente que real. Cuando escribo estas páginas los mongoles están planeando la conquista del Imperio song, y creo que lo conseguirán, porque ahora no es sino un pálido reflejo de lo que fue. Una máscara de opulencia oculta el empobrecimiento continuo y trágico de su Estado; los campos están descuidados y los campesinos viven en la miseria a causa de los impuestos que los asfixian, mientras la clase dirigente vive sumida en estériles luchas intestinas en medio de una corrupción creciente entre los altos funcionarios.

Pero entonces los song mantenían su capacidad productiva en un excelente nivel. Los grandes canales que comunican sus ciudades soportaban un intenso tráfico comercial día y noche, los campos de arroz y de mijo producían más que de sobra para alimentar a sus varias decenas de millones de habitantes y el emperador reinaba desde su corte de Hang-chu rodeado de lujo y refinamiento.

Desde esa magnífica ciudad llegó una embajada hasta el campamento del Onón. Gengis Kan me encargó que fuera yo el que la recibiera. El embajador era un hombrecillo de escasa estatura, pelo ralo y cano, de aspecto saludable aunque muy grueso. Vestía manto y gorro de mandarín adornado con lazos azules, el color de su alta dignidad.

—Sed bienvenido al ordu del ka kan —lo saludé con respeto—. Yo soy Ye-Liu Tch’u Ts’ai, consejero de su majestad Gengis Kan. ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?

—Soy Hue-ta, embajador de su majestad imperial Ning-tsong, soberano de la República Florida Central. Vengo para ofrecer al kan de los mongoles una alianza contra los kin. Ambos somos sus enemigos, si unimos nuestras fuerzas podremos acabar fácilmente con ellos.

—Transmitiré vuestra proposición al ka kan. Entre tanto ordenaré que se os instale con toda comodidad. Comprobaréis que vivir en una tienda de fieltro también puede ser confortable.

Hablé con Gengis Kan enseguida y le expuse lo que me había dicho el mandarín.

—Este asunto puede esperar. Hay otras cosas más importantes que hacer.

—Os ha traído muchos presentes. Me he tomado la libertad de ordenar que los colocaran en varias yurtas. Podéis inspeccionarlos si así lo deseáis.

El emperador song había enviado al gran kan una caravana de regalos. Había cientos de sacos de arroz y legumbres, varios carros de naranjas, baúles llenos de perlas, rubíes y zafiros, cientos de botellas de aromáticos vinos y licores y tarros de vidrio con los más delicados ungüentos y perfumes, un juego de ajedrez tallado en jade y centenares de piezas de la mejor seda.

—He aquí otro de esos emperadores que creen que la voluntad de Temujín puede comprarse con unos cuantos sacos de baratijas. Dile a ese embajador que espere mi respuesta. Mientras tanto, que se le proporcione cuanto necesite para que su estancia entre nosotros sea agradable.

—Ya me he ocupado de ello —contesté.

—Debí suponer que lo habías hecho.

Pasaron varias semanas sin que el gran kan recibiera al embajador de los song. Hue-ta empezaba a desesperar ante la calma con que discurría este asunto.

—Tenéis que conseguir que lo vea, hace ya seis semanas que espero una audiencia con su majestad el kan. Si sigo aquí por más tiempo creo que voy a enloquecer.

—No desesperéis —le aconsejé—; entre tanto disfrutad de la belleza de esta tierra.

—¿Belleza decís? No consigo entender cómo vos, un aristócrata pekinés, ha podido aclimatarse a este tipo de vida. Los insectos lo invaden todo, la comida está llena de moscas y no hay modo de encontrar una pila limpia donde bañarse. Claro que esta gente no se baña, no se perfuma, come queso rancio y carne seca y bebe ese líquido maloliente y agrio que llaman kumis.

—Sí, reconozco que es agrio, pero es cuestión de acostumbrarse a su sabor. Además, siempre es más saludable que comer carne de «oveja de dos patas». Tengo entendido que en vuestra civilizada capital Hang-chu se puso de moda una taberna en la que se servía carne humana aderezada con salsa de soja a la que daban ese nombre.

—Esa taberna la introdujeron bárbaros venidos del norte.

—Pero vosotros los permitisteis.

—Nuestro actual emperador la clausuró.

El mandarín Hue-ta era un hombre muy refinado. Usaba mascarillas blancas como maquillaje y se teñía las uñas con esmalte de hojas de balsamina roja trituradas con alumbre. Vestía siempre riquísimos caftanes de seda y cuando paseaba bajo el inclemente sol de la estepa lo hacía bajo una sombrilla de seda y bambú que portaba uno de sus criados.

Una tarde el embajador song no pudo más y vino a verme muy alterado.

—Necesito hablar con el ka kan.

—Ya os he dicho que es él quien decide cuándo y cómo concede audiencia —le aseveré.

—No hace otra cosa que jugar a la pelota con sus generales. Lleva varios días seguidos corriendo tras esa bola de trapo, lanzándola al aire y recogiéndola. En mi país eso lo hacen los niños.

—De acuerdo, volveré a insistir en que os reciba, pero no os aseguro que me haga caso.

A los dos días el kan recibió a Hue-ta. Como era costumbre con todos los visitantes, se le recordó que no debía tocar el umbral ni los postes de la tienda y que tenía que pasar entre dos hogueras para quedar libre de los malos espíritus.

El embajador se dirigió a Gengis Kan mediante un intérprete. Hue-ta expuso todas sus propuestas y al final se quejó del largo tiempo que había esperado mientras el kan se dedicaba a jugar a la pelota.

—¿Y por qué no te uniste a nosotros en el juego? Es un ejercicio magnífico; no te hubiera venido mal —ironizó Temujín.

—No fui invitado a hacerlo —respondió el atribulado embajador en cuanto el intérprete le tradujo las palabras del kan.

—No te hacía falta; todo el que quiere jugar conmigo tiene un puesto a mi lado.

—¿Y en cuanto a mi propuesta de alianza contra los kin? —preguntó.

—¡Ah!, sí, se me olvidaba. Lamento tener que decirte que no puedo tomarla en consideración. Hace ya dos semanas que firmé un tratado de paz con los kin y debo mantenerlo. El kan siempre cumple su palabra.

En efecto, así había sido. Mientras el embajador del imperio song desesperaba, los mongoles y los kin habían firmado la paz a cambio del pago por estos últimos de un fuerte tributo.

Hue-ta no esperó ni un solo instante. Pidió permiso al kan para regresar a China y se marchó de vuelta a Hang-chu. Pocas semanas después, los kin se negaron a pagar el tributo acordado y el kan ordenó a Muhuli que reiniciara la guerra.

A comienzos del verano del año de la rata toda la corte se trasladó a Karakorum. Seguía siendo una ciudad de tiendas de fieltro pero ya había algunos edificios de adobe, piedra y madera. Tatatonga había ordenado la construcción de un palacio en el que se depositaran las riquezas conseguidas en las campañas de China. Por fortuna pude lograr que me trajeran desde la lejana Pekín algunos objetos de mi casa, sobre todo un biombo de madera laqueada en el que había un dibujo que representaba los movimientos de los cuerpos celestes. Para mí era muy preciado y gracias a que no tenía demasiado valor para los mongoles, fue una de mis pocas pertenencias que no habían sido saqueadas tras la toma de la capital.

Karakorum se convirtió en centro de atracción de mercaderes, y hasta allí llegó una caravana de súbditos del sha de Jwarezm cargada de perfumes, joyas, alfombras, porcelanas y miel. Era éste un gran imperio que se había gestado en las tierras de occidente, más allá de la gran cordillera del Altai. Las tierras al sur del lago Baljash, entre Jwarezm y el territorio de los uigures, habían sido conquistadas por mis antepasados kitanes huidos de China tras la invasión de los jürchen. Allí fundaron el reino de kara-kitán con capital en la ciudad de Balasagún, al sur del lago Baljash. Ye-Liu Ta-che, un homónimo y antepasado mío que los dirigía, conquistó la bella ciudad de Samarcanda y fundó una dinastía de soberanos kitanes, muchos de los cuales se convirtieron al cristianismo y reinaron con nombres cristianos. Fueron reconocidos por los uigures, que proclamaron a su rey como gurkán. Desde esas bases sometieron Rasgaría, Transoxiana y Jwarezm. Así se mantuvieron las cosas hasta que los joresmios musulmanes se rebelaron contra los kara-kitán y los arrojaron de Jwarezm. Se hizo entonces con el poder el sha Muhammad ad-Din, que se negó a pagar tributo y ocupó Bujara y Samarcanda. La población musulmana de estas ciudades, abrumada por los impuestos a los que estaba sometida por los kara-kitán, acogió al sha como libertador y se le entregó sin condiciones. Pero Muhammad ad-Din incurrió en graves abusos contra los que lo habían aclamado, las masas de ambas ciudades se rebelaron contra sus nuevos señores y acabaron con las guarniciones joresmias; muchos soldados de Jwarezm fueron horriblemente mutilados, cortados en pedazos y sus miembros expuestos en las puertas y en los mercados.

Por su parte, el intrépido Guchulug, el kan de los naimanes que había escapado de la persecución de los mongoles, se casó con una hija del gurkán de los kara-kitán y en lugar de ayudar a su suegro se apoderó del tesoro que se guardaba en la ciudad de Urgand y tras su muerte se hizo coronar nuevo gurkán por los nobles de kara-kitán. Guchulug aprovechó las guerras que sostenía Gengis Kan en China para asegurar sus fronteras orientales, rechazar a los joresmios hacia el oeste y someter a los principados independientes del Turkestán. Pero cometió el error de dejar que los budistas y los cristianos nestorianos acosaran a los musulmanes, que constituían la mayoría de la población. Guchulug capturó al gobernador de la ciudad de Almalik y la asedió. La defensa de la fortaleza quedó en manos de la esposa del gobernador, que era además nieta de Gengis Kan, la cual solicitó ayuda a su abuelo.

Dos tumanes dirigidos por Jebe fueron enviados hacia occidente con la orden de levantar el asedio de Almalik, ayudar a los musulmanes perseguidos y restaurar la libertad de culto. Jebe invadió las regiones de Semiretchie y Sinkiang y persiguió a Guchulug, que había huido al enterarse de la llegada de los mongoles, desde Kasgar a través del Pamir hasta Sarikol, en Badakshán, donde con la ayuda de la población local lo capturó y lo ejecutó. La cabeza de Guchulug fue enviada a Gengis Kan y con ella mil caballos «de morro blanco», los más afamados de Asia. Todas las tierras que habían pertenecido a los kara-kitán se incorporaron voluntariamente al Imperio mongol y diez mil guerreros kara-kitán se sumaron al ejército del kan. El sha de Jwarezm aprovechó la coyuntura, lanzó de nuevo a sus ejércitos contra Transoxiana y conquistó todas las grandes ciudades de esta rica región. Desde entonces hubo una frontera común entre los dominios del gran kan y los del sha Muhammad.

Los embajadores joresmios eran mercaderes y vendían sables finamente forjados de perfil curvo, muy apropiados para las cargas de caballería, adornos para las mujeres, vasos de cristal, tapices, alfombras y sedas. Las grandes rutas comerciales entre Oriente y Occidente habían estado en manos de los uigures, pero ahora éstos eran vasallos de Gengis Kan. La alianza entre ambos pueblos se había ratificado mediante el matrimonio de una hija del kan con Kao-tchang, rey de los uigures. Los mercaderes musulmanes querían firmar un tratado por el cual todas las rutas permanecerían transitables para las caravanas; no estaban dispuestos a sufrir nuevas pérdidas. El kan los acogió con agrado y los trató como si fueran una misión diplomática. Los regalos que le presentaron ya no lo impresionaban, pues era dueño de riquezas que ninguno de esos comerciantes hubiera podido siquiera soñar. Le agradaba hablar con ellos, siempre a través de algún intérprete, y conocer cómo eran los países que se extendían más allá del Altai, aquéllos en cuyos bordes había estado tan sólo una vez, la que en compañía de Wang Kan persiguió a los naimanes y dio muerte a su kan Buriyuk.

Soñaba con nuevas conquistas, pero también debía gobernar un imperio. Tenía cincuenta y cuatro años y su extraordinaria fortaleza no lo había abandonado. Los cuatro hijos de su matrimonio con Bortai, los únicos a los que reconocía como herederos, estaban ya suficientemente preparados para relevarle en caso de que fuera necesario. Jochi dirigía las partidas de caza, Chagatai aplicaba la Yassa con severidad y justicia, Ogodei presidía el consejo y Tului era el jefe del ejército. Los cuatro tenían muchas mujeres e hijos. Hacía tiempo que el gran kan era abuelo, pero fue este año cuando nació el que sería su nieto predilecto. Era hijo de Tului y de su esposa Sorjatani y le pusieron por nombre Kubilai. Nació en Karakorum y todos los chamanes predijeron que ese niño estaba destinado a realizar grandes obras. Cuando escribo estas líneas el príncipe Kubilai tiene veintiséis años y es uno de los más preclaros descendientes de Gengis Kan. En ciertos aspectos, su carácter, su fuerte personalidad y su capacidad de mando me recuerdan a los del gran kan. Quizá le falte todavía experiencia, pero no tengo dudas de que pronto este príncipe dará días de gloria a los mongoles.

Jochi derrotó a los últimos merkitas y acabó por someterlos, pero pidió clemencia al kan para con el único hijo de Togtoga Beki que quedaba vivo, pues el primogénito de Temujín admiraba la destreza en el manejo del arco que este príncipe había demostrado. Gengis Kan no aceptó la petición de Jochi, quien sintiéndose desautorizado por su padre se dirigió hacia el norte para atacar a los kirguises.

Aquel invierno murió Tatatonga. Sus funerales fueron presididos por el kan en persona, que quería resaltar así el respeto que le merecía este uigur que fue su primer canciller y quien sentó las bases de la administración del Imperio mongol. Es cierto que Tatatonga fue un hombre irónico, pendiente siempre de conservar su poder y su influencia en la corte de Karakorum, pero era un excelente diplomático, extraordinariamente hábil en la negociación y sumamente experto en cuestiones políticas. Hizo de una parcela de desierto una ciudad y fue el primero que dio un tinte civilizado a las hordas del Gobi.

Para suceder a Tatatonga el kan nombró a Cinkai, un cristiano nestoriano de raza keraíta que había aprendido junto al primer canciller todos los secretos de la política y la administración.

—He pensado en ti para ocupar el cargo de canciller —me comunicó poco antes de efectuar ese nombramiento—, pero tú sólo llevas poco más de un año en la corte y Cinkai me ha servido fielmente y con eficacia desde hace más de diez.

—Vuestra elección ha sido acertada, majestad —le dije.

—Sabes que me gusta premiar la lealtad —concluyó.

Gengis Kan envió una embajada al sha de Jwarezm; la misiva tenía carácter comercial y no pretendía sino establecer contactos mercantiles y devolver la visita que había recibido meses antes. En aquellas semanas, el gran kan estaba ensimismado con su nietecito Kubilai. Apenas tenía el niño un año y el kan ya lo paseaba en su caballo por todo el campamento mostrándolo con orgullo a sus hombres. Aquél fue el único período en la vida de Gengis Kan en el cual se comportó como un verdadero abuelo, siempre pendiente de su nietecito, al que hacía tales carantoñas que nadie que lo hubiera visto habría adivinado que ese hombre complaciente y juguetón era el mismísimo conquistador del mundo.

Los embajadores regresaron de Jwarezm un tanto apesadumbrados.

—El sha es un hombre soberbio y orgulloso. Su imperio es muy extenso y rico. Posee muchos caballos veloces y hermosos, decenas de grandes ciudades ricas en artesanías y mercados y un ejército que, según hemos podido constatar, supera al nuestro en cuatro a uno.

Así es como relataba la visita a Jwarezm el jefe de la misión diplomática.

—Ahora no importa eso. Me interesa saber si está dispuesto a mantener relaciones comerciales y a permitir que los mercaderes de ambos imperios circulen con sus mercancías libremente —dijo el kan.

—Sí, majestad, ha firmado el tratado, pero antes de dar su consentimiento nos hizo muchas preguntas. No sabía nada de estas tierras y cree que todo lo que está fuera de las fronteras de su imperio es tierra de bárbaros. Nos considera inferiores a él, y por su actitud me parece que nunca consentirá en tratarnos como a iguales.

—Tienes razón —aseguró Temujín—, no nos conoce.

Entre tanto, Muhammad ad-Din proseguía sus campañas para incrementar el dominio del imperio de Jwarezm. Su osadía llegó a tal extremo que aun siendo musulmán se atrevió a declarar que el califa de Bagdad era un usurpador y se encaminó hacia esa ciudad para deponerlo. El califa, muy asustado, sólo tenía un recurso para defenderse. Aconsejado por los imanes y por el patriarca nestoriano de Bagdad, envió un mensaje pidiendo ayuda a Gengis Kan. Los cristianos que viven en tierras musulmanas creían, como aún siguen creyendo, que Gengis Kan era un soberano cristiano, sin duda porque el emblema del halcón con las alas desplegadas que porta el estandarte de los borchiguines se asemeja a la cruz que usan los nestorianos como símbolo de su identidad religiosa.

Los caminos entre Bagdad y el Imperio mongol estaban controlados por los soldados de Muhammad, y en consecuencia el mensaje podría ser fácilmente interceptado por las patrullas joresmias. Había que buscar un método que burlara esa vigilancia y un consejero del califa lo encontró. El mensaje se escribió sobre la piel de un mensajero al que se le rapó el cráneo y sobre él se grabó al fuego con una punta de hierro al rojo. El portador de semejante misiva tuvo que aprenderse de memoria lo que sobre su piel se había escrito y en cuanto le creció el pelo y se ocultaron las letras del mensaje partió hacia las tierras del gran kan. Una patrulla mongol de frontera se encontró a un viajero desarrapado y casi muerto de hambre y sed que decía ser portador de un mensaje del califa de Bagdad para el gran kan. El mensajero, que no despertó ninguna sospecha, fue trasladado de inmediato a Karakorum.

Nuestra sorpresa fue enorme cuando aquel hombre nos dijo que traía el mensaje del califa grabado bajo su pelo. Sin perder tiempo se le afeitó la cabeza y Mahmud Yalawaj, el consejero musulmán, leyó lo que en caracteres árabes se le había escrito en Bagdad. El califa y el patriarca pedían de manera desesperada ayuda al gran kan y lo exhortaban a salvar la ciudad del acecho a que la tenía sometida el maligno Muhammad, al que calificaban como hijo del demonio y como hombre cruel y déspota. El correo informó sobre cómo era la ciudad de Bagdad, a la que describió como «la más grande, rica y maravillosa del mundo». La crueldad del sha Muhammad repugnaba a Gengis Kan, pero el comercio iba bien entre ambos imperios y no quería interferir, por lo que no prometió ninguna ayuda. Además, Muhuli continuaba la guerra en China y solicitaba refuerzos.

Poco después Muhuli se presentó en Karakorum. Habían transcurrido dos años desde la toma de Pekín y el conquistador de China regresaba ante el kan para poner este imperio a sus pies. Hacía dos años y medio que ambos amigos no se veían, y el encuentro de los dos formidables guerreros fue emocionante. El kan ordenó que se formara una guardia de honor y que varias millas antes de Karakorum se plantaran postes con banderas blancas en homenaje a Muhuli. El kan esperaba a la entrada de su tienda, rodeado de sus hijos, generales, nietos, consejeros, mujeres, chamanes y sacerdotes de todos los credos que se profesaban en la emergente ciudad. Muhuli, que por entonces contaba con cerca de sesenta años, entró en la ciudad entre las aclamaciones de las miles de gargantas que se habían concentrado para presenciar el retorno de uno de los legendarios «Cuatro Héroes». Cuando llegó ante el kan, el oerlok saltó del caballo con la agilidad de un muchacho y se postró de rodillas ante su señor. Gengis Kan lo cogió por los hombros, lo obligó a incorporarse y lo abrazó con efusión.

—Sé bienvenido a Ordu-balik, Muhuli.

—Ha pasado mucho tiempo, mi señor.

—No por ti, mi buen amigo, no por ti.

—Te traigo el Imperio kin —asentó Muhuli orgulloso—. Después de Pekín conquistamos Ta-ming y Tong-kuan; todo el norte de China es tuyo. Sólo la provincia de Ho-nan está bajo dominio de los Jürchen, pero no tardará mucho tiempo en caer.

Una memorable fiesta siguió al encuentro entre los dos viejos amigos. Muhuli era realmente un ser formidable. Su valor sólo era equiparable a su prudencia, y a pesar de no haber recibido ninguna formación política ni administrativa, se descubrió como un hábil gobernante.

Una de aquellas noches el kan yacía con su esposa Yesui. La katún lo había satisfecho. Temujín descansaba tumbado a su lado y mantenía los ojos cerrados. En el centro de la tienda crepitaban al fuego unos leños de pino.

—¿Duermes, esposo? —le preguntó Yesui.

El kan abrió sus párpados y movió la cabeza.

—Sólo pensaba —le contestó.

—¿Qué es lo que te aflige?

—La muerte.

—Has vivido para la batalla, has atravesado las más altas montañas y cruzado los más anchos ríos y sólo has pensado en luchar y en vencer para gobernar el mundo. Pero incluso tú, mi dueño y señor, has de morir.

—He buscado por todas partes a quien pudiera darme el don de la eternidad; se lo he pedido a Tengri desde las cimas de montañas que rascaban el cielo, pero mi vida se irá; tal vez no esté muy lejos el día en el que mi espíritu acuda a reunirse con los de mis antepasados.

—Si estás convencido de ello, si ves la muerte como inevitable, ¿qué harás con tu imperio? Tu reino es un gran árbol lleno de ramas, si lo dejas caer, vendrán tus enemigos de todas partes para hacer astillas con las que alimentar el fuego de sus hogares.

—El Imperio seguirá viviendo cuando yo muera. Sé que no soy inmortal, sé que no puedo lograr la inmortalidad, pero también sé que puedo hacer que mi obra sí lo sea.

—Tienes cuatro hijos herederos, los cuatro valerosos y capaces. ¿No crees que ha llegado el momento de designar a un sucesor? Si no resuelves esta cuestión antes de morir, es probable que el imperio que pretendes que sea inmortal perezca contigo.

—¿Eso es lo que crees que debo hacer?

—Es lo que todos pensamos, pero sólo yo me atrevo a decírtelo. Lo piensan tus generales, tus esposas e incluso tus hijos. Promulga un decreto por el que uno de ellos sea proclamado tu sucesor. Hazlo pronto o a tu muerte estallarán serios conflictos entre tus herederos.

Por primera vez en su vida, Gengis Kan sintió la necesidad de otorgar a cada uno de sus hijos un ulus. Sabía que el Imperio mongol debía continuar unido a su muerte, pero era consciente de que tan inmensos territorios no podían ser gobernados por una sola persona sin la ayuda de otros. Él mismo había sufrido en sus propias carnes las consecuencias de la ambición por el poder; si no quedaban las cosas claras, una vez que él faltara podrían estallar conflictos internos entre su pueblo, y el imperio que había construido se desharía como el azúcar en una taza de té hirviendo.

Atendiendo a las razones de Yesui, Gengis Kan me confesó que estaba meditando sobre la idea de nombrar sucesor en el kanato a uno de sus hijos.

—Los cuatro tienen cualidades, pero ninguno de ellos es superior a los demás. Jochi es orgulloso y posee excelentes dotes de mando, más su carácter es demasiado retraído y distante. Chagatai es justo y recto, sin embargo temo que sea exigente en exceso. Ogodei tiene el carácter más afable de los cuatro y sabe ganarse como nadie a la gente, aunque es el menos enérgico. Tului es un guerrero formidable, pero quizá demasiado impetuoso. Como ves, Ye-Liu, la decisión no es fácil.

—Tenéis razón, majestad, los cuatro poseen cualidades que por sí solas serían suficientes para investir a cualquier monarca, pero lo más importante es evitar que estalle la guerra entre ellos a vuestra muerte. Creo que si los cuatro se pusieran de acuerdo en un candidato, la cuestión sería mucho más fácil.

—¿Qué me recomiendas?

—En estos momentos están aquí todos los oerloks y vuestros cuatro hijos, sería una excelente ocasión para convocar un kuriltai en el que se decidiera quién os sucederá en el trono. Creo que lo más oportuno será provocar que ellos hablen y opinen, así habrá muchos más elementos de juicio. E incluso es probable que se pongan de acuerdo en señalar a uno de ellos sin que vuestra majestad intervenga.

—Sí, tienes razón —reflexionó el kan—. Cara a cara tendrán que sincerarse.

En la asamblea en la que se iba a designar el sucesor sólo estábamos presentes los oerloks, los jefes de clan, los consejeros y los cuatro hijos de Temujín y Bortai. El kan, sentado en su trono, tenía el rostro serio y una sombra parecía ennegrecer sus brillantes ojos.

—Mi esposa, la katún Yesui, me ha dicho que todos vosotros estáis hablando a mis espaldas sobre la necesidad de designar un sucesor a este trono en el que me siento. Todos pensáis que es urgente, pero nadie, salvo Yesui, se ha atrevido a decírmelo. Yo casi había olvidado que soy mortal y que he de seguir la senda de los muertos. De este kuriltai ha de salir mi sucesor, y antes de que eso se decida quiero saber vuestra opinión.

El kan alargó su mano y un sirviente le ofreció una copa de kumis. Bebió despacio, deleitándose con el agrio sabor, y continuó:

—Tú, Jochi, eres el mayor, habla.

Antes de que Jochi pudiera decir una sola palabra, Chagatai se adelantó y dirigiéndose a su padre le dijo:

—Antes de que hable Jochi ya has hablado tú. Le has citado en primer lugar. ¿No es acaso una designación? Si eso piensas, ¿cómo crees que los mongoles vamos a dejar que sea un «merkita» quien nos gobierne?

Chagatai había dicho lo que nadie se atrevía siquiera a pensar; les recordaba a todos que la paternidad de Jochi no estaba clara y que esas dudas lo inhabilitaban para reinar.

Jochi, con los ojos como puñales y el rostro enrojecido por la ira, saltó como una pantera hacia Chagatai, lo cogió por el cuello de la chaqueta y le dijo:

—Nuestro padre nunca ha establecido ninguna diferencia entre nosotros. Tú, en cambio, quieres que exista. ¿Te consideras superior a mí?; sólo lo eres en crueldad. Yo lanzo las flechas más lejos que tú, y me he jugado la vida en las batallas peleando en primera línea mientras tú te quedabas en la retaguardia. Luchemos y que sea en el combate donde se decida quién es el mejor.

Chagatai cogió a Jochi por las solapas y ambos comenzaban a zarandearse cuando Bogorchu sujetó a Jochi y Muhuli hizo lo propio con Chagatai. El kan seguía sentado, observando en silencio el enfrentamiento entre sus dos hijos como si aquello no le incumbiera.

Entonces, rompiendo el tenso silencio que casi podía mascarse, intervino el viejo chamán Koko Chos, que estaba a la izquierda del kan.

—Chagatai, te has apresurado a hablar y has cometido un error. Antes de que nacieras, tu padre había puesto en ti toda su esperanza. En aquella época nuestra nación estaba en guerra; nos matábamos hermanos a hermanos. Estábamos rodeados de enemigos, pero no nos dábamos cuenta de que nuestros mayores enemigos éramos nosotros mismos. Tu madre fue entonces uno de nuestros pilares. Con tus palabras has agriado el corazón de la santa katún Bortai. Tú y Jochi habéis nacido del mismo vientre y os habéis alimentado de la misma sangre en las mismas entrañas. Tu madre y tu padre sufrieron como nadie para conseguir que ahora seamos una gran nación, la más poderosa y noble de la tierra. Si murmuras contra tu madre, si afrentas a tu padre, ¿de qué te servirá ser kan? Los dos han dado todo por vosotros: han sudado sangre, han dormido sobre el suelo, han apagado su sed con su propia saliva y han comido despojos. Os han criado y os han convertido en hombres. Tu madre ha sufrido mucho para veros ahora felices. La katún Bortai tiene el corazón claro como el sol y limpio como las aguas de los lagos.

Gengis Kan intervino entonces con suavidad pero con contundencia.

—Chagatai, ¿cómo te atreves a decir eso de Jochi? Él es el mayor de mis hijos y sobre este asunto no se hablará más.

Chagatai sonrió con ironía.

—No hablaré de la fuerza ni de la destreza de Jochi, pero no se puede cobrar la piel de una pieza con palabras. Yo soy el mayor de tus hijos, y si reconoces a Jochi, él también lo es. Unidos los dos es como mantendremos el poder que tú has forjado. Pero si uno de los dos no cumple el acuerdo, entonces que muera partido de un tajo.

Chagatai, sabedor de que su táctica inicial de acusar a Jochi de ilegítimo había fracasado, se volvió hacia Ogodei y siguió:

—Ogodei es sincero. Nosotros dos nos hemos enfrentado, pero él se ha mantenido al margen de nuestras querellas. Si tú le transmites la majestad, yo lo aceptaré.

—Chagatai propone a Ogodei para que me suceda y renuncia a sus derechos, ¿qué opinas tú, Jochi? —le preguntó el kan.

—Chagatai ha hablado bien. Que sea Ogodei el elegido.

—La tierra es ancha y grande; los dos recibiréis extensos territorios que gobernar. No permitáis que las gentes os desprecien y que se burlen de vosotros. Hace tiempo Altan y Juchar no cumplieron su palabra. Ellos me propusieron como kan renunciando a sus derechos y me juraron fidelidad, pero luego se volvieron contra mí e incumplieron sus juramentos. Nunca hagáis eso con vuestro hermano. Y tú, Ogodei, ¿qué dices?

—Sabes, padre, que acataré lo que me ordenes. Seré diligente en todo cuanto convenga al Imperio —intervino Ogodei.

—Faltas tú, Tului. ¿Qué piensas?

—Yo estaré siempre al lado de mi hermano. Le recordaré lo que él olvide, despertaré en él lo que se duerma, le guardaré la espalda en el combate y lucharé a su lado.

—Sea. Ogodei me sucederá como kan y todos deberéis prestarle acatamiento cual si fuera yo mismo.

En aquel kuriltai Gengis Kan otorgó los ulus a sus hijos. Jochi recibió las estepas del norte, las tierras de los kirguises y de los turcos kipchakos, a Chagatai le entregó el reino de los kara-kitán y el territorio de los uigures, a Ogodei la Mongolia occidental y a Tului, por ser el menor, el título de odchigín y las tierras patrimoniales de la familia en los ríos Onón y Kerulén.

Finalizado el kuriltai, Muhuli pidió volver a China para continuar la conquista. Gengis Kan aceptó los deseos de su general y le concedió los títulos chinos de Kuo-Wang, «príncipe del Estado», Ti-shih, «gran preceptor imperial», Tu-hsing-sheng, «comandante general regional», y Ping-ma Tu-yüan-shuai, «comandante en jefe de la infantería y la caballería». Nunca antes un kan había honrado tanto a uno de sus generales. El kan le encomendó el gobierno de China y lo hizo con tal confianza que no necesitó volver nunca más. China era suya, Muhuli lo representaba y eso era más que suficiente.

En el oeste las cosas comenzaban a complicarse. El sha Muhammad realizó una incursión contra los turcos kipchakos y Gengis Kan se vio obligado a enviar dos destacamentos al mando de Jochi y Subotai. Se produjo una batalla en el río Irgis en la que vencieron los mongoles, pero la derrota predispuso al sha en contra de cualquier nuevo pacto. Dos grandes imperios se encontraban ahora frente a frente, y siempre que ocurre esto la guerra es tarde o temprano inevitable.

—Ese Muhammad es un hombre muy ambicioso. Mis informadores me dicen que planea la conquista de todas las tierras entre el mar occidental y el Altai. Si lo consigue, no dudo que el siguiente golpe lo dirigirá hacia el territorio de los uigures. Son nuestros vasallos, y sí lo hace deberemos enfrentarnos —me confesó el kan.

—Sus dominios son muy extensos y parece que su poder es grande, pero nos separan montañas y desiertos —le dije.

—Nunca fueron un impedimento insalvable para nosotros. Quizá no lo sean tampoco para ellos.

—Los joresmios no son nómadas, majestad; la mayor parte vive del comercio, de la artesanía y de la agricultura. Los pueblos que se dedican a esas actividades son menos belicosos que los nómadas.

Gengis Kan me miró, sonrió y dijo:

—Tu sinceridad me sorprende cada día. Nadie se hubiera atrevido a decirme esto.

—Yo he vivido siempre en una ciudad y creo que los ciudadanos pretendemos la paz antes que cualquier otra cosa. Aunque os aseguro, majestad, que ciertos barrios de Pekín son más peligrosos de noche que la mismísima estepa en pie de guerra. Es por eso que los ciudadanos buscan refugio en sus casas y se aferran a sus propiedades. Si el comercio funciona bien y les proporciona ganancias, los joresmios jamás irán a la guerra.

—Subestimas la capacidad de un jefe para cambiar la voluntad de sus súbditos.

—Eso ocurre pocas veces. Casi siempre triunfa la razón superior que sólo rige el destino.

—Si es como dices, enviaré una delegación comercial a Jwarezm. Los mercaderes uigures no cesan de rogarme que les permita ampliar los lazos comerciales con las ciudades del oeste. Enviarlos allí es la única manera que tengo de quitármelos de encima —afirmó el kan.

Una caravana al mando del noble Ujuna, compuesta por ciento cincuenta hombres, casi todos mercaderes uigures, y el doble de camellos salió hacia el oeste desde Karakorum cargada con lingotes de plata, jade y pieles. Un salvoconducto con el sello del gran kan garantizaba su seguridad. Su destino era la ciudad de Samarcanda, la más rica del Imperio joresmio. Pasaron varios meses sin que hubiera ninguna noticia de los mercaderes. Habían llegado al último puesto fronterizo mediado el verano y desde allí habían atravesado los pasos montañosos entre la cordillera de Tian Shan y las altas tierras del Pamir.

Aquella mañana era soleada; uno de esos días otoñales en los que el viento en calma, el sol radiante y la ausencia de humedad confieren a la estepa una agradable sensación. El Consejo estaba reunido en la tienda de Ogodei. Varios consejeros y generales, mientras esperábamos al kan, comentábamos las últimas noticias que Muhuli había remitido desde China. Muhuli continuaba su marcha victoriosa. Acababa de conquistar las ciudades de Tai-yuan y Ping-yang, en la provincia de Chan-si, había logrado que la mayor parte de los kitanes y los chinos se pasaran al lado mongol, abandonando a los jürchen, y preparaba una incursión en el norte, en el reino de Corea, cuyo soberano había prometido someterse al gran kan.

—Muhuli es un hombre afortunado. Quién pudiera estar como él en los campos de batalla de China haciendo la guerra, cortando cabezas de esos malditos jürchen y conquistando sus fortalezas. En cambio, aquí estamos nosotros, viendo pasar los días sin otro aliciente que la caza y las mujeres —protestó Bogorchu.

—No es ésta una mala vida —le dije.

—No para un «sabio» como tú, pero sí para un guerrero. Si un guerrero no hace la guerra, ¿qué le queda? Yo no he nacido para envejecer sentado a la lumbre de un fuego. Quiero cabalgar al lado de mis compañeros, luchar junto a ellos y derrotar a nuestros enemigos. Esto es lo que me enseñó Temujín. No sabría ni podría hacer otra cosa —me respondió.

—Luchar es magnífico, pero alguna vez se acabará la guerra —intervino en mi ayuda el príncipe Ogodei.

—Sólo cuando el último de nuestros enemigos esté muerto y sus mujeres calienten nuestras camas —asentó Bogorchu entre carcajadas.

—Y entonces, Bogorchu, ¿qué harás?, ¿contra quién combatirás cuando ya no te quede ni un solo enemigo vivo? —preguntó Ogodei.

El impulsivo Bogorchu no supo qué decir. Todos los consejeros alabaron el ingenio del heredero de Temujín.

—Sin enemigos ya no serías un guerrero —se burló Subotai.

—Siempre seré un guerrero —aseguró Bogorchu.

En ese momento entró el kan. Todos nos levantamos de nuestras sillas y nos inclinamos ante su persona. Lo acompañaba el canciller Cinkai. Los rostros de ambos parecían contrariados.

—Sentaos. Han llegado malas noticias —manifestó el kan.

—¿Se trata de Muhuli, padre? —preguntó Ogodei.

—No, no. Muhuli sigue conquistando ciudades y provincias en China. Las malas noticias provienen del oeste. Acaba de llegar un esclavo que formaba parte de la caravana que enviamos unos meses atrás a Samarcanda. Dice que fueron apresados por soldados del sha Muhammad en la ciudad de Otrar, a orillas de un gran río que llaman Sir Daria. Los retuvieron en esa ciudad y los acusaron de ser espías. Allí estuvieron encerrados, pese a mostrar mi salvoconducto, hasta que el sha dispuso que fueran ejecutados. Les cortaron la cabeza a todos. Este esclavo es el único que pudo escapar, ocultándose bajo unas esteras. Volvió hacia el este e informó de lo sucedido en el primer puesto fronterizo que encontró, desde donde lo enviaron aquí de inmediato.

—Sabía que no podíamos fiarnos de ese perro. Preparemos el ejército y vayamos contra él. Semejante afrenta no puede quedar impune —clamó Bogorchu.

—Es preciso ser prudentes. No podemos precipitarnos —señaló el kan.

—Esa caravana portaba un salvoconducto tuyo. Un ataque contra ella es como contra tu propia persona —alegó Bogorchu.

—No estamos seguros de lo que ha pasado. Tal vez haya sido una decisión de un gobernador local que ha obrado por su cuenta con el fin de quedarse con las mercancías. Es preciso asegurarse antes de actuar.

—Pero era tu sello —protestó Bogorchu.

—No se hable más. Me cuesta creer que el sha haya podido cometer un acto de semejante bajeza. Enviaremos una embajada a Samarcanda y le pediremos que castigue al culpable; en caso contrario haremos lo que tú deseas, Bogorchu: iremos a la guerra.

Un alto funcionario y varios emisarios de la corte de Karakorum salieron hacia Samarcanda para cumplir cuanto antes con las órdenes del kan. La embajada tardó cinco meses en volver.

Los embajadores regresaban horriblemente desfigurados. Uno de ellos expuso ante el Consejo lo ocurrido.

—Nos recibieron con hostilidad, pese a que mostramos el salvoconducto con vuestro sello. El propio sha Muhammad nos recibió en su palacio de Samarcanda, pero nos trató como a perros. Cuando le hicimos saber que el ka kan exigía que se castigara al culpable del asesinato de los mercaderes, montó en cólera. Gritó como un poseso que él no daba explicaciones de sus actos a nadie, y que no había ningún hombre sobre la tierra que pudiera pedirle que justificara sus decisiones. Él mismo nos golpeó con su bastón y nos pateó hasta hartarse. Después nos llevaron a un patio donde ante nuestros ojos decapitaron al jefe de nuestra delegación. A los demás nos quemaron las barbas y los bigotes, nos arrancaron el pelo de la cabeza a tirones y nos cortaron los dedos de las manos, acusándonos de ser espías. Nos quitaron cuanto llevábamos y nos devolvieron a la frontera.

Aquel hombre tenía el rostro todavía en carne viva. Había perdido todo el pelo y se cubría la cabeza con vendas untadas con grasa y ungüentos. En el extremo de sus brazos nos mostró dos muñones. El gran kan se levantó del trono henchido de toda su majestad; en su rostro tranquilo sólo sus ojos destilaron una ira incontenible.

—No sabe lo que ha hecho ese sha, no sabe lo que ha hecho —musitó tan bajo Temujín que sólo los que estábamos muy cerca de él pudimos oírlo.

La mirada del kan era tan terrible a la vez que serena que al contemplar sus ojos sentí que los pelos se me erizaban, y un escalofrío me recorrió el cuerpo de arriba abajo como si un gigante me hubiera partido en dos mitades con una espada de fuego.

El sha Muhammad había subestimado a Gengis Kan. Sabedor de su enorme poderío militar y económico, no había considerado las amenazas de guerra y se había reído de los embajadores. Para los mongoles, la persona de un embajador es sagrada, más aún que la de un príncipe. El sha de Jwarezm había actuado de una manera tan irresponsable que no tardaría en sufrir las consecuencias de la venganza de Gengis Kan.

Mediada la primavera del año del tigre, todos los consejeros y generales fuimos convocados a una asamblea. Gengis Kan la presidía desde el mismo trono de oro y piedras preciosas en el que antaño se sentara el emperador kin en la sala de audiencias del palacio imperial de Pekín.

—El sha de Jwarezm ha respondido a nuestro requerimiento asesinando a nuestro embajador y ultrajando a sus compañeros. Sólo hay una respuesta: guerra.

El kan pronunció estas palabras vestido con armadura de combate, escoltado por dos portaestandartes con el bunduk de nueve colas de caballo y el guión de los borchiguines. Se había afeitado el cráneo dejándose dos gruesos mechones recogidos en dos coletas trenzadas de las que pendían dos plumas de halcón.

La proclamación de la guerra se hizo de la forma más solemne. El kan subió a la cima de una montaña cercana y derramó un chorro de kumis como ofrenda a Tengri. Decenas de correos salieron de Karakorum en todas las direcciones. Una única orden contenían aquellos mensajes: todos los hombres de edades comprendidas entre los diecisiete y los sesenta años deberían equiparse para la guerra y estar listos para acudir a la llamada del gran kan. Nadie preguntó a dónde, ni contra quién. Todos acataron las órdenes y comenzaron a reclutar a los hombres para la guerra. Las sencillas pero eficaces fraguas de los nómadas no descansaron ni de día ni de noche fundiendo puntas de flecha, espadas, anillos y placas de hierro para fabricar cotas de malla, corazas y cascos.

En los meses siguientes, a los mongoles se unieron los salvajes jinetes kipchakos, los hábiles guerreros uigures, los veteranos infantes chinos y los magníficos regimientos de caballería kara-kitán. Desde China, Muhuli envió una sorpresa. Varios ingenieros chinos habían adaptado los fuegos artificiales que se disparaban en las fiestas para usos de guerra y Muhuli había creado un cuerpo de artillería en el que la pólvora se empleaba para lanzar piedras y fuego sobre las fortalezas. Es éste un invento diabólico. Hacía mucho tiempo que en China se conocía la pólvora, pero sólo se usaba para fabricar petardos y bombas para las fiestas. Ahora se emplea como arma de guerra pero creo que no pasará mucho tiempo antes de que las armas de pólvora se impongan a los sables y a los arcos.

El gran kan estaba orgulloso. De todo su imperio llegaban mensajes acatando sus órdenes; sólo uno de sus súbditos se había negado a obedecerle. No era otro que el rey de Hsi Hsia. Gengis Kan se irritó al enterarse de la negativa de su vasallo a acudir a su llamada y quiso castigarlo, pero pensó que podía esperar. Era prioritario vengar a los embajadores torturados y muertos en Jwarezm; ya habría tiempo para volver sobre el rey tanguto y acabar de una vez por todas con él.