18. Mi encuentro con el gran kan

Gengis Kan se instaló en un oasis a orillas del lago Dolon-Nor, a medio camino entre Pekín y Mongolia, un lugar lo suficientemente lejano de China como para prever cualquier ataque desde el Imperio, aunque a una distancia que permitía realizar nuevas incursiones.

Pero los jürchen no estaban en condiciones de realizar ningún contraataque. El emperador kin, angustiado ante la posibilidad de un nuevo asedio, abandonó Pekín acompañado por el generalísimo Kao-chi. La corte se trasladó más al sur, a Kai-fong, a orillas del río Amarillo, en la rica provincia de Ho-nan. Esta ciudad ya había sido la capital de los song cuando los jürchen conquistaron Pekín. Huei-tsong, uno de los emperadores de esta dinastía, hizo de su palacio un museo, fundó una escuela de bellas artes y arregló la ciudad con extraordinarias construcciones, entre ellas una calle, la llamada Vía Imperial, de más de trescientos pasos de anchura, en cuyo centro había un carril limitado con barreras rojas que se reservaba en exclusiva al uso del emperador. Kai-fong fue ocupada poco más tarde por los kin, y Kao-tsong, su hijo y heredero, se instaló en Kien-Kang, desde donde logró conservar la mitad sur del antiguo gran imperio song.

Wu-lu-pu se limitó a publicar un decreto en el que decía: «Anunciamos a nuestros súbditos que cambiamos nuestra residencia a la capital del sur». Ésa era toda la explicación que el emperador kin daba a su pueblo para justificar su cobardía. En Pekín, para evitar dar la sensación de que la familia imperial huía ante la amenaza de los bárbaros, se quedaron el príncipe heredero y el general Wan-Yen, el segundo jefe del ejército. Pero el príncipe, aterrado por las noticias que llegaban de las fronteras y que indicaban que los nómadas se dirigían de nuevo hacia Pekín, también decidió marcharse de la vieja capital.

Aquel invierno los soldados y los caballos de Gengis Kan se recuperaron de las campañas anteriores, y con la llegada de la primavera tres ejércitos mongoles penetraron en China. Uno lo mandaba Subotai, otro Jebe y el tercero Muhuli. Los dos primeros asolaron el norte y el oeste, mientras el que dirigía Muhuli se lanzaba como una flecha hacia Pekín. Gengis Kan se quedó en el campamento de invierno en la retaguardia, en compañía de su amada Julán.

El abandono de la ciudad imperial por parte del príncipe heredero había causado una tremenda sensación en todo el norte de China. Regiones enteras quedaron sumidas en el caos y muchas provincias o se entregaron a los invasores sin resistencia o se proclamaron reinos autónomos. Las tropas que se mantuvieron fieles a los kin se enfrentaron en diversas escaramuzas a Muhuli, pero el oerlok de Temujín los derrotó hasta plantarse a las puertas de Pekín.

Durante toda la primavera permanecimos sitiados por los batallones de Muhuli. Dentro de los muros de Pekín habría en aquellos momentos medio millón de personas, pues la mitad de la población había huido siguiendo los pasos del emperador y de su hijo. Muhuli sólo contaba con medio tumán, unos cinco mil soldados mongoles, tres escuadrones de caballería tanguta y varios regimientos de infantería kitanes, ongutos y chinos. Eran muy pocos efectivos, y en condiciones normales la guarnición permanente de Pekín hubiera bastado para derrotarlos, pero era tal el desánimo que había cundido entre las tropas imperiales que aun superándolos en número no se atrevían a enfrentarse en campo abierto.

Pese a todos los problemas internos, el general Wan-Yen logró resistir varios meses. El emperador envió algunas tropas de socorro, pero todos los ejércitos fueron derrotados por los temibles escuadrones de Muhuli, integrados por formidables veteranos de guerra que no tuvieron problemas para desbaratar a los inexpertos soldados venidos desde el sur para enfrentarse a los terribles caballeros nómadas. Ni siquiera los expertos aurigas de los carros de guerra chinos fueron capaces de vencer a los compactos batallones de arqueros mongoles.

A principios del verano de aquel año del cerdo, el último de los ejércitos de socorro fue masacrado a unas pocas millas de Pekín. El emperador había equipado cuantas tropas había podido armar pero todos los contingentes habían sido derrotados. Los años continuados de guerra habían dejado a Pekín sin posibilidad de reponer las provisiones en los almacenes imperiales, y los suministros de alimentos comenzaban a escasear. Algunos comieron carne de cadáveres para poder subsistir. Sin ayudas y con el hambre comenzando a cundir entre los pekineses, la ciudad estaba perdida.

El honesto general Wan-Yen, ante la pérdida de toda esperanza de ser socorridos desde el exterior y, ante la asamblea de generales reunida para evaluar la crítica situación, propuso realizar una salida desesperada con todas las tropas disponibles. Si lograban sorprender a los mongoles, que sin duda no esperarían una reacción de este tipo, es probable que pudieran salvarse; en cualquier caso consideraba que aquélla era la única oportunidad. Su intrépida propuesta fue rechazada por todos los acomodados generales, que decidieron seguir resistiendo tras las murallas de Pekín. Wan-Yen, fracasado, abandonadas todas sus esperanzas, se retiró a su palacio. Pidió a sus criados papel, pluma y tinta y escribió una larga carta dirigida al emperador. En ella se autoculpaba de no haber podido defender la capital y de haber hecho dejación de su autoridad permitiendo que un grupo de cobardes generales incumplieran sus órdenes. Después reunió a todos sus sirvientes y les repartió sus riquezas. Se retiró a sus aposentos y, cuando caía la noche, en la soledad de su dormitorio, ingirió un fortísimo veneno que le había proporcionado su secretario.

El segundo jefe militar ni siquiera llegó a tomar el mando. Abandonó Pekín dejando a las mujeres del harén desamparadas ante los soldados de la guardia que, libres de toda autoridad y disciplina, se dedicaron a saquear el palacio y a violar a las nobles damas, algunas de ellas esposas e hijas del emperador. Cuando todo Pekín se enteró del suicidio del jefe militar de la plaza y de la huida de su sucesor, estalló una revuelta sin precedentes. Las calles de Pekín se convirtieron en un verdadero caos. La gente corría de un lado para otro perseguida por soldados ávidos de joyas y riquezas. De las casas de los más ricos se veía salir a grupos de soldados cargados con cuanto de valor podían arrastrar. Gritos de dolor y muerte se extendían por toda la ciudad entre un denso humo dulzón.

Yo pude parapetarme tras los altos muros de mi casa. Ordené a los criados que atrancaran la puerta y les repartí espadas y lanzas con la orden expresa de acabar con quien intentara entrar. Aunque era muy peligroso circular por las calles, me ceñí una espada y en compañía de seis criados bien armados salí hacia el palacio imperial. Por toda la ciudad se elevaba el humo de los diversos incendios que hacía el aire casi irrespirable. El desorden era absoluto. Cientos de cadáveres yacían por el suelo, algunos horriblemente mutilados.

Cuando llegué ante los muros de Palacio me encontré las puertas abiertas; nadie las protegía. En el interior, centenares de eunucos, esclavos y soldados lo saqueaban todo, apoderándose de los objetos de valor. El que otrora fuera espléndido palacio del «Hijo del Cielo» parecía ahora el esqueleto de lo que había sido. Tapices, cortinas, muebles, telas, todo había desaparecido arrancado de cuajo por los saqueadores. Corrí hacia la biblioteca y descubrí que todavía no la había alcanzado la vorágine de destrucción. Los libros estaban en sus correspondientes alacenas, pero nadie custodiaba las salas. Por el contrario, las oficinas imperiales sí que habían sufrido el vandalismo de los saqueadores y los pergaminos y legajos se desparramaban por el suelo. Intenté dar órdenes para que acabara esa sinrazón, pero nadie hacía caso. La única obsesión de aquellas gentes era apoderarse de los objetos preciosos y salir de Palacio. Nadie parecía darse cuenta de que toda esa destrucción no tenía sentido. Un ejército mongol estaba apostado en el exterior y, en esa situación las joyas, los tapices y las sedas de nada valían. En la sitiada Pekín era más precioso un puñado de harina que un collar de rubíes. Los soldados que defendían las murallas y las puertas, enterados del saqueo que se estaba realizando, abandonaron sus puestos y se lanzaron por toda la ciudad a rapiñar cuantos objetos de valor se encontraran.

Ésa fue la oportunidad que esperaba Muhuli. Con sus cinco mil veteranos y sus tropas de apoyo se lanzó al asalto de las desguarnecidas murallas y, sin oposición, en unos pocos instantes los hombres de las estepas estaban sobre las almenas. En tanto los propios soldados que deberían haber protegido la ciudad la saqueaban, los asaltantes tomaban posiciones. Muchas mujeres, aterrorizadas por los malos tratos a que fueron sometidas por la soldadesca y por los que iban a causarles los mongoles, se arrojaron desde lo alto de sus casas o desde las murallas, pereciendo estrelladas contra el suelo. Los hombres que habían escalado la muralla abrieron las puertas. Un torrente incontenible penetró a todo galope en las calles de Pekín arrasando cuanto encontró a su paso.

Yo estaba con mis ayudantes recogiendo los documentos del archivo histórico cuando irrumpió un grupo de mongoles. Eran diez o doce y los mandaba un oficial que portaba un sable en la mano derecha y un afilado y largo cuchillo en la izquierda; ambos estaban ensangrentados. Mis ayudantes se quedaron paralizados; yo, con la serenidad que proporciona el saber que es inevitable la muerte, me coloqué frente a los soldados con un libro en mi mano y les ordené en mongol que se detuvieran. El oficial pareció desconcertado ante mi firmeza.

En aquella época acababa de cumplir treinta y cuatro años. Nunca me había afeitado la barba, por lo que me llegaba hasta la cintura. Tenía el pelo negro como el azabache y muy abundante; ahora cepillo un cabello gris ralo y escaso. Vestía, como acostumbro, una larga túnica negra con ribetes azules que hace que mi estatura parezca aún más alta si cabe. Quizá fuera mi elevada figura, mi voz, que dicen es profunda y grave, o mis ojos, oscuros como la noche y brillantes a la vez, o a lo mejor una simple veleidad del destino, pero aquel oficial no ordenó a sus hombres que acabaran con nosotros. Se limitó a quedarse mirando un buen rato y a atusarse los bigotes; después de dudar qué hacer, mandó que nos apresaran. Dos soldados me condujeron a una de las salas del palacio imperial, donde estaban siendo reunidos los hombres más relevantes de la ciudad.

En apenas unas horas, miles de muertos alfombraban las calles y plazas y Muhuli era dueño de Pekín. En varias salas habilitadas del palacio imperial comenzaron a amontonarse las riquezas conseguidas. El esfuerzo realizado por los saqueadores había sido en vano; Muhuli lo confiscó todo: cofres llenos de joyas (lapislázulis, zafiros, turquesas de Kirmán, rubíes de Ceilán, calcedonias de Kerya, diamantes de Coromandel, topacios, amatistas y granates), oro, plata y sedas. Se tardó varios días en contar el botín obtenido y en inventariar todas y cada una de las piezas ganadas. Un tercio de la población había muerto y los supervivientes nos habíamos convertido en esclavos.

Durante tres días la espléndida Pekín fue saqueada sistemáticamente. Mujeres violadas, casas nobles desmanteladas e ingentes riquezas, acumuladas durante siglos, expoliadas; esas fueron las consecuencias de la victoria.

Gengis Kan recibió la noticia de la toma de Pekín por Muhuli en su campamento del Dolon-Nor. Pese a que hacía varios años que ansiaba poseer la capital del Imperio y a que había visto fracasar sus anteriores intentos, no mostró ninguna emoción. China ya no le interesaba. Había derrotado a los kin y se había vengado de las afrentas que en tiempos de su abuelo y de su padre causaran los jürchen a su pueblo, pero una vez vencidos, su destino no le importaba. Tan es así, que ni siquiera se molestó en ir a Pekín para tomar posesión de la que era su más preciada conquista. Tras aquella campaña regresó a Mongolia y nunca más volvió a pisar suelo chino; Gengis Kan jamás entró en la ciudad cuya posesión tanto lo había obsesionado.

Muhuli requería instrucciones y Gengis Kan envió a Sigui Jutuju. El hermano adoptivo del kan, celoso administrador del tesoro desde que Tatatonga le enseñara a escribir y a contar, viajó hasta Pekín para revisar el inventario de los bienes requisados y conducirlos a Mongolia. Portaba además nuevas órdenes del kan para Muhuli. El valeroso oerlok era nombrado jefe militar de todos los territorios de China, con el encargo de mantener las posiciones ganadas en la guerra, incluida Pekín, en tanto se decidiera el nuevo rumbo a seguir. Cuando Sigui Jutuju contempló los tesoros requisados, apenas daba crédito a lo que estaba viendo. Miles de arcones llenos de oro, plata, sedas, brocados, perfumes, vestidos y joyas se amontonaban por doquier en las salas del palacio imperial. El hermano adoptivo de Temujín nunca había presenciado semejante cantidad de riquezas. Uno a uno, todos aquellos magníficos tesoros fueron cuidadosamente embalados para el transporte.

La segunda de las caravanas partió hacia el norte a primeras horas de un caluroso día de estío, poco después de que cayera una de esas tormentas torrenciales tan frecuentes en el norte de China durante los veranos. Mis captores me habían clasificado en el grupo que llamaban de «los sabios», integrado por astrónomos, científicos, literatos, médicos e ingenieros. Junto a nosotros viajaban casi medio millar de artesanos, sobre todo orfebres y pirotécnicos. Salimos de Pekín por la gran Puerta del Norte y poco a poco el perfil de mi ciudad se fue difuminando tras el polvo rojizo que levantábamos hombres, carros y bestias. Apenas hacía dos días que había marchado la primera de las caravanas, que al igual que esta segunda estaba integrada por miles de camellos cargados con pesados fardos, centenares de carretas tiradas por parejas de yaks y un sinfín de caballos y hombres. Dos guranes de caballeros mongoles y tres batallones ongutos de infantería escoltaban aquella valiosísima caravana. Los mongoles marchaban alegres, entonando viejas canciones de guerra que hablaban de victorias y triunfos. Nosotros caminábamos cabizbajos, sabedores de que nos esperaba un largo y penoso exilio, y quién sabe si incluso la muerte.

Como miembro de una rica y poderosa familia de la aristocracia, yo siempre había dormido entre sábanas de seda, en estancias cálidas en invierno y frescas en verano, y en mi despensa nunca habían faltado los más exquisitos manjares y los más aromáticos vinos y licores. Mi vida había sido fácil y confortable, siempre rodeado de una plétora de criados y esclavos dispuestos a atender el más mínimo de mis requerimientos. Ahora se abría ante mí un futuro incierto en un exilio del que desconocía qué me esperaba. Andando por los polvorientos caminos del norte de China, meditaba sobre la inutilidad de mi trabajo como astrónomo. Todo mi saber, todos mis años de estudio sobre las estrellas, los astros y sus movimientos, tantas noches elaborando cartas astrales y estableciendo los cursos de los planetas no servían para nada. En las solitarias estepas del lejano Gobi mi ciencia, tan apreciada entre las clases altas de Pekín, era inútil. Me sentía como un ser estéril, incapaz de conseguir alimentos por mí mismo, absolutamente necesitado de otros para proporcionarme comida, vestido y defensa.

Tardamos un mes en recorrer el camino entre Pekín y el Dolon-Nor, donde aguardaba Gengis Kan, y la última semana lo hicimos bajo lluvias torrenciales que embarraron los caminos haciendo penoso el tránsito. «Los sabios» fuimos instalados en varias tiendas de fieltro gris y nos ordenaron que no saliéramos del círculo que dibujaban sobre la hierba. Dos veces al día, varios esclavos chinos nos traían una comida consistente en una papilla de mijo y arroz, carne de cordero cocida con hierbas y cuajada. Al cuarto día nos permitieron pasear por el campamento, sin consentir que nos acercáramos a la enorme tienda de fieltro blanco en la que residía el kan. Poco después se nos autorizó a ir hasta la orilla del lago, donde pudimos refrescarnos del sofocante calor que abrasaba la estepa.

Un día, de regreso a nuestras tiendas de fieltro gris, nos cruzamos con un imponente jinete que montaba un espléndido corcel blanco. En cuanto pude ver su rostro no me cupo ninguna duda: aquel magnífico caballero era el gran kan de los mongoles.

Al pasar junto a nosotros se fijó en mí, detuvo el trote de su caballo y me preguntó:

—¿Quién eres tú?

—Mi nombre es Ye-Liu Tch’u Ts’ai, consejero de su majestad el emperador del Imperio del Centro.

—Tu aspecto es extraño. Eres el hombre más alto que he visto, no pareces chino.

—No lo soy, Majestad. Mi raza es la de los kitanes. Soy miembro de la aristocracia liao, desciendo de la familia imperial que gobernó China hasta que la conquistaron los jürchen.

—La casa de los kin y la de los liao son enemigas. Has tenido suerte, pues mi victoria sobre los kin te ha vengado.

—No me agrada la venganza. La derrota de los jürchen no me consuela.

—Debería hacerlo, tu emperador es un cobarde.

—Los pueblos no tienen por qué pagar la cobardía de sus gobernantes. Es probable que Wu-lu-pu carezca del valor necesario para enfrentarse a vuestras hordas, pero fue mi señor hasta que vuestras tropas conquistaron Pekín. Mi abuelo, mi padre y yo mismo hemos servido a China con lealtad y honor. Mentiría y mancillaría el nombre de mi padre si dijera lo contrario tan sólo para agradar a vuestros oídos —me atreví a decirle.

El kan dibujó una tibia sonrisa, entornó los ojos, arreó a su caballo y se alejó al galope.

Temujín era realmente un ser formidable, bien distinto del resto de los nómadas. La mayoría de los hombres de las estepas son de talla pequeña, cuerpo rechoncho y piernas curvas, torneadas porque pasan la mayor parte del tiempo sobre el caballo. Tienen la cabeza redonda y grande y una cara ancha y plana en la que sólo sobresalen unos marcados pómulos. La nariz es achatada y las aletas están muy separadas. Todos llevan bigote y perilla, con pelos muy escasos y finos que rodean una boca grande de gruesos labios que acentúa todavía más el ligero prognatismo de sus poderosas mandíbulas. Tienen unas orejas largas y grandes, que algunos dicen se asemejan a las de los corderos. Para parecer más fieros, los guerreros se afeitan el cráneo y sólo dejan crecer un grueso mechón negro y lacio en la nuca que trenzan en una o dos coletas que suelen adornar con plumas de aves o con cadenitas de oro. Unas poderosas cejas protegen sus pequeños ojos oscuros y redondos, de pupilas ardientes y acuosas a un tiempo, que esconden detrás de unos párpados sin apenas pestañas y casi siempre semicerrados, sin duda por reflejo de tener que protegerse del viento helado de la estepa y del polvo cegador del desierto. Entre ellos lo que más varía es el color de la piel. Las hay desde las de tono verdoso hasta el marrón oscuro, pasando por toda una gama de ocres, rojizos y pardos.

Gengis Kan sobresalía casi una cabeza por encima de todos sus súbditos. Su figura era de buena presencia, proporcionada y armoniosa. De cuerpo robusto, sus hombros eran fuertes y elevados, lo que otorgaba a su silueta un aspecto colosal. Tenía la piel tostada, curtida por los largos años de exposición al sol y al viento de las estepas. Su pelo era rojo como los atardeceres de verano, y aunque cuando lo conocí comenzaba a clarearse con algunas canas, todavía causaba la admiración que lo había convertido en legendario; unas veces lo recogía en una gruesa trenza, otras en dos coletas, de la que pendían dos plumas de halcón. A veces, por lo general cuando salía en campaña, se afeitaba todo el cráneo, salvo los dos mechones de las coletas, para parecer más fiero. En su rostro franco y limpio, brillante como si emanara su propia luz, destacaban dos brillantes ojos verdes, perfilados de gris y ardientes como ascuas, no tan sesgados como los que poseemos los orientales. La distancia entre ambos era ligeramente superior a la normal, lo que todavía los resaltaba más. Aunque su mirada era clara, nadie era capaz de sostenerla; tal era su fuerza y su capacidad de intimidación. En cierta ocasión me confesó que cuando me conoció se sintió interesado por mí porque, además de mi altura y de mi larguísima barba negra, había sido el único hombre capaz de aguantarle la mirada sin bajar la vista. Su pecho y sus brazos eran fuertes, como los del mejor guerrero, y, aunque habituado a montar a lomos de un caballo, sus piernas apenas se arqueaban al caminar.

Al día siguiente a nuestro primer encuentro se presentaron en mi tienda dos soldados de la guardia. Uno de ellos me dijo que debía prepararme para acudir esa misma tarde ante el kan. Un alto funcionario me dio algunas instrucciones sobre cómo comportarme. En ningún caso podía tocar el umbral de la tienda, no hablaría sino cuando el kan me lo permitiera y si me hacía alguna pregunta debería contestar de manera escueta y concisa. Tendría que postrarme de rodillas hasta que se me permitiera ponerme en pie y permanecer en silencio hasta que me fuera autorizado hablar. Antes de entrar en la tienda me hicieron pasar entre dos hogueras, a fin de purificar mi cuerpo de los posibles espíritus malignos que pudiera contener, y por fin me condujeron al interior.

Yo esperaba encontrarme en medio de una reunión de generales, funcionarios, cortesanos, parientes y todo tipo de gentes próximas al kan, pero, para mi sorpresa, Temujín estaba solo, apoyado en una de las grandes mesas cubiertas de bandejas y jarras de oro y plata; bebía de una copa de oro adornada con esmeraldas y rubíes. Cuando se acercó a mí me arrodillé y me dijo:

—Este karakumis es excelente. La mayoría de mis generales prefiere el de primavera, pero yo lo encuentro un tanto suave. El que se obtiene de las yeguas a mediados del verano tiene un sabor más acentuado y profundo. Levántate. Toma, pruébalo y dame tu opinión.

Me quedé pasmado cuando vi que el kan en persona me servía una copa. Me incorporé, alargué mi mano, cogí la copa que me ofrecía y tragué un poco. El sabor me pareció horrible: agrio, fermentado y picante, en nada parecido a los finísimos vinos y licores de China.

—¿Y bien? —me preguntó.

—Creo que no sería capaz de adelantar mi opinión —dije.

—Veo que no te gusta. Bueno, es cuestión de acostumbrarse. Hace mucho tiempo mi padre me dio a beber kumis. Yo era un niño y recuerdo que su sabor me desagradó. Pero no tardé en habituar mi paladar.

—No sé si yo podré hacerlo, majestad.

—La primera vez no es agradable, pero es muy nutritivo. En esta bebida está la causa de nuestro éxito. En la guerra actúa como un verdadero estimulante que confiere al guerrero una fiereza y un ardor sin igual, además de la energía necesaria para aguantar un duro combate.

—Creo que ésa no es la única causa de la capacidad de lucha de los mongoles.

—No, tienes razón, no lo es.

El kan apuró su copa y volvió a llenarla con karakumis de una jarra de cristal tallado con pie y asas de oro.

—Creo —me atreví a decir— que no me habéis hecho llamar para daros mi opinión sobre vuestra bebida predilecta.

Rió de buena gana.

—No, por supuesto que no. Te he hecho venir porque me gustó la forma en que me hablaste el día que nos cruzamos en el campamento. He pedido un informe sobre ti y me han dicho que eras una persona muy importante en la Corte de Pekín.

—Tan sólo uno más de los muchos consejeros del emperador.

—Me han asegurado que conoces los astros y sabes leer sus señales.

—Sé predecir sus órbitas y calcular sus trayectorias, y hay quienes creen que esos movimientos influyen en la vida de los hombres. Yo no creo que sea así, mas ¿quién puede asegurarlo?

—En Pekín lo hacías para tu emperador.

—En China existe una vieja costumbre por la que la familia imperial encarga a sus astrónomos la realización de sus cartas astrales. Pero casi nunca se han cumplido. Si así fuera, ninguno habría acabado de manera trágica, pues hubiéramos podido prever su final y evitarlo.

—No me importa si son útiles o no, tú harás los horóscopos de mi familia.

—Eso no cambiará las cosas, majestad.

—Ya lo sé, pero el ka kan de los mongoles no ha de ser menos que el emperador de los kin.

—En ocasiones —le dije—, los gobernantes han hecho demasiado caso de los horóscopos y ahí ha radicado su ruina.

—No te preocupes por ello, suelo fiarme más de mi intuición y de mis informes que de las estrellas. Ahora gobierno un territorio mucho más extenso que el Imperio kin. Un jinete tarda más de sesenta días en ir de un extremo a otro. ¿No creerás que he logrado conquistar tantos países fiándome tan sólo de los chamanes y los adivinos?

—Conquistar no es demasiado difícil. Basta con un ejército fuerte y preparado, hombres valientes y motivados y un caudillo poderoso al que sus hombres sigan hasta la muerte. Conservar lo conquistado es realmente lo difícil. China ha sido invadida en muchas ocasiones, pero sólo aquéllos que han sabido gobernarla han podido poseerla.

—Los cascos de nuestros caballos la gobernarán —asentó el kan.

—Un imperio puede conquistarse desde un caballo, pero no puede gobernarse desde un caballo.

Gengis Kan permaneció en silencio. En privado era un excelente conversador, siempre ameno e ingenioso, pero en las recepciones oficiales se mostraba callado y reflexivo. Si había que tomar una decisión rápida sabía hacerlo como nadie, pero si la urgencia no apremiaba dejaba el asunto sin resolver y reflexionaba sobre él hasta que encontraba la mejor solución. Por eso sus resoluciones fueron siempre acertadas. En los años en que gobernó a su pueblo y luego al extenso imperio que creó, nombró cientos, miles de consejeros, gobernadores y generales, y nunca se equivocó. Sus nombramientos fueron tan acertados que jamás se echó atrás para revocar alguno de ellos ni jamás tuvo que cesar a uno de sus lugartenientes por incompetencia, traición o deslealtad.

Cuando salí de la tienda, mis piernas temblaban y mi corazón latía sin freno. Tuvo que pasar algún tiempo para darme cuenta del gran honor que Gengis Kan me había concedido. En las tres semanas siguientes me llamó de nuevo en varias ocasiones. A veces hablamos a solas, bien en su tienda, bien paseando por las orillas del lago. Otras veces lo hacíamos en presencia de algunos de sus generales y cortesanos. El kan siempre se dirigía a mí solicitando mi opinión, especialmente cuando se trataba de temas relacionados con la futura administración del Imperio.

—He reflexionado mucho sobre lo que me dijiste el otro día. Creo que tienes razón; un imperio ha de gobernarse de modo distinto al que se dirige a un ejército de nómadas. Nosotros los mongoles no tenemos experiencia en ese tipo de gobierno, quiero que me ayudes a hacerlo.

Gengis Kan volvió a sorprenderme de nuevo.

—Os fiáis demasiado de mí —le dije.

—Un hombre que mira con tus ojos no es un traidor. Tu voz es limpia, profunda y serena. Tus palabras son acertadas, prudentes y sabias, y además, aunque no entiendo por qué, creo que te importa la gente.

—Mi padre me enseñó a respetar a todos los seres humanos.

—El mío me adiestró para luchar contra mis enemigos y contra los enemigos de mi pueblo.

—Matar no es bueno —aseveré.

—Matar es necesario. Si no matas, te matan. Ésta es la ley de la estepa, la misma ley que ha regido las relaciones entre los hombres que vivimos en tiendas de fieltro. El más fuerte mata, el más débil muere. Así es la naturaleza y así la ha creado Tengri. Fíjate si no en lo que le ocurrió a ese general que se suicidó por no poder defender Pekín de nuestro asedio.

—Wan-Yen, se llamaba Wan-Yen.

—Pues bien, yo mismo hubiera nombrado a ese Wan-Yen general de mi ejército. Sigui Jutuju me informó sobre sus actos y creo que fue un hombre valeroso, pero no entiendo por qué se suicidó. Tú hablas de vida y no hay nada peor que quitarse la propia vida.

—Wan-Yen se quedó solo; consideró que había perdido su honor y, como militar que era, su código sólo le ofrecía esa salida.

—Demostró ser un hombre débil —aseguró el kan.

—En ese caso sólo deberíais rodearos de los más fuertes.

—La fortaleza también radica en la sabiduría. Tú eres sabio, por eso eres fuerte. Fue tu sabiduría, no la fuerza de tus músculos, la que te dio el valor para sostenerme la mirada. Nadie ha podido aguantármela como tú.

—Además de la sabiduría y de la fuerza son necesarias otras habilidades. Los artesanos, los campesinos y los obreros no son tan fuertes como los guerreros ni tan sabios como los filósofos, pero si no fuera por ellos no habría ciudades, ni obras de arte, ni ganado, ni campos cultivados, ni vestidos. Los hombres seríamos como los animales.

—Mi buen amigo, los hombres somos mucho peor que los animales —aseguró Gengis Kan.

Apenas tres días después de mi entrevista con el kan, recibí la llamada del canciller Tatatonga. Acababa de llegar desde la lejana Karakorum y me pedía que acudiera a su tienda. Lo hice, y así fue como conocí al primero de los funcionarios del joven Imperio mongol.

Tatatonga se dirigió a mí en uigur, y yo le contesté en su lengua. En Pekín todos los altos funcionarios habíamos tenido que aprender al menos dos idiomas para aprobar los durísimos exámenes que concedían el grado de maestro. Yo hablaba por entonces, además del chino y del dialecto liao, uigur, mongol y turco, pues en Pekín es imprescindible para tratar con los comerciantes que vienen del oeste.

—Acabo de llegar de la capital imperial Karakorum. Soy el canciller Tatatonga, guardián del sello de su majestad el ka kan.

—Yo soy…

—Sé quién eres —me interrumpió Tatatonga—. El kan no ha dejado de hablarme de ti desde que he llegado. Admira mucho tu sentido del honor y de la lealtad, tu dignidad y tu sabiduría. Me ha dicho que eres un hombre extraordinario y me ha ordenado que te extienda este documento.

Tatatonga me mostró un papel escrito en uigur en el que se me nombraba miembro del Consejo imperial.

—A pesar de mis reiterados esfuerzos por convencerlo de que los que hemos vivido en ciudades no somos gusanos inmundos a los que hay que aplastar —prosiguió Tatatonga—, el kan no había atendido hasta ahora ninguno de mis alegatos. En cambio, tú le has hecho mudar de criterio. Esta misma mañana me ha confesado que su opinión sobre los ciudadanos ha cambiado desde que te conoce. Dice que si tú has vivido en una ciudad durante toda tu vida, también en las ciudades pueden forjarse hombres honestos y dignos.

—Su majestad me honra más de lo que merezco —señalé.

—Vamos, conmigo no hace falta que te muestres modesto. Creo que tu ambición es tan grande como tu altura.

—Mi única ambición es ascender en la escala del conocimiento. Me atrae la figura de Buda, pero soy seguidor de Confucio y como él profeso la sencillez y la humildad como norma de conducta.

—En China eras un hombre rico; tu modo de vida no parecía estar en consonancia con tus ideas. Aquí en Mongolia la vida es mucho más dura. Hay días en que los piojos abundan tanto que los sientes correr por tu piel. Pero no te preocupes, te acostumbrarás pronto.

Tatatonga tenía razón. Verdaderos ejércitos de piojos infestan los campamentos de los nómadas, pues esta gente no acostumbra lavar la ropa, sino que se limita a tenderla al sol para que se oree.

—La dicotomía entre pobreza y riqueza es una de las muchas contradicciones que arrastro como ser humano. Yo heredé de mi familia una fortuna que conservé hasta la caída de Pekín. Todo lo que he ganado en mi carrera como funcionario lo he entregado a los pobres —aseveré.

Tatatonga me miró de soslayo, sonrió con ironía y me entregó el documento y el collar que me acreditaban como consejero del gran kan.

Gengis Kan ordenó a Tatatonga que sobre una lápida de piedra se grabara la siguiente inscripción:

EL CIELO HA DEJADO SENTIMIENTOS DE ARROGANCIA Y DE LUJO DEPOSITADOS EN LA FRONTERA DE CHINA. YO CABALGO EN LA REGIÓN SALVAJE DEL NORTE. VUELVO A LA SIMPLICIDAD Y REGRESO A LA PUREZA. RENUNCIO A LA PRODIGALIDAD Y ME CONFORMO CON LA MODERACIÓN. NO ME PREOCUPAN LOS VESTIDOS QUE LLEVO NI LA COMIDA QUE COMO; TENGO LAS MISMAS ROPAS Y LA MISMA COMIDA QUE LOS BOYEROS Y LOS PALAFRENEROS. YO MIRO AL PUEBLO COMO SI FUERA UN SOLO NIÑO Y TRATO A LOS SOLDADOS COMO A MIS HERMANOS. PRESENTE EN CIEN BATALLAS, ME HE SITUADO SIEMPRE EN PRIMERA LÍNEA. EN EL ESPACIO DE SIETE AÑOS, HE REALIZADO UNA GRAN OBRA Y EN LAS CINCO DIRECCIONES DEL ESPACIO TODO ESTÁ SOMETIDO A UNA LEY.

***

La lápida se colocó en la cima de una elevada colina, con el lado escrito en dirección a China.

El otoño avanzaba y las primeras heladas nocturnas hicieron que Gengis Kan levantara el campamento y marchara hacia Mongolia. Antes de partir, unos mensajeros trajeron la noticia de que Guchulug, el joven kan de los naimanes, había sido proclamado gurkán de los kara-kitán. En las fronteras occidentales parecía tramarse una nueva alianza entre los desbaratados naimanes y merkitas con la ayuda de los kara-kitán y de los turcos kipchakos. Los uigures estaban inquietos ante la amenaza que se cernía de nuevo sobre ellos y solicitaban la intervención del kan.

Cargados de riquezas partimos una soleada y fría mañana hacia las arenas el Gobi. Dos tumanes regresaron a Pekín para reforzar a las tropas de Muhuli, al que sólo quedaban tres mil hombres. El kan me asignó varias tiendas y esclavos y, como consejero suyo, disfruté de una serie de privilegios que me hicieron más fácil la larga travesía del desierto. En China, al frente de veintitrés mil mongoles y un número semejante de tropas auxiliares kitanes y ongutas, quedó Muhuli con la misión de seguir haciendo la guerra a los jürchen.

A través del desierto y de la estepa avanzaban miles de carros, unos pequeños, tirados por un buey o un yak, otros tan grandes que hacían falta hasta veinte yaks para arrastrarlos. Algunos sostenían plataformas de tablas de madera sobre las que se trasladaban las tiendas montadas; ésos tenían varias ruedas tan altas como un hombre con el brazo levantado.

Atravesamos Mongolia. Durante días cruzamos inmensas llanuras alfombradas de hierba seca que se rizaba con el viento asemejando un mar de oro. Más al norte cruzamos un sinfín de colinas de largas y suaves laderas entre las que se abrían, de trecho en trecho, planicies por las que discurrían meandros de agua que en las noches de luna llena serpeaban como medias lunas de plata. La estepa me pareció fascinante. A pesar de que a comienzos del invierno estaba gris y parda, desprovista de la hierba alta y verde que la cubre durante la primavera y principio del verano, aquellas inmensas llanuras salpicadas por ondulantes colinas ejercieron sobre mí una especial atracción. Sólo a la vista de ese paisaje puede entenderse la vida de los nómadas, su carácter aguerrido y acogedor a la vez. Esos horizontes infinitos han sido los que han forjado a esta raza de hombres valerosos y sobrios, capaces de atravesar montañas heladas, ríos torrenciales y desiertos abrasadores y llegar al otro lado listos para enfrentarse a quien quiera medir sus fuerzas con ellos. Esa naturaleza dura y difícil es la que ha moldeado sus incansables cuerpos y forjado sus indomables espíritus.

Por fin llegamos al curso del Onón, donde Gengis Kan estableció el campamento en su ordu natal. Allí lo esperaban la mayoría de sus esposas, a las que se unieron la princesa Ch’i-kuo que traía de China y algunas bellas concubinas que le envió Muhuli tras la toma de Pekín. El regreso de las tropas se celebró con un gran banquete en el que el kan me ofreció un pedazo de carne que él mismo había cortado de un cordero asado con la punta de su cuchillo. Ese gesto significaba que Temujín hacía saber a todos sus generales que yo gozaba de su amistad.

Durante aquellos meses tuve oportunidad de departir con largueza con el gran kan. Las noches de la estepa son largas y gélidas durante el invierno y se pasan muchas horas al abrigo de las tiendas, cerca del fuego alimentado con argal. La naturaleza no es dadivosa y eso obliga a aprovechar todo lo que proporciona. La vida del nómada no sabe de derroches y nada se desecha, incluso utilizan los excrementos del ganado para alimentar el fuego.

Todos los atardeceres solíamos reunimos en la tienda del kan varios de sus consejeros y generales. Gengis Kan hablaba a menudo de sus años de infancia y juventud. Le gustaba recordar aquellos tiempos en los que no tenía otra preocupación que buscar alimentos con los que vivir día a día ni otra obsesión que cumplir la promesa que hiciera a su padre en la cima del sagrado Burkan Jaldún. Viejos chamanes contaban historias de la tribu en las que el cielo, la tierra, los ríos, las montañas y los bosques parecían cobrar una inusitada vida. Les repugnaba citar los nombres de los muertos, quizá por eso cuando narraban las hazañas de los héroes fallecidos lo hacían refiriéndose a ellos con apelativos, y casi nunca con sus nombres propios.

Algunos bardos recitaban viejas canciones para amenizar las largas veladas en las que se consumía cordero guisado, sopa de carne y cuajada y se bebía kumis y licor de arroz. Recuerdo que, una noche, un cantante acompañado por un violín nos deleitó con una extraordinaria historia en la que dos héroes tártaros entablaban un largo combate que duró tres años, al cabo de los cuales uno de los dos fue ensartado por las flechas del otro y su alma se convirtió en un pájaro blanco.

En otro poema, un héroe mongol desposeía a un lama de sus riquezas y éste enviaba a su alma en forma de avispa para que picara en los ojos al mongol y lo dejara ciego. El mongol conseguía capturar con la mano a la avispa y, apretando o aflojando, hacía que el lama perdiera o recobrara el sentido, pudiendo así dominar su voluntad.

La mayoría de estos poemas narraban siglos de luchas en las estepas y hablaba de guerras entre tribus o entre clanes, pero todos ellos dejaban bien claro que la armonía entre el hombre y la naturaleza era esencial para la vida del nómada. Para los hombres de las estepas y de los bosques del norte todo tiene alma. En una simple hormiga, en un delicado pájaro o en una fiera pantera puede radicar el espíritu de un antepasado, de un valiente guerrero o de una hermosa doncella.

Algunas veces, cuando el kumis y el vino embotaban las mentes de aquellos hombres, los poemas épicos sobre héroes y batallas se sustituían por relatos satíricos en los que las relaciones entre hombres y mujeres se convertían en el principal tema de conversación. Recuerdo un divertido poema que no por mucho que se reiterara dejaba de causar verdadera hilaridad entre aquellos fieros soldados. Era la historia de un tártaro que estaba pasando una noche de invierno con una de sus esposas cuando a ésta le entraron unas irrefrenables ganas de orinar. Pese al terrible frío del exterior (evacuar los propios líquidos dentro de la tienda es uno de los mayores agravios que se pueden cometer entre los nómadas de las estepas), la mujer salió fuera de la tienda a hacer sus necesidades naturales. El esposo, ante la tardanza de su mujer, se abrigó con una gruesa piel de yak y salió afuera a ver qué ocurría. A unos treinta pasos hacia la parte posterior de la tienda contempló a su esposa que permanecía agachada. La llamó, pero ésta no se movía. El hombre se acercó sorprendido y, cuando llegó a la altura de la esposa, ésta le dijo que para resguardarse del viento se había agachado cuanto había podido y que la orina se le había helado tal y como había salido de su interior y los pelos de su sexo se habían quedado pegados a la hierba con el hielo, lo que le impedía levantarse. El tártaro intentó separar a su mujer de la hierba, pero cuanto más tiraba más agudos eran los dolores que ésta sentía en su entrepierna. Ante semejante situación, al hombre no se le ocurrió otra cosa que agacharse frente a su mujer e intentar deshelar la orina congelada con el vaho de su aliento. Pero el frío era tanto que las barbas del tártaro también quedaron pegadas a la hierba con el hielo que produjo su aliento. Ella sujeta a la hierba por los pelos de su sexo y él por los de su barba, comenzaron a gritar desesperadamente pidiendo ayuda. Enseguida acudieron otros miembros del campamento que, a la vista de semejante postura, rompieron a reír de modo tal que dicen algunos que todavía resuenan en ese valle aquellas carcajadas. Es claro que aquella noche la mujer perdió el pelo de su sexo y el hombre el de su barba, pues no quedó otro remedio que cortárselos a ambos para poder liberarlos.

El kan gustaba de rodearse de las riquezas que había logrado ganar en China. Aquellas rudas gentes nunca habían visto objetos semejantes. La tienda del kan rebosaba de piezas de oro y plata, de jarras de cristal llenas de kumis, de fuentes saturadas de comida, de generales de su ejército que mostraban a sus bellas y enjoyadas concubinas ganadas en los refinados harenes de las ciudades del Imperio kin. Una orquesta de flautas y laúdes tocaba en un rincón suaves melodías que recordaban días de amor y flores.

—Mira, Ye-Liu —me dijo en una ocasión—, esto es cuanto un mongol puede desear: comida en abundancia, kumis sin medida, bellas mujeres con las que dormir en las frías noches del invierno y compañeros con los que compartir estos placeres. ¿Qué otra cosa se puede pedir?

—Todas estas delicias son efímeras. Si se está enfermo nada de ello sirve para mitigar el dolor y ninguna de estas cosas puede evitar la muerte.

—La muerte la otorga Tengri cuando desea. Todos debemos morir, pero hasta que llegue ese momento debemos aprovechar cada momento que la vida nos ofrece, tomar lo que queramos y disfrutarlo.

—Mis maestros me enseñaron que el ser humano no es sino un eslabón más en la cadena de la vida. Cuando un hombre muere, o sufre, todos morimos o sufrimos un poco.

—Dices cosas muy extrañas, Ye-Liu. Yo nunca he sufrido cuando he visto morir a mis enemigos. Todo lo contrario; he sentido placer por ello. Los jürchen causaron grandes males entre las gentes de mi pueblo. Azuzaron a nuestros vecinos contra nosotros y a nosotros contra nuestros vecinos. No cesaron de avivar las querellas entre los habitantes de las estepas y nos masacraron generación tras generación, matándonos o convirtiéndonos en esclavos. De los jürchen procedía nuestro dolor, acabar con ellos es acabar con la fuente de ese dolor. Ahora los estamos venciendo y son ellos los que sufren y mueren, eso es para mí un placer.

—Yo no veo ningún placer en la muerte de un semejante —aseguré.

—Los jürchen no son mis semejantes. Bogorchu, Muhuli, Jebe o Subotai son mis amigos y mis compañeros; sé que nunca me traicionarán en la batalla y que siempre estarán a mi lado prestos a ofrecer su vida para salvar la mía.

—Confucio nos enseñó que la vida es sagrada.

—Todos los hombres santos enseñan lo mismo, todas las religiones dicen cosas parecidas y todas afirman ser la auténtica y monopolizar la verdad.

—Habéis dicho bien, majestad: todas las religiones dicen lo mismo; somos los hombres comunes los que hemos malinterpretado a los hombres santos.

—En mi Imperio todas las religiones tienen cabida. Ningún hombre es perseguido por creer en cosa distintas a las de otros. Budistas, cristianos y musulmanes, todos conviven en paz y ¡ay de aquéllos que intenten imponer sus creencias sobre las de los demás!

Y el kan, como siempre hacía, cumplía su palabra. Ordenó a Sigui Jutuju que incluyera ese precepto en la Yassa y a Chagatai que lo hiciera observar. Bajo su estandarte, todas las religiones tendrían la misma aceptación y nadie podría ser obligado a profesar una determinada fe sin que mediara un acatamiento libre y voluntario.

Los budistas aceptaron de buen grado esta nueva ley y los musulmanes y los cristianos lo hicieron de peor gana, y aunque no estaban de acuerdo, pues ambos desean que la suya sea la exclusiva, nada pudieron hacer para evitar que se cumpliera.