17. La conquista de China

Alrededor de una mesa de madera laqueada en la que había dibujados unos pájaros libando crisantemos, tomábamos el té acompañado con guisantes confitados y lichis en almíbar. Las tazas calientes desprendían un halo de vapor que aromatizaba la estancia. Recuerdo que era el tipo de té al que llamamos «de la floresta de los perfumes», el más suave de cuantos se consumen en China.

Había invitado a mi casa a dos altos funcionarios de Palacio para tratar asuntos relacionados con la elaboración de los horóscopos de la familia imperial; el emperador estaba muy interesado en saber qué le depararía el futuro inmediato.

—He estudiado la carta astral de su majestad y no observo buenos augurios —les dije—. Creo que deberíamos calmarle. Desde que se ha conocido la noticia de que un ejército mongol ha atravesado la Gran Muralla, su ánimo ha decaído tanto que temo que no sea capaz de gobernar con la prudencia que requiere tan apurada situación.

—Wei-chao Wang es un soberano muy impresionable. Conoce en persona a ese caudillo llamado Gengis Kan que dirige a los bárbaros. Cuando acudió hasta su ordu como embajador del Imperio fue tratado como un siervo y no ha olvidado esa afrenta —confesó uno de los astrónomos.

—Sí, conozco ese viaje y la impresión que le causó el caudillo mongol. No paraba de hablar de sus ojos verdes que lucían como ascuas encendidas.

—La situación es muy grave. El ejército invasor ha atravesado la Gran Muralla sin que nadie se opusiera y ahora asedia nuestras ciudades del noroeste. Incluso ha ocupado alguna, como Wu-Sha. Hoy mismo ha llegado la noticia de que uno de nuestros mayores ejércitos ha sido desbaratado y puesto en fuga cuando acudía al encuentro de esos demonios. El general que lo dirigía ha regresado a Pekín impresionado por la forma de combatir de los nómadas —intervino mi segundo interlocutor, un consejero del emperador.

—Nuestras murallas los detendrán —aseguró el astrónomo.

—Sí, pero no sé por cuánto tiempo —repuse—. Creo que ese Gengis Kan es un hombre de una gran constancia. He oído decir que nunca se rinde. Su ejército ya conoce la victoria sobre las ciudades fortificadas de los tangutos.

—No son comparables con nuestras fortalezas. Las murallas de las ciudades de Hsi Hsia son como las tapias de un huerto comparadas con las de Pekín o las de Taitong-fu. Sus pequeños y desaliñados caballos nada podrán hacer frente a estas moles de piedra y argamasa. Podrán sitiarlas algunas semanas e incluso meses, pero cuando se acerque el invierno no les quedará otro remedio que marcharse a la tierra de donde vinieron —aseguró el astrónomo.

—Tienes razón. Hace ya varios días que se han plantado frente a los muros de Taitong-fu y allí siguen. Nuestros correos nos han dicho que no saben qué hacer. Desconocen la forma de enfrentarse a nuestras murallas y, como ha sucedido siempre, se marcharán con el rabo entre las piernas —ratificó el consejero.

—No estéis tan seguros de eso. Creo que esta vez los nómadas están organizados. Su jefe no es uno más de esos caudillos que de generación en generación surgen en la estepa y se imponen sobre las tribus a sangre y fuego. Por lo que he ido sabiendo de él a través de nuestros informadores, es un valeroso militar, pero también un hábil político. Ha logrado unir a todos los pueblos de las estepas y ahora lo obedecen como un solo hombre. Ha sabido romper la dinámica de guerras intestinas que los mantenían ocupados y ha hecho que se olvidaran los ancestrales odios de clan. Y, sobre todo, ha sido capaz de convencerlos de que el Imperio es su enemigo común.

—Bien, Ye-Liu, aunque fuera así —me interpeló el consejero—, ¿qué pueden hacer aquí? Por cada uno de sus soldados nosotros tenemos veinte, y podemos movilizar otros tantos. Aunque conquistaran algunas de nuestras ciudades, ¿cómo podrían mantenerlas bajo su dominio? Si dejaran una guarnición en cada una de ellas, pronto serían presa fácil para nosotros. Y si hicieran eso, su fuerza, basada en la masa de su compacto ejército, se debilitaría cada vez más.

—Ellos están unidos; ésa es su fuerza. En cambio, entre nosotros… ¿Creéis que la mayoría de los chinos está del lado del emperador? Somos una nación dividida. Sabéis tan bien como yo que los jürchen son odiados por la gente del pueblo, que tal vez se sienta más libre bajo el yugo mongol que bajo la bota de los kin. Hace ya tiempo que están surgiendo movimientos como el de los «caftanes rojos» que pretenden arrojar del trono a la dinastía kin, a cuyos soberanos no consideran sino usurpadores de la dignidad imperial.

»¿Qué ocurriría —continué—, si masas de campesinos y artesanos se pusieran del lado mongol? Buena parte del ejército está compuesto por chinos, e incluso kitanes como nosotros, que tampoco hemos olvidado cómo fuimos sometidos hace cuatro generaciones por los jürchen. El Celeste Imperio se tambalea desde hace tiempo. Si ese Gengis Kan sabe maniobrar con la habilidad que le supongo, no creo que podamos aguantar su envite.

Seguíamos en plena conversación cuando uno de mis criados entró anunciándonos que un ejército mongol estaba en las cercanías de Pekín.

—¡Los bárbaros, aquí! ¿Cómo han podido llegar en tan poco tiempo? ¡No puede ser! —exclamó el consejero.

—Ahí tienes la confirmación de mis suposiciones —le dije.

Ordené a mi criado que me trajera un manto y salimos a la calle. En la ciudad reinaba la confusión y las gentes corrían de un lado para otro, la mayoría buscando a sus familias para recogerse en sus casas. Infantes del ejército imperial, cubiertos con brillantes corazas laqueadas, patrullaban recomendando a todos que se refugiaran en sus hogares y exhortando a los hombres útiles a que acudieran con armas a las torres del recinto amurallado para defender los muros de un posible intento de asalto.

Acompañado por mis dos amigos me precipité hacia lo alto de la muralla. Un oficial nos detuvo al pie de una escalera, pero al reconocer mi medallón de consejero imperial hizo una reverencia y nos franqueó el paso.

Tan sólo veinte mil hombres montados sobre sus desaliñados corceles habían logrado que una ciudad de casi un millón de almas se recogiera tras sus murallas aterrada. La sensación que aquello me produjo fue como si un ratón mantuviera a un buey arrinconado contra la pared de su establo, incapaz de hacer nada para defenderse.

Esperamos medio día encaramados sobre las almenas, y al fin aparecieron las vanguardias mongoles en el horizonte de las afueras de Pekín.

—Aquí están —dije a mis dos acompañantes señalando las lejanas columnas de polvo que se levantaban en la lejanía—. Ahora veremos de qué es capaz ese Gengis Kan.

Pero afuera no estaba el kan. El ejército mongol, una vez superada la Gran Muralla, se había dividido en cinco cuerpos, cada uno de ellos de veinte mil hombres. Jochi, Chagatai y Ogodei, los tres hijos mayores del kan, mandaban los tres primeros, mientras que los otros dos los dirigían el propio kan, a quien acompañaba su hijo pequeño, Tului, y Jebe, que lo hacía con el que había sitiado Pekín. Muhuli había conquistado y asegurado los pasos estratégicos que abrían la ruta hacia la capital.

Durante tres semanas los dos tumanes de Jebe levantaron un campamento en las afueras, mientras sus jinetes recorrían una y otra vez el perímetro amurallado manteniéndose a una distancia siempre mayor que la que una flecha es capaz de alcanzar. Dentro de la capital no había cundido el pánico, aunque en el palacio imperial la situación comenzaba a ser desesperada. Wei-chao Wang, atribulado por la cercanía de los mongoles, no era capaz de reaccionar, e incluso había preparado su fuga de la ciudad, aunque sus consejeros lo convencieron para que no lo hiciera. Le dijeron que si la gente veía huir a su soberano, el desánimo cundiría de tal modo que Pekín se entregaría a los sitiadores.

A la cuarta semana de que Jebe iniciara el asedio apareció el kan con el grueso del ejército. Tras una brillante campaña había conseguido controlar las provincias de Chalar, Fu-chou, Hsüan y Te-hsing. Las murallas de Pekín impresionaron a Gengis Kan casi tanto como la propia Gran Muralla. En ninguna de las ciudades había visto fortificaciones semejantes. Fosos enormes que llevaría años cubrir defendían unas murallas tan grandes y altas como montañas, esculpidas en duras piedras rojizas imposible de horadar. Además, dentro de sus defensas había un millón de individuos y no menos de cincuenta mil soldados prestos para defenderse. Sus caballos, sus escalas de asedio, sus máquinas de guerra y sus flechas eran impotentes ante aquellas moles pétreas.

No había nada que hacer. Gengis Kan consultó a sus generales y a pesar de que Bogorchu, Jelme y Subotai se mostraron partidarios de continuar en campaña, el kan dio la orden de preparar la retirada. Regresarían a Mongolia y allí estudiarían la táctica a seguir. Esperarían unos días a que Jebe retornara de una expedición que había partido hacia el oeste en busca del mar, y levantarían el asedio. El mismo día en que volvió Jebe, quien anunció al kan que los caballos mongoles habían hundido sus cascos en las playas del océano, se recibió una embajada imperial. El emperador Wei-chao, aterrado por el asedio a su capital, había decidido enviar a uno de sus generales a pedir a Gengis Kan la paz. Aquella acción fue una más de las muchas torpezas que cometió el emperador.

El general en cuestión era miembro de una de las más nobles familias kitanes. Sus antepasados habían estado emparentados con la dinastía Liao y odiaban a los jürchen. El general informó a Gengis Kan sobre los deseos del emperador, pero a la vez le descubrió que había muchos problemas internos en el Imperio y que muchos chinos y kitanes estaban descontentos con los jürchen. Él mismo se ofreció para ponerse a sus órdenes. Creo que fue entonces cuando el kan se dio cuenta de que la táctica que le daría la victoria sobre el Celeste Imperio pasaba por ganarse la confianza de los descontentos con el emperador, sembrar la desunión entre los chinos y atraerse a la masa de población sometida por los kin. Sí, ése era el camino. Si lograba el apoyo, o al menos la indiferencia de la mayoría de la población, China sería suya.

Antes de retirarse, Gengis Kan se dirigió hacia el norte. Dos tramos paralelos de la Gran Muralla separados entre sí por dos días de marcha protegían la capital de los ataques, y en ese espacio pastaban miles de monturas de la caballada imperial, los célebres «caballos celestiales» que los emperadores chinos compraban en Asia central. Los mongoles se apoderaron de todos ellos y con tan rico botín regresaron hacia Mongolia.

Durante el invierno el ejército acampó fuera de la Gran Muralla, en terreno seguro, donde no pudieran ser sorprendidos por un ataque enemigo. La situación había cambiado notablemente. Gengis Kan había dejado sin apenas monturas al Celeste Imperio. Cuando volviera al año siguiente sólo tendría enfrente a ejércitos de infantes, que nada podrían hacer ante las cargas de la caballería mongol. Mientras tanto necesitaba alentar la rebelión popular contra los kin.

Nuevas y buenas noticias alegraron el duro invierno. El rey tanguto Li An-ch’üan, incapaz de asumir el vasallaje, había abdicado y entregado el poder a su sobrino Li Tsun-hsü, y a los pocos días se había suicidado; y Barluk, jefe de los turcos karlucos, aliados de los kara-kitán, se había sometido definitivamente a Gengis Kan. Un dominio que abarcaba desde el lejano Altai hasta la misma sombra de la Gran Muralla era regido por el mismo hombre. Nunca nadie, desde los tiempos del mítico caudillo anónimo de las leyendas mongoles, había gobernado sobre tan inmensos territorios.

Al año siguiente volvieron. De nuevo las provincias del norte sufrieron el asalto de las hordas mongoles, ahora nutridas con los hábiles jinetes tangutos. Las masas campesinas estaban hartas de tanta guerra, y fueron muchos los que se entregaron sin resistencia. Numerosos kitanes, que habían mantenido su recelo hacia los jürchen, se incorporaron al ejército del kan. El aristócrata Liao-tung, heredero de los últimos emperadores de la dinastía Liao, se pasó al lado de Gengis Kan y le entregó la ciudad de la que era gobernador. Muchos «caftanes rojos» lo acompañaron alegando que kitanes y mongoles estaban unidos por lazos de sangre. Esos ancestrales lazos se estrecharon todavía más con la boda de Gengis Kan y Lieu, una doncella perteneciente a una noble familia de la más recia aristocracia Liao.

Las fortalezas destruidas el año anterior habían sido reconstruidas durante el invierno, y los muros eran ahora más altos y más gruesos. Gengis Kan abandonó el asedio de pequeñas ciudades para concentrar su esfuerzo en el cerco de Taitong-fu, la capital de las tierras del oeste. Durante varias semanas se realizaron multitud de tentativas de asalto. Escaleras de madera, torres con plataformas elevadas, flechas incendiarias, todos los intentos fracasaron ante la formidable fortaleza. El propio kan se acercó a las murallas para inspeccionar los puntos débiles, pero lo hizo en demasía. Cuando recorría uno de los fosos un arquero, que lo identificó a causa de la yegua blanca que siempre montaba, le lanzó una saeta que le atravesó el hombro. El ejército mongol se retiró de nuevo al otro lado de la Gran Muralla. Aquella guerra era la de dos mundos muy distintos: el de China, de vida regalada cuyos hombres más destacados eran los delicados poetas que cantaban el reflejo de la luna en los estanques ribeteados de plantas de loto, los ensimismados astrónomos que observaban noche tras noche el curso de los astros y el parpadeo de las estrellas y los príncipes sumidos en el refinado lujo de los palacios de mármol y seda frente al de los nómadas, hombres tallados con la dureza de la roca, de una belicosidad tan indomable como las tormentas de viento de las arenas del Gobi. Los chinos hacíamos poemas sobre la guerra, los mongoles eran la misma guerra.

Pero pese a tantas diferencias, y a la diversidad de espíritu bélico, cualquier otro conquistador hubiera desistido de seguir adelante. Se hubiera limitado a pedir tributo al emperador kin y a difundir sus conquistas y hazañas mediante poemas de encargo, pero la voluntad de Gengis Kan, aun herido, era inquebrantable. Deberían prepararse mejor para la próxima vez. Se había jurado no dejar de intentarlo hasta conseguir colocar bajo su cetro las tierras de China.

Aquel invierno fue benigno, pero las noticias fueron malas para Temujín. Su vasallo Liao-tung, cuya revuelta había triunfado en principio, se veía ahora acosado por los ejércitos de los kin. Gengis Kan, consciente de que el apoyo dentro de China era esencial para sus planes de conquista, no podía dejar que las tropas imperiales derrotaran a su aliado e, impedido a causa de su herida en el hombro, envió a Jebe al frente de un tumán para que socorriera a Liao-tung, a quien las tropas imperiales tenían cercado. El intrépido Jebe atacó con sus diez mil hombres la ciudad de Liao-yang, varios cientos de millas al norte de Pekín, defendida por sesenta mil chinos, pero pese a sus esfuerzos no consiguió tomarla.

Se le ocurrió entonces a Jebe emplear una táctica similar a la que tantas veces les había dado la victoria en la estepa. Hizo correr el rumor de que un ejército chino acudía desde el sur en socorro de la sitiada Liao-yang, y a toda prisa levantó el cerco y se marchó dejando en el campamento muchas riquezas. Los chinos, viendo que los nómadas se retiraban y creyendo los rumores de la pronta llegada de ese ejército imaginario, salieron de su ciudad a saquear cuanto habían dejado los mongoles. Hombres, mujeres y niños se mezclaban con los soldados, todos afanados en conseguir su parte del botín. Ocupados en el saqueo, no se apercibieron de que en una sola noche los hombres de Jebe reanduvieron lo que habían tardado dos días en caminar. Cayeron sobre los habitantes de la capital del oeste cuando éstos se hallaban desprevenidos desvalijando lo que los mongoles habían abandonado en el campamento. Las puertas de la ciudad estaban abiertas de par en par y los soldados habían dejado sus armas para poder cargar más cantidad de botín. Se produjo una enorme carnicería. Los mongoles cayeron sobre los desprevenidos chinos como una guadaña sobre la mies y segaron cuantas cabezas se cruzaron a su paso. Liao-tung se encontraba en una situación muy apurada a causa del acoso de las tropas imperiales, pero, en cuanto se enteró de que Jebe había ocupado la inexpugnable Liao-yang, tomó nuevos ánimos y resistió hasta que el propio Jebe logró romper el cerco a que estaba siendo sometido. Jebe entregó la ciudad a Liao-tung, que se proclamó rey de Liao-yang y entregó su reino en vasallaje a Gengis Kan.

A Pekín llegaban noticias cada vez más desalentadoras. El emperador nos convocaba a los miembros del Consejo una y otra vez; a veces nos tenía varias horas aguardando en la gran sala de audiencias y, sin otra explicación, un mandarín nos anunciaba tras la larga espera que el emperador estaba ocupado y que no nos recibiría. Apenas habíamos vuelto a nuestras casas cuando de nuevo nos mandaba llamar. El Imperio hacía agua por todas partes y los ejércitos enviados para combatir a los mongoles caían uno tras otro ante el avance de Gengis Kan. Las ciudades no resistían su paso y tanto grandes como pequeñas eran asaltadas. El propio Tului, hijo menor del kan, daba ejemplo siendo el primero en escalar los muros. Tras él se precipitaban los feroces guerreros de las estepas, con el temible aspecto que les proporcionaban sus cráneos rapados, en los que sólo dejaban crecer un grueso mechón en la parte posterior que trenzaban en una o dos coletas que adornaban con plumas.

En Pekín estalló una terrible revuelta. El emperador Wei-chao Wang, acuciado por la presión de los mongoles, había concedido una amplia amnistía y todos los generales castigados por sus comportamientos anteriores fueron perdonados. Uno de ellos, el general Hu-scha-hu, un astuto eunuco que tiempo atrás fuera el comandante en jefe de un importante cuerpo de ejército, entró en Pekín con cuarenta mil hombres y tomó el palacio. Los jardines de la mansión sagrada fueron testigos de violentas luchas entre los asaltantes y los escasos miembros de la guardia que se mantuvieron fieles al emperador hasta el final. Pero la mayoría de la población de la capital se unió a los amotinados, que se impusieron tras dos días de lucha. El eunuco Hu-scha-hu, dueño de la situación en Pekín, mandó asesinar al emperador.

Gengis Kan fue informado de los combates que se sucedían entre distintas facciones chinas en la capital imperial, y hacia allí se dirigió. Estaba seguro de que la revuelta que había estallado en Pekín respondía a los movimientos populares atizados por los liao contra los jürchen y confiaba en que al llegar le fueran abiertas sus puertas. Por una vez, se equivocó.

Hu-scha-hu no era partidario de los liao. Para él, un eunuco miembro de una familia de raíces chinas, los kitanes éramos tan extranjeros como los jürchen. No reconocía por tanto a ninguna de las dos dinastías ni mucho menos a Gengis Kan. Según el eunuco, todos éramos bárbaros salvajes y nuestro destino no podía ser otro que el exilio más allá de la Gran Muralla, en las frías estepas de las que nunca deberíamos haber salido.

Hu-scha-hu había sido castrado por orden de su propio padre. En China es frecuente, al menos entre las grandes familias, convertir en eunuco a algún hijo a fin de dedicarlo al servicio del Estado y facilitar su carrera en la Corte. Se cree que los eunucos, carentes de deseos sexuales, se dedican con más intensidad a su oficio y, al no poder dejar descendencia, no sienten la necesidad de transmitir ninguna propiedad o cargo.

Gengis Kan se encaminó hacia Pekín un tanto descuidado, esperando la entrega de la ciudad, pero se encontró con el ejército de Hu-scha-hu quien, pese a ser paralítico de una pierna y tener que verse sujeto a una silla de ruedas, se había proclamado generalísimo de China y había colocado en el trono imperial a un oscuro príncipe de la dinastía kin, que reinó con el nombre de Wu-lu-pu. La vanguardia mongol fue atacada cuando cruzaba un río, muy cerca de Pekín. Hu-scha-hu, desde su silla de ruedas, dirigió la batalla con maestría y, aprovechando la sorpresa y la ventaja numérica, consiguió vencer al kan. Aquélla fue la segunda y última vez que Gengis Kan fue derrotado. Y aún habría sido peor si el ejército de reserva chino mandado por el general Kao-chi hubiera llegado a tiempo para rematar la faena iniciada por Hu-scha-hu.

El eunuco acusó a Kao-chi de traición y quiso ejecutarlo por su retraso, pero el emperador intercedió y se le concedió una segunda oportunidad. Kao-chi salió tras Gengis Kan con un poderoso ejército, pero los mongoles ya se habían repuesto de la derrota y estaban preparados para el combate. El ejército chino peleó con bravura durante un día y una noche, pero sucumbió y Kao-chi se replegó hacia Pekín convencido de que ahora sí sería ejecutado por el eunuco.

El desesperado Kao-chi obró con rapidez. Entró con los supervivientes de sus tropas en la ciudad cuando no había despuntado el alba y asaltó el palacio. Hu-scha-hu fue sorprendido mientras dormía en sus aposentos y, alertado por unos servidores, intentó escapar vestido con su ropa de noche. Su pierna seca y paralítica era un impedimento demasiado fuerte, se enredó entre los pliegues de su camisón y cayó al suelo cuando huía. El propio Kao-chi le cortó la cabeza de un tajo.

Aquella mañana todos los consejeros fuimos convocados a la sala de audiencias de Palacio. Yo había desayunado a la hora de costumbre y me disponía a dirigirme a mi trabajo en la Oficina de Asuntos Históricos cuando me llegó la convocatoria urgente. En la calle todo parecía tranquilo y no corría ningún rumor sobre lo que había acontecido aquella madrugada. Cuando todos los consejeros nos encontrábamos reunidos en la sala de audiencias apareció el emperador escoltado por varios soldados. Presentí que algo extraño estaba ocurriendo. El nuevo soberano Wu-lu-pu no se dirigió a nosotros, sino que lo hizo un oficial del ejército, quien nos anunció al general Kao-chi.

El general entró con una bolsa de cuero bajo el brazo. Atravesó la sala con paso firme y se colocó delante del trono. Introdujo su mano dentro de la bolsa y sacó la cabeza del eunuco Hu-scha-hu prendida por los cabellos. Miró fijamente al emperador y dijo:

—He aquí a los dos generales a quienes encomendaste la alta misión de defender el Imperio; uno de los dos sobramos: elige.

El emperador se levantó y sentenció:

—El eunuco no era sino un rebelde que se adueñó de títulos y honores que no le correspondían. Yo lo despojo de todos sus cargos.

A continuación ordenó a un secretario que leyera una lista con todas las pretendidas faltas cometidas por Hu-scha-hu y una alabanza de Kao-chi, a quien se atribuía la victoria sobre los mongoles.

—Por todo ello, yo, Wu-lu-pu, soberano del Celeste Imperio, te nombro a ti, Kao-chi, generalísimo de los ejércitos.

Así fue como el nuevo emperador «agradeció» los servicios de quien lo había colocado al frente del Estado, y de este modo acabó el único general chino que fue capaz de derrotar a los mongoles.

***

Entre tanto, Gengis Kan se había apostado de nuevo a las puertas de Pekín, y otra vez volvió a convencerse de que en aquellas circunstancias sus murallas eran inexpugnables. Media China era suya, pero dentro de aquella ciudad la gente seguía viviendo como si nada hubiera ocurrido. Las calles estaban atiborradas, los mercados repletos y nada faltaba a sus habitantes. Pekín vivía encerrada tras sus murallas ajena al cerco a que volvía a estar sometida. Siglos llenos de asedios habían convertido a mi ciudad en una verdadera experta en resistir. Todo en la gran metrópoli estaba dispuesto para poder soportar un largo sitio. Los almacenes imperiales siempre se mantenían rebosantes de arroz, mijo, pescado salado, carne seca y sal. Los pozos y las cisternas aseguraban el suficiente suministro de agua. El millón de habitantes, el tamaño de las murallas y los fosos, y la abundancia de armas defensivas y de provisiones aseguraban la defensa en caso de asalto.

Gengis Kan volvía a sentirse impotente. Durante varios días recorrió los alrededores, paseando con su caballo una y otra vez en torno a los fosos, intentando descubrir la manera de conquistar aquella inexpugnable fortaleza. Podía ser dueño de toda China, pero sabía que si no conquistaba hasta la última casa de la capital, no sería reconocido como soberano del Imperio del Centro.

Los días pasaban y los mongoles se mostraban cada vez más inquietos. El tedio comenzaba a hacer mella en aquellos aguerridos soldados que sólo eran dichosos en el combate.

—Esa ciudad no se rendirá nunca —afirmó Muhuli.

El kan permanecía sobre su caballo oteando las rojas murallas en el dorado atardecer de Pekín.

—Se burlan de nosotros. Se creen intocables ahí dentro —dijo el kan.

—Arrasemos China. Hagamos que esta tierra sea un inmenso prado para nuestros caballos. Quememos sus ciudades, talemos sus bosques, aneguemos sus campos. Sin ganado ni cultivos morirán de hambre; quizá tengan que transcurrir dos o tres años, pero sucumbirán —asentó Bogorchu.

Del otro lado de las murallas una música alegre traía sones de fiesta. Sobre el cielo violáceo de Pekín estallaron fuegos artificiales que cubrieron el firmamento de efímeras estrellas. Los pekineses celebrábamos un aniversario cualquiera, y el kan contemplaba el jolgorio desde lejos, como un espectador que observa una función de teatro sin poder hacer nada para cambiar el desenlace de la trama.

Gengis Kan no pudo aguantar más. Ordenó a sus generales que lo siguieran y fustigó a su yegua con todas sus fuerzas, lanzándola a una desbocada carrera hasta su tienda. Entró hecho una furia. Su esposa Lieu y otra joven china que alegraban sus noches se sobresaltaron al ver a su amo en semejante estado; sus ojos estaban encendidos y chispeaban como los fuegos artificiales.

—Arrasaré este maldito país. Nadie se burla de Temujín, nadie.

Mesas, sillas y jarras volaron por el aire arrojadas a patadas y golpes. Las dos muchachas salieron corriendo aterrorizadas mientras los generales se mantenían fuera junto a los guardias de noche que acababan de hacer el relevo. Los gritos de Gengis Kan resonaban por todo el campamento y se mezclaban con la lejana música y las explosiones multicolores que inundaban el inicio de la noche pekinesa.

Durante varios meses el ejército mongol saqueó varias provincias chinas. Divididos en tres cuerpos de ejército, los mongoles y las cuarenta y seis divisiones chinas y khanes que se les habían unido en contra de los jürchen asolaron el Imperio. Ciudades y aldeas, templos y castillos fueron destruidos y sus habitantes muertos o esclavizados. Tras el paso de la horda mongol y de sus aliados, los campos que con tan grandes y penosos esfuerzos fueron trabajados para los cultivos durante siglos por los campesinos quedaron anegados, las magníficas ciudades arrumbadas, las casas arruinadas, los hombres muertos y las mujeres violadas. Noventa ciudades fueron arrasadas y los caminos y los ríos se cubrieron de cadáveres. Nada fue respetado.

A la muerte y a la destrucción siguieron el hambre y las epidemias. Las plegarias de los campesinos chinos a su dios Chen-nong, el protector de las cosechas, de nada sirvieron. Los cadáveres se pudrían en el mismo lugar donde habían caído y un aire pestilente lo inundó todo. Los propios mongoles fueron víctimas de sus matanzas y la peste se cebó entre los soldados.

La primavera siguiente, obedeciendo las órdenes del kan, los tres cuerpos de ejército volvieron a confluir junto a Pekín. La tierra estaba devastada y las provincias del norte arruinadas, pero Pekín resistía. Bogorchu, Jebe, Subotai y los demás oerloks pidieron al kan que culminase aquella larga campaña contra China permitiéndoles asaltar la capital. Sería la culminación de la guerra que tantas riquezas les había proporcionado. Pero Gengis Kan actuó de forma inesperada.

—Voy a ofrecer la paz al emperador de Pekín.

—¿La paz, dices? La paz la solicitan los vencidos, no los vencedores. China es nuestra, sólo queda esa maldita ciudad. Déjame que dirija el asalto y te la entregaré en una bandeja de oro —afirmó Bogorchu.

—No, querido amigo. Tras años de luchas ininterrumpidas nuestros soldados y nuestros caballos están débiles y agotados. Hasta un mongol necesita reposo de vez en cuando. Hace tres años que nuestros hombres no ven a sus familias y es hora de que regresen a disfrutar de las riquezas ganadas.

—Pero podemos conquistar Pekín —aseguró Jebe.

—Quizá, quizá, pero aunque lo lográramos, ¿qué haríamos con ella? ¿Destruirla? De todas formas tendríamos que marcharnos y los chinos volverían a reconstruirla con murallas más altas y fosos más anchos si cabe. No, amigos, es hora de volver a Mongolia —asentó el kan.

A veces me he preguntado por qué Gengis Kan no quiso conquistar personalmente Pekín cuando tras tantos esfuerzos tenía todo a su favor. Creo que llegó a admirar tanto a mi ciudad que no quiso destruirla. Estoy convencido de que se sintió tan fascinado por aquellas murallas encarnadas que optó por retirarse para no verse obligado a derrumbarlas.

El emperador Wu-lu-pu nos reunió a los consejeros en Palacio. A aquella trascendental reunión asistimos unos treinta. El emperador presidía el Consejo, pero a su lado se sentaba el general Kao-chi, verdadero dueño del trono.

—El caudillo bárbaro nos ofrece la paz —comenzó diciendo el emperador—. Dice que sus generales le están presionando para que les permita atacar Pekín, pero él no quiere seguir afrentado al Cielo Eterno y prefiere volver a Mongolia. Nos pide que le enviemos regalos para acallar el ansia de sus generales y asegura que si somos generosos se retirará. Para su aliado, el traidor Liao-tung, pide que le concedamos el título de príncipe y que le reconozcamos la soberanía sobre la ciudad de Liao-yang y su región.

—Esa propuesta la hace porque su ejército está diezmado por las enfermedades —dijo Kao-chi—. Muchos de sus soldados han muerto y otros tantos están tan enfermos que no pueden ni sostener una espada. Yo propongo que salgamos con un ejército y, ahora que están debilitados, acabemos con ellos para siempre.

—En campo abierto son invencibles —intervino otro consejero—. Hemos sufrido suficientes derrotas como para saberlo. Uno tras otro hemos enviado grandes ejércitos, y uno tras otro han sido destruidos. Pese a que en nuestra ciudad hay ahora unos cuarenta mil soldados acantonados, ¿creéis que podríamos salir con un ejército a campo abierto y vencer? Es mejor darles lo que piden y dejar que se marchen a sus lejanas estepas, tal vez nunca regresen.

—Siempre vuelven. Podemos comprarlos, pero si no acabamos con ellos, volverán —reiteró Kao-chi.

Pese a la insistencia del generalísimo de los ejércitos de China, todos los demás consejeros optaron por la paz. El emperador se decantó por seguir a la mayoría y acordó enviar decenas de carros cargados de regalos y con ellos a la princesa Ch’i-kuo, hija del anterior emperador, como regalo especial para Gengis Kan. En aquella ocasión me extrañó el valor y el arrojo que mostró Kao-chi, y todavía más que el emperador no siguiera su recomendación, pues nunca se atrevía a contradecirle. Creo que todo aquel Consejo fue una farsa y que Kao-chi había decidido de antemano no enfrentarse a Gengis Kan, pero un generalísimo no podía decir eso, y por ello urdió una comedia para que su honor como militar quedara a salvo.

Los regalos y la princesa Ch’i-kuo fueron entregados a Gengis Kan, y los mongoles se retiraron por donde habían venido. Tras ellos dejaban un imperio arruinado y miles de muertos y con ellos llevaban miles de carros cargados de arroz, mijo, oro, plata y telas preciosas, miles de caballos y otros ganados, miles de esclavos, a sus esposas Lieu y Ch’i-kuo y varias hermosas concubinas para su amplio gineceo.

Cuando el ejército llegó al borde del Gobi, el kan observó a los esclavos. Eran millares, estaban débiles y muchos de ellos parecían enfermos y apestados. No podrían sobrevivir a la travesía del desierto, pero no podía dejarlos libres. La mayoría había sido usada como fuerza de trabajo en la construcción de máquinas de guerra para el asedio de fortalezas y muchos conocían las tácticas guerreras de los mongoles. Si se les permitía volver a sus casas serían enemigos para la próxima campaña. Entonces tomó una decisión cruel. De entre los prisioneros seleccionó a los mejores obreros, artesanos, artistas y sabios y a los demás los ejecutó.

Cien mil mongoles, con la ayuda de otros tantos chinos y ongutos, habían vencido al Imperio kin. El poder del gran kan parecía infinito y sus hijos habían aprendido deprisa y bien. Los cuatro habían demostrado su valor en el combate y su capacidad de mando. La obra de Gengis Kan estaba asegurada para cuando él muriera, pero muchos se preguntaban: «¿Acaso nuestro kan no es inmortal?».