16. La Gran Muralla

Habían transcurrido casi tres años desde la proclamación de Temujín como gran kan cuando cinco chamanes, interpretando las líneas quebradas en un omóplato quemado de cordero, no encontraron ningún mal augurio que desaconsejara iniciar la conquista de China. Para realizarla era preciso disponer de toda la información posible sobre la fuerza de los enemigos que iban a encontrarse en su camino hasta la orilla oriental de la tierra. Gengis Kan envió en todas las direcciones a numerosos espías que regresaban con valiosos informes de los territorios que más tarde serían conquistados.

Un inocente mercader de pieles, una muchacha al servicio de un poderoso aristócrata, un pastor de ovejas, un camellero, el jefe de una caravana de comerciantes, un buscador de oro, un cazador; todos podían ser espías del kan de los mongoles. Nadie adivinó cómo se hizo, pues el secreto se guardó de modo unánime, pero centenares de agentes crearon una red de información tan completa que cuando Gengis Kan iniciaba una campaña sabía perfectamente a dónde debía dirigirse, cuál era la mejor ruta a seguir y qué fuerzas se iba a encontrar en su camino.

Nada quedaba fuera de su prodigiosa cabeza y en su Corte acogió a consejeros de todos los pueblos. A los cristianos keraítas y a los budistas uigures pronto se unieron consejeros musulmanes. Un mercader procedente de las tierras del este, de aquéllas donde los hombres rezan en dirección a una misteriosa ciudad que llaman La Meca, consiguió hacerse con el favor del kan. Se llamaba Mahmud Yalawaj y era un hombre de extraordinaria elocuencia y sabiduría, muy docto en geografía y astronomía. Había viajado durante más de veinte años por todas las tierras al oeste del Altai y sus conocimientos geográficos y astronómicos impactaron de tal modo en Temujín que no dudó en hacerlo miembro de su Consejo.

La conquista de China se había convertido en la principal obsesión del kan. Todos los días se reunía con sus consejeros y sus generales para estudiar las rutas a seguir.

—Existen dos alternativas —explicó Muhuli—. La primera es atravesar el desierto de Gobi por la zona más oriental, pero en este caso las dificultades son grandes, pues en verano hace demasiado calor y no hay agua, y en invierno lo azotan vientos heladores que pueden arrastrar a una montura con su jinete y enterrarlo bajo las dunas. Es tal la insolación que la nieve caída durante la noche no se derrite con los primeros rayos del sol, sino que se evapora. Nuestros caballos no resistirían la travesía. La segunda vía se abre a través del corredor de Kansu. En esa ruta no escasean ni el agua ni la comida, pero está controlada por los tangutos. Creo que deberíamos asegurar ese paso antes de dejar el camino cerrado a nuestra espalda.

—En ese caso, habría que someter al reino de Hsi Hsia antes que al Imperio kin —alegó el kan.

—Así es —asentó Muhuli.

—Ya hemos derrotado a los tangutos de Hsi Hsia. Podemos volver a hacerlo —intervino Bogorchu.

—Sí, pero no basta con derrotarlos; debemos asegurarnos de que no se volverán contra nosotros una vez que hayamos atravesado su territorio. Son aliados tradicionales de los Jürchen y podrían cogernos en medio de una trampa mortal —dijo Muhuli.

—Si así ocurriera, saldríamos de ella sin esfuerzo —repuso orgulloso Bogorchu—. Ni siquiera cien camelleros tangutos podrían retener a un solo jinete mongol contra su voluntad.

—Muhuli tiene razón. Aunque no sepan luchar como nosotros y nunca nos derroten en campo abierto, podrían encerrarse en sus ciudades e impedir que nos avituallásemos de comida. E incluso podrían envenenar los pozos de agua y las fuentes. Creo que antes de lanzar nuestras tropas contra China debemos asegurar la retaguardia —concluyó Gengis Kan.

Treinta mil guerreros divididos en tres tumanes partieron hacia el sur a comienzos de la primavera del año de la oveja, en la primera luna llena. Los espías habían realizado un minucioso informe y los mongoles avanzaban sobre terreno conocido. Tras varias escaramuzas llegaron ante las murallas de Wolohai, que había vuelto a ser reconstruida tras el incendio que la destruyera dos años antes; en esta ocasión fue tomada al asalto gracias a las nuevas máquinas de guerra.

El príncipe heredero de Hsi Hsia acudió con un contingente de tropas en ayuda de la fortaleza sitiada, pero fue derrotado y huyó hacia la capital perseguido por el kan. Wolohai era una aldea comparada con Ning-hsia, la capital del Estado tanguto. Ante sus murallas, casi el doble de altas que las de Wolohai, nada podían hacer las escalas de madera y las máquinas de asalto que habían preparado los mongoles. Al kan se le ocurrió usar la misma estratagema que años atrás habían usado los tangutos contra Muhuli. Decidió construir un dique que desviara las aguas del río Amarillo hacia las murallas, convencido de que la fuerza de la corriente las derribaría. El ejército mongol, dirigido por expertos ingenieros musulmanes, se puso a trabajar y en apenas un mes estaba ya levantada la mitad de la obra. Pero no contaron con las crecidas de primavera del Hoang-Ho, el río Amarillo, y el dique fue destruido una noche en la que en el campamento mongol casi todos dormían. Los efectos causados fueron demoledores, y Gengis Kan no tuvo más remedio que levantar el asedio de Ning-hsia y regresar hacia el norte.

Antes de iniciar el repliegue, el kan quiso obtener algún beneficio y solicitó un tributo al rey Li An-ch’üan a cambio de la paz. La princesa Chajá, hija del rey, fue el principal regalo y Gengis Kan se casó con ella. Se organizó una gran fiesta que hiciera olvidar el fracaso, y el kan partió hacia Mongolia cargado de regalos y con una nueva esposa. Los tangutos habían salvado su capital, pero muchas otras ciudades habían caído en manos mongoles, y como no estaban dispuestos a que su riqueza, basada en el ganado y en el comercio, se perdiera, decidieron que era mejor someterse a Gengis Kan y pagarle un tributo; tal vez así los dejara en paz.

Recuerdo aquel día con absoluta claridad. Hacía apenas un mes que me habían nombrado primer secretario de la Oficina de Asuntos Históricos y jefe de los Archivos del Estado, cargo que conllevaba un puesto permanente en el Consejo imperial. Yo estaba acabando mi desayuno cuando uno de mis criados entró en mi aposento con una noticia esperada desde hacía varias semanas. El anciano emperador Ma-ta-ku acababa de morir y se ordenó a todos los altos funcionarios que acudiéramos a Palacio para asistir a los sepelios y después a la elevación del nuevo señor del Imperio del Centro.

Salí de mi casa escoltado por dos soldados y dos criados y realicé el recorrido a pie. Era temprano y todavía no era necesario el uso del carro para evitar a las multitudes que horas más tarde se hacinarían como hormigas por las calles de Pekín. La mañana era soleada y una fresca brisa perfumada traía de los jardines aromas de loto y miel. Cuando llegué a Palacio, la guardia se había reforzado y patrullas de soldados equipados con corazas y cascos rondaban por los aledaños de las murallas. Cientos de curiosos comenzaban a arremolinarse alrededor de la gran puerta de bronce, que permanecía entreabierta para dejar paso a los consejeros que íbamos llegando apresuradamente conforme nos habían comunicado el fallecimiento del emperador.

En la gran sala de recepciones, que se había perfumado con incienso y áloe, estábamos congregados medio centenar de altos funcionarios, esperando a que apareciera el maestro de ceremonias de la Corte y realizara el anuncio oficial de la muerte del soberano, pero ante la sorpresa general quien lo hizo fue el príncipe Yun-chi.

—Mis fieles amigos —comenzó diciendo—; ya sabéis que nuestro amado tío, el emperador Ma-ta-ku, de tan brillante reinado, ha sido llamado al cielo y esta noche ha dejado la tierra huérfana de su luz. Desde hoy un nuevo soberano brilla en el Imperio. Ordeno que desde este día os dirijáis a mí con mi nuevo nombre imperial de Wei-chao Wang, que es el que he adoptado para mi reinado.

Un murmullo se extendió por toda la sala. Todos sabíamos que Yun-chi era el destinado a suceder a su tío al frente del imperio, pero hay situaciones en la vida que, aunque se sepa con certeza que algún día han de ocurrir, nunca se está preparado para afrontarlas. Yun-chi no era el hombre adecuado para hacerse cargo del poder en China en esos momentos. Pertenecía a la facción más conservadora de la aristocracia jürchen, la que menos se había integrado en la cultura china. Orgulloso y altivo, consideraba que los miembros de su raza eran muy superiores al resto de la gente y despreciaba a las masas populares, especialmente a los kitanes, pues no había olvidado que cien años atrás los jürchen habían sido sus vasallos. Muy rencoroso, era un hombre que nunca olvidaba una afrenta. Al ascender al trono, se sintió en la necesidad de reparar el agravio que tres años antes le había causado Gengis Kan cuando lo despidió sin la más mínima consideración a su rango principesco, con ocasión de la embajada que Yun-chi encabezó a Mongolia y que coincidió en el tiempo con la celebración del gran kuriltai del año del tigre.

—Mi primera decisión como emperador va a ser el envío de una embajada más allá de la Gran Muralla pidiendo la sumisión y el tributo de los bárbaros. Es hora de que esos salvajes sepan quién es su señor.

A los dos meses, los embajadores estaban de regreso. El responsable de la legación era el mandarín Teng-shiao, un buen amigo mío. Recibí una nota suya en la que me rogaba que saliera a su encuentro, pues deseaba hablar conmigo antes de presentarse ante la Corte. Lo hice, y nos juntamos cerca de la ciudad de Siuan-hua, donde tengo algunas propiedades que heredé de mi familia.

—He vuelto despacio, preparando de qué modo transmitir al emperador la respuesta de ese demonio de Gengis Kan, pero no encuentro la forma de hacerlo —me confesó Teng-shiao.

—¿Tan grave es lo ocurrido? —inquirí.

—Escucha, Ye-Liu, y respóndete tú mismo. El kan de los mongoles acaba de firmar un tratado por el cual los tangutos se le han sometido a vasallaje y se han comprometido a dejarle libre el camino hacia China. Regresaba hacia su ordu cuando unos correos le hicieron saber que nos dirigíamos a su encuentro. Plantó su tienda y esperó a que llegáramos. Nos recibió delante de su yurta, de pie, con las piernas ligeramente abiertas y los brazos en jarras. Vestía unos pantalones de cuero y un chaleco de piel que dejaba sus musculosos brazos desnudos. Sobre sus hombros una capa de seda negra ondulaba mecida por la brisa de las montañas. Dos largas trenzas pelirrojas, salpicadas por algunos hilos de plata, caían ante su poderoso pecho. Nos observaba desde su formidable altura, es casi tan alto como tú, a través de unos brillantes ojos verdes, y te confieso que me pareció estar contemplando la mirada de un tigre.

»Tal como exige el protocolo, me presenté ante él y a través del intérprete le hice saber que, como legado del nuevo señor del Imperio del Centro, le pedía su sumisión. No sé cómo pude atreverme a decir aquello, porque en esos momentos casi estaba paralizado por la impresión que me producía la mirada de aquel hombre. Te aseguro que no hay nadie capaz de aguantársela más tiempo del que dura un suspiro. Escuchó impertérrito cuanto el intérprete le traducía y se volvió hacia el sur. Yo esperaba que hiciera una reverencia en señal de sumisión, como es norma entre nuestros súbditos, pero aquel formidable ser miró hacia el mediodía y escupió con desprecio. «Hasta ahora siempre había creído que los soberanos que se hacen llamar "Hijo del Cielo" eran seres extraordinarios. Pero si un imbécil como ese Yun-chi es el nuevo emperador, no vale la pena inclinarse», dijo. Yo no supe reaccionar. No esperaba aquella respuesta, y menos aún pronunciada con semejante orgullo. Y sin mediar otra palabra, Gengis Kan pidió un caballo, se alzó sobre él de un ágil salto y salió al galope hacia el sur.

—En verdad te ha impresionado ese hombre —le dije.

—Puedes estar seguro de ello. Durante todo el camino de regreso no he podido quitar de mi mente esa mirada, esos metálicos ojos verdes que destellan el poder del tigre y la ambición del halcón. Comprenderás ahora por qué quería que oyeras esto antes que nadie y que me aconsejara qué debo decirle al emperador.

Mi amigo estaba azorado. Era consciente de que no podía presentarse ante Wei-chao Wang y contarle su encuentro con Gengis Kan tal y como había sucedido.

—No sé cómo se lo tomará el emperador. Ciertamente la situación es muy delicada. Ya sabes que es costumbre culpar de las malas noticias al mensajero, y las que tú traes son pésimas.

El mandarín Teng-shiao se esforzó en dulcificar su informe, pero era un hombre honesto y no sabía mentir. El emperador montó en cólera y ordenó que lo encarcelaran. Ese mismo día convocó al Consejo en Palacio, que se celebró durante un banquete.

Todos los consejeros fuimos requeridos para que diéramos nuestra opinión. Hubo una rueda de intervenciones y se plantearon todo tipo de alternativas. Los consejeros civiles éramos partidarios de pactar un acuerdo con aquel jefe bárbaro y entregarle algunos regalos a cambio de que se mantuviera más allá de la Gran Muralla, pero los generales del ejército querían una rápida acción militar que aplacara la insolencia de los nómadas. El general Ken-fu, el más afamado militar del Imperio, propuso un ataque fulminante. El emperador optó por la propuesta de Ken-fu y le ordenó salir de inmediato al encuentro de Gengis Kan.

Los espías del kan le avisaron de que un gran ejército chino de más de treinta mil guerreros se desplazaba a su encuentro. Aquélla era una buena oportunidad para enfrentarse al Imperio en campo abierto, y Temujín no la dejó pasar.

Ken-fu cometió un error impropio de su fama militar. Olvidando su objetivo, permitió que sus soldados saquearan algunas aldeas de los ongutos, fuera de la Gran Muralla, lo que granjeó de inmediato el odio de esta tribu hacia los chinos; y muchos ongutos, aterrados por las matanzas a que los sometió el ejército chino, corrieron a acogerse bajo la protección de Gengis Kan. Mientras Ken-fu perdía el tiempo, el prestigio y el honor masacrando a gentes indefensas, el gran kan ordenó a Jebe que se dirigiera con un tumán contra los chinos, en tanto él le seguía para apoyar la retaguardia con los otros dos tumanes. Jebe atravesó el Paso de la Zorra Salvaje y se topó con el ejército que mandaba el general Ken-fu. Siguiendo una estrategia preconcebida, la conocida «carrera del estandarte», ordenó a sus tropas que huyeran nada más avistar a las vanguardias chinas. Los soldados de Ken-fu, envalentonados por la aparente desbandada que habían producido entre los mongoles, se lanzaron a una alocada persecución. Jebe los atrajo hasta la ladera de una colina y, una vez superada, ordenó a sus hombres dar media vuelta y cargar contra los obnubilados chinos. Los mongoles irrumpieron como demonios sobre la cima y los acribillaron desde sus monturas con certeros flechazos. Los carros de guerra de los chinos no pudieron maniobrar, y un pánico irresistible se apoderó de los hasta entonces eufóricos perseguidores, que murieron a centenares atravesados por las saetas envenenadas. En plena carnicería apareció el grueso del ejército mongol con el kan al frente, y sólo cinco mil soldados pudieron seguir a su general Ken-fu en la huida. El campo de Chabchiyal quedó sembrado de cadáveres chinos. Del lado mongol apenas hubo bajas. Los formidables arqueros nómadas habían abatido uno tras otro a sus enemigos sin que éstos pudieran siquiera hacerles frente. La ruta hacia Pekín parecía abierta, pero quedaba por medio la Gran Muralla, y Gengis Kan se limitó a conquistar algunas ciudades y a sitiar otras. En una de ellas, llamada Dung-chang, Jebe volvió a usar la táctica de la «carrera del estandarte», aplicada ahora con una variante. Asedió la ciudad durante dos semanas y, ante la imposibilidad de conquistarla, simuló que se retiraba. Los confiados habitantes de la ciudad se sintieron seguros cuando se enteraron de que Jebe se encontraba a cinco días de marcha. Pero Jebe regresó. En apenas una noche cinco mil jinetes mongoles lanzados a todo galope recorrieron una distancia que un ejército hubiera requerido esas cinco jornadas para completarla. Cayeron sobre la desprevenida Dung-chang y la conquistaron.

Entre tanto, Gengis Kan, con ayuda de varios regimientos ongutos que se habían colocado de su parte a causa del daño que les habían infligido los chinos, sitiaba la gran fortaleza de Yung-du, la más importante del sistema defensivo del oeste. No pudo conquistarla y se retiró, pero no sin antes destruir una formidable fortaleza que se había comenzado a construir cerca de una de las puertas de la Gran Muralla. Desde allí, exigió del emperador de los kin el pago de un tributo.

Ken-fu regresó derrotado. Se presentó ante el emperador e informó del desastre.

—Eran más numerosos que nosotros. No estimamos bien sus fuerzas. Esos bárbaros tienen centenares de espías dentro del Imperio y nosotros no sabemos qué ocurre más allá de la Gran Muralla. Conocían paso a paso cada uno de nuestros movimientos y eso les otorgó una ventaja que no pudimos superar.

—Una banda de salvajes desarrapados no puede derrotar a un cuerpo de ejército imperial; no puede ser —clamó el emperador.

—No están desorganizados, majestad, cada uno sabe qué hacer en la batalla, se mueven con gran precisión y disciplina y combaten con una fiereza sin igual. Sus arcos son tan poderosos que lanzan flechas a más de trescientos pasos de distancia y sus caballos son más resistentes que cualesquiera otros. Todos combaten a caballo, por lo que sus movimientos son rápidos e inesperados. En campo abierto nuestros batallones de infantería nada pueden hacer y nuestra caballería pesada ni siquiera puede alcanzarlos.

—¡Excusas de un general incompetente! Has abandonado sobre los campos desolados casi treinta mil cadáveres y has huido de manera ignominiosa.

—Majestad, es preciso equipar un contingente de tropas mucho mayor. Sólo si los superamos ampliamente en número podremos vencerlos. Hemos visto cómo preparan caballos, arcos, flechas y espadas en grandes cantidades. No se trata de una simple expedición en busca de botín que se retira cuando nuestro ejército la acosa. Están planeando la invasión del Imperio.

—Eso es imposible. Ninguna banda de salteadores de caminos puede invadir el Imperio del Centro. Nadie tiene tanto poder.

—Repito, majestad, que se están preparando para una guerra de conquista —insistió Ken-fu.

Todos los cortesanos que asistíamos a aquel Consejo sabíamos que el general derrotado estaba perdido. Que en la primera ocasión que se presentaba un emperador fuera vencido en una batalla se consideraba como un mal agüero. Wei-chao Wang no podía consentir que su reinado comenzara de esta manera, pero tampoco podía cambiar el rumbo de los acontecimientos.

Se dirigió a mí y, como jefe de los Archivos Históricos que era, me indicó que nada de aquello figurara en los Anales. Ordenó al canciller que se escribieran miles de pasquines y que se colocaran en todas las grandes ciudades. En esos pasquines se decía que el Imperio permanecía en paz con todos sus vecinos y que los bárbaros habían regresado a sus estepas impresionados ante la Gran Muralla y el poder de los ejércitos del emperador. Ken-fu fue desposeído de todos sus cargos, degradado y encarcelado.

Gengis Kan regresó a Mongolia y acampó en la estepa de Sagari. La expedición contra Hsi Hsia en aquel año de la oveja había resultado mucho mejor de lo previsto. No sólo había sometido a vasallaje a los tangutos, sino que había derrotado a un poderoso ejército chino de modo tan contundente que la supremacía militar de los nómadas sobre los sedentarios era ya incuestionable. Había aprendido a conquistar ciudades amuralladas fabricando máquinas de asedio para asaltarlas, pero debería construir muchas más: escaleras, sacos terreros, escudos, catapultas y torres de madera. Miles de ongutos se habían incorporado a su ejército como tropas auxiliares, lo que unido a la alianza con los tangutos, había propiciado que entre Mongolia y China ya no hubiera ningún enemigo interpuesto. El camino hacia el corazón del Imperio del Centro estaba libre.

Durante todo el año del caballo, que sigue al de la oveja, los mongoles se prepararon para la guerra contra los kin. Centenares de espías acudían de manera ininterrumpida con las más detalladas informaciones al campamento del kan. Muchos de esos espías eran miembros de la raza jürchen, oficiales renegados que habían desertado y que se habían puesto al servicio del caudillo mongol. Como suele ocurrir con los despechados, eran los propios renegados jürchen los que más le insistían en que se lanzara cuanto antes a la conquista del Imperio. Uno de esos oficiales llegó incluso a presentarle un completo plan para la invasión de China en el cual se explicaban las mejores rutas y se detallaban todas las fortalezas entre la Gran Muralla y Pekín, con un completo informe sobre el número de defensores, sus características y sus puntos más vulnerables.

Gengis Kan recogía toda esta información y la cotejaba con otras fuentes. Si todavía dudaba, enviaba unos espías a que le ratificaran un informe, y volvía a enviar a tantos cuantos fueran necesarios hasta estar completamente seguro de cada detalle. Todas las semanas se reunía con su estado mayor y repasaba cada uno de los pasos a seguir en la invasión que planeaba. Cada general sabía cuál iba a ser su misión, y Gengis Kan coordinaba a todos impartiendo órdenes y supervisando los preparativos. Nada escapaba a su aguda visión para la guerra. Era consciente de que la campaña militar en China sería la más difícil de cuantas había emprendido y que por cada soldado mongol habría no menos de veinte chinos. La improvisación no tenía cabida en esta empresa. Los oerloks y los noyanes entrenaban a los soldados obligándoles a repetir una y otra vez ejercicios ecuestres; batallones enteros se movían al compás de las órdenes emitidas con estandartes de colores mediante un código de señales que debía obedecerse sin dudar. Los mejores artesanos ponían a punto los arcos de madera y de hueso de doble curva capaces de ensartar a un hombre a trescientos pasos de distancia. Kasar inventó un ingenioso sistema para que sus hombres aprendieran a manejar el arco con su inigualable maestría. En lo alto de una percha de unos veinticinco pies de altura colocó una pelota de trapo colgada de una cuerda; los arqueros tenían que galopar hacia ella y disparar a lo alto intentando acertar. Era un ejercicio que proporcionaba fuerza a los brazos y agilidad a los dedos. Otra prueba consistía en lanzar flechas hacia atrás por encima de la espalda mientras se huía. Herreros y curtidores fabricaban cotas de malla de metal y corazas de cuero de búfalo, cascos con capacete para proteger la nuca y el cuello, lanzas, mazas, látigos, escudos, espadas y flechas. Durante más de un año todo el pueblo se preparó para la guerra.

Hasta entonces, los mongoles habían usado el caballo como montura y el yak como animal de carga. Ambos son útiles en la estepa. El caballo mongol es poco elegante, ventrudo y de cuello macizo; tiene las patas gruesas y el pelo espeso, pero es fuerte, vigoroso, firme, ágil y resistente hasta extremos increíbles; puede alimentarse tanto con los rastrojos secos de fines del verano como con la hierba helada que sabe buscar escarbando la nieve con sus cascos. El yak es un animal fuerte y dotado de una gran capacidad para resistir los climas más fríos; ninguno como él para caminar por las empinadas sendas montañosas sembradas de cortantes guijarros que supera con facilidad gracias a sus poderosas pezuñas. Pero a la hora de atravesar el desierto, no hay ningún animal que pueda semejarse al camello. Los mongoles apenas disponían de camellos hasta la expedición contra Hsi Hsia. Algunos mercaderes que habían llegado hasta ellos a lomos de estos animales les habían regalado algunos ejemplares, como el camello blanco que perteneció a Hoelún, pero el modo de vida mongol no los necesitaba. Los camellos eran para los comerciantes que cruzaban en largas caravanas los desiertos cargados con mercancías. Pero para conquistar China había que atravesar centenares de millas de abrasador desierto, y para poder transportar armas, provisiones y agua, el camello, que puede cargar el peso de cuatro hombres, se hacía imprescindible. Gracias al tributo en camellos pagado por los tangutos, Gengis Kan disponía de miles de estos animales para cruzar con éxito el Gobi y plantarse al otro lado con los caballos descansados y en forma.

Tras el gran kuriltai del año del tigre, Tatatonga había sugerido a Gengis Kan la posibilidad de establecer un campamento permanente, a modo de una incipiente ciudad, que fuera el punto de referencia para todos sus súbditos. Temujín era un nómada y aborrecía la vida sedentaria de los habitantes de las ciudades, pero era consciente de que su imperio no podía gobernarse como una tribu. En la región de Koso Tsaidam, en el curso alto del río Orjón, existían unas ruinas sobre las que hacía varias generaciones se había levantado la ciudad de Ordu-balik, donde los uigures establecieran la capital de su antaño extenso imperio. Cuando se derrumbó el Imperio uigur y este pueblo quedó relegado a los oasis de la Ruta de la Seda, en los bordes del desierto de Taklamakán, esa ciudad se abandonó. Cerca de lo que fuera Ordu-balik, en un lugar donde años atrás solían acampar los keraítas de Wang Kan, se instaló un campamento estable, en el que predominaban las tiendas de fieltro pero donde se construyeron algunas casas de adobe y tapial. A la vuelta de la guerra contra los tangutos y los jürchen ese campamento era una verdadera Corte, y allí acudió Gengis Kan impresionado por las ciudades que había contemplado. La nueva ciudad, la primera que un pueblo nómada fundaba en la estepa, se llamó oficialmente Ordu-balik. Tatatonga fue el que quiso que la capital imperial de los mongoles llevara el mismo nombre que la del desaparecido imperio de sus antepasados. Pero casi nadie la llamó así. Pronto la denominaron Karakorum, que en mongol significa «Arenas Negras», y así es como ahora todos la conocemos.

Desde Karakorum, adonde se trasladaron el kan, sus hijos y casi todas sus esposas, se organizaba la guerra. Al reclamo de un monarca tan rico y poderoso comenzaron a acudir centenares de mercaderes. La unificación de las tribus de las estepas había propiciado el final de los pillajes que tenían a las caravanas como sus principales objetivos y el comercio caravanero se había reiniciado con gran éxito. Los uigures eran los que seguían controlando las rutas entre Oriente y Occidente, sobre todo el tráfico de sal, imprescindible para el ganado y para conservar por largo tiempo la carne y el pescado, pero también para templar las espadas. Los mongoles habían aprendido de los uigures que el acero templado con agua salada es mucho más resistente que el templado con agua dulce.

Gengis Kan aceptó a todos los comerciantes. En un principio le agradaba recibirlos en su tienda y contemplar las maravillosas mercancías que le ofrecían, pero pronto comenzó a cansarse. Lo abrumaban con regateos sobre el precio de las cosas y sólo pensaban en el oro. Un día, harto de ellos, ordenó a sus guardias que los despojaran de todas sus mercancías y los expulsaran de Karakorum. Los atribulados mercaderes se marcharon apesadumbrados y en el camino encontraron a un rico comerciante que acudía a la corte con un preciado cargamento. Explicaron a su colega que el kan se había quedado con todas sus mercancías y le aconsejaron que diera media vuelta o también perdería sus riquezas. Este mercader, un musulmán de Persia, no hizo caso a aquellas advertencias y se presentó en Karakorum ofreciéndole a Gengis Kan todos los valiosos objetos que llevaba. Aquella actitud, tan diferente de la de sus colegas, fue alabada por el kan, quien le pagó espléndidamente y pidió a los comerciantes que volvieran a Karakorum. Desde entonces no volvió a enemistarse con los mercaderes, que aprendieron una lección que nunca olvidarían.

Gengis Kan creyó que había llegado el momento. Convocó a todos sus jefes a una asamblea en el campamento del Kerulén y les comunicó sus intenciones de atacar de inmediato al Imperio kin. Durante tres días y tres noches el kan permaneció sólo en su tienda meditando. No comió ni bebió nada, y cuando salió su cuerpo parecía flotar sobre la hierba. El ejército mongol estaba congregado en espera de sus órdenes.

—Es hora de que el Imperio kin pague los crímenes cometidos contra las tribus de los que vivimos en tiendas de fieltro. Durante generaciones nos han masacrado, bien lanzando contra nosotros sus ejércitos, bien maquinando para que fuéramos nosotros mismos los que peleáramos en guerras intestinas. Ha llegado el tiempo de vengar tanta sangre derramada. Vamos a enfrentarnos con un enemigo poderoso. Los chinos disponen de miles de hombres perfectamente equipados y sus ciudades se defienden tras altas murallas que nuestros caballos no pueden saltar. Nos jugamos todo cuanto hemos conseguido, pero no podemos perder. Tengri me ha comunicado que iniciemos la campaña, él nos protege y la victoria será nuestra.

A las palabras del kan respondieron los soldados con gritos de júbilo. Tantos días de entrenamientos, de ejercicios reiterados y de tediosas cargas de caballería habían merecido la pena. Eran el más formidable ejército que nunca se viera en las estepas y los mandaba un bogdo, un elegido de los dioses. No había nadie en el mundo que pudiera detenerlos.

Gengis Kan envió una embajada a China exigiendo el pago de un tributo. La negativa del emperador, ya prevista por el kan, fue la justificación esgrimida para iniciar la guerra. El momento elegido había sido el más propicio. Los jürchen estaban enfrascados en la intermitente guerra con el imperio de los song, habían roto sus relaciones amistosas con los tangutos de Hsi Hsia y en el interior se había desatado la revuelta de los «caftanes rojos», un movimiento popular chino que consideraba a los emperadores kin como usurpadores extranjeros.

Diez tumanes se presentaron ante la colosal barrera de la Gran Muralla después de haber sometido, sin un solo combate, a las poblaciones que vivían en su exterior. Todos los nómadas habían oído hablar de ella y muchos la habían visto, pero nunca un ejército tan numeroso, bien pertrechado y decidido se le había enfrentado. Durante generaciones, los nómadas se habían dedicado a merodear alrededor de la Gran Muralla, e incluso a veces dentro de ella, y a saquear pequeñas ciudades y aldeas, pero huían de nuevo a sus profundas estepas en cuanto se acercaban los ejércitos imperiales. El ejército mongol no era en esta ocasión una banda de ladrones, sino una verdadera expedición de conquista.

Desde una colina, Gengis Kan, escoltado por su estado mayor, contempló la sinuosa cinta de piedra que tajaba el paisaje en dos como una enorme cicatriz en la espalda de un gigante.

—¡Es una obra de dioses! —exclamó Subotai.

—No. La han construido hombres —alegó Muhuli.

—Nuestros caballos no pueden escalar esos muros, pero pueden atravesar sus puertas abiertas —intervino el kan.

—Déjame saltar esa barrera con unos cuantos hombres y yo te abriré las puertas —aseguró Bogorchu.

—Se abrirán sin necesidad de perder un solo soldado —asentó el kan—. Mañana, justo a la salida del sol, la puerta a la que conduce aquel camino se abrirá para nosotros.

—¿Quién va a hacerlo? —preguntó Muhuli.

—Nuestros aliados los ongutos. Hace tiempo que vienen soportando la tiranía de los jürchen. Hasta ahora se habían mantenido fieles al emperador kin debido a que temían más a los nómadas que a los soldados imperiales, pero desde que su principal general destruyó sus aldeas y masacró a su gente, los ongutos odian a los jürchen.

—¿Estás seguro de su fidelidad, mi kan? Pudiera ser una trampa —objetó Muhuli.

—No, no lo es. Podemos fiarnos. Nuestros espías me han confirmado que no hay ningún ejército chino a menos de cinco días de marcha desde aquí.

Cien mil hombres cubrían decenas de millas cuadradas en aquel amanecer frente a una puerta de la Gran Muralla. En cuanto el sol despuntó en el horizonte, las dos enormes batientes de madera reforzada con gruesas planchas de bronce y clavos metálicos rechinaron abriéndose de par en par. Por un momento se acentuó el silencio que desde la aurora se había adueñado del ejército mongol. Los ojos vivaces de los guerreros escrutaban entre ansiosos y cautos aquel hueco abierto entre dos torres. Desde la cima de un cerro, el kan observaba atento a sus hombres. Miró al portaestandarte y le hizo una leve indicación.

El bunduk de nueve colas blancas de caballo se alzó apuntando al cielo azul y Bogorchu, al frente de un escuadrón, ordenó marchar hacia la puerta. Conforme se acercaban, la muralla crecía más y más y el paisaje se iba ocultando tras los altos muros coronados de almenas. Todo parecía en calma, pero algunos caballos piafaban resoplando y agitando sus crines. Despacio, como si de una marcha triunfal se tratase, Bogorchu llegó ante la puerta. Miró a lo alto, inspiró todo lo intensamente que pudo y cruzó el umbral. Tras él lo hicieron sus hombres, que se desplegaron en forma de abanico. Los que habían quedado fuera se mantuvieron en expectante silencio observando a los cien compañeros que se había tragado aquella abertura como si se tratara de la boca de un gigantesco dragón. Durante un buen rato no sucedió nada. Un vientecillo del este se movió arrastrando con él aromas que sugerían el lejano mar.

La interminable espera se rompió cuando Bogorchu volvió a cruzar, ahora en sentido inverso, el umbral, espoleando su caballo al galope hacia la posición del kan.

—Tenías razón. El camino está franco. Los ongutos no nos han traicionado —resaltó eufórico—. Hemos asegurado el paso, el ejército puede atravesar la Gran Muralla.

El kan miró a Bogorchu y ambos cruzaron una amplia sonrisa. Después se giró hacia el portaestandarte y le hizo una nueva indicación. El bunduk se elevó por tres veces seguidas hacia el cielo y los cien mil se pusieron en marcha hacia el Celeste Imperio.