15. El chamán Teb Tengri

Aquella fiesta fue la más grande celebrada en la estepa. Todos «los pueblos que habitan en tiendas» fueron invitados por Temujín para festejar su proclamación como gran kan. Por primera vez desde hacía generaciones, los pueblos de la estepa, otrora divididos y enfrascados en sangrientas querellas, estaban en paz y obedecían a un mismo señor.

En la enorme tienda de más de cien pasos de diámetro, sobre su trono, Gengis Kan contemplaba el desfile de las multitudes que se acercaban a postrarse ante él. A su derecha se sentaban sus hijos y hermanos y un poco más lejos sus generales, los chamanes y los jefes de los distintos clanes y tribus; a su izquierda lo hacía la katún Bortai, la primera de sus esposas, y junto a ella las demás esposas, su madre, Hoelún, su hermana Temulún y su hija Jojín con sus respectivos esposos, y las esposas de los principales invitados.

El gran kan estaba eufórico:

—El pueblo de los yakka mongoles ha sido el que nos ha elevado hasta este trono. Nos ayudó sin preocuparse por peligros, sufrimientos y penas; estuvo a nuestro lado en los momentos más difíciles y gracias al pueblo pudimos sobreponernos a todas las incertidumbres. Soportando el dolor, el hambre y el frío, nos fue fiel hasta la muerte. Por eso ordenamos que de hoy en adelante todos los hombres que nos obedecen sean llamados koko mongoles —en mongol significa «mongoles azul celestes».

Fue así como se logró despertar un sentimiento que hasta entonces sólo había anidado en la cabeza de Temujín y en su círculo más íntimo. Por primera vez miles de hombres se sintieron un solo pueblo, y una sensación de conciencia nacional los embargó a todos y se asentó en sus corazones. No hubo nadie, fuera de origen mongol, merkita, naimán, keraíta o tártaro, que no estuviera orgulloso de ello. Con aquella proclamación las endémicas divisiones tribales, las cruentas luchas intestinas, las sangrientas peleas por los pastos, los frecuentes robos de ganados y mujeres, las terribles venganzas familiares y la habitual falta de unidad ante las amenazas exteriores habían acabado. El mundo no tardaría demasiado en asistir impávido a la fuerza que en aquel kuriltai del año del tigre se había desatado. El millón de hombres que vivía entre las montañas del Altai y las de Jingán y entre el gran lago Baikal y el desierto de Gobi se supo por primera vez en mucho tiempo libre y seguro. Nada importaba cuál hubiera sido su tribu, cuál su señor o cuál su obediencia, todos eran desde ahora mongoles y sólo servían a Gengis Kan. Se habían cumplido las profecías atávicas del clan de los borchiguines que anunciaban que un caudillo enviado por el cielo vendría a restaurar el antiguo imperio de los nómadas.

Ninguno de aquellos hombres se marchó tras los nueve días que duró la fiesta sin su regalo entregado por el propio kan. Oro, plata, piedras preciosas, ricas telas, seda, pieles, todo fue repartido en un alarde de generosidad sin precedentes. En centenares de fuegos se cocían y asaban bueyes, ciervos, corderos y muflones y en miles de botos de piel se repartía a destajo kumis y aguardiente. Grupos de músicos y de danzantes recorrían el campamento entonando cánticos de guerra y de victoria. Los guerreros alardeaban de sus hazañas en el combate y los más veteranos se pavoneaban ufanos mostrando sus heridas a los más jóvenes, que las tocaban incrédulos mientras oían las increíbles gestas de sus mayores.

Finalizados los festejos, fue necesario organizar el Estado que se acababa de fundar. Gengis Kan ya no era aquel arrojado joven que encabezara a una banda de muchachos dispuestos a correr todo tipo de aventuras sin otra cosa que les preocupara que cabalgar con sus coletas sueltas al viento y cazar con sus arcos de madera y cuerno. A sus cuarenta y cuatro años se había convertido en soberano de la nación de las estepas, dueño y señor de cuantos vivían en tiendas.

A la fiesta siguió un largo Consejo de jefes y generales en el que se sentaron la bases del nuevo Estado. Tatatonga había trabajado con gran eficacia. Había incorporado a varios escribas uigures a su cancillería y había seleccionado de entre los jóvenes mongoles a los que presentaban unas mejores aptitudes para este oficio. En una improvisada escuela, la primera sin duda que nunca existiera entre las tribus al norte del Gobi, y en un breve espacio de tiempo, había logrado enseñar a leer, escribir y los fundamentos de la administración a un grupo de elegidos entre los que destacaba Sigui Jutuju, el tártaro adoptado por Hoelún, que con poco más de un año de aprendizaje ya dominaba la escritura en uigur y se había convertido en el principal ayudante de Tatatonga en su tarea de dotar al idioma mongol de una escritura propia con caracteres uigures.

En aquel Consejo, Gengis Kan estrenó un regalo de su canciller Tatatonga, un sello labrado en jade con la inscripción siguiente: «Dios en el cielo y el kan en la tierra. El sello del soberano del mundo».

En apenas unos pocos años, el ejército de Gengis Kan había pasado de unos efectivos en torno a los diez mil hombres a un formidable contingente de más de cien mil. Por cada soldado mongol había al menos nueve pertenecientes a otras tribus. Precisamente, para los mongoles el número nueve es sagrado: nueve colas blancas de caballo tiene el bunduk de guerra. Gengis Kan organizó su nuevo ejército tal y como lo había hecho con sus aguerridos mongoles yakka y que tan buenos resultados le había proporcionado. A cada uno de sus veteranos le asignó nueve hombres de otras tribus, con lo que una organización basada en principio en el número nueve se convirtió en decimal.

Diez grupos de diez hombres formaban una centena, diez de cien un gurán de mil hombres y diez guranes constituían un tumán de diez mil, la mayor de las unidades. En total, el ejército resultante del kuriltai del año del tigre lo integraban diez tumanes más una guardia personal del kan de otros diez mil hombres.

Gengis Kan comenzó por nombrar a los jefes de mil hombres. Uno a uno, todos los que le habían servido recibieron su recompensa y fueron elevados a la jefatura de un gurán. Se superó el principio del clan y se elevó a los jefes a su puesto no sólo por su linaje, sino sobre todo por sus méritos. A los nueve oerloks, los «Cuatro Héroes», Bogorchu, Borogul, Chilagún y Muhuli, los «Cuatro Perros», Jubilai, Subotai, Jebe y Jelme, y Sorjan Chira, añadió dos más: Nayaga y Jorchi. Ellos mandarían los tumanes de diez mil hombres. Después designó a los noventa y cinco jefes, noyanes, que dirigirían los noventa y cinco guranes de a mil. Entre éstos estaban jefes de clan como Jurchedei de los urugudes y Gunán de los guenigues; también fueron designados quienes lo habían ayudado en los momentos más difíciles, como los pastores Badaí y Kisilig, que lo avisaron del ataque de Wang Kan y Jamuga, y así al resto de los noyanes, muchos de ellos guerreros sin graduación que se habían destacado en las batallas por su valor y arrojo.

A todos ellos repartió ganado, pieles y otros regalos, pero fue a Jurchedei a quien quiso hacerle uno muy especial.

—Mi esposa Ibaja —dijo el gran kan— es una mujer muy bella. Ha entrado en mi pecho y ha ocupado un lugar en mi corazón. Por eso quiero entregársela a Jurchedei. Tú fuiste nuestro principal bastión en la batalla de Gupta. Tu acción fue decisiva para nuestra salvación cuando atacaste de frente y clavaste la flecha en el rostro de Sengum, obligando a los keraítas a defender a su príncipe caído. Si no hubiera sido por ti, es probable que todos nosotros habríamos perecido en ese combate y ahora las estepas seguirían ensangrentadas en guerras tribales. Toma a mi esposa Ibaja y quédatela.

Y dirigiéndose a ella continuó:

—Has sido una buena esposa y tienes muchos méritos, entre los cuales la belleza no es el menor de ellos. Por eso me duele desprenderme de ti, pero es la mejor manera que encuentro de agradecer a Jurchedei los servicios que me prestó. Tu padre, Yaja Gambu, te dio doscientos siervos como dote y a sus dos mejores cocineros; cuando te vayas con Jurchedei te llevarás cien de esos siervos y a uno de los cocineros; el resto se quedará en mi ordu.

Jurchedei esperaba ser nombrado jefe de diez mil, y aunque tan sólo se le había encomendado el mando sobre los cuatro mil urugudes, la entrega de una esposa del propio kan lo compensaba con creces.

—Me honras sobre cualquier otro hombre, mi señor, ofreciéndome a una de tus esposas —proclamó Jurchedei.

—Así es como deberás tratarla. Cuando yo muera y uno de mi semilla se siente en este trono, no olvides nunca que te he hecho el más preciado de los regalos. Y recuerda siempre que tu nueva esposa lo ha sido antes de un kan —añadió Temujín.

Ibaja miró a Jurchedei resignada. Ella nada podía hacer ante una decisión en firme de Gengis Kan. El destino de la mujer era obedecer a su marido y procurar guardar su honor mediante la fidelidad y el acatamiento. Hubo algunos que criticaron la decisión de Gengis Kan de entregar una de sus esposas a otro hombre, pero todos sabían que Ibaja era tonta y que Temujín podía admitir a su lado a cualquiera, salvo que revelara un grado de idiotez manifiesto.

Poco después de nombrar a los jefes de las unidades del ejército, hizo lo propio con su guardia personal. Hasta entonces la guardia de Gengis Kan había sido poco numerosa. No más de ochenta hombres configuraban cada uno de los turnos. Pero ahora la nueva situación requería una nueva estructura. El propio kan seleccionó a los diez mil componentes de su guardia personal. Ocho mil harían los turnos de día y dos mil el de noche. Cada uno de ellos fue investido de un poder extraordinario, tanto que un simple guardia era superior a un jefe de mil. Se denominaron kerchiktos, sólo obedecían a Gengis Kan y por ello se eligió a los más fornidos guerreros y a los más leales. Se nombraron jefes de la guardia a familiares de Bogorchu, Muhuli y Jurchedei, y al frente de todos ellos se colocó a Kokochu, el hijo adoptivo de Hoelún.

Procedió después el kan a dotar a su familia. Dio diez mil tiendas con su gente a su madre y a su hermano pequeño Temuge Odchigín, nueve mil a Jochi, ocho mil a Chagatai, cinco mil a Ogodei y cinco mil a Tului. A su hermano Kasar le entregó cuatro mil, a Jachigún dos mil y a Belgutei mil quinientas. Luego miró de soslayo a su tío, que esperaba recibir su parte, y añadió:

—A Daritai quiero apartarlo de mi vista. Él se alió con los keraítas en contra mía y me descalificó. No quiero volver a verlo.

Entonces intervino Bogorchu, quien apoyado por Muhuli y Sigui Jutuju, que anotaba en el Libro Azul las donaciones del kan, dijo:

—Si alejas de aquí a tu tío Daritai será como si apagaras para siempre el fuego del hogar y destruyeras tu yurta. Recuerda que ya lo perdonaste por su traición. Él es lo único que te queda como recuerdo de tu padre. ¿Qué quieres hacer?, ¿matarlo? En otro tiempo se equivocó porque no sabía lo que hacía, pero volvió a ti. Creo que debes dejarlo libre para que el hermano pequeño de tu padre pueda seguir manteniendo encendido el fuego del recuerdo en tu campamento.

Las palabras de Bogorchu eran firmes y serenas. Gengis Kan miró a los ojos a su primer compañero y vio en ellos sabiduría y sinceridad. Muhuli y Sigui Jutuju ratificaron el consejo de Bogorchu.

—Bien, de acuerdo, que sea como vosotros queréis.

Daritai se sintió aliviado; por un momento se había visto desterrado a los húmedos bosques del norte, condenado a vagar por las selvas de tilos y robles entre los espíritus de las brumas y las nieblas.

El gran kan dio por acabados los nombramientos, pero Bortai, sorprendida, intervino:

—Te falta alguien —dijo la katún principal.

—¿Quién es? —preguntó Temujín.

—Yesugei es el único de entre los guerreros destacados que no ha recibido ningún cargo.

—Yesugei es un hombre valeroso que no conoce el hambre ni el cansancio. Es el mejor de los guerreros, pero sería un mal oficial. Él nunca está fatigado ni hambriento; si mandara una división es probable que creyera que todos los hombres deberían sentirse como él y podría conducirla al desastre.

Así era la sabiduría de Gengis Kan.

Quien tampoco recibió ningún título fue Teb Tengri Kokochu, el principal de los chamanes. No hacía falta. En el año del gran kuriltai el hijo de Munglig era el personaje más respetado y temido de cuantos vivían en la corte del gran kan. Su persona era considerada sagrada y se decía que de noche subía al cielo a lomos de un caballo blanco. Era el único que tenía el poder de hablar con Tengri y se creía que nada afectaba a su cuerpo, ni el tórrido calor del verano ni las frías heladas del invierno. Algunos juraban haber visto en algunas ocasiones al chamán sentado desnudo en pleno invierno sobre la nieve helada, y que ésta se derretía a su alrededor dejando al descubierto la hierba. La autoridad de Teb Tengri era tal que en las asambleas y en los consejos hablaba inmediatamente después del kan y se permitía contradecir y hacer callar a los mismísimos oerloks. Ni siquiera los hijos y hermanos de Gengis Kan osaban contrariarle.

En aquella asamblea se promulgó la Yassa, que desde entonces sería el código de justicia mongol. Tatatonga y Sigui Jutuju redactaron en idioma mongol y caracteres uigures las leyes dictadas por el gran kan. El robo grave, el asesinato, el adulterio, la traición y el falso testimonio están penados con la muerte. Para un mongol la lealtad y la palabra dada son sus dos más firmes creencias. Los religiosos quedaban exentos de pagar tributos, por ello pronto acudieron al campamento del kan sacerdotes de todas las religiones; lamas tibetanos de túnicas azafranadas y amarillas, cristianos nestorianos que no cesaban de recitar salmos, chamanes embutidos en capas blancas con amplios sombreros, predicadores musulmanes tocados con elevados turbantes, todos eran bien recibidos y a todos aceptaba el kan, para quien sólo había una premisa religiosa inviolable: «La creencia en un solo dios creador del universo y dotado de un poder infinito».

En la Yassa se insistía en la necesidad de mantener al ejército en constante actividad con ejercicios de caza en invierno. En la guerra nadie debía huir mientras estuviera el estandarte enhiesto y no podía tomarse botín hasta que el jefe lo ordenara. Los guerreros tenían que mantener su equipo siempre listo y a punto, y tras una batalla ninguno se podía retirar sin recoger a los heridos.

A Chagatai, hombre severo y de firmes convicciones, de rostro tan serio y rocoso que su sola mirada provocaba el temor de cuantos la contemplaban, se le confió la custodia de la Yassa.

Sigui Jutuju fue nombrado juez supremo. Gengis Kan admiraba el sentido de la justicia de su hermano adoptivo y le otorgó este alto cargo. Con la Yassa desaparecieron el robo, el asesinato y el adulterio. El hondo sentimiento del honor de los nómadas se acrecentó y eso hizo que si alguien cometía alguna falta la confesara de inmediato. La Yassa imponía penas terribles para los delincuentes, pero abrió nuevos horizontes a la justicia: un testimonio arrancado a la fuerza mediante la aplicación de tortura no era considerado válido por ningún juez.

Por último, se estableció un eficaz sistema de correos. El kan sabía de la importancia que tenía el que los mensajes llegaran con prontitud, más aún en un espacio tan enorme como el que ahora gobernaba. De que una orden o una noticia llegara a tiempo a su destino podía depender la integridad de su obra. Para ello se creó toda una red de postas atendidas por los mejores jinetes y los más veloces corceles. Un correo mongol tenía que ser capaz de galopar sobre su montura sin detenerse siquiera para comer o dormir. Cuando un correo cabalgaba en misión oficial su caballo iba provisto de unos cascabeles que anunciaban su paso, ante el cual todo hombre, incluidos los mismísimos príncipes, estaba obligado a apartarse.

Con todas estas medidas, desconocidas hasta entonces en el mundo de las estepas, Gengis Kan creó el Estado más eficaz de cuantos hasta entonces se habían formado entre los nómadas y sentó las bases para la conquista del mundo.

Organizado el ejército, establecidas las líneas maestras de la acción administrativa del nuevo imperio nómada y repartidos los principales puestos, Gengis Kan ordenó reiniciar la guerra. En las estepas todavía quedaban por someter algunos grupos que no lo habían hecho en la asamblea en la que Temujín fue proclamado gran kan.

En el año de la liebre, el primero después del año del tigre en el que se celebró el gran kuriltai, Jochi recibió la orden de reducir a los pueblos del bosque. Al frente de un tumán, y con el veterano Buja como consejero, el primogénito de Gengis Kan, de veintiséis años de edad, se encaminó hacia el norte, más allá de las aguas del gran lago Baikal, y sin sostener una sola batalla sometió a los turcos, los kirguises, los tubas y otras naciones menores que habitan en la helada y profunda Siberia, más allá del río Yenisei. Jochi regresó a las fuentes del Onón cargado con centenares de pieles de marta, cientos de caballos blancos y decenas de gerifaltes. Era la primera vez que un hijo del kan mandaba un tumán con plena autonomía, y lo había hecho con éxito. Gengis Kan estaba orgulloso, pues su primogénito había logrado someter a treinta mil guerreros con tan sólo diez mil y sin tener que librar una sola batalla. Por ello, todos los nuevos territorios conquistados fueron entregados a Jochi.

Poco después el general Subotai aplastó a los merkitas que se habían reorganizado en las fronteras occidentales. En las orillas del río Chui venció a Judu y a Chilagún, dos de los tres hijos de Togtoga Beki, que murieron en la batalla, y poco después Jebe destrozó a un ejército naimán que había logrado reclutar su nuevo kan Guchulug, quien tuvo que huir para no ser abatido. Entre tanto, Jubilai sometió a los jarlugudes, cuyo caudillo, Arslán, se desposó con una de las hijas de Gengis Kan.

Pero una desgracia vino a empañar esta larga serie de victorias. El oerlok Jorchi, quien presagiara que Temujín gobernaría el mundo, había visto cumplidos sus deseos, tiempo ha expresados, de recibir treinta mujeres. Gengis Kan lo autorizó a que viajara hasta la tierra de los Jori Tumades, la estirpe de la que procedía Alan la Bella, la madre de todos los mongoles, para elegir allí a treinta jóvenes. Este clan se había sometido en el gran kuriltai, pero cuando llegó Jorchi exigiendo a treinta de entre sus doncellas, los Tumades se rebelaron y lo apresaron. Daidujul Sojor, jefe de este clan, acababa de morir y era su esposa Botojui Targún quien los mandaba. Como Jorchi no regresaba, acudió Juduja Beki para ver qué ocurría, y también fue apresado.

Las capturas de uno de sus oerloks y de uno de sus noyanes enfureció a Gengis Kan, que envió a Borogul, su hermano adoptivo al que tanto amaba, a someterlos. Pero éste fue muerto en una emboscada. Cuando Gengis Kan conoció la noticia de la muerte de uno de sus «héroes» le sobrevino un acceso de cólera.

—Borogul era mi hermano, siempre luchó a mi lado y nunca me abandonó; salvó de la muerte a mi hijo Ogodei en la batalla de Gupta y su esposa Altani hizo lo mismo con mi Tului. Le debo mucho. Yo mismo iré a vengarlo —anunció.

—No creo que sea prudente —intervino Bogorchu una vez que Gengis Kan se había calmado—. Todos amábamos a Borogul, pero el que tú vayas contra los tumades no devolverá la vida a tu hermano adoptivo, y entraña un riesgo que no debes correr.

—Bogorchu tiene razón —añadió Muhuli—. Creo que sería más prudente enviar una expedición de castigo al mando de Dorbei el Feroz. Nadie como él para vengar esta afrenta.

El kan aceptó el consejo de sus dos fieles compañeros y envió contra los tumades a Dorbei el Feroz, el más despiadado de sus generales, con el encargo de que no regresara hasta haber castigado a los que habían matado a su hermano adoptivo. Aunque los Jori Tumades eran el clan originario de Alan Goa, casi todos los mongoles sentían una cierta animadversión hacia sus miembros, pues consideraban que se habían portado mal al no admitir el matrimonio de Alan Goa con Dubún y estimaban que esa mancha se transmitía de generación en generación. Dorbei cayó sobre los desprevenidos tumades como un rayo y liberó a Jorchi y a Juduja.

Gengis Kan hizo buscar el cadáver de Borogul y cuando lo encontraron sacrificó a noventa tumades, que fueron enterrados en la misma fosa que su hermano adoptivo, sobre la que Hoelún lloró desconsolada, pues era, aunque adoptivo, el primer hijo que perdía. Cerca de la tumba del valeroso Borogul se colocaron varias decenas de lápidas de piedra y en cada una de ellas se grabó el nombre de cada uno de los enemigos abatidos por el hermano adoptivo del kan, a fin de que todos supieran el formidable guerrero que había sido. Jorchi pudo elegir a sus treinta mujeres y Botojui Targún fue entregada a Juduja.

Ese mismo invierno al campamento de las fuentes del Onón llegó una embajada procedente de Turfán, la capital del país de los uigures, la tierra del canciller Tatatonga. Los uigures viven en las ciudades que se extienden a lo largo de la gran ruta que desde China se dirige hacia Occidente, entre la gran cordillera de Tian Shan, las Montañas Celestiales y el terrible desierto de Taklamakán. Entre estas dos salvajes e inhóspitas regiones se salpica un rosario de ricos oasis en los cuales hace siglos que se establecieron comerciantes, artesanos y agricultores que dieron origen a fructíferas ciudades que florecieron gracias a la ruta comercial que las atraviesa. Los embajadores traían un mensaje de Barjuk, rey de los uigures, en el que se sometía al poder de Gengis Kan, le pedía ser su quinto hijo, ofreciéndole su territorio, y se comprometía a ser un vasallo leal y fiel.

Hasta entonces los uigures, antaño señores de un poderoso imperio que se había extendido por toda Mongolia, habían sido vasallos de los kara-kitán, asentados en sus dominios más allá de las Montañas Celestiales. Los uigures habían asesinado a un embajador kara-kitán que había acudido a la ciudad de Turfán a solicitar el pago de tributos. Los uigures sostenían con sus impuestos la Corte de kara-kitán, y a cambio gozaban del monopolio sobre el comercio en las rutas de Asia Central. Pero los comerciantes musulmanes se habían introducido masivamente y amenazaban el monopolio uigur. Por ello rompieron con sus antiguos amos y se sometieron a Gengis Kan.

Tatatonga convenció al kan para que aceptara la propuesta de sus compatriotas, y así lo hizo. Una embajada mongol se dirigió a territorio uigur con la respuesta afirmativa. Aquella vez fue la primera que los mongoles que iban en esta embajada entraban en una ciudad. La embajada regresó a Mongolia cargada de regalos y con miles de cabezas de ganado como tributo de los nuevos vasallos.

Gengis Kan se sintió con fuerza para preparar un ataque contra Hsi Hsia, el reino tanguto al sur del Gobi, el único estado que se interponía entre los mongoles y el imperio de China, cuya conquista comenzaba a tramarse en su cabeza. Los uigures, que veían amenazado su monopolio comercial de la sal, alentaron a Gengis Kan y a sus consejeros a atacar a los tangutos.

A principios del otoño el propio Gengis Kan, al frente de un tumán, realizó una incursión en el reino de Hsi Hsia, al otro lado de las arenas del Gobi. El cuerpo expedicionario mongol atravesó el desierto y, tras tomar algunos pequeños castillos y aldeas, derrotó a un ejército tanguto que había salido a su paso. Tras esa victoria, se encontró con una de esas ciudades de las que tanto le hablaban los mercaderes, la misma que tres años atrás sitiara Muhuli. A pesar del informe que realizara Muhuli, la sorpresa del kan fue enorme. Equipados con arcos, flechas, espadas, látigos y lanzas, estaban preparados para enfrentarse con cualquier enemigo en campo abierto, pero nada podían hacer frente a aquellos muros de piedra que se elevaban hasta la altura de diez hombres por encima de sus cabezas. Muhuli aconsejó sitiar la ciudad y evitar los errores que se habían cometido en el anterior asedio, pues no se podía hacer otra cosa que rodear sus murallas, desafiar a sus defensores, bien parapetados tras los muros, y esperar.

Pero el impulsivo Bogorchu no estaba dispuesto a que su poca paciencia se consumiera a la sombra de las murallas aguardando a que llegara el invierno.

—Nuestros soldados —alegó— no han atravesado el desierto para quedarse aquí sentados, esperando a que esas murallas caigan por sí solas. Propongo tomarlas al asalto. Construiremos escalas de madera y nos lanzaremos sobre ellas como los halcones.

Los jinetes de la estepa codiciaban las riquezas que sin duda se guardaban tras aquellos altos muros y Gengis Kan aceptó por la propuesta de Bogorchu.

—Si tanta prisa tienes por conquistar esa ciudad, hazlo. Tú mismo, Bogorchu, te encargarás de dirigir el asalto.

Muhuli insistió en que era más prudente mantener el asedio, pero Bogorchu se salió con la suya.

Uno tras otro todos los intentos de los batallones dirigidos por Bogorchu para superar las murallas fueron rechazados por los defensores. Las escalas construidas en madera no eran lo bastante resistentes y los sitiados las desbarataban con facilidad arrojando piedras y empujándolas con largos ganchos de hierro.

Bogorchu, tras perder a dos centenares de hombres, aceptó su fracaso y el kan optó por mantener el asedio que había planteado Muhuli.

Durante varias semanas los jinetes mongoles merodearon en torno a las murallas de la ciudad, desafiando a los sitiados. De vez en cuando lanzaban una andanada de flechas hacia las almenas y lograban abatir a algunos soldados, pero ninguna otra cosa podían hacer. El invierno se acercaba y las provisiones comenzaban a escasear en el campamento de los sitiadores.

—Apenas nos queda carne seca para dos o tres semanas y gri-ut para un par de meses. Si el invierno se nos echa encima no tendremos más remedio que retirarnos —alegó el prudente Muhuli.

—No levantaré el cerco —afirmó rotundo el kan—. Ya sé que entre nuestros hombres cunde el desánimo y se alzan algunas voces que piden el regreso a Mongolia. El estandarte con el halcón de los borchiguines no puede ser derrotado en la primera ocasión en que se enfrenta con una de estas ciudades. Si no podemos rendirla al asedio lo haremos con astucia. Se me ha ocurrido una estratagema que puede funcionar. Muhuli, envía un mensajero al gobernador de esa ciudad, que le ofrezca nuestra retirada a cambio de un impuesto simbólico.

Poco después, uno de los correos, que hablaba tanguto, se acercaba a las murallas de la ciudad enarbolando una tira de lienzo blanco en la punta de su lanza.

—¿Qué deseas, bárbaro? —le preguntó desde lo alto del muro el jefe de la guardia.

—Quiero ver a vuestro jefe, traigo una propuesta de nuestro kan para él.

Pese a que aquel jinete iba desarmado, el jefe de la guardia dudó.

—¿De qué se trata?

—De pactar nuestra retirada.

El oficial volvió a dudar, pero, al igual que todos sus compañeros, estaba cansado de aquel asedio y, tras hacerle esperar un buen rato, decidió, tomadas las correspondientes precauciones, dejarlo entrar.

En el interior de las murallas la vida transcurría como si nada ocurriera fuera. Sin duda aquellas gentes estaban acostumbradas a que siglo tras siglo sus ciudades fueran asediadas por los nómadas del otro lado del desierto. Confiados en sus poderosos muros, se sentían seguros y sabían que en cuanto aparecieran los primeros rigores del crudo invierno los sitiadores no tendrían otro remedio que regresar a sus lejanas tierras de la estepa.

—Mi kan te ofrece su retirada a cambio de un simple tributo —dijo el mensajero una vez en presencia del gobernador.

—¿Qué tributo es ése?

—Bien simple. Sólo queremos que nos entreguéis mil gatos y diez mil golondrinas.

—¿Sólo eso? —se extrañó el gobernador.

—Mi kan es muy caprichoso. Le gustan los abrigos de piel de gato y las almohadas de plumas de golondrina.

—Si es así, tu señor tendrá mañana lo que desea.

—Antes de retirarme me gustaría saber cómo llamáis a esta ciudad.

—Su nombre es Wolohai.

Durante todo el día y toda la noche los hombres, mujeres y niños de Wolohai se dedicaron a perseguir gatos y capturar golondrinas. Al amanecer, los once mil animales de esas dos especies estaban encerrados en varias jaulas, listos para ser remitidos al kan.

—¡Gatos y golondrinas! —mascullaba Bogorchu—, Temujín se ha vuelto loco. ¿Qué vamos a hacer con tanto gato y tanta golondrina? Si quería comida podría haber pedido corderos y pollos.

—Algo trama. Sus ojos han brillado de una manera muy especial cuando ha contemplado cómo esos tangutos depositaban desde lo alto de las murallas las cajas cargadas con esos animales. Si no fuera así no nos hubiera ordenado que estuviéramos preparados para el asalto —asentó Muhuli.

—¡Bah!, nos tienen tanto miedo que no se han atrevido ni a abrir las puertas para sacar las cajas y han tenido que descolgarlas con cuerdas desde lo alto.

—El miedo obnubila la razón; deberías saberlo, Bogorchu.

—Yo no conozco el miedo.

—Quizá no, pero seguro que lo has visto muchas veces en los ojos de tus enemigos. Creo que ese gobernador ha cometido el error, sin duda inducido por el pánico, de darle al kan lo que pedía sin reflexionar el porqué de una demanda tan aparentemente absurda.

La voz del kan llamándolos interrumpió la conversación de los dos oerloks.

—Muhuli, Bogorchu, venid rápidamente; creo que esto os divertirá.

Detrás de unos carros varias decenas de guerreros estaban atando a los rabos de los gatos y a las colas de las golondrinas borlones de algodón y paja seca rociados con licor de arroz y grasa.

—Fijaos lo que va a ocurrir ahora.

A una orden del kan los soldados prendieron fuego a los borlones, y las golondrinas y los gatos salieron aterrados en dirección a la ciudad. Once mil llamas entraron volando, trepando por las murallas con las uñas o a través de madrigueras subterráneas hacia sus escondites y sus nidos. Los soldados apostados en lo alto de las murallas no podían dar crédito a lo que estaban viendo. En muy poco tiempo Wolohai ardía por los cuatro costados. Casas, templos y palacios, todo se consumía sin remedio. La agudeza perceptiva de Gengis Kan le había permitido observar que golondrinas y gatos regresaban invariablemente a sus nidos y guaridas y fue así como se le ocurrió semejante estratagema.

Los defensores abandonaron las murallas para acudir a sofocar el incendio y los mongoles se lanzaron al ataque. Ahora, con las almenas desguarnecidas, no les fue difícil ocuparlas y desde allí dominar la ciudad. Fueron muchos los tangutos que murieron achicharrados en las llamas y otros tantos los que cayeron abatidos por las flechas de los mongoles apostados sobre las murallas.

Finalizada la desigual batalla, ante las humeantes ruinas de Wolohai los jinetes mongoles aclamaron a su caudillo. «¡Ni siquiera las fortalezas de altos muros pueden resistir la fuerza del kan!», «nada en la tierra puede oponérsele», «pronto seremos los dueños del mundo», «avancemos conquistando todo hasta llegar al océano», gritaban eufóricos.

Pero el kan levantó el brazo y les hizo callar.

—Regresamos al Onón —anunció.

Entre los guerreros surgieron murmullos de sorpresa y algunas protestas. Nadie entendía por qué ahora que tenían el mundo al alcance de la mano tuvieran que renunciar a conquistarlo.

—Hemos conseguido una gran victoria, es cierto, pero ya no podremos volver a utilizar esta estratagema. Los tangutos han aprendido la lección y ahora estarán más prevenidos. Además, el mundo es mucho mayor de lo que suponéis y en él viven millones de hombres. Nosotros somos tan sólo un tumán, nada podríamos hacer frente a los ejércitos organizados de Hsi Hsia y de los kin. Sus soldados son tan numerosos como los granos de arena del desierto que hemos atravesado y sus ciudades se cuentan por centenares. Yo también quiero el mundo, pero para tenerlo es preciso saber ganarlo. Aprovechemos nuestra victoria y volvamos a nuestras estepas; prepararemos una nueva incursión pero entre tanto estudiaremos la forma de conquistar esas ciudades. No regreséis tristes y abatidos, os prometo que volveremos.

Antes de que Li An-ch’üan, el rey tanguto, pudiera organizar la defensa, unos mensajeros de Gengis Kan viajaron hasta Ning-hia, la capital del reino de Hsi Hsia. Ofrecían la paz y la retirada a cambio de un tributo, pero el monarca tanguto se negó a pagarlo. Li An-ch’üan sostenía que un gran rey como él no podía aceptar ser vasallo de unos nómadas bárbaros y malolientes. Empero sus generales, abrumados por la destrucción de Wolohai y por la ferocidad demostrada por los mongoles en los combates previos, lo convencieron argumentando que el mismísimo emperador de China solía hacer regalos a algunos jefes bárbaros para que se mantuvieran alejados de sus fronteras. Sostenían que era más costoso enfrentarse a ellos, aunque los vencieran, que pagarles para que se marcharan. Además, para rechazar por la fuerza a esos invasores era preciso preparar un ejército con garantías de éxito, y necesitaban algún tiempo.

Tangutos y mongoles firmaron la paz. El reino de Hsi Hsia entregó el tributo y Gengis Kan ordenó a sus jinetes regresar a su ordu. Los objetivos que se había marcado en esa campaña se habían cumplido con creces. Se trataba de experimentar una nueva táctica de guerra y de estudiar sobre el terreno todas las posibilidades. Cuando volvieran, sus guerreros tendrían frescas sus victorias y vivos sus ardientes deseos de seguir adelante, y si conseguían atinar con las tácticas adecuadas, nada los detendría hasta el mar.

Un duro invierno cubrió de nieve y hielo las estepas. El frío helador obligó a los hombres a permanecer mucho tiempo en sus tiendas. El campamento del kan reunía a más de cuarenta mil de ellas, entre las que mercaderes musulmanes se mezclaban con monjes budistas y sacerdotes cristianos. El kan pasaba casi todo el tiempo visitando a sus esposas, especialmente a Julán, a la que deseaba por encima de todas. Pero no olvidaba que Bortai seguía siendo la katún principal y que de su estirpe habían nacido los que le sucederían en el trono.

El Consejo de jefes decidió el ataque a Hsi Hsia, pero antes de conquistar el reino tanguto se hacía necesario acabar con los últimos rebeldes que todavía vagaban por las estepas. Se acordó que, en la primavera siguiente dos tumanes al mando de Subotai y Jebe atacarían a los restos de naimanes y merkitas hasta deshacerlos por completo. Y en efecto, en cuanto se fundieron los primeros hielos, partieron hacia el oeste. Subotai se enfrentó a orillas del río Chui a los últimos merkitas y los venció. Jebe aniquiló en Sarig Jun a los naimanes, pero no pudo alcanzar a Guchulug, su nuevo kan, que pudo escapar para refugiarse en Kachgaria. Jebe lo persiguió hasta el Altai, desde donde se vio obligado a regresar. Acabadas estas dos campañas, mediado el verano, todos los nómadas obedecían al estandarte de nueve colas de caballo. El enemigo exterior estaba sometido o muerto, pero un enemigo interior, más poderoso si cabe que las tribus rivales de la estepa, crecía dentro del propio campamento del kan.

El chamán Teb Tengri Kokochu era el único que no parecía contento con el relevante puesto que ocupaba. Su poder era enorme y sólo lo limitaba el del propio kan, a quien Teb Tengri mediatizaba. Bortai le había prevenido varias veces del peligro que el chamán principal suponía pero Gengis Kan no le había hecho caso; creía que su esposa lo hacía por despecho hacia Teb Tengri, pues éste solía halagar a Julán por encima de las demás katunes. Hoelún también era consciente del peligro que suponía Teb Tengri, pero debido a su matrimonio con Munglig, el padre del chamán, se sentía condicionada. No obstante, había revelado a Rasar y a Temuge el recelo que sentía hacia su hijastro.

Kasar, a quien se había confiado la jefatura y el entrenamiento de los arqueros, se había enamorado de Julán. El hermano de Temujín no había podido resistirse a la belleza de su cuñada y, aunque en silencio y evitando que nadie lo notara, su corazón palpitaba acelerado cada vez que la contemplaba. El amor de Kasar hacia Julán había pasado inadvertido para todos menos para Teb Tengri. La escrutadora mirada del chamán y su excelente instinto, agudo como el de un zorro, pronto habían adivinado en los ojos de Kasar los sentimientos de éste hacia la esposa más amada por Gengis Kan.

Teb Tengri había meditado muchas veces de qué modo podía enemistar entre sí a los miembros de la familia imperial. Sabía que romper la unidad del clan era la única posibilidad de debilitar lo suficiente al kan como para que fuera vulnerable. Ésa era su única preocupación, pues consideraba que una vez rota la familia real podría alcanzar todo el poder en el kanato. Si conseguía apartar a los hermanos de Temujín de su camino, el resto sería fácil, pues entendía que no tendría ninguna dificultad para manejar a sus hijos.

Para celebrar las victorias de Jebe y de Subotai se organizó una fiesta. Durante todo el día se comió y bebió en abundancia y se practicaron diversos ejercicios y competiciones a caballo y con armas. Kasar, eufórico a causa del kumis que había ingerido, retó a cualquiera que quisiera medir sus fuerzas con él en combate cuerpo a cuerpo. El hermano del kan era un hombre muy fornido, tanto como Temujín, a quien igualaba en altura y fortaleza. El reto de Kasar no fue recogido por nadie y entonces se dirigió a Teb Tengri invitándole a luchar. El chamán, que no esperaba semejante propuesta, alegó que el dios del cielo no le permitía combatir.

—Tú lo que tienes es miedo —aseveró Kasar.

—No conozco esa palabra —respondió Teb Tengri.

—Si tuvieras tanto poder como dices, no rechazarías la pelea. Creo que no eres sino un farsante.

Los ojos del chamán, sobre el cual estaban puestas todas las miradas, destellaron un odio mortal hacia Kasar, quien ufano levantaba los brazos mientras seguía afirmando que los poderes de Teb Tengri eran tan grandes como los de una doncella.

Teb Tengri no podía consentir que aquella afrenta quedara sin venganza. Reunió a sus seis hermanos y les explicó que era preciso dar una lección a Kasar. Los siete konkotades se apostaron cerca de la tienda del hermano de Temujín y esperaron a que éste se retirara a dormir la borrachera. Cuando apareció, los siete cayeron sobre él provistos de palos y le propinaron tal paliza que quedó dolorido y maltrecho.

Kasar, casi arrastrándose, llegó hasta la tienda de Gengis Kan y le dijo:

—Hermano, los siete konkotades me han atacado y me han dejado en este lamentable estado. ¿Vas a permitir que le hagan esto a uno de tu misma sangre?

Temujín, que estaba muy enojado porque la fiesta no había resultado satisfactoria, contestó:

—Tú tienes la culpa de lo que te ha ocurrido; ¿acaso no has ido por ahí pregonando que nadie puede contigo? Quizás así aprendas a no desafiar a la suerte y seas más prudente la próxima vez.

Kasar se retiró llorando y durante varios días no salió de su tienda en tanto se curaban sus heridas y desaparecían los hematomas.

Pero la venganza de Teb Tengri no iba a quedar ahí. Gengis Kan despachaba asuntos de trámite en su tienda cuando un guardia le anunció que el chamán Teb Tengri Kokochu esperaba fuera.

—Tengo que anunciarte algo importante —dijo Teb Tengri.

—Hazlo pues —respondió Gengis Kan.

—Cuando esté a solas contigo.

En aquel momento Bogorchu y Subotai se encontraban allí.

—Sabes que no tengo ningún secreto para mis oerloks —aseveró el kan.

—Lo que tengo que decirte me lo ha confiado el mismísimo dios del cielo y sólo tú debes saberlo —insistió el chamán.

Gengis Kan miró a sus dos generales y ambos supieron que debían retirarse.

Una vez a solas, Teb Tengri continuó:

—Esta noche mi alma ha viajado. Mi espíritu se ha elevado sobre las colinas y Tengri se me ha presentado. Me ha dicho que te prevenga contra tu hermano Kasar. Mientras él esté vivo, tu reinado no está seguro. Ambiciona tu trono y está escrito que si no acabas con él, será él quien acabe contigo. Vigílalo y mantente siempre atento y alerta.

—Kasar nunca levantaría la espada contra su propio hermano. Lo conozco bien —alegó el kan.

—¿Eso crees? No recuerdas que hace no mucho tiempo estuvo al lado de Togril. Es probable que fuera él quien alentara al kan de los keraítas a cambiar de aliados e ir en tu contra.

—Yo fui quien le ordenó que lo obedeciera. Cuando Wang Kan vino contra mí, Kasar lo abandonó y regresó a mi lado.

—No te fíes, mi señor. Kasar aspira a tu trono y hará todo lo posible para conseguirlo. Hay otro dato que confirma que quiere todo lo tuyo.

—¿Cuál es? —inquirió el kan.

—¿No te has fijado en cómo mira a Julán? —insinuó Teb Tengri.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Lo que has entendido. Tu hermano Kasar pretende a tu bella esposa Julán, la quiere para sí; en cuanto pueda te la quitará.

Temujín no dijo nada más. Calló y se arrebujó en su trono. Teb Tengri hizo una reverencia y salió de la tienda con una amplia sonrisa de triunfo dibujada en sus labios.

—Mira el rostro de ese canalla de Kokochu —le dijo Bogorchu a Subotai, que esperaban fuera—. Sale riendo como la zorra que acaba de atrapar a una presa desprevenida. Me pregunto qué le habrá contado a Temujín.

—Alguien debería acabar con ese chacal, ¿no crees? —preguntó Subotai.

—El kan cree en él firmemente. Además sus relaciones familiares lo sostienen. No olvides que es hijo del segundo esposo de Hoelún. Nuestro kan le debe mucho a Munglig. Sólo madre Hoelún podría convencer a su hijo el kan de la maldad que anida en ese chamán, pero es la esposa de Munglig y no creo que haga nada contra el hijo de su esposo, al menos hasta que uno de sus retoños se vea perjudicado —finalizó Bogorchu.

Desde aquel día Gengis Kan se mantuvo atento a las relaciones entre su hermano Kasar y su esposa Julán. En las fiestas en las que ambos coincidían no dejaba de observarlos para ver si ambos cruzaban una mirada sospechosa. Kasar se dio cuenta del cambio de actitud de su hermano, pero no sospechaba a qué podía deberse.

Un día Kasar fue a buscar a su hermano. Quería hablar con él y preguntarle por su nueva actitud. Gengis Kan había salido de caza y en la tienda estaba Julán con dos criadas. Cuando los dos cuñados estaban hablando apareció el kan y en ese momento pudo ver que Kasar sostenía entre las suyas la mano de Julán.

—¡Ah!, hermano, ya me marchaba. Me estaba despidiendo de tu esposa. He venido para hablar contigo, pero me han dicho que habías salido de caza —dijo Kasar al ver a Gengis Kan en el umbral.

—He vuelto antes de lo esperado.

—Tengo que hablar contigo, hermano.

—Ahora no, márchate, estoy cansado —ordenó el kan.

—Bien, como gustes, ya volveré otro rato.

Gengis Kan se sentó en su trono de madera y apuró un vaso de kumis que le ofreció una criada. Julán se acercó hasta él pero, a la vista de los ojos de su esposo, intuyó que quería estar solo.

Una de las criadas que servía en la tienda del kan era confidente del chamán. Todo cuanto sucedía allá dentro lo conocía de inmediato Teb Tengri; así es como supo que Kasar había tomado la mano de Julán cuando entró el kan, y que a éste le había molestado.

En cuanto su confidente se lo hizo saber, Teb Tengri apareció ante Gengis Kan.

—Acabo de tener una visión. Un ave voló hasta mí y me hizo ver que Kasar daba la mano a Julán y le decía: «Ven conmigo». Sé que eso ha ocurrido en tu misma yurta y que tú has sido testigo de ello. ¿Me creerás ahora?

Aquello decidió todo. Gengis Kan llamó al jefe de su guardia y le ordenó que se dirigiera a la tienda de Kasar, que lo apresara, le quitara su cinturón y su capa, los emblemas de un mongol libre, y lo trajera maniatado ante su presencia. Poco después yacía postrado de rodillas ante Temujín.

—¿Por qué has ordenado que me hagan esto, hermano? —preguntó Kasar.

—¿No lo sabes? El Cielo Eterno me ha comunicado que estás tramando una conjura contra mí.

—Eso no es cierto, yo te soy fiel, nunca haría nada que te perjudicara.

—Ya lo hiciste en una ocasión. Sé que fuiste tú quien puso a Wang Kan en contra mía, sin duda esperabas mi derrota para recoger mi herencia —objetó el kan.

—Eso es falso. Yo me mantuve junto a Togril, tal y como me ordenaste, hasta que se volvió contra ti y lo abandoné. Incluso dejé allí a mi familia para ir en tu busca.

—Eso fue una treta para justificarte.

—Te repito que no es cierto. Nunca he obrado en tu contra.

—¿Acaso vas a negar lo que mis propios ojos han visto? Hoy mismo tenías cogida a mi esposa Julán por la mano. Sé que la quieres para ti —resaltó el kan.

—Nunca tomaría nada que fuera tuyo. Cuando entraste en la yurta tan sólo me estaba despidiendo de mi cuñada. No hacía nada malo. Pregúntale a ella si alguna vez la he ofendido —alegó Kasar.

Entre tanto, las esposas de Kasar, asustadas por el apresamiento de su marido, habían corrido hasta la tienda de Guchu, el hermano adoptivo de Kasar y Temujín, que estaba cenando en compañía de Kokochu, otro de los hijos adoptivos de Hoelún. Cuando les contaron lo que pasaba, los dos hermanos adoptivos decidieron ir a avisar a madre Hoelún, cuya tienda estaba plantada cerca del campamento, pues hasta allí se había trasladado su marido Munglig para participar en el Consejo de jefes.

Cabalgaron a toda prisa y a medianoche llegaron ante Hoelún.

—Madre, nuestro hermano el kan ha apresado a Kasar —le anunció Guchu.

—Es obra de mi tocayo, ese avieso chamán —añadió Kokochu.

Hoelún no perdió ni un instante. La esposa de Munglig tenía entonces más de sesenta años, estaba enferma y ya no podía viajar a caballo, pero ordenó que le prepararan un pequeño carro negro que solía usar para sus desplazamientos cortos del que tiraba un camello blanco. Viajó durante toda la noche y antes de amanecer llegó ante la tienda del kan.

Los guardias tenían orden de no dejar pasar a nadie, pero ninguno de ellos se atrevió a detener a la madre de Temujín. Cuando Hoelún entró, Kasar yacía postrado de rodillas con las manos atadas a la espalda ante su hermano. Sin dejar reaccionar a Temujín, desató a su segundo hijo, le colocó el gorro y el cinturón, y llena de furia se sentó delante de Gengis Kan y se desgarró el vestido por el pecho.

—Contempla bien estos senos de los que mamaste. Tú, Temujín, sólo fuiste capaz de vaciarme uno solo de ellos cuando naciste. Kasar me vaciaba los dos y me llenaba de sosiego. Tus otros dos hermanos, Jachigún y Temuge, no podían agotar ni siquiera uno solo. Los cuatro os alimentasteis de mis pechos, pero sólo tú fuiste como el lobezno que corta con sus dientes el cordón umbilical al nacer. Tu hermano Kasar es fuerte y nadie maneja como él el arco; él fue quien puso en fuga a tus enemigos, quien los mantuvo a raya con sus flechas. Tú crees haber apresado a un rival, pero no te has dado cuenta de que es tu propio hermano —clamó Hoelún enfurecida.

Los ojos de la anciana emanaban pavesas de furia y cuando Gengis Kan se fijó en ellos le pareció ver su misma mirada reflejada en las aguas de un remanso. Esperó a que la cólera de su madre se apaciguara y dijo:

—Viendo a mi madre tan enojada siento vergüenza de mí mismo. Deseo que me perdones si te he ofendido.

—Has ofendido a tu propia sangre y a ti mismo —replicó Hoelún.

La anciana se arregló el vestido, cogió a Kasar por la mano y ambos salieron. Gengis Kan no impidió que su madre se marchara con su hermano, pero estaba decidido a castigar a Kasar. Por eso, tras ordenar que nadie se lo comunicara a Hoelún, lo despojó de parte de la gente que le había asignado en el reparto hasta dejarle al mando de tan sólo mil cuatrocientos hombres.

Pero Hoelún se enteró y sufrió mucho durante aquellos días. La fría noche en la que viajó hasta la tienda de su hijo había causado mella en su ya mermada salud y el corazón de la anciana no pudo resistir tantas emociones. En apenas una semana envejeció tanto como en los últimos diez años, y la madre del kan murió. Fueron muchos los que la lloraron, pues a nadie escapaba que Hoelún había sido la mujer que con su tesón había logrado mantener los derechos de Temujín al trono mongol cuando éste quedó huérfano siendo todavía un niño. Fue inhumada en la ladera del Burkan Jaldún dentro de su carro negro. Con ella se enterraron a nueve sirvientas sacrificadas y al camello blanco, y su cadáver se envolvió con una capa de láminas de oro. Nueve chamanas celebraron las honras fúnebres que duraron nueve días, durante los cuales estuvo prohibido, bajo pena de muerte, beber kumis.

Finalizado el duelo por el óbito de Hoelún, Gengis Kan ordenó reanudar la asamblea de jefes a fin de tratar la conquista de nuevas tierras al sur del Gobi. El chamán Teb Tengri, por su parte, reunió a antiguos jefes merkitas, keraítas, tártaros y naimanes que se habían integrado en el ejército del kan. Temuge Odchigín se enteró de que una importante asamblea de jefes de las tribus y clanes sometidos se estaba celebrando en la tienda del chamán a espaldas de Temujín, y por su cuenta decidió enviar a un siervo suyo llamado Sojor para informarse de lo que acontecía.

—¿Qué te trae por aquí, Sojor? —preguntó Teb Tengri.

—Me envía mi señor el príncipe Temuge. Se ha enterado de que hay hombres suyos en esta reunión que tú has convocado y desea que salgan de ella.

—Dile a tu señor que se meta en sus asuntos y deje de inmiscuirse en los míos.

—Temuge se enojará cuando le haga saber tus palabras.

—En ese caso permíteme que le dé otras razones más contundentes para que su enojo sea justificado.

Teb Tengri hizo una seña a algunos de sus compañeros y allí mismo descabalgaron a Sojor y lo apalearon. El mensajero de Temuge volvió a pie, con la silla de montar sobre sus malheridos hombros.

—No pude hacer nada. Le transmití a ese malvado chamán lo que me habías ordenado y su respuesta fue hacer que varios de sus hombres me golpearan y me quitaran el caballo.

—Ese perro de Teb Tengri pagará sus culpas. Sabe que para los mongoles la persona de un mensajero es inviolable y que cualquier atentado contra ella es un atentado contra quien lo envía. Procura que te curen las heridas, yo mismo iré a ver a Teb Tengri y le exigiré que repare el daño que te ha causado.

Temuge montó en su caballo y acudió a la tienda de Kokochu. Cuando descendió de su montura lo rodearon los siete konkotades.

—Hiciste muy mal enviando a tu siervo Sojor a espiarnos —dijo uno de los hermanos de Teb Tengri.

—Cumplía órdenes de su señor. Ahora soy yo el que vengo para que me devolváis a aquéllos que han acudido a vuestra llamada sin mi permiso y reparéis el daño causado a mi mensajero —alegó Temuge.

—Ser hermano del kan no supone que puedas disponer de los actos de cada uno de nosotros.

Teb Tengri se adelantó y sujetó a Temuge por el brazo.

—Creo que es hora de que tú también recibas una lección. Ya que tanto defiendes a tu enviado, vas a ser tratado como él.

Temuge fue sujetado por varios konkotades y Teb Tengri le propinó diversos golpes en el rostro y en los hombros con una fusta.

—Has obrado mal viniendo contra mí —dijo el chamán colocando un lazo de cuero alrededor del cuello de Temuge y apretándolo hasta cortarle el aire—. Pide perdón de rodillas.

El hermano pequeño de Temujín, a punto de ser asfixiado por el chamán, asintió con la cabeza. Teb Tengri aflojó la presión del lazo y Temuge cayó de hinojos.

—Sí, hice mal, te ruego que me perdones —musitó entre sollozos.

—Ahora márchate. Si vuelves a maquinar en mi contra, el lazo no se aflojará de nuevo.

Temuge se alejó de allí humillado. Los pulmones le quemaban y sentía un intenso dolor en todo el cuello. Estaba anocheciendo y la luna brillaba sobre las colinas como una repujada bandeja de plata. Se acercó hasta el río y sumergió la cabeza. Pasó toda la noche vagando entre las tiendas y antes de amanecer se dirigió hacia la del kan. La guardia le impidió el paso, pero comenzó a gritar como un poseso que quería ver a su hermano. Gengis Kan dormía acompañado de su esposa Bortai y ambos se despertaron ante las grandes voces que daba Temuge.

—¿Qué ocurre, quién se atreve a gritar así en plena noche? —preguntó a los hombres que hacían guardia ante el umbral de su tienda.

—Es tu hermano Temuge, mi señor. Le hemos impedido que entrara en tu yurta y se ha puesto a proferir grandes alaridos. Parece muy alterado.

—Está bien. Dejad que pase y avivad el fuego del hogar.

Gengis Kan entró en la tienda y Bortai le preguntó desde la cama qué ocurría.

—Es Temuge, parece que tiene prisa en hablar conmigo. Espero que sea importante o lamentará haberme importunado —musitó el kan.

—Hermano, han sido esos konkotades. Envié a mi criado Sojor y le pegaron; después fui yo a por los míos, se lanzaron sobre mí, me sujetaron y me golpearon. Me hicieron arrodillarme ante Teb Tengri y me obligaron a pedirle perdón —barbotó Temuge arrodillado ante el kan y entre sollozos.

Antes de que Gengis Kan se repusiera de aquella sorpresa y dijera una sola palabra, Bortai se sentó en la cama; estaba desnuda y tuvo que tapar su pecho con la manta.

—Han sido otra vez esos konkotades. Ya hicieron lo mismo con Kasar y tú lo consentiste. ¿Cómo eres capaz de presenciar impertérrito que apaleen a tus hermanos sin mover un solo dedo para defenderlos? Kasar y Temuge son ahora como cipreses altos y fornidos, y aun así Teb Tengri ha sido capaz de ir contra ellos. Tú eres todavía fuerte, pero ¿qué ocurrirá cuando tu cuerpo se debilite con el paso del tiempo si no pones freno a los desmanes de ese chamán? ¿Qué pasará con tus cachorros? No te das cuenta de que esos konkotades sólo quieren lo peor para tu familia. Abre los ojos y observa lo que ocurre a tu alrededor. Ese chamán ha logrado que no veas lo que él no quiere que veas, que no oigas sino lo que su voluntad desea que escuches, que no decidas sino lo que convenga a sus deseos. Despierta, Temujín, despierta —dijo Bortai, quien contemplando al desconsolado Temuge también prorrumpió en sollozos.

Gengis Kan permaneció unos instantes en silencio. Las palabras de su esposa le habían abierto los ojos pero no se atrevía a condenar al chamán. Era mucha la influencia que Teb Tengri Kokochu seguía ejerciendo sobre él.

—Esta misma mañana vendrá aquí Teb Tengri acompañado de su padre y sus hermanos. Yo no voy a impedir que actúes como estimes oportuno. Si puedes, haz lo que tengas que hacer.

Temuge salió tras despedirse de la katún y del kan y buscó a tres de sus más fornidos hombres. Escogió a tres keraítas cristianos. Para acabar con el chamán debía confiar en hombres cuya religión no les impidiera abatir al hechicero. Un seguidor de la «Religión Negra» nunca se hubiera atrevido a atacar a tan poderoso chamán, pero con hombres de otra religión era distinto, pues no creían en los poderes mágicos de Teb Tengri.

Como estaba previsto, cuando los konkotades entraron en la tienda, Gengis Kan estaba solo. Se saludaron y Teb Tengri se sentó a la derecha, junto a la mesa en la que se habían colocado los odres de vino. Apenas habían comenzado a hablar cuando entró Temuge. Sin mediar palabra, se dirigió hacia el chamán y lo asió por el cuello.

—Ayer, aprovechando tu ventaja, me hiciste arrodillarme y arrepentirme de algo que era justo. Salgamos fuera y midamos nuestras fuerzas.

Teb Tengri se resistía, pero Temuge era más fuerte y tiraba de él hacia la puerta. Munglig y sus demás hijos no se atrevían a intervenir en presencia del kan para defender a su hermano. Ver al gran chamán zarandeado por un mongol era una sorpresa, pues nunca nadie se había atrevido a semejante cosa. En el forcejeo entre ambos Teb Tengri perdió su gorro, que cayó junto al brasero. Munglig lo recogió y sacudiendo las cenizas lo guardó junto a su pecho. Aquello le pareció un mal agüero.

—No consiento peleas en mi yurta. Si tenéis algo que dirimir entre vosotros dos, salid fuera —ordenó el kan al ver que los konkotades se aprestaban a intervenir para ayudar a su hermano.

Temuge consiguió arrastrar más allá del umbral a Teb Tengri. En ese momento los tres hombres de Temuge se abalanzaron sobre el chamán y le partieron la columna. Teb Tengri expiró y su cuerpo fue arrojado al final de una hilera de carros. Dentro de la tienda, los hijos de Munglig se agitaban inquietos. Amedrentados por la presencia de Gengis Kan no se habían atrevido a salir.

Por fin, tras un corto espacio de tiempo que pareció una eternidad, Temuge regresó.

—Teb Tengri no ha querido medir sus fuerzas conmigo. Le dije que luchara pero no era un buen mongol.

Las palabras de Temuge hicieron comprender a Munglig que su hijo había muerto. Al viejo jefe se le humedecieron los ojos y le dijo al kan:

—Yo he sido un fiel compañero para ti y para tu familia, y lo he sido desde que tú no poseías sino un terrón de tierra y una charca de agua. Ahora que gobiernas medio mundo, así me lo agradeces.

Los seis hijos de Munglig se colocaron en la puerta, cerrando la salida, y comenzaron a arremangar sus camisas, prestos para la pelea. Gengis Kan se dio cuenta de que entre él y Temuge no podrían vencer en una lucha cuerpo a cuerpo a los siete konkotades. Sólo le quedaba usar su astucia.

—¡Atrás! ¡Paso! ¡Dejadme salir! —gritó Temujín.

Munglig y sus seis hijos, desconcertados por la firmeza del kan, se apartaron dejándolo marchar. Los guardias de día, alertados por el grito de su jefe, acudieron enseguida y lo rodearon protegiéndolo con sus armas.

—¿Dónde está Teb Tengri? —les preguntó.

—Al final de esa fila de carros, mi señor. Creo que está muerto —respondió el jefe de la guardia.

Los konkotades también salieron y contemplaron el cuerpo sin vida de su hermano. Gengis Kan ordenó traer una tienda de fieltro gris que fue montada en torno al cadáver.

—Que nadie entre en esa yurta hasta dentro de tres días; una guardia permanente velará para que se cumpla esta orden —decretó.

Munglig alegó que quería llevarse el cadáver de su hijo, pero Gengis Kan insistió en que nadie debería tocarlo hasta pasados esos tres días.

La última noche antes de que se agotara el plazo, Gengis Kan ordenó a sus guardias que sacaran el cadáver del chamán y lo enterraran en secreto lejos del campamento. A la mañana siguiente, Munglig y sus hijos comparecieron ante la tienda gris para recoger el cadáver de Teb Tengri. Allí los esperaba el kan. Abrieron la tienda y la hallaron vacía. Entonces el kan dijo:

—Teb Tengri alzó la mano contra mis hermanos y los golpeó con vuestra ayuda. Además sembró la calumnia entre mi familia, y eso no le ha gustado al Cielo Eterno. Ahora, Tengri se ha llevado su vida y su cuerpo. Tú, Munglig, no has educado bien a tus hijos. Les has hecho creer que los konkotades erais iguales a nosotros los borchiguines. En cierto modo habéis sido los culpables de su muerte. Si os hubierais mostrado como el resto de los hombres de la nación, todo esto no habría pasado. Quisisteis ser como nosotros, y sólo los borchiguines somos los legítimos herederos al kanato mongol. Yo no puedo desdecirme de la palabra dada, pues en ese caso sería un mal gobernante, y no puedo consentir que se deshaga por la noche lo que se ha construido por la mañana. Deberíais haberos atenido a vuestra condición y en ese caso nadie os hubiera superado.

Desde aquel día los konkotades perdieron la arrogancia que hasta entonces habían mostrado y la sombra de Teb Tengri dejó de planear oscureciendo el campamento. Munglig y sus hijos mantuvieron su condición anterior y sus cargos y nunca más volvieron a hacer ningún reproche. Pero en el siguiente Consejo, celebrado poco tiempo después de la muerte del gran chamán, Tatatonga y Sigui Jutuju realizaron un anuncio por orden del kan. Por todos los campamentos se había corrido la voz de que el cuerpo de Teb Tengri había subido al cielo, pues había desaparecido tras su muerte; ahora se hacía saber a todo el pueblo que el chamán había calumniado a la familia del kan y que como castigo a su terrible falta el Cielo le había arrebatado la vida y el cuerpo, demostrándose así que Tengri protegía al gran kan y a su linaje, y que fulminaría a cualquiera que osara levantarse en su contra.

Allí fue nombrado jefe de los chamanes el anciano Usún, un pariente de Gengis Kan, al cual se le ordenó vestir siempre de blanco y montar un caballo también blanco como símbolo de su cargo, y se le concedió un puesto en el Consejo. Quedaba así zanjado uno de los problemas que si se hubiera prolongado probablemente habría puesto en peligro el imperio de Gengis Kan.