Gengis Kan era señor único de Mongolia. Es cierto que todavía quedaban algunos grupos de merkitas y de naimanes errantes que vagaban por los límites occidentales, pero ya no constituían ningún peligro. Bastaría una orden del kan para que sus generales partieran prestos hacia esa región y acabaran con ellos. Temujín había logrado suprimir las guerras endémicas que desangraban a los pueblos de las estepas al norte del Gobi y dado seguridad a las caravanas que atravesaban las dos rutas que bordeaban por el norte y por el sur el desierto de Taklamakán.
La calma que siguió a la gran tempestad de la guerra total en la estepa provocó que muchos mercaderes, que en los últimos cinco años habían desaparecido, volvieran con sus cargamentos de sedas, alfombras y frascos con ungüentos que curaban las heridas y sanaban las enfermedades. Fue entonces cuando Temujín comenzó a interesarse por las tierras de las que procedían aquellos hombres que se vestían con ricos jubones y finas túnicas de vivos colores bordados en oro y plata. Había algunos que llevaban consigo unos raros objetos que llamaban libros, compuestos por varias hojas de piel de ternera cosidas por el lomo; en esos libros había extraños signos, como si de filas de hormigas se tratara, que esos hombres eran capaces de interpretar.
De entre los objetos que habían sido requisados a los cautivos en los últimos combates había un anillo de oro en cuya cara externa aparecían una serie de signos similares a aquéllos que se dibujaban en las hojas de los libros. Cuando le entregaron el anillo a Gengis Kan, éste lo observó minuciosamente y ordenó que condujeran a su presencia a su dueño.
—¿Es tuyo este anillo? —le preguntó.
—No, lo es de mi señor Tayang.
—Tu antiguo amo ha muerto. Todo lo que poseía, tierras de pastos, ganados, yurtas, este anillo, todo es ahora mío. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Tatatonga.
—Tú no eres naimán —supuso el kan.
—No, soy uigur.
—¡Ah!, eres uno de esos seres de las regiones del sur; de esos países donde los hombres viven en las aglomeraciones de yurtas de piedra que llaman ciudades.
—Sí, nací en una ciudad, pero he vivido entre nómadas.
—Dime, ¿para qué sirve este anillo? He visto que tiene extraños signos.
—Es un sello —respondió Tatatonga.
—¿Y qué es un sello? —inquirió el kan.
—Un sello sirve para poner en un documento la señal de su dueño. Con este anillo el kan Tayang marcaba los documentos y así los autentificaba. Cuando mi antiguo señor quería enviar a un emisario suyo a recoger un tributo, su mensajero portaba un documento con la huella de este sello.
—¿Tú sabes interpretar lo que dicen esos libros?
—En mi idioma, sí.
La mente de Temujín era más rápida a la hora de pensar que la de cualquier otro hombre que haya conocido. Pese a no saber leer ni escribir, enseguida se dio cuenta de las posibilidades que la escritura ofrecía.
—Tú, Tatatonga, serás desde ahora el guardián de mi sello y enseñarás a leer y a escribir a los mongoles.
—Eso no es posible, mi kan.
—¿Por qué?
—Porque el idioma mongol no tiene escritura, no tiene letras. No existen unos caracteres gráficos con los que se puedan transcribir las palabras del mongol.
—Tu idioma nativo es el uigur, ¿con qué letras escribís los uigures?
—Lo hacemos con unos signos que se crearon hace muchos años. Cada sonido que emana de nuestra boca se representa con un signo y varios juntos forman las palabras.
—En ese caso, haz que nuestros sonidos se escriban con vuestras letras. Puesto que nosotros los mongoles no disponemos de esos signos, usaremos los vuestros. El mongol se escribirá con las letras uigures.
—Eso es muy difícil, mi señor; es preciso hacer muchas adaptaciones, ajustar palabras, revisar…
—He dicho que lo hagas. Tómate tiempo pero hazlo. Si necesitas ayuda, pídela. Te he nombrado guardián de mi sello, eso te confiere un lugar en mi corte. Tendrás una yurta, sirvientes y ganado. Ahora retírate, te espera un intenso trabajo. Mi hermano adoptivo Sigui Jutuju será el primero en aprender; siempre ha demostrado una gran capacidad para la observación y dispone de una memoria sin igual.
Tatatonga salió de la tienda convertido en el primer funcionario de la recién creada cancillería mongol. Gengis Kan acababa de sentar los cimientos de lo que sería una sencilla pero eficaz burocracia. Sin que él lo supiera, en ese mismo momento los mongoles acababan de dejar de ser una tribu para transformarse en un Estado.
En el campamento de Bortai la tranquilidad era total. La esposa principal de Gengis Kan vivía a orillas del Onón al cuidado del ordu, en la tierra que viera nacer a Temujín, cerca de la montaña sagrada del Burkan Jaldún. Sus cuatro hijos varones, incluso el pequeño Tului, ya no estaban con ella; ahora combatían al lado de su padre. Bortai pasaba el tiempo tejiendo lonas de fieltro, preparando kumis y sobre todo esperando.
Tenía cuarenta y cuatro años y seguía siendo una mujer bella, pero en los últimos cinco años la angustia de ver a sus hijos en constante peligro, siempre aguardando a que llegara la noticia de la muerte de uno de ellos, o de su esposo, había borrado de su rostro la lozanía de la juventud.
—¡Viene el kan, señora, viene el kan! —gritó una joven sirvienta de Bortai a la vista del estandarte, tras el que un escuadrón de jinetes se acercaba por el valle hacia el círculo de tiendas.
Era el oerlok Muhuli, uno de los cuatro héroes, quien cabalgaba al frente de la tropa. Muhuli descendió del caballo y se inclinó con reverencia ante Bortai.
—Mis respetos, katún Bortai, vengo de parte del kan. Me ordena que te comunique que dentro de dos días estará aquí. Yo me he adelantado para saludarte y ofrecerte sus respetos. Con él trae un carro cargado de ricos regalos para ti.
—Te agradezco que vengas a verme, Muhuli. Hace tiempo que no lo hacías.
—Hemos tenido que luchar mucho, Bortai.
—Pero habéis ganado.
—Sí, hemos ganado.
—¿Cómo se encuentra mi esposo y señor?
—Está muy bien.
—¿Y tú?
—Ya me ves, con la salud y la fortaleza necesarias para emprender nuevas campañas.
Bortai, siguió preguntando a Muhuli por todos y cada uno de sus hijos, parientes y amigos. Por fin, ante sus respuestas monosilábicas, le espetó:
—Vamos, deja de evadirte y dime qué ocurre, siempre fuiste sincero.
—Está bien. Te lo contaré. Después de nuestras victorias el kan decidió que era hora de venir al ordu a visitarte. Han sido muchos años de guerras sin descanso y creo que necesita sentir el aire fresco de estas montañas y subir a la cumbre del Burkan Jaldún para ofrecer un sacrificio en honor de Tengri. Veníamos todos juntos y él cabalgaba al frente, pero lo hacía cabizbajo. Apenas hablaba con nadie y parecía como ausente. Una noche, cuando estábamos acampados a orillas de un pequeño arroyo, a unos pocos días de aquí, nos convocó a Consejo a todos los jefes. Yo estaba preocupado, como los demás generales, pero nuestro asombro fue enorme cuando nos anunció el motivo de su pesadumbre. Nos confesó que le embargaba una extraña sensación y que le costaba trabajo presentarse de nuevo ante ti. A sus esposas ha añadido una más. Se llama Julán. Nos dijo que tú quizás estarías enfadada por ello y nos encargó que fuera uno de los oerlok quien viniera antes a anunciarte su llegada. Nadie se atrevió y fui yo el único que quiso hacerlo.
—Me hubiera gustado estar allí. Vosotros, los invencibles oerloks del kan, los que no temen a ningún hombre, los que no sienten miedo ni mirando al rostro de la mismísima muerte, temblando ante la sola idea de presentarse ante una desamparada mujer. Todos los jefes mongoles poseéis varias mujeres, ¿por qué el kan no iba a tenerlas? ¿Qué tiene de especial esa nueva esposa para que os mostréis tan perturbados?
—Te seré franco. Con las demás se ha casado por conveniencia, pero esa Julán le ha absorbido el seso. Hizo construir para ella una yurta de pieles de pantera porque era la que más le gustaba. No le bastaba con esperar a la noche, sino que pasaba todo el día con ella en el interior de la yurta. En una ocasión estuvimos a punto de ser sorprendidos y derrotados por nuestros enemigos a causa de su ceguedad con esa mujer.
—No hables así del kan, Muhuli; tendría sus motivos para hacer lo que hizo. Un kan siempre tiene razones que los hombres no pueden entender. Llévale esta respuesta a mi esposo: dile que mi voluntad y mi corazón son suyos y a él quedaron sometidos cuando me desposó. Todo cuanto hay sobre la tierra pertenece al kan: los patos de los juncales, los potros de las praderas, las mujeres que desee. Es dueño de medio mundo; si desea tomar a cualquier mujer, tiene derecho a ello, no seré yo quien se lo discuta. Házselo saber así y dile que estaré esperándole hasta que venga.
—Eres la mujer más…
—No sigas, Muhuli, regresa junto al kan y transmítele lo que te he dicho.
Cuando Muhuli narró a Gengis Kan lo que había hablado con Bortai, éste respiró aliviado. Una semana más tarde estaba a los pies del Burkan Jaldún.
Bortai lo esperaba a la entrada de su tienda. Era poco después del amanecer cuando los tambores comenzaron a tronar sobre la colina. Abrían la comitiva los chamanes, entre los que Teb Tengri Kokochu, el hijo de Munglig, ya había alcanzado el lugar de honor, y tras ellos cabalgaba el kan, erguido sobre un alazán blanco con silla de oro y seda. Detrás de él lo hacían sus oerloks, ataviados con ropajes como nunca antes se habían visto en las tierras del Onón, y tras ellos, en perfecta formación, miles de jinetes en escuadrones de a cien. Tras el ejército rodaban por la extensa llanura cientos de carros cargados con el botín logrado en las últimas batallas.
Temujín detuvo su caballo ante Bortai y descendió de un salto entre las aclamaciones de los que vivían en el campamento.
—Sé bienvenido a tu ordu, mi esposo y señor.
—Mis ojos y mi corazón se alegran por volver a verte, Bortai.
Bortai sería para siempre la katún principal, pero desde que conociera a Julán, sería la bella merkita el amor más apasionado que nunca tuviera el kan. Los hijos de Bortai han sido sus herederos y la casa imperial mongol se ha transmitido a partir del tronco de Bortai, pero Julán ocupó el corazón del kan como ninguna otra mujer lo hiciera jamás.
Gengis Kan estableció su residencia en su ordu del Burkan Jaldún. Vivía en una tienda de fieltro blanco donde celebraba los Consejos con sus generales, entre grandes banquetes de carne guisada con ajenjo, mantequilla y karakumis. El karakumis es una bebida similar al kumis. Se obtiene batiendo el kumis hasta lograr un líquido mucho más fino y suave. El kumis está al alcance de cualquier mongol, pero el karakumis se reserva sólo para la aristocracia.
Desde su tienda visitaba a sus esposas, cuyos hogares estaban distribuidos por el valle del Onón, a una distancia no superior a medio día de camino de la del kan, de modo que en una mañana podía trasladarse a visitar a cualquiera de ellas, si bien con la que más tiempo pasaba era con Julán, la única que se atrevía a contrariar a su esposo y a la única a la que consentía satisfacer todos sus deseos. Cuando Julán le dio un hijo, a quien llamó Kulgán, la joven y bella esposa fue honrada por Temujín con el título de katún, convirtiéndola junto con Bortai, Yesui y Yesugén en esposa principal.
Una mañana, mientras el kan cazaba con Bogorchu y Muhuli, un mensajero trajo una noticia de las tierras del sur. Sengum, el hijo de Wang Kan, que había logrado huir después de la derrota de los keraítas, se había refugiado entre los uigures, pero para poder sobrevivir se había visto obligado a robar algunas cabezas de ganado. Durante unos meses había sido perseguido como un proscrito y al fin unos jinetes uigures lo habían alcanzado y lo habían ahorcado. El heredero del kanato keraíta había muerto y Guchulug, el heredero del kanato naimán, se había exiliado más allá del Altai. Los pocos merkitas que quedaban se habían refugiado en los bosques del norte. Temujín gobernaba todas las tierras entre las montañas del Altai y el desierto de Gobi.
Sólo quedaban unos puñados de naimanes, merkitas y tártaros por eliminar. Jochi, el primogénito, fue el designado para llevar a cabo esa misión.
—La próxima luna partirás con tres guranes hacia el oeste. En el valle del Jalja se han establecido los últimos campamentos tártaros. Acaba con ellos.
—No puedo hacerlo, padre, mi esposa es tártara. Su familia se encuentra en esos campamentos.
—Harás lo que te ordeno. Los tártaros mataron a tu abuelo; ni uno solo debe quedar libre. O acabas con ellos o los sometes.
—No puedo, no puedo. Envía a Jelme o a Subotai, pero no me obligues a que sea yo mismo el que extermine a los parientes de mi esposa —suplicó Jochi.
—Un hijo del kan nunca debe decir «no puedo», ¡jamás!, ¿me oyes? Nunca más vuelvas a decirme que no puedes cumplir mis órdenes.
Los gritos de Gengis Kan a su hijo se oyeron por todo el campamento. Jochi, en contra de sus deseos, se dirigió hacia el Jalja y derrotó a los últimos tártaros. La mayoría se rindió y se incorporó al ejército mongol; los que se resistieron fueron muertos, pero Jochi permitió que fueran enterrados según las costumbres tártaras. Jochi siguió fiel a su padre durante toda su vida, pero desde aquel día algo cambió entre ellos. Sus relaciones, nunca demasiado afectivas, se hicieron más frías y distantes y Jochi, ya de por sí taciturno y solitario, se volvió mucho más reservado y distante.
En tanto Jochi derrotaba a los tártaros, Muhuli regresó de una expedición que había realizado al frente de tres guranes en el reino tanguto de Hsi Hsia.
—Son tan altas como el más alto de los árboles y están hechas de piedras ajustadas entre sí con tal precisión que no cabe un cabello entre ellas —así describía Muhuli al kan las murallas de la primera ciudad tanguta que se habían encontrado.
—¿Son tan grandes esas ciudades como dicen los mercaderes? —preguntó el kan.
—Ésta que vimos no es la más extensa, sin embargo calculo que dentro de ella bien podían vivir cincuenta mil individuos, quizá más. Unos mercaderes nos dijeron que más al sur hay algunas tan enormes que todos los mongoles podríamos meternos dentro de sus murallas y todavía sobraría espacio. Y aún son mayores las del Imperio kin —respondió Muhuli.
—La altura de diez hombres… —reflexionó el kan—; tendremos que encontrar algún sistema para poder asaltar esas murallas.
—En las guerras que mantienen entre ellos suelen conquistarlas mediante el asedio continuado. Se trata de cercar la ciudad y evitar que entren suministros, y si es posible cortar el agua. Si el cerco se mantiene durante varios meses y las provisiones se agotan, la población que la defiende acaba rindiéndose por hambre. Intentamos llevar a cabo esa táctica, pero cuando manteníamos el asedio desviaron un río cercano rompiendo los diques, que son unos muros que construyen para retener el agua y conducirla hacia donde quieren. Inundaron todo nuestro campamento y el suelo se convirtió en un cenagal de barro y lodo en el que apenas podíamos movernos. Ordené regresar a las tropas antes de que nos sorprendiera el invierno —dijo Muhuli.
—Esperar a que el hambre rinda al enemigo no me parece la mejor manera de vencer en una batalla —juzgó el kan.
—Las batallas contra esas ciudades no pueden ser iguales a las que hemos librado en las llanuras. Si queremos extender tu kanato y aumentar el poder de los mongoles, debemos adaptarnos a nuevas maneras de hacer la guerra. Un ejército a caballo puede ser vencido con una carga de caballería, pero nuestros corceles no pueden saltar las murallas de piedra —replicó el general.
—Tienes razón, tendremos que buscar nuevos métodos de lucha. Díctale a Tatatonga cuanto me has dicho, le ordenaré que lo ponga por escrito en un informe. Dentro de unos días nos reuniremos en un Consejo y estudiaremos qué hacer —finalizó Gengis Kan.
***
A comienzos del año del tigre yo acababa de cumplir veinticinco años. Mi carrera como alto funcionario del Imperio seguía en alza. Dos años antes me habían asignado al equipo encargado de elaborar los horóscopos de la familia imperial y ocupaba el cargo de segundo secretario de la Oficina de Asuntos Históricos. Recuerdo que era una fría mañana de invierno cuando un mensajero entró en mi gabinete con un informe del general en jefe de la frontera noroccidental. El texto era escueto y conciso; tras una salutación dirigida al emperador, indicaba que todo estaba en calma entre los pueblos nómadas que vivían al otro lado del desierto de Gobi.
Ordené a uno de mis ayudantes que copiara en los libros de registro el informe y lo hice llegar a mi superior, quien a su vez lo transmitió al emperador. Aquella noticia era una verdadera novedad, pues en los últimos años las luchas entre los bárbaros habían sido constantes y las noticias que habían llegado con anterioridad siempre habían resaltado esas querellas intestinas.
El gran canciller le recordó al emperador que hacía tiempo que el caudillo nómada a quien otorgara el título de Tschao-churi no había enviado ningún tributo, y que ahora que la estepa parecía en calma y bajo su control era una buena ocasión para recordarle sus obligaciones como vasallo del imperio. El viejo emperador creyó oportuno solicitar el tributo y encargó a su primo, el príncipe Yun-chi, que encabezara la embajada a Mongolia. Ésta fue la segunda vez que el nombre de Temujín se anotó en los Anales Históricos del Imperio kin.
El embajador imperial inició el largo y peligroso viaje y en cuanto atravesó la Gran Muralla comenzó a encontrarse con caravanas de nómadas que viajaban en su misma dirección. El sagaz Yun-chi comprendió enseguida que algo importante se estaba gestando entre las gentes de las estepas. Conforme se acercaba al ordu de Gengis Kan, incluso varios días antes de llegar, viajaba entre miles de cabezas de ganado: ovejas, vacas, yaks y caballos. Por todas partes había una frenética actividad de hombres y mujeres batiendo el kumis y destilando la arika, un aguardiente de leche que sólo se prepara para las grandes ocasiones.
Ya en las orillas del Onón, en pleno campamento del Kan, contempló ensimismado que a su alrededor se habían levantado miles de tiendas, y que eran muchos más los que seguían llegando desde todos los puntos. Allí se había formado una verdadera ciudad de tiendas de fieltro entre las que hormigueaban decenas de miles de hombres que se movían inquietos de un lado para otro. El noveno día de la tercera luna de primavera se llevaron al Onón todas las yeguas blancas. Los chamanes las consagraron en una gran ceremonia para que dieran potros blancos que ofrecer al kan.
Tatatonga entró en la tienda del kan para anunciarle que el embajador imperial acababa de llegar. La noticia de esta embajada se sabía desde hacía varios días en el campamento gracias al rápido sistema de comunicaciones que se había establecido, a base de jinetes que realizaban postas a toda velocidad turnándose con caballos de refresco cada cierta distancia.
—Mi señor, ya está aquí el enviado de los kin. Es un miembro de la familia imperial, el príncipe Yun-chi —anunció Tatatonga.
—Ahora estoy muy ocupado con los preparativos, pero hazlo pasar cuando haya descansado del largo viaje. Quiero despachar pronto con él para que se marche cuanto antes.
Yun-chi compareció ante Gengis Kan aquella misma tarde.
—Mi señor el soberano del Imperio del Centro saluda a su fiel vasallo Tschao-churi y le agradece que haya cumplido su función como pacificador de la frontera. A la vez, quiere recordarle que hace ya mucho tiempo que no recibe ningún tributo de su «hijo».
—Bien, si lo que quiere tu emperador son regalos, los tendrá —aseveró el kan.
El príncipe Yun-chi estaba molesto. Pese a su alto rango y a que en esos momentos era el representante del poderoso señor del trono imperial kin, aquel jefe bárbaro que tenía enfrente lo había recibido sin tener en cuenta la etiqueta y protocolo que la ocasión requería. Por si fuera poco, lo que solicitaba como una petición de tributo era presentada por Gengis Kan como un regalo.
—Mañana mismo mis hombres cargarán cien caballos con pieles, cueros y otros regalos; espero que sean del agrado de tu señor. Ahora estoy muy ocupado. Puedes retirarte.
Yun-chi no daba crédito a lo que estaba oyendo. Él, un príncipe chino, miembro de la familia imperial, estaba siendo tratado como uno más de los cientos de jefes de clan que acudían a prestar su juramento de lealtad al kan de los mongoles. Intentó hablar, pero Gengis Kan dio media vuelta dando por terminada la entrevista. Tatatonga se encogió de hombros ante la mirada asombrada de Yun-chi y le indicó con la mano la salida de la tienda.
El príncipe Yun-chi regresó a Pekín e informó al emperador de que los pueblos de la estepa estaban preparando un gran kuriltai en el que sin duda algo muy importante iba a decidirse. Señaló que había visto a los nómadas unidos en torno a la figura de su nuevo caudillo y que siempre que había ocurrido eso China había sido invadida. Alertaba sobre el peligro que se estaba gestando más allá de la frontera y solicitaba permiso para acudir contra los bárbaros al frente de un ejército antes de que éstos vinieran contra el Imperio. El emperador era viejo y no tenía las energías de su primo. Además, Temujín era vasallo suyo, le había enviado preciosas pieles y no había hecho ningún movimiento hostil. Por si fuera poco, entre los nómadas y el Imperio se extendían el desierto de Gobi, el reino tanguto de Hsi Hsia y la Gran Muralla con su rosario de guarniciones bien pertrechadas. No parecía que hubiera ningún peligro en aquellos acontecimientos que estaban ocurriendo tan lejos. Optó por aguardar acontecimientos y decidió no enviar ningún ejército más allá de la Gran Muralla, pero ordenó a todos los comandantes de los puestos de guardia de la frontera que extremaran la vigilancia «de los lejanos países» e intensificaran las patrullas de reconocimiento. Días después llegó la noticia de que el caudillo mongol llamado Temujín había sido proclamado en las orillas del Onón gran kan de todos los que viven en tiendas de fieltro. Yo mismo me encargué de que así figurara en los Anales Históricos.
Nunca hasta entonces, entre las gentes de las estepas, se había visto una multitud semejante reunida en torno a un acontecimiento como la que se había congregado en el campamento del Onón. Treinta mil tiendas se extendían salpicando la pradera como las estrellas en el cielo de las noches sin luna. Y en medio de todas ellas destacaba la de Gengis Kan, hecha de lienzo blanco con la puerta enmarcada con pieles de lobo gris. El interior estaba tapizado con las mejores telas de brocado compradas a los mercaderes musulmanes. Los postes de madera que sostenían la cubierta se habían forrado con láminas de oro y por todas partes se amontonaban arcones repletos de regalos. En un lugar destacado se alineaban varios muñecos de tela que representaban a los ancestros y tres ídolos de fieltro que se identificaban con Tengri y Etugen, el Cielo y la Tierra, y con Natigai, el espíritu de los asuntos cotidianos, que propiciaba el crecimiento de los pastos y del ganado; los ídolos se habían vestido con lujosas prendas y aderezado con collares de oro y plata y abalorios de vidrio rojo y verde.
En la puerta de la tienda se había plantado el estandarte con el halcón de los borchiguines, al cual se habían añadido dos cuervos; de él pendían nueve plumas de halcón, una por cada uno de los nueve oerloks, los nueve generales principales de Gengis Kan. A su lado tremolaban las nueve colas blancas de caballo coronadas por unos cuernos de yak, el bunduk de guerra de los mongoles. El espacio frente a la puerta de la tienda, orientada según la costumbre hacia el sur, quedaba libre hasta donde alcanzaba la vista y alineadas a izquierda y derecha se situaban las tiendas de los jefes y detrás las de las mujeres del kan. En aquel inmenso espacio libre frente a la tienda se reunieron los mongoles para proclamar a Temujín como gran kan de todas las tribus de las estepas.
En el duodécimo día de la quinta luna del año del tigre, poco antes de que el sol despuntara en las colinas sobre el Onón, formaron todos los hombres para la ceremonia. Justo en el momento en el que el sol desparramó sus primeros rayos por la llanura, Gengis Kan salió del interior de la tienda arropado con un manto de piel de marta. Su cabeza estaba descubierta y en ella destacaban dos gruesas trenzas rojas adornadas con sendas plumas de halcón. Como impulsados por un mismo resorte, miles de hombres y mujeres se arrodillaron ante la presencia de su soberano.
De entre los chamanes que se agrupaban a la derecha del umbral se destacó Teb Tengri Kokochu. El hijo de Munglig se acercó hasta Gengis Kan, le hizo una reverencia y se arrodilló ante él. Después se incorporó, levantó las manos hacia una estatua de fieltro y madera vestida con ricas telas que representaba al dios Tengri, pidió larga vida, felicidad, alegría, buen juicio y salud para los mongoles y girándose hacia la multitud gritó:
—El Eterno Cielo Azul me ha hablado. Tengri, el todopoderoso señor del universo, me ha hecho saber que Temujín, hijo de Yesugei el Valeroso, miembro del divino clan de los borchiguines, ha sido señalado como señor de todos los pueblos. Gengis Kan es nuestro dueño, nuestro ka kan. Que Tengri lo llene de felicidad, alegría y buen juicio ¡Larga vida al gran kan!
Tras las palabras de Kokochu, todos los allí congregados aclamaron a Gengis Kan y le pidieron que fuera su amo y señor. Los parientes y los generales de Temujín extendieron una alfombra de fieltro negro sobre la que se sentó el gran kan; después sacaron un trono de madera con incrustaciones de oro, plata y piedras preciosas y lo llevaron hasta él sobre sus hombros entre las aclamaciones de la multitud.
Algunos de los más ancianos habían participado en la proclamación de kanes y gurkanes, pero un ka kan, un gran kan, un kan de kanes, era la primera vez que se erigía entre las tribus de las estepas. Nunca había ocurrido un acontecimiento semejante.
Con la mano alzada desde el trono, Gengis Kan pidió silencio y las aclamaciones cesaron de inmediato.
—Hoy me habéis proclamado como vuestro ka kan. Así habéis querido que fuera, pero por eso mismo deberéis obedecer todas y cada una de mis órdenes. Es ésta una nación en la que nadie podrá transgredir las normas que se dicten sin que caiga sobre él el filo de mi espada. Se acabaron los tiempos en los que la justicia no tenía lugar. En nuestra nueva nación reinarán la jerarquía y la disciplina. Yo daré las órdenes a mis generales y ellos a sus comandantes, y así hasta el último de los mongoles. Si estáis dispuestos a aceptar mis mandatos, decidlo ahora.
De nuevo volvieron a estallar las aclamaciones y los vítores. Hasta cuatro veces se inclinaron ante Gengis Kan sus fieles, y después levantaron el trono en volandas y lo pasearon a hombros por el campamento para que todos tuvieran la oportunidad de venerar a su gran kan.
Los ojos verdes de Temujín lucían si cabe más que nunca y su rostro brillaba como si tuviera luz propia. Junto a él, el chamán Kokochu esbozaba en sus finos labios una irónica sonrisa y sus rasgados ojos denotaban una ambición que sólo Kasar y Temuge acertaron a atisbar.