Wang Kan, temiendo por la vida de su hijo, se había retirado sin dar el golpe de gracia a Temujín. Achig Sirún le había hecho comprender que de nada serviría su victoria si su hijo Sengum moría. Muchos mongoles estaban de parte de Jamuga y al lado de Wang Kan; los que seguían a Temujín sólo eran dueños de sus caballos y de sus tiendas. Podían escapar ahora, pero más adelante serían alcanzados y exterminados. Cuando tras la batalla se hizo el recuento definitivo, dos mil seiscientos soldados seguían a las órdenes de Gengis Kan; ciertamente el desastre era menor del que en un principio parecía, pero estaban sin alimentos y el kan ordenó organizar una partida de caza. Se dividieron en dos alas y cada una de ellas ocupó una orilla del río Jalja. Los heridos eran conducidos en carros, pero el valeroso Juyildar no quiso ir a remolque de sus compañeros y, a pesar de que sus heridas seguían sin curarse, prefirió participar en la cacería. Cuando perseguía a un corzo, sus heridas se abrieron y a los dos días murió. Al kan le apenó la pérdida de uno de sus más valerosos comandantes y ordenó que lo enterraran conforme a la costumbre de los jefes mongoles.
Me han dicho que sus restos, junto con los de nueve de sus mejores caballos, reposan para siempre en un lugar llamado Kelteguei Jada, a orillas del Jalja.
En la desembocadura del Jalja, en el lago Buyur, estaba acampado el clan de los ungarides, al que pertenecía Bortai. Temujín les envió a Jurchedei a fin de que se unieran a él; este poderoso clan decidió ponerse al lado de Temujín, orgullosos de que el kan de los mongoles estuviera casado con una de sus mujeres. Tras varios días de agotadora marcha, el kan acampó al este del río Tungue. Los hombres estaban cansados y los caballos exhaustos. Necesitaba tiempo, y para ganarlo decidió enviar dos mensajeros a su padre adoptivo Wang Kan. Le preguntaba el porqué de su actitud belicosa hacia su hijo adoptivo. Le recordaba que en la ceremonia de Julagunagud Bolgadud se habían jurado fidelidad eterna como padre e hijo y que ambos habían acordado no creer ningún infundio que se proclamara sin debatir la cuestión cara a cara. Le recordaba el pasado, su azarosa vida llena de peligros y persecuciones, la ayuda que su padre, Yesugei Bahadur, le había prestado para vencer a sus enemigos y el socorro que el mismo Temujín le había ofrecido cuando se vio acosado y sin su reino, cuando estuvo a punto de perderlo todo y sólo gracias a Temujín pudo recuperar sus riquezas y su trono.
Cuando el mensaje llegó a Wang Kan, el soberano keraíta exclamó un lamento:
—¡Me he apartado de mi hijo adoptivo e incumplido mis obligaciones como padre! Acudid ante él —ordenó a los mensajeros— y comunicadle que si queda dentro de mí algún mal deseo contra él, salga de mí como fluye esta sangre de mis venas.
Y tras estas palabras se dio un pequeño corte con un cuchillo en la yema del dedo meñique y derramó varias gotas de sangre en un vasito tallado en corteza de abedul.
—Tomad esta sangre, que habéis visto salir de mi cuerpo, y entregádsela como prueba de mi sinceridad.
Temujín envió otro mensaje a su anda Jamuga en el que lo acusaba de traición y de envidia, y otros similares a Altan y a Juchar, que se habían vuelto contra él en su propio beneficio olvidando la promesa de fidelidad que como kan de los mongoles le hicieran. Les recordaba que los dos, pese a que él mismo los había propuesto, rechazaron el título de kan, y que ambos convinieron en que el mejor era Temujín.
Por último, dirigió un mensaje a Sengum, el príncipe keraíta, en el que le decía que su ambición por ser kan cuanto antes lo había llevado a traicionar a su hermano, ya que padre Togril los habían tratado a ambos como iguales y Sengum lo había traicionado por envidia. Pero Sengum, a quien el flechazo en la mejilla le había dejado una larga cicatriz, envalentonado por la batalla de Gupta, le respondió haciéndole saber que esas palabras las consideraba falsas, y proclamó la guerra sin tregua y a muerte contra Gengis Kan.
El kan de los mongoles se enfrentaba otra vez a la guerra. Ése era el destino inapelable de todos los nómadas: librar una guerra y tras la paz otra, y así hasta el final de los tiempos. Nada ni nadie parecía capaz de acabar con aquella vorágine de matanzas que causaban estragos entre las gentes de las estepas y provocaban que los hombres civilizados de Oriente y Occidente los contemplaran como a una jauría de fieras salvajes destrozándose entre ellas.
Una nueva guerra. Era preciso prepararse una vez más. El campamento se levantó y se trasladó a orillas del lago Baljuna. En sus orillas los pastos son altos y frescos, el agua clara y limpia y la caza abundante; un buen lugar para el engorde de los caballos y el descanso de los guerreros antes de la batalla. Hasta allí llegó el clan de los gogolas, hasta entonces sus enemigos, con su jefe Chogos Chagán, para unirse a Gengis Kan. Y con ellos venía un mercader musulmán llamado Asan, quien montaba un camello de pelo blanco y conducía un rebaño de mil carneros que cambiaba por pieles de marta y de ardilla. Muchas gentes acudían a Temujín y se unían a él aterrorizadas ante las noticias de las atrocidades que estaba cometiendo Togril por aquellos lugares por los que pasaba.
Pocos días después llegaron Kasar y Jachigún, los hermanos del kan. Desde hacía algún tiempo Kasar, el más formidable arquero de los mongoles, y Jachigún habían sido rehenes de Wang Kan, pero no sin grandes peligros habían logrado huir aunque Kasar había dejado en el campamento de Wang Kan a su mujer y a sus tres hijos. Gengis Kan se alegró mucho cuando vio a sus hermanos. Habían atravesado media Mongolia en busca de Temujín, y su estado y el de los hombres que los habían seguido era penoso.
—Hemos tenido que masticar cuero crudo y sorber la sangre de nuestros caballos para sobrevivir. Te hemos buscado por todas partes hasta hallarte aquí, a orillas del lago Baljuna —dijo Kasar.
—¿Y tu mujer y tus hijos? —preguntó el kan.
—No pude traerlos conmigo, se han quedado con Wang Kan.
—En ese caso debes regresar a por ellos; es tu obligación como miembro de mi estirpe —sentenció Gengis Kan.
Algo más tarde se presentó su tío Daritai, quien había combatido al lado de los keraítas en la batalla de Gupta. Temujín perdonó su infidelidad. En esos momentos toda ayuda era poca y Daritai, pese a su traición, fue aceptado. Los parientes de Temujín se habían dado cuenta de que Togril se había vuelto contra todos los mongoles, incluso contra sus aliados, y que si seguían con él no tardarían en ser atacados.
Gengis Kan envió un mensaje a Wang Kan pidiéndole que dejara regresar a Kasar a por su familia. Jalidugar, jefe del clan de los yeguriyedes, y Chajurján, de los urianjáis, fueron los encargados de llevar la petición ante Wang Kan. El kan keraíta estuvo conforme con la propuesta y se dirigió hacia el Kerulén, donde ambos kanes habían acordado encontrarse.
Wang Kan envió a su fiel Iturgen para escoltar a Kasar, pero cuando acudía al lugar del encuentro a recibir a Kasar para llevarlo ante Wang Kan, el enviado keraíta le lanzó dos flechas y huyó. Jaligudar y Chajurján lo persiguieron y consiguieron capturarlo vivo. Condujeron al traidor a presencia de Gengis Kan y éste se inhibió, dejando que fuera su hermano Kasar quien decidiera qué hacer con Iturgen. Esa misma tarde la cabeza del keraíta rodó por el sueño y su sangre tiñó de rojo la verde hierba de las orillas del Kerulén.
—Era una traición más. Cuando nos acercamos, Iturgen nos lanzó dos flechas que erraron gracias a que soplaba un fuerte viento de costado —informó Jalidugar al kan.
—Con ese cobarde de Togril no se puede negociar, nunca cumple su palabra. Ahora está celebrando una fiesta en su yurta dorada. Su campamento está a medio día de distancia de nosotros, en la desembocadura del río Yeyeguer, si le atacamos por sorpresa esta noche podemos derrotarlo; es nuestra oportunidad —señaló Chajurján.
—Sí, no tenemos otra opción. Jurchedei y Arjai mandarán la vanguardia y caerán sobre el campamento de Wang Kan antes del amanecer. Tras ellos iremos nosotros con el grueso de las tropas —asentó Temujín.
Gengis Kan pidió consejo a los chamanes sobre el resultado de la batalla. Teb Tengri Kokochu, alzándose por encima de los demás, tomó dos cañas y las colocó en el suelo. Decenas de soldados se amontonaron para presenciar el conjuro del chamán. Dio el nombre de Gengis Kan a una de las cañas y el de Wang Kan a la otra y comenzó a emitir una serie de palabras y sonidos ininteligibles mientras hacía sonar su tambor. Teb Tengri bailaba alrededor de las cañas, inmóviles en el suelo, ante la atenta mirada de cuantos se habían arremolinado en derredor. Los pies del chamán danzaban frenéticos al compás de los sonidos del tambor y, sin que nadie pudiera explicar cómo ocurrió, una de las cañas se movió y fue a caer encima de su compañera. Teb Tengri detuvo su danza, se acercó al kan y le dijo:
—La caña que te representaba ha caído sobre la de Wang Kan, tú serás el vencedor en esta guerra.
Durante toda la noche, la vanguardia del ejército mongol cabalgó hacia el Yeyeguer al encuentro de Wang Kan. Lo sorprendieron en pleno sueño y se entabló una cruenta batalla. Poco antes del alba apareció Gengis Kan con sus tropas. Tres días duró la batalla, tres días en los que mongoles y keraítas combatieron con firmeza. Al atardecer del tercer día, la victoria estaba ya decantada hacia el lado mongol y Jadar, el comandante del ejército keraíta, ante la inutilidad de seguir luchando optó por rendirse. Durante la noche anterior, Wang Kan y su hijo Sengum, viéndolo todo perdido, habían huido. Gengis Kan no ordenó ejecutar al valiente Jadar, sino que le perdonó la vida a causa de la fidelidad que había mostrado a su señor. Muchos guerreros keraítas optaron por integrarse en el ejército mongol. El botín conseguido en el campamento de Wang Kan fue enorme. En la tienda real se habían refugiado dos de las hijas del príncipe Yaja Gambu, las princesas keraítas Ibaja y Sorjatani. Gengis Kan tomó a Ibaja, la mayor, como esposa y a Sorjatani, la menor, la entregó a su joven hijo Tului, que por entonces apenas se separaba de su padre. A los dos siervos keraítas que lo habían avisado, Badaí y Kisilig, les entregó la tienda dorada de Wang Kan con cuantas riquezas y criados contenía, los autorizó a portar arco y aljaba y les otorgó la libertad. Y todavía les concedió un más alto honor, pues les permitió que a partir de entonces se sentaran cerca de su trono en las ceremonias oficiales.
Gengis Kan podía estar tranquilo, al menos por algún tiempo; pero el invierno se acercaba y era preciso instalarse en un buen lugar para afrontarlo. Con toda su gente, el kan se dirigió a Abyiga Kodeguer, donde plantó su tienda y la de su nueva esposa, la princesa keraíta Ibaja.
Wang Kan y su hijo Sengum, solos y desamparados, habían huido hacia el oeste por el río Nekún. En el lugar llamado Didig Sajal, los naimanes del oeste habían establecido un puesto de vigilancia para controlar los posibles movimientos hacia ellos de los mongoles. Un centinela descubrió a los dos fugitivos cuando atravesaban un paso entre dos grandes peñascos.
—¿Quiénes sois? —les preguntó oculto tras las rocas.
—Soy Togril, Wang Kan de los keraítas.
—¡Mientes!, eres un espía mongol —repuso el centinela.
Wang Kan introdujo la mano derecha dentro de su abrigo de piel para mostrarle su insignia real, pero en ese momento el centinela disparó su arco y una saeta atravesó la garganta de Togril. El kan de los keraítas cayó del caballo y quedó muerto entre sus patas. Sengum, horrorizado ante la muerte de su padre, espoleó a su montura y atravesó el paso a toda velocidad, perdiéndose en un bosquecillo de pinos.
Más adelante Sengum se encontró con un sirviente suyo, de nombre Kokochu, que acompañado por su mujer había huido también la noche antes de la derrota keraíta y se dirigía hacia el Bosque Negro. Sengum, al ver al que era cuidador de sus caballos, lo llamó y le ofreció las riendas del suyo para que las llevase, pero Kokochu le dijo que ya no era su señor. La esposa de Kokochu le recriminó su acción y Kokochu la acusó de querer tomar a Sengum como amante. El criado dio la vuelta y se dirigió hacia el campamento de Gengis Kan. Cuando llegó le hizo saber lo que había pasado y lo puso al corriente de que había abandonado a su antiguo señor para ofrecerse como su servidor. Gengis Kan miró con desprecio a Kokochu y sentenció:
—Este hombre viene a mí abandonando a su señor, ¿quién puede confiar en él? Matadle y arrojad su carroña a los cuervos.
La noticia de la muerte de Wang Kan la comunicó al campamento de los naimanes del oeste el centinela que lo abatió tras acudir a despojarlo de sus ropas y armas y descubrir la placa que lo identificaba. Gurbesu, la madre de Tayang, kan de los naimanes, quiso asegurarse de que era realmente Wang Kan el muerto y ordenó que llevaran ante ella su cabeza.
—Es él, en efecto. Un kan, aunque sea el de una tribu enemiga, debe ser honrado a su muerte. Prepararemos honras fúnebres.
La cabeza de Togril fue depositada en el centro de una gran alfombra de fieltro blanco. A su alrededor se sentaron las esposas del kan de los naimanes y los príncipes. Tayang, soberano único de los naimanes desde la muerte de su hermano Buriyuk, presidía la ceremonia desde su trono de madera y hueso. La propia Gurbesu derramó un cuenco de vino alrededor de la cabeza mientras los chamanes hacían sonar insistentemente sus tamborcillos.
A punto estaba de acabar la ceremonia cuando, según me contaron, la cabeza soltó una carcajada. Tayang, ebrio de vino y de leche fermentada, se alzó de su sitial y pisoteó la cabeza de Wang Kan hasta hacerla pedazos. La alfombra blanca quedó manchada con los restos del cráneo, esparcidos a patadas por el iracundo Tayang.
Kogsegu, el que fuera gran general de los naimanes y al que su avanzada edad le impedía combatir, se levantó y dirigiéndose a Tayang dijo:
—Has obrado mal. Tu padre, el kan Inancha, y tu madre, la katún Gurbesu, te engendraron entre mis oraciones. Tu padre era anciano y quería un heredero que mantuviera el reino unido después de su muerte. Lo que acabas de hacer es un mal augurio: oye cómo ladran los perros. Tú, Tayang, no sabes mandar, sólo sirves para adiestrar halcones y cazar inofensivas palomas con ellos. Yo soy demasiado viejo y ya no puedo cabalgar, pero tú aún eres joven; demuestra a tu pueblo que eres digno de sentarte en el trono de tu padre.
—Escucha, anciano arrogante, y trágate tus palabras —le contestó Tayang—. Esa cabeza a la que estábamos honrando es la de un viejo cobarde que huyó como una cervatilla sólo con oír el roce de las flechas en las aljabas de los mongoles; esos mismos que dicen «seremos los dueños de todo». Para ellos la ley del Cielo Eterno es su ley y desean que sólo haya un kan en la tierra como hay un sol en el cielo. Pero en el cielo brillan dos luces grandes, el sol y la luna, y otras muchas más pequeñas. Ellos no desean tanto brillo, sólo permitirán que luzca su sol y que nos apaguemos todos los demás. Dices que demuestre que soy digno sucesor de mi padre, pues bien, aquí lo digo: iré contra esos malditos mongoles y acabaré con ellos. Haré lo que ni el mismo Wang Kan con todo su poder pudo realizar.
—No pierdas el tiempo con esos andrajosos mongoles, hijo mío. Son sucios, sus cuerpos desprenden un hedor insoportable y sus hijas tan sólo servirían, siempre que se lavaran las manos, para ordeñar nuestro ganado —alegó Gurbesu.
—Así será. Sus mujeres ordeñarán nuestras vacas y esquilarán nuestras ovejas. ¡Vámonos contra ellos! —clamó Tayang.
El kan de los naimanes ordenó recoger los huesos del cráneo de Wang Kan y colocarlos sobre un pie de plata a modo de trofeo.
En el campamento naimán comenzaron los preparativos para un nuevo ataque contra Gengis Kan. Tayang remitió mensajeros a todos los jefes de clan de su tribu pidiéndoles que enviaran los mejores guerreros para lo que llamaba la batalla final. Los clanes mongoles enemigos de Gengis Kan también fueron invitados a participar en la guerra.
Jamuga acudió con muchos jinetes y se colocó a las órdenes de Tayang; por el contrario, Alas Jus, el jefe del clan mongol de los ongudes, rechazó la invitación. No quería ver cómo de nuevo luchaban mongoles contra mongoles. Una nueva amenaza se cernía sobre Gengis Kan, que entre tanto cazaba en la estepa de Temeguén. Fue allí donde lo encontró un enviado de Alas Jus, que había decidido alertarlo del peligro.
Temujín, ante el anuncio de Alas Jus de que se estaba organizando una nueva coalición contra él, reunió a su Consejo y oyó a sus generales:
—Nuestros caballos están muy delgados —decían algunos.
—Esa no es sino una mala excusa. Los míos están gordos y listos para la batalla. ¿Cómo podéis seguir aquí, como si nada ocurriera, cuando miles de naimanes están preparando nuestro exterminio? —les increpó el joven príncipe Tului.
—Mi sobrino tiene razón —alzó la voz Belgutei, a quien el kan había levantado el castigo que años atrás le impusiera y desde hacía unos meses podía participar de nuevo en las asambleas de jefes—. Si permitimos que el enemigo nos quite la aljaba antes de morir luchando, ¿de qué sirve la vida? Cuando un mongol muere, su arco, su carcaj y sus flechas deben enterrarse con él. Los naimanes creen que son más fuertes, pero si vienen contra nosotros dejarán atrás sus mujeres, sus rebaños y sus yurtas. Acudamos contra ellos sin que lo esperen. ¡Qué hacemos aquí aguardando a que vengan y nos maten como a corderos, acudamos ya a su encuentro!
—Belgutei ha hablado como un verdadero mongol. Iremos contra los naimanes y los venceremos —asintió el kan.
Gengis Kan formó a sus tropas en el llano de Kelteguei Jada, a orillas del río Jalja. El ejército se organizó en grupos de diez: diez grupos de diez formaban una centena y diez de cien un millar o gurán; cada grupo de diez, de cien y de mil tenía un jefe al que cada hombre obedecía sin rechistar y de inmediato. Ochenta soldados de noche y setenta de día formaban guardia permanente ante la tienda del kan. Como jefes de cada una de las unidades fueron elegidos los más capaces y los hijos y hermanos de los nobles. Arjai fue designado jefe de la guardia personal del kan, formada por un millar de hombres elegidos entre los más diestros en el manejo de la espada y el arco. Por primera vez, un campamento mongol se organizaba como una corte real.
Ya estaba todo listo: el ejército preparado, los hombres dispuestos para el combate, las aljabas repletas de flechas con las puntas emponzoñadas con veneno de serpiente, las espadas pulidas y afiladas, las lanzas dispuestas y enristradas, los caballos enjaezados y las mujeres y los niños a salvo en la retaguardia. Dieciséis días después de la primera luna del verano, el sagrado día del «círculo rojo» del año de la rata, los chamanes asperjaron el bunduk de nueve colas de caballo y el estandarte del halcón dorado con leche de yegua. Gengis Kan revisó las tropas sobre su yegua blanca sin un solo lunar, y escoltado por Jebe y Jubilai ordenó ponerse en marcha. Durante varias semanas, bajo un sol cada vez más ardiente, cabalgaron hacia el oeste sin encontrar ninguna resistencia. Por fin, una avanzadilla de exploradores se topó con los primeros centinelas naimanes que estaban apostados en las crestas rocosas de Janjarján, en el límite de la estepa de Sagari. Se entabló una escaramuza en la que los naimanes capturaron a un jinete mongol con su montura. El caballo estaba delgado después de atravesar toda la estepa y eso los confió.
Los mongoles se detuvieron ante la primera línea de los naimanes y Gengis Kan, a la vista de los informes de los exploradores, evaluó la situación:
—Son muchos más de los que creíamos. Nos superan al menos en uno a cuatro. Jamuga y sus hombres también están con ellos. En estas condiciones no podemos combatir. Además, nuestros caballos están agotados después de una marcha tan larga. Necesitaríamos unos días para que se repusieran antes de la batalla.
—Si me permites, mi kan, se me ocurre una estratagema para ganar tiempo —intervino un astuto estratega llamado Dodai—. Ordena a los hombres que acampen en esta amplia estepa, pero que se dispersen por toda la llanura y que cada uno encienda cinco fuegos esta noche. Los naimanes son muchos y ciertamente poderosos, pero cuantos lo conocen dicen que su kan es un hombre de carácter débil y cobarde, siempre al abrigo de su yurta, oculto entre las faldas de su madre. Si logramos engañarlos con tanto fuego y les hacemos creer que somos muy numerosos, lo pensarán dos veces antes de atacar y nosotros mismos y nuestros caballos dispondremos del tiempo necesario para reponer fuerzas. Una vez preparados nos lanzaremos sobre ellos por sorpresa, creerán que somos miles de guerreros y nuestro triunfo será fácil.
Desde las alturas de Janjarján los centinelas naimanes contemplaron aquella noche miles de hogueras encendidas sobre la llanura de Sagari. Un mensajero corrió a informar a Tayang que los fuegos de los mongoles eran tantos «como las estrellas del cielo».
Tayang se mostró confuso.
—Puede que sean muchos, pero sus caballos están flacos. Si les atacamos ahora en el llano de Sagari se defenderán como perros rabiosos. Un mongol es capaz de seguir peleando con una flecha clavada en el vientre.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, padre? —preguntó Guchulug, el joven príncipe heredero.
—La pradera está agostada por el calor del verano. Nuestros caballos no se encuentran en mucho mejor estado que los de nuestros enemigos. En esta época las laderas del Altai rebosan de pastos frescos; nos retiraremos hasta allí dejando que nos sigan. Nuestros caballos se repondrán mientras los suyos continuarán debilitándose. Cuando lleguen al pie de la gran cordillera estarán extenuados, entonces caeremos sobre ellos y acabaremos con todos.
Guchulug, que había heredado el valor de su abuelo, se encolerizó con la decisión de su padre.
—Huye como un cobarde, abuela —le confesó después a Gurbesu—. Los mongoles no pueden ser tantos como nos han hecho creer; la mayoría sigue a Jamuga y está con nosotros. Temujín no puede disponer de más allá de cinco o seis mil guerreros. Deberíamos lanzarnos sobre ellos ahora mismo. Me avergüenzo de mi padre; su corazón es el de una vieja y su miedo el de un chiquillo. Es como si tu hijo no hubiera salido todavía de tu útero.
El Consejo de jefes del ejército naimán fue muy tenso. Tayang expuso su plan de retirada ante los murmullos de indignación de sus generales.
—Mi plan es el mejor. No nos arriesgamos y tenemos la victoria asegurada.
—Mi opinión es que debemos atacar ya —intervino el príncipe Guchulug contrariando a su padre.
—Eres muy valiente, hijo. Espero que tu valor y tu coraje no se achiquen cuando llegue el momento de la batalla; en el combate las cosas no serán tan fáciles como lo es hablar. Lo que os propongo no es una huida, sino de una retirada estratégica —aseguró Tayang Kan.
Jori Subechi, el general en jefe del ejercito naimán y sucesor del famoso Kogsegu Sabrag, se levantó y dijo:
—Tu padre, el recordado kan Inancha, no dio la espalda a ningún enemigo por muy poderoso que fuera. Ningún adversario vio nunca la grupa de su caballo. Si hubiéramos sabido que eran éstas tus intenciones, mejor habría sido que tu madre se hubiera encargado de dirigir el ejército. ¡Ojalá el general Kogsegu Sabrag no hubiera envejecido y pudiera conducirnos ahora a la batalla! Con un caudillo como tú estamos perdidos. Nuestra hora fatal ha llegado y creo que el triunfo será para los mongoles. No vales nada, Tayang, no vales nada.
Dichas estas palabras, ante el silencio de todos y la sonrisa irónica de Jamuga, el general Jori Subechi abandonó la tienda donde se celebraba el Consejo.
—¡De acuerdo, de acuerdo! La vida, el dolor, el sufrimiento, ¡qué más da! Si todos estáis conformes lucharemos ahora, pero recordad que es vuestra impaciencia la que nos empuja hacia el abismo —finalizó Tayang.
El kan de los naimanes ordenó a su ejército que avanzara al encuentro de Temujín. Veinte mil hombres integrados por los principales clanes naimanes y los mongoles de Jamuga cabalgaron por las orillas del Tamir hasta el Orjón, que cruzaron por un vado. Los vigías los avistaron en las colinas de Chakirmagut y anunciaron que el enemigo se acercaba.
Una vez más el genio militar de Gengis Kan se puso en acción. Colocó en la vanguardia a un regimiento de mil hombres con sus cuatro mejores generales y cargó en formación cerrada, como una pina, desbaratando a los primeros destacamentos naimanes. Después, la vanguardia mongol, que dirigía Temuge, el hermano menor del kan, se desplegó como el agua de un lago para volver a replegarse penetrando en forma de cuña, como la punta de un cincel, en el centro del enemigo. A continuación, el regimiento de arqueros que mandaba Kasar cargó con una lluvia de saetas empujando a la vanguardia naimán, que cedió y fue arrinconada contra las faldas de una colina.
Tayang contemplaba el enfrentamiento entre las dos avanzadas acompañado por Jamuga desde el pie de la colina:
—¿Quiénes son ésos que pelean con semejante bravura? —preguntó Tayang a Jamuga.
—Son los que llaman «Los Cuatro Perros». Se dice que mi anda Temujín los alimentó con carne humana y que los adiestró personalmente atados con cadenas. Beben el rocío de la mañana, se alimentan con los corazones de los vencidos y cabalgan sobre el viento.
—¿Cuáles son sus nombres? —preguntó Tayang.
—Se llaman Jebe, Jubilai, Jelme y Subotai; nada los detiene cuando Temujín los libera de sus cadenas.
Tayang sintió que su cuerpo se estremecía de pavor a la vista de los cuatro jinetes que, seguidos por sus hombres, se abrían paso a sablazos entre las filas naimanes, incapaces de detenerlos.
—Retirémonos, esos demonios vienen directos hacia nosotros.
Tayang retrocedió hasta media ladera. Desde allí observó que su flanco derecho estaba siendo desbordado por una carga de la caballería mongol.
—¿Y esos otros que combaten entre aullidos, quiénes son? —volvió a preguntar Tayang.
—Son los guerreros de los clanes urugud y mangud, la principal fuerza de choque del ejército de Temujín. La guerra es para ellos como un juego, su principal diversión. Nada les atrae más que el olor de la sangre y oír los gritos que profieren sus enemigos cuando les dan muerte.
Tayang volvió a retroceder hasta cerca de la cima y desde lo alto contempló a un tercer grupo de jinetes que cargaba contra el centro de su ejército tras un estandarte en el que flameaba la figura de un halcón.
—¿Y esos, quiénes son? —preguntó por tercera vez a Jamuga.
—Es la guardia real. Aquel jinete que monta la yegua blanca es Temujín.
Por la ladera de la colina ascendía la vanguardia del ejército mongol mandada por Temuge, arrollando a cuantos se oponían a su avance, y tras él el fornido Kasar asaeteaba con sus arqueros a los espantados naimanes.
—Decías que acabarías con los mongoles en cuanto se pusieran a tiro, pues bien, ahí los tienes, Tayang, ahí los tienes.
El kan naimán espoleó a su caballo y ascendió hasta lo más alto de la colina. Toda la ladera estaba repleta de cadáveres de su ejército y de jinetes que huían en desbandada ante la avalancha mongol. Jamuga vio que todo estaba perdido. Miró con desdén a Tayang, tiró de las riendas de su caballo y partió con un puñado de sus leales a todo galope hacia el horizonte. Poco después las escasas tropas que habían sobrevivido a la carga de los mongoles quedaron cercadas sobre la cumbre donde se había refugiado Tayang. Cayó la noche y Gengis Kan esperó paciente a que amaneciera para acabar con sus enemigos. Algunos naimanes intentaron huir protegidos por la oscuridad, pero los mongoles aplicaron cuanto habían aprendido en la caza de animales. Nada ni nadie podía escapar de su cerco una vez que se cerraba el círculo; y así fue. A la mañana siguiente, justo al alba, los mongoles reanudaron su carga. Los poco más de dos mil naimanes que se apostaban sobre la cima nada pudieron hacer ante la brutal acometida, y todos murieron ensartados en las lanzas, atravesados por las flechas o tajados por las espadas de los hombres de Gengis Kan en aquella batalla de Jangai. Finalizada la masacre, se buscó el cuerpo de Tayang. Lo encontraron en el centro de un círculo de cadáveres de los miembros de su guardia personal. Tenía en sus labios un rictus de pavor y sus pantalones estaban manchados con sus propios excrementos. Sólo faltaban Guchulug, el hijo de Tayang, y Jamuga. Unos centinelas mongoles habían visto cómo el príncipe naimán se alejaba hacia el oeste con un numeroso grupo de jinetes. Gengis Kan los persiguió durante varias semanas. Por fin los arrinconaron en las laderas del Altai. Allí acabaron con ellos. Los miembros de los clanes mongoles que se habían unido a los naimanes fueron perdonados y se integraron en el ejército de Gengis Kan.
El nuevo kan Guchulug fue apresado y conducido ante su abuela Gurbesu.
—¿Eras tú la que decías que los mongoles olíamos mal y no éramos dignos ni siquiera de ordeñar vuestras vacas?, pues bien, ahí tienes a tu nieto cargado de cadenas. Fíjate cómo se arrastra a nuestros pies. ¿Dónde está ahora tu orgullo? —inquirió Gengis Kan.
Y aquel mismo día tomó a Gurbesu como esposa. Cumplía así lo que tiempo atrás había confiado a sus generales como el principal de los placeres: «Derrotar a los enemigos, perseguirlos hasta acabar con ellos, quitarles todo cuanto poseen, cabalgar sobre sus caballos y gozar de sus mujeres».
Al regreso de la campaña contra los naimanes la situación había cambiado. Gengis Kan era un caudillo victorioso al que todos los pueblos de la estepa consideraban ya como invencible. Los otrora poderosos tártaros, keraítas y naimanes habían sido derrotados y nunca más volverían a constituir una amenaza. Jamuga había fracasado en su última intentona por derrotar a su anda y ya no le quedaba ningún potencial aliado para volver a intentarlo. Los clanes mongoles que hasta entonces se habían mantenido hostiles, estaban integrados en su ejército y una nueva esposa, la que fuera orgullosa katún de los naimanes, adornaba el trono del kan. Y todavía le quedaron fuerzas y arrestos aquel mismo año de la rata para en otoño lanzar un ataque sobre los merkitas y deshacerlos, aunque su escurridizo caudillo Togtoga Beki pudo escapar con sus hijos Judu y Chilagún y unos pocos fieles.
Dayir Usún, jefe del clan de los uúes, famoso por la belleza de sus mujeres, quiso congraciarse con el kan. Este jefe tenía como hija a una doncella de belleza sin igual. Esta joven princesa era Julán, y de ella se decía que su hermosura superaba a la de todas las estrellas en una noche sin luna. Y era cierto. Yo conocí a Julán once años después de que se casara con el kan y puedo asegurar que nunca he visto a una mujer igual. Su rostro resplandecía como el mismo sol y sus ojos amarillos parecían tener luz propia; sólo en los del propio Temujín he contemplado un fenómeno semejante. Dayir Usún se puso en camino hacia el campamento del kan con su hija. Enseguida fue detenido por una partida de soldados que guardaba los caminos. Aquella patrulla la mandaba el apuesto Nayaga, a quien por su fidelidad con su anterior jefe, el tayichigud Targutai, Gengis Kan había nombrado oficial del ejército.
Nayaga ordenó al jefe merkita que detuviera el carro en el que viajaba:
—¿A dónde te diriges? —le preguntó.
—Voy en busca de Gengis Kan. Aquí llevo para él la joya más preciada del pueblo merkita. Quiero que sea el más valioso de los regalos. Sal —dijo Dayir Usún dirigiéndose hacia el interior del carro—, sal para que te vean, Julán.
La joven princesa se asomó al exterior y Nayaga quedó impresionado a la vista de la belleza de la joven.
—Ésta es mi hija Julán, la más hermosa de las doncellas merkitas. La llevo personalmente para Gengis Kan.
—Yo os acompañaré. Los caminos están llenos de soldados y alguno de ellos podría atacarte antes de preguntar. Os escoltaremos hasta el campamento del kan, y allí él decidirá qué hacer con vosotros.
Desde el lugar donde Nayaga había interceptado a Julán y a su padre hasta el campamento del kan había apenas un día de camino, pero el joven oficial tardó tres jornadas en recorrerlo. Durante esos tres días sus ojos no cesaron de fijarse en Julán, la cual le devolvía las miradas con gusto. Sin duda aquellos tres días fueron un verdadero tormento para Nayaga. Tener al alcance de la mano una mujer como aquélla y no tocarla era el mayor de los castigos. Nayaga era joven, apuesto y fuerte, cualquier muchacha se hubiera entregado a él gustosa. Además, nada había que le impidiera tomarla en cualquier momento, hacerla suya y gozar de la mujer más hermosa que nunca habían visto sus ojos. Bueno, tan sólo una cosa, la lealtad a Gengis Kan. Ése es el sentimiento más fuerte para un mongol, la fidelidad a su jefe, la ciega obediencia a su señor, lo único capaz de hacer controlar el deseo, la pasión e incluso el amor. Sé bien cuánto debió luchar Nayaga consigo mismo para no romper con su obediencia al kan. Su deber era conducir a esa muchacha ante su señor y hacerlo de modo que llegara intacta, tal y como la había encontrado.
Al tercer día Nayaga se presentó ante el kan.
—Mi señor, éste es Dayir Usún, jefe merkita. Lo encontré de camino hacia tu campamento, trae consigo a su hija Julán —expuso Nayaga ante Gengis Kan.
—Mi señor, he venido para entregarte el don más preciado de cuantos has recibido, mi hija Julán.
Dayir Usún cogió de la mano a Julán y la adelantó ante el kan. Los ojos de Temujín se abrieron como los de una pantera cuando descubre a su pieza favorita.
—Dime Nayaga, ¿dónde los encontraste? —preguntó el kan.
—Al otro lado de las colinas Azules, mientras patrullábamos por el camino del este.
—¿Cuánto hace de eso?
—Hace tres días.
—Desde ese lugar hasta aquí tan sólo es necesario uno. ¿Por qué has tardado tanto? Creo que mereces un escarmiento.
—¡Mi señor! —exclamó Julán acercándose hasta el kan y cogiéndole la mano—, tu oficial se ha portado correctamente. Cuando nos encontró nos dijo que nos protegería durante el camino. Si no hubiera sido por él quién sabe qué me habría ocurrido entre tantos soldados. Nuestro encuentro fue afortunado. No lo castigues, mi señor, te lo ruego. Él siempre dijo que todo cuanto tiene, todo cuanto encuentra es de su kan. Nada malo me ha hecho ni nada malo me ha dicho. ¡Que Tengri arroje un rayo sobre mí y muera si lo que he afirmado no es la verdad!
—Te examinarán dos comadronas. Si eres virgen, Nayaga quedará libre y tú te convertirás en esposa del kan de los Mongoles —sentenció Gengis Kan.
Julán seguía virgen. Ese mismo día el kan la tomó por esposa y declaró que Nayaga era un hombre fiel y veraz; prometió favorecerle por sus desvelos y por haber protegido a su nueva esposa y lo ascendió a general.
Durante aquel invierno, Gengis Kan estableció su campamento cerca del Altai, donde tiempo atrás asentaran sus hogares los kanes naimanes. Con cuarenta y dos años, estaba en la plenitud de su vida y el viejo sueño heredado de su padre parecía estar a punto de cumplirse. Subió a una cercana montaña y dio gracias a Tengri por haberle permitido derrotar a todos sus enemigos. De vuelta al campamento ordenó a los chamanes que prepararan un sacrificio al Eterno Cielo Azul y organizó una fiesta en la que la carne de cordero y de buey y el kumis abundaron como antaño en las mejores fiestas.
Gengis Kan estaba radiante. Tenía como nueva esposa a la mujer más bella del mundo, que además le correspondía en la cama como ninguna otra hasta entonces, sus jóvenes y vigorosos hijos lo acompañaban en las batallas en las que se mostraban valientes y decididos y sus guerreros hacían gala de una disciplina y un valor insuperables. El botín conseguido tras las guerras contra naimanes y merkitas se repartió entre los soldados de la manera acostumbrada: armas, caballos, tiendas, pieles, alfombras y mujeres, bellas y jóvenes mujeres que se casaron con los aguerridos jinetes mongoles. El kan pasó revista a las muchachas capturadas en las batallas contra los distintos clanes y tribus. Entre todas ellas observó a una joven de pelo negro y coletas trenzadas con hilo de plata. Su porte era el de una princesa.
—¿Quién eres tú? —le preguntó.
—Me llamo Tugai, soy esposa de Judu, hijo de Togtoga, caudillo de los merkitas, y ésta es mi hermana menor Doregene —contestó la muchacha señalando a una niña que había a su lado.
—Sois muy hermosas. Tú, Tugai, te convertirás en mi esposa. Doregene será para mi hijo Ogodei.
A los pocos días se celebró una doble boda. Gengis Kan casó con Tugai y Ogodei con Doregene. Una nueva y bella esposa adornaba el trono del kan.
A la primavera siguiente atacó a los restos de merkitas y naimanes que se habían agrupado en un vano intento de resistir. Aprovechando que se le habían quitado las cadenas y se le dejaba cabalgar libremente, Guchulug huyó y como kan de los naimanes reorganizó a todos aquéllos que seguían sin someterse. En la fuente de Bugdurma, donde nace el río Erdis, Guchulug se unió a Togtoga Beki y juntos, naimanes y merkitas, formaron una nueva alianza y se juramentaron contra Gengis Kan. Pero de nuevo la tormenta descargó sobre ellos con toda la fuerza de los cielos y los mongoles volvieron a derrotarlos. Esta vez no pudo repetir una más de sus habituales escapadas y en la batalla murió Togtoga, a quien sus propios hijos cortaron la cabeza para impedir que cayera en manos de sus enemigos y se la llevaron. En la retirada, muchos guerreros merkitas y naimanes murieron ahogados en las aguas del Erdis, sólo unos pocos lograron alcanzar la otra orilla y huir. Guchulug atravesó las altas montañas y alcanzó con algunos naimanes las llanuras del otro lado del Altai, desde donde se dirigió al valle del Irtish a refugiarse en el reino que fundaran mis antepasados los kara-kitán. Los merkitas fueron aniquilados, incluidos algunos de los que se habían sometido, pues aprovechando la ausencia del kan del campamento intentaron rebelarse. Los pocos que atravesaron el río acompañando a los hijos de Togtoga fueron perseguidos por el general Subotai, a quien se ordenó que matara a todos.
Al inicio de aquella incursión de Subotai, Gengis Kan dio a sus generales una serie de nuevas normas para su comportamiento en la guerra:
—Si a un enemigo que huye le salen alas, deberéis convertiros en halcones y seguirlo hasta el cielo; si le nacen garras y se esconde bajo el suelo como las marmotas, deberéis excavar la tierra hasta dar con él; si se convierte en pez y se mete en el agua seréis vosotros la red que lo atrape. No dudéis en su persecución ni en atravesar los más anchos ríos, ni en escalar las más altas montañas. Pero sed precavidos: calculad las distancias, reservad las fuerzas, aprovechad la velocidad de los caballos cuando no estén cansados, cazad en la ruta y mantened los víveres sin que se agoten, pero no permitáis que ningún soldado cace salvo cuando sea necesario. Dejad que los caballos galopen con el bocado suelto y castigad a los que trasgredan estas órdenes; si alguno no las cumple y no es de los nuestros, decapitadlo allí mismo, pero si es de los nuestros traedlo a mi presencia.
Después, se dirigió expresamente a Subotai y le dijo:
—Si te he encargado a ti la misión de ir a acabar con los merkitas es porque hace años, cuando yo era tan sólo un muchacho, me acorralaron como a un perro en nuestra sagrada montaña del Burkan Jaldún. Tú eres mi brazo derecho, cuando te lo ordene los perseguirás hasta el punto más lejano de la tierra si es necesario. Allá donde vayas, aunque no me veas, será como si yo estuviera contigo, porque a ti también te protege el Cielo Eterno.
Subotai, dotado para la guerra de un genio casi tan grande como el del mismo kan, acosó a los últimos merkitas. A mediados del año del buey, el kan de los mongoles era el único soberano entre el desierto de Gobi y la cimas nevadas del Altai.
***
Destruidos los naimanes y los merkitas e integrados todos los clanes mongoles bajo el poder de Gengis Kan, Jamuga vagaba por las estepas y los bosques con tan sólo cinco compañeros, huyendo de los jinetes que lo acosaban sin cesar y escondiéndose como un ladrón al que persigue la justicia. Se había refugiado en el monte Tanglú, donde con sus cinco compañeros sobrevivía cazando muflones entre las rocas de sus abruptos desfiladeros.
Jamuga era un espíritu irreductible, pero sus compañeros estaban hartos de huir como perros y de esconderse como alimañas. Un día, mientras Jamuga comía un pedazo de muflón asado, se abalanzaron sobre él, lo ataron y decidieron conducirlo ante Gengis Kan esperando que al entregarle a su gran enemigo, éste los perdonaría.
¡Qué poco conocían aquellos hombres a Temujín! El kan era capaz de olvidar cualquier cosa, hasta una ofensa a su propia persona, siempre que el arrepentimiento fuera sincero. Pero había algo que nunca perdonaba: la infidelidad y la traición. Los duros años pasados en la estepa, aquéllos en los que siendo un muchacho tuvo que sobrevivir en durísimas condiciones y los años siguientes en los que logró forjar en torno a su persona una verdadera nación le habían enseñado que la lealtad es la mejor de las virtudes y que si se pierde, si la confianza en el amigo o en el compañero se traiciona, todo lo conseguido con tanto esfuerzo se puede venir abajo en un momento.
Los cinco traidores se presentaron ante Gengis Kan ufanos por su hazaña, y le dijeron:
—Mi señor, aquí te entregamos a tu gran enemigo Jamuga. Él ha sido tu principal motivo de preocupación durante muchos años. Nosotros lo hemos capturado para ti.
Gengis Kan miró fijamente a los ojos de Jamuga. Frente a él, atado con fuertes tiras de cuero, estaba su anda, aquél que tantas cosas le enseñara un lejano invierno junto a las heladas aguas del Onón, el que fuera su mejor amigo en la adolescencia, a quien tanto admiró por su valor y su arrojo en el combate, con quien compartió los dorados sueños de juventud. En el cuello de Jamuga, pendiente de una cadena de plata, colgaba la taba de bronce que años atrás, al hacerse anda de Temujín, éste le regalara.
—Aquí me tienes, anda mío. Hace tiempo que no nos encontrábamos —exclamó Jamuga—. Tu cabello sigue tan rojo como antes, pero veo que han nacido algunos hilos de plata entre tus mechones de fuego.
—Tu cuerpo no ha cambiado nada, pero tu alma y tu espíritu no son los mismos que los de aquel joven arriesgado, solitario y valeroso que fue mi anda. Tus sentidos tampoco parecen iguales; hace años no te hubieras dejado atrapar por tan sólo cinco hombres —dijo Gengis Kan.
—Unos cuervos negros me han cazado como si de un pato silvestre se tratara. Cinco plebeyos han alzado la mano contra su señor. Los buitres han cobrado a su confiada presa y te la ofrecen como carroña. ¿Serás tú quien coma los despojos que estas alimañas te entregan?
—Si preguntas eso es que nunca llegaste a conocerme. ¿Cómo voy a premiar, ni siquiera a dejar con vida, a los que se han alzado contra su señor?; no merecen otro final que la muerte.
Gengis Kan, ante los aterrorizados gritos de los cinco compañeros de Jamuga, mandó decapitarlos allí mismo.
—Así es como el kan de los mongoles paga a los traidores.
Cuando unos criados retiraron los cinco cadáveres decapitados, Gengis Kan se dirigió a Jamuga y le dijo:
—Ahora estamos juntos de nuevo y no parece que haya nada que nos separe. Somos las dos ruedas de un mismo carro. Hubo un día en el que nos apartamos y tu corazón se alejó del mío dejándolo dolorido y triste. Vuelve ahora a él. Olvidaremos que luchaste con los keraítas en mi contra, sólo recordaré que, a pesar de combatir frente a mí, me hiciste saber los planes de Wang Kan y gracias a tu aviso pude salvarme. Sé que desanimaste a los naimanes alabando ante su jefe el valor y la fuerza de los mongoles. Tus palabras fueron entonces mi mejor arma.
—Hace muchos años —habló Jamuga—, tú y yo fuimos uno solo. Tú estabas en mí y yo estaba en ti. Ambos éramos una misma cosa, un solo corazón. Pero personas que querían nuestra separación nos azuzaron al uno contra el otro. Durante estos años mi rostro ha enrojecido de vergüenza. Antes que a mi propio anda creí a quienes te calumniaban y me predisponían en contra tuya. Pese a todo el daño que te he hecho, tú quieres seguir siendo mi anda. Pero cuando debí ser compañero tuyo, cuando te hacía falta mi ayuda, yo estaba en el lado de tus enemigos. Tú has pacificado a todas las naciones de la estepa, te sientas en el trono del kan de los mongoles y otros tronos se han sumado al tuyo. Eres el dueño del centro del mundo. Un compañero como yo de nada te valdría. Mi presencia tan sólo serviría para ennegrecer tu plácido sueño en la noche y para turbar tu claro pensamiento durante el día.
»Mi vida ya ha recorrido todo el tiempo que va del amanecer hasta el ocaso. Tú tuviste un padre, una madre y una esposa sabios, y hermanos que crecieron junto a ti. Siempre te has rodeado de fieles compañeros que han puesto su valor a tu servicio. Yo crecí solo en las praderas. Durante muchos años las estrellas fueron el techo de mi yurta y lo más parecido al fuego del hogar que conocí fue el tibio calor del sol en las frías mañanas del invierno. Mi padre y mi madre murieron cuando yo era niño, Nomalán, mi esposa principal, fue una mujer bella pero lenguaraz y no tuve hermanos, pero sí compañeros indignos y traidores.
»Si en verdad quieres favorecerme, si es cierto que deseas para mí lo mejor, haz que muera sin que mi sangre se derrame por la hierba de la pradera. Coloca mis despojos en lo alto de una montaña y deja que mis huesos sean la protección eterna para tu espíritu. Sólo con la muerte podrá librarse mi alma del mal que durante años la ha corroído. Me venció la envidia de tu majestad y de tu grandeza. No pude soportar que fueras mejor que yo y que tus ojos brillaran con la luz de las centellas. Desata el nudo que me aprieta la garganta y me impide respirar el aire puro de las montañas. Déjame morir para que pueda seguir viviendo.
—Eres un gran hombre, Jamuga. Aunque te apartaste de mí y te aliaste con mis enemigos sé que nunca quisiste hacerme daño. Mi deseo era que tu caballo y el mío volvieran a cabalgar juntos por las praderas y compartiéramos la misma yurta en las noches sin luna, pero sé que eso ya no será posible. Te he ofrecido que fueras de nuevo mi anda, pero tú no quieres. Si crees que sólo muriendo saldarás tus penas, así será. Morirás sin que una sola gota de tu sangre se derrame, tal y como deben hacerlo los príncipes mongoles.
Jamuga sonrió cuando oyó la sentencia del kan. Cogió la taba de bronce que colgaba de su cuello con una cadenita de plata, se la ofreció y le dijo:
—Guarda tú el regalo que me hiciste cuando éramos jóvenes. Lo he llevado desde entonces pendiente sobre mi pecho; nunca me he separado de él. Consérvalo para que te recuerde mi amistad.
Gengis Kan tomó la taba por la cadena y se la colocó alrededor del cuello.
Jamuga fue ejecutado mediante asfixia dentro de una alfombra de seda. Los mongoles creen que el alma de un hombre vive en su sangre; por eso la muerte con efusión de sangre provoca la pérdida del alma. En el funeral cientos de jinetes derramaron gotas de kumis por toda la estepa y los chamanes asperjaron la cima de una montaña en la cual se enterró el cadáver del compañero de Temujín. Durante noventa días y noventa noches una guardia de honor cuidó la tumba y nueve chamanes rezaron oraciones fúnebres hasta que las primeras nieves comenzaron a caer sobre la montaña y la cima se cubrió de un blanco manto.
En alguna ocasión le pregunté a Gengis Kan dónde había enterrado a Jamuga, pero sólo una vez me dio una vaga respuesta: «Su cuerpo reposa entre las nubes, y su espíritu cabalga libre y dichoso para siempre por las praderas celestiales».