12. La traición de Wang Kan

La noticia del doble matrimonio de Gengis Kan llegó al campamento de Bortai antes que el propio kan. La katún ya había conocido el amargo sentimiento de ver a su esposo en brazos de otras esposas, pero eran mujeres secundarias, de un rango inferior al suyo. Ahora no se trataba de dos esposas secundarias más, como Dogón o Jerén; las dos hermanas tártaras habían sido nombradas katunes, con la misma dignidad que Bortai.

—Dos katunes tártaras, Temulún, dos a la vez —suspiró Bortai ante su cuñada.

—Es probable que no haya tenido otro remedio que hacerlo. Nosotras las mujeres somos tan sólo parte del botín, un mero objeto de trueque y de placer. Deberías haberte hecho a la idea de que tarde o temprano mi hermano nombraría otras katunes. Así ha sido siempre entre los kanes.

—Lo sé. Desde el momento en que nos casamos comprendí que llegaría un día en el que no sería la única. Hace unos meses me dijo que ninguna otra mujer ocuparía mi lugar, creo que no era sincero, pero tengo ya más de cuarenta años, una edad en la que hace ya tiempo que una mujer ha dejado de ser atractiva para un hombre, y mi esposo quiere katunes más jóvenes y bellas, que hagan más dulces sus noches de amor.

—Tú siempre serás la primera en el corazón del kan —asentó Temulún.

—Sí, pero sin duda gracias a los hijos que ambos hemos tenido, y aun así…

Bortai hizo una pausa y agachó la cabeza hundiendo su rostro entre sus manos.

—Eres una mujer fuerte, eres la katún principal.

—Siempre estará presente entre nosotros el fantasma de la duda sobre la paternidad de Jochi.

—Creí que ya habías superado eso —dijo Temulún.

—Nunca lo superaré.

—Mi hermano sí lo ha hecho.

—No. Dice que no le importa quién haya sido el que engendró a Jochi, pero en lo más hondo de su ser esa duda lo atormenta. Para él lo más sagrado es el vínculo de la sangre. Desciende de la raza de los dioses y se considera el más noble de entre todos los mongoles. Por sus venas fluye la sangre real de Jaidú Kan y de Kabul Kan.

—No debes preocuparte, Jochi será su heredero —asentó Temulún.

—No, no lo será. Temujín nunca cederá su trono a alguien del que no esté seguro que lleva su sangre —afirmó tajante Bortai.

Las dos mujeres se abrazaron; en la lejanía una fina columna de polvo anunciaba que el ejército del kan regresaba al campamento del Onón.

—Sé bienvenido, esposo —dijo Bortai inclinándose.

Gengis Kan montaba un alazán blanco de cuya grupa colgaba el estandarte arrebatado a los tártaros tras su derrota. Bortai se acercó hasta su esposo y le ofreció una copa con kumis. El kan derramó unas gotas en homenaje a los espíritus sagrados y la bebió de un trago. Su rostro, siempre luminoso y claro, estaba como ensombrecido. Descendió del caballo sin pronunciar una sola palabra y se acercó a Bortai. Los ojos de la mujer lo miraban serenos pero apagados. El kan iba a decirle algo, mas se limitó a devolverle la copa y a besarla en la mejilla. Él, el valeroso guerrero, el más temido de los jinetes de la estepa, no sabía cómo enfrentarse a la mirada de una indefensa mujer.

Ya dentro de la tienda, Bortai le preguntó sin rodeos.

—¿Son bellas tus dos esposas tártaras?

—Lo son; son ciertamente muy hermosas.

—Imagino que también serán muy jóvenes.

—Sí, son jóvenes. Pero basta ya de este interrogatorio. En un par de días estarán aquí, y ya tendrás oportunidad de conocerlas. Les he entregado yurtas, ganado y criados como merecen las katunes de un kan mongol.

—Sí, claro, es tu deber como esposo.

—Nunca te dije que no tomaría otras katunes.

—Yo no te he reprochado nada.

—Tú siempre serás la katún principal y tus hijos mis únicos herederos en el kanato. Los vástagos que nazcan de mis otras esposas, aunque sean katunes, tan sólo serán nobles príncipes mongoles.

Aquella noche Gengis Kan yació con Bortai. Hicieron el amor, pero Bortai sintió a su esposo más lejano que nunca. Cuando derramó su semilla en su interior no tuvo duda de que su pensamiento estaba lejos, al lado de las dos princesas tártaras.

Con Yesui, Yesugén y la retaguardia del ejército llegaron al campamento del Onón unos mensajeros que habían cabalgado varios días desde el oeste, sin detenerse apenas. Traían noticias de Wang Kan. El soberano keraíta acababa de realizar una campaña contra los merkitas; en una operación sorpresa los había atacado en su territorio y había matado al príncipe Togus, hijo mayor y heredero del jefe Togtoga Beki, que había logrado huir. En el campamento merkita, Wang Kan había obtenido un cuantioso botín y se había quedado con dos princesas llamadas Jutugtai y Chagalún.

Era el propio Wang Kan quien enviaba los mensajeros a su aliado, sin duda para hacerle saber que él también era capaz de derrotar a una tribu poderosa sin necesidad de ayuda. Aquellos enviados sólo traían el mensaje, ningún regalo, ni tan sólo una pequeña parte del botín conseguido. Ese gesto era una ofensa.

Durante el invierno apenas hubo movimientos entre los pueblos de las estepas. Los tártaros y los merkitas estaban desbaratados y Jamuga y sus compañeros erraban por los bosques evitando encontrarse con las patrullas que los buscaban. Sólo los mongoles y los keraítas cabalgaban confiados por los amplios espacios del centro del mundo. A comienzos de primavera Gengis Kan, que no había olvidado el desaire de su aliado, y Wang Kan se encontraron con sus ejércitos en el extremo occidental del territorio mongol. Habían acordado realizar una campaña relámpago contra los naimanes del este, la única tribu capaz de hacerles sombra de entre todos los pueblos de las estepas. La coalición de los dos kanes era formidable. Más de cuarenta mil guerreros perfectamente entrenados y disciplinados avanzaban incontenibles hacia territorio naimán.

Buriyuk, el kan de los naimanes del este, permanecía en su campamento de invernada, a orillas del río Sojog, en el llano de Ulug Tag, ajeno a lo que se le venía encima. Cuando se enteró de que Wang Kan y Gengis Kan iban a por él nada pudo hacer sino levantar el campamento a toda prisa y huir. Los mongoles y los keraítas le pisaban los talones y no tuvo más remedio que atravesar la cordillera de los montes Altai. Pero ni siquiera aquellos abruptos desfiladeros los contuvieron. El ejército aliado cruzó las montañas, descendió el curso del Urungu y alcanzó a los naimanes a orillas del lago Kisil Basí. La batalla fue desigual y en las arenosas playas del lago quedaron muertos el kan Buriyuk y cuantos naimanes lo habían seguido.

Nunca hasta entonces un ejército mongol se había desplazado tan al oeste. Al atravesar la cordillera del Altai, los ojos de Gengis Kan contemplaron un nuevo país repleto de pastos, ríos y lagos que se extendía más allá del horizonte hacia la puesta del sol. De allí era de donde procedían aquellos extraños mercaderes que rezaban varias veces al día postrados sobre esterillas de cáñamo en dirección al sol poniente. En esas lejanas regiones era donde se fabricaban aquellos maravillosos paños de brocados y aquellas espadas curvas con ricas empuñaduras de marfil y oro que cambiaban por pieles y piedras preciosas. A sus pies se extendía una región de riquezas inmensas, y sólo tenía que extender la mano para cogerlas.

Pero no había llegado el momento, todavía no. Antes era preciso volver a Mongolia y esperar a que todos los nómadas obedecieran a un único estandarte, al de nueve colas de caballo y al emblema con el halcón dorado de los borchiguines. Cuando regresaron hacia el oeste, mientras ascendían las laderas occidentales del Altai, Gengis Kan observó una vez más las tierras en las que se ponía el sol. No hubiera sabido explicar cómo ni cuándo, pero no le cupo duda de que algún día los caballos mongoles pastarían en aquellos ricos prados y que las riquezas de esa región adornarían las paredes de las tiendas de sus generales.

De regreso de la expedición más allá del Altai, mongoles y keraítas debían volver a atravesar el territorio naimán. En esta campaña habían perdido algunos efectivos y el ejército aliado se encontraba cansado de tan larga marcha. Los naimanes del este que no habían seguido a su caudillo se organizaron en torno al general Kogsegu Sabrag quien, deseoso de acabar con sus enemigos, les cerró la retirada presentándoles combate. Ambos ejércitos se encontraron al atardecer de un cálido día de verano. El sol se ocultaba sobre los prados rizados por una cálida brisa. Los contendientes se encararon pero ninguno de los dos decidió atacar. A la puesta del sol acamparon unos frente a otros y se encendieron numerosos fuegos. Gengis Kan ordenó que cada hombre hiciera una hoguera de modo que todo el campamento mongol permaneciera iluminado durante la noche.

Pero Wang Kan, cansado y sin duda temeroso de la batalla que se preparaba para el día siguiente, ordenó a sus hombres levantar las tiendas; poco antes de amanecer los keraítas abandonaron el campo.

—¡Rápido!, despertad al kan —gritó Muhuli a los miembros de la guardia de noche ante la tienda donde dormía Temujín.

—¿Qué ocurre, general? —le preguntó el jefe de guardia.

—He dicho que despiertes al kan.

—No puedo hacerlo si no se trata de algo grave.

—Lo es. Vamos, no pierdas tiempo.

Gengis Kan salió de su tienda de inmediato ajustándose la coraza de escamas de hierro.

—¿Qué pasa, Muhuli? ¿Por qué me despiertas de este modo?

—Mi kan, Togril ha levantado el campamento y se marcha con sus keraítas; nos abandona.

Gengis Kan pareció no inmutarse por la noticia que le acababa de comunicar su fiel general.

—Siempre fue un cobarde. Despertad a todos los hombres, que formen en orden de combate. Estaremos preparados si los naimanes deciden atacar al alba.

Pero los naimanes no atacaron. Su general no quería enfrentarse a Gengis Kan, a quien realmente buscaba para vengarse era a Wang Kan; era con los keraítas con quienes tenía cuentas pendientes desde hacía mucho tiempo.

Gengis Kan, al frente de su ejército dispuesto para la lucha, contempló desde su puesto de mando cómo los naimanes se replegaban y ponían rumbo hacia el noreste. Una vez más, Tengri parecía estar de su lado. Había planeado la batalla teniendo en cuenta las dos alas del ejército, una formada por contingentes keraítas y otra por los batallones mongoles. Aquel amanecer, el flanco que debían ocupar los hombres de Wang Kan estaba desierto. Con unas tropas tan cansadas y mermadas y el flanco izquierdo desprotegido, si los naimanes hubieran decidido atacar a Gengis Kan es probable que lo hubieran vencido.

Wang Kan recibió pocos días después de abandonar a su aliado la visita de Jamuga. Pese a la derrota, el anda de Temujín había vuelto a intentar aglutinar las fuerzas necesarias para derrotar a su antiguo amigo y rival.

La entrevista de los dos jefes se realizó en la tienda de Wang Kan.

—Temujín quería traicionarte —mintió Jamuga—. Gracias a unos espías me enteré de que pensaba aliarse con los naimanes en tu contra. Es por eso que te envié a un mensajero para que te lo hiciera saber. Si no te hubieras retirado a tiempo esa noche, ahora estarías muerto y tu ejército ya no existiría.

—Cuando llegó tu correo dudé. Temujín siempre ha sido un leal compañero, pero es un hombre muy ambicioso. Sé que alberga en su cabeza la idea de convertirse en soberano de todos los pueblos de las estepas. Cuando atravesamos el Altai y contemplamos desde lo alto las tierras del otro lado de la cordillera, vi en sus ojos el brillo de la codicia. Si hubiera tenido fuerzas suficientes en ese momento, no dudo de que incluso se hubiera lanzado a la conquista del oeste.

—Has sabido entenderlo a tiempo. Sí, realmente Temujín no desea otra cosa que ver a todos los jefes arrastrándose ante sí. Para él sólo importa una cosa: el poder, el poder absoluto sobre todo y sobre todos. Hiciste mal en confiar en él. Temujín es como la golondrina que emigra al calor de las tierras del sur cuando llega el invierno, siempre buscando su propio beneficio. Si se acercó a ti fue porque en ese momento tú eras el único que podía garantizarle protección. Ha abusado de tu amistad y te ha engañado. Ha vivido protegido bajo tu sombra en tanto su poder crecía más y más.

Togril era un hombre poco inteligente. En aquel momento no fue capaz de comprender que Jamuga, astuto y hábil como pocos, lo estaba atrapando en su propia red.

—Cuando levantaste el campamento, Temujín no te siguió.

—Pero yo no lo avisé; él debió de creer que desertaba.

—Si así lo hubiera estimado, te habría seguido, o al menos te hubiera enviado un correo para pedirte explicaciones. Su silencio es la prueba de su traición —sentenció Jamuga.

La cabeza de Wang Kan era una montaña de dudas. Lo que Jamuga le estaba exponiendo parecía razonable y la ambición de Gengis Kan era bien conocida. Pero el hijo de su anda Yesugei nunca lo había traicionado, al menos hasta ahora. En ese momento, un correo trajo una noticia inquietante:

—Señor, los naimanes están cerca de aquí. Cabalgan en formación de combate conducidos por el general Kogsegu Sabrag.

—¿Cuántos son? —inquirió Wang Kan.

—Unos treinta mil.

—No podemos enfrentarnos a ellos. Debemos huir.

—Ahí tienes la prueba de la traición de Temujín —indicó Jamuga.

El kan keraíta abandonó el campamento establecido en la desembocadura del río Teleguetu antes de que llegaran los naimanes. Huyeron durante varios días, pero por fin los naimanes les dieron alcance. Se produjo una batalla en la que los keraítas fueron derrotados. Wang Kan escapó dejando abandonados a su suerte a sus hombres. Sólo Sengum, el primogénito de Togril, supo mantener el ánimo y el valor necesarios para que aquella derrota no fuera total.

Los naimanes al mando de Kogsegu Sabrag, su valeroso general, habían desbaratado al ejército keraíta. Wang Kan había creído a Jamuga y ahora padecía una derrota que bien podía significar su final. Cercado por los naimanes y enfrentado con Gengis Kan, sólo tenía una salida: pedir ayuda al caudillo mongol y confesarle que había sido engañado por Jamuga.

Así lo hizo. Dos chamanes se desplazaron hasta el campamento de Gengis Kan y le comunicaron el mensaje de Wang Kan. Le decía que los naimanes le habían quitado sus riquezas y que había sido traicionado por todos. Le recordaba la antigua amistad con su padre y lo llamaba hijo. Le pedía perdón y le suplicaba ayuda.

—No debes ir en su auxilio. Es un maldito cobarde. Por su deserción hemos estado a punto de sucumbir —clamó Kasar, el hermano de Gengis Kan, al enterarse de la solicitud de ayuda.

—Tienes razón, es un cobarde, pero si dejamos que los naimanes acaben con él, esa tribu se convertirá en la más poderosa de la estepa. Si los keraítas desaparecen, entre los naimanes y los mongoles no quedará nadie. Togril es para nosotros como una coraza. Mientras él reciba las flechas naimanes, nosotros no tendremos nada que temer —alegó Gengis Kan.

—Pese a todo, creo que Kasar tiene razón —intervino Muhuli—. No deberíamos ayudarle.

—Yo soy de la misma opinión —remarcó Bogorchu—. Un cobarde como él no merece nuestro apoyo.

—Olvidáis que Togril nos ha socorrido muchas veces. Gracias a él hemos logrado convertirnos en lo que somos. No podemos abandonarle.

—Él te abandonó cuando pudiste necesitarlo al regreso del Altai, y no ha sido ésa la única vez —recalcó Kasar.

—No importa. No es cuestión de sostener a Togril, sino de impedir que crezca el poder de los naimanes. Lo ayudaremos —sentenció Gengis Kan.

Una orden del kan nunca era discutida. Se obedecía sin ninguna alegación. En respuesta a la solicitud de ayuda, un contingente mongol formado por dos tumanes, la mayor agrupación de tropas, formado cada uno de ellos por diez mil hombres, partió en socorro de Wang Kan. Lo mandaban los que desde entonces serían conocidos como los cuatro héroes, Bogorchu, Borogul, Chilagún y Muhuli, y con ellos iban Kasar, Jachigún y Daritai, los dos hermanos y el tío de Temujín. Estos tres últimos tenían orden de permanecer al servicio de Wang Kan en tanto los necesitara.

Los keraítas se encontraban en una situación muy difícil. Los naimanes los habían perseguido por el valle del Selenga y los habían cercado en una profunda vaguada. Allí se estaba librando una batalla en la que los keraítas estaban a punto de ser derrotados cuando irrumpieron los dos tumanes mongoles. El propio Sengum, el príncipe heredero de los keraítas, había caído del caballo y se batía a pie, espada en mano, rodeado por varios enemigos que estaban a punto de hacerlo prisionero. Cogidos por sorpresa ante el ataque mongol, los naimanes se retiraron dejando sobre el campo de batalla centenares de muertos.

Gengis Kan había salvado una vez más a Wang Kan. Ante la asamblea de jefes reunida tras la batalla y en presencia de los cuatro héroes mongoles, Wang Kan pronunció un discurso en el que agradecía la ayuda de Gengis Kan y prometía por el Cielo y la Tierra que le devolvería semejante muestra de amistad. Aún fue más lejos: en un encendido tono dijo que él era ya muy viejo y, que le quedaba poca vida y proclamó que ninguno de sus hermanos era digno de sucederle en el trono y que tenía un solo hijo, Sengum, lo que para un kan era muy poco. Por ello, propuso que Gengis Kan aceptara de nuevo ser su hijo adoptivo y así su sucesión estaría asegurada.

Los cuatro héroes le transmitieron las palabras de Wang Kan y Temujín volvió a aceptar ser hijo adoptivo del anda de su padre. La ceremonia de adopción tuvo lugar en el Bosque Negro, donde Wang Kan acostumbraba a establecer su campamento principal. Ambos se juraron fidelidad, como padre e hijo, y se comprometieron a ayudarse frente a cualquier enemigo que fuera contra uno de ellos. Pero Gengis Kan no confiaba en Wang Kan. Sabía que un hombre débil como aquél podría traicionarle en cualquier momento y que no dudaría en quebrantar su juramento de fidelidad a su conveniencia. Convertirse ahora en hijo adoptivo de Wang Kan lo hacía candidato a sucederle en el kanato keraíta, pero no era el único. Por encima de él estaba Sengum, hijo carnal de Togril, quien no parecía dispuesto a renunciar a sus derechos al trono.

Gengis Kan tenía preparada una jugada maestra. Una vez finalizada la ceremonia de adopción, y durante la fiesta que se organizó para celebrarla, se levantó de la silla en la que permanecía sentado dentro de la inmensa tienda de Wang Kan, y dijo:

—Keraítas y mongoles acabamos de sellar nuestra alianza mediante juramento; pero hay una forma más sólida de afirmarla. A los lazos de amistad y de adopción hay que sumar los lazos de la sangre. Por eso te pido, padre Togril, a tu hija Chagur la Bella como esposa para mi hijo Jochi. El matrimonio de los dos jóvenes ratificará con sangre nuestro pacto. Los hijos de ambos serán los herederos de los dos kanatos. En justa correspondencia, yo daré a mi hija Jojín, de mi esposa Dogón, como esposa para Tusaja, hijo de Sengum y nieto tuyo.

Antes de que el propio Wang Kan pudiera dar una respuesta a la inesperada oferta de Gengis Kan, el príncipe Sengum intervino:

—Eres muy pretencioso. Una princesa keraíta es demasiado para el hijo de un caudillo mongol. Vosotros no sabríais tratar a nuestras princesas como merecen; probablemente las dejaríais junto a la puerta, como siervas, en tanto que reclamaríais para vuestras mujeres el lado derecho en nuestras yurtas.

Las aletas de la nariz de Temujín se hincharon y sus finos labios dejaron entrever sus dientes apretados. Las palabras del hijo de Wang Kan eran una ofensa para el pueblo mongol.

—Volveremos a vernos —dijo secamente Gengis Kan, y tras una indicación a sus hombres salió de la tienda con paso firme y decidido.

—¡Ese pretencioso Sengum se cree más grande que nadie! Cuando suceda a su padre querrá ser el dueño de las estepas —masculló fuera de la tienda.

—Es demasiado orgulloso pero no será rival para ti. Le falta inteligencia y valor. Arropado en el campamento de su padre se pavonea como un gallo, pero en el campo de combate temblará como una paloma acosada por un águila —dijo Bogorchu.

Gengis Kan siempre cumplía sus promesas y aunque él se marchó muy enojado, Kasar, Jachigún y Daritai, con sus respectivas familias, se quedaron en el campamento de Wang Kan.

***

Jamuga y Sengum se entrevistaron en los arenales de Berke. El anda de Temujín no cejaba en su empeño de reconstruir una gran coalición capaz de derrotar de una vez a su antiguo amigo. Sabía que el príncipe Sengum se había enemistado con Gengis Kan el otoño anterior y que no tardaría mucho tiempo en suceder a su padre, que cada día se sentía más anciano. Sengum solía imponer todas sus decisiones y su decrépito padre no hacía sino ratificar lo que el hijo ordenaba.

En torno a un caldero donde hervía un cordero sacrificado a Tengri, Jamuga y Sengum discutían junto a varios de sus jefes sobre la conveniencia de enfrentarse a Gengis Kan.

—Debemos acabar con él. Sé que Temujín está pactando en secreto una alianza con los naimanes con el único objetivo de atrapar a los keraítas en una pinza. Conozco muy bien su forma de actuar. Estáis en medio de los territorios naimanes y mongoles, no podríais resistir un ataque combinado por ambos flancos. Hace muy pocas semanas que Temujín envió unos mensajeros a Tayang, el kan de los naimanes del este, ofreciéndole la alianza. Si ese pacto se concreta, podemos darnos todos por muertos. Nuestra única posibilidad es atacar a Temujín antes de que pueda planear una estrategia conjunta con los naimanes.

—No sé… —dudó Sengum—. Temujín siempre ha sido un fiel aliado de mi padre. A mí nunca me ha gustado ese altivo mongol de trenzas rojas y ojos verdes. Sé que cuando yo reine sobre los keraítas será un rival con el que tendré que luchar, pero mi padre es todavía nuestro kan y no consentiría que con tan escasas razones atacáramos a Temujín.

—Tú puedes convencer a tu padre para que rompa con Temujín —insistió Jamuga.

—Es preciso atar las manos y los pies de Temujín antes de que nos patee con sus botas y nos desgarre con sus uñas —señaló Altan, jefe del clan mongol de los jardakides.

—Todos los clanes mongoles que hemos sufrido su opresión estaríamos contigo, príncipe Sengum —añadió Juchar.

—Sí, todos —coreó el resto de jefes.

—La derrota de Temujín te convertiría en el más poderoso señor de la estepa. Quizá seas tú el caudillo que anuncia la profecía: «Llegará un día en el que un solo kan reinará bajo el único sol». Éste es tu momento, aprovéchalo —susurró Jamuga al oído de Sengum.

—Si todos estáis de acuerdo, lo haré. Enviaré un correo a mi padre para que le haga saber que estamos dispuestos a destruir a Temujín antes de que lo haga él con nosotros. Su alianza con los naimanes es una traición, y esa razón es suficiente para atacarlo.

El incauto Sengum había mordido el cebo que el intrigante Jamuga había colocado delante de sus ojos. El caudillo mongol necesitaba la ayuda de los keraítas para derrotar a su anda, sólo así podría alzarse al frente del kanato. Una vez logrado este objetivo, no le sería difícil someter a Sengum y a los naimanes y convertirse en dueño de todas las estepas entre la Gran Muralla de China y las altas montañas del Altai.

Un correo de Sengum transmitió a Wang Kan los planes de su hijo. El kan keraíta dudó de cuanto le decía el mensajero e hizo llamar a Sengum; quería oír de su propia voz lo que el correo le había indicado.

—Temujín está pactando en secreto con los naimanes en contra tuya. ¿No te das cuenta?, quiere tu reino. Sabes que su ambición no alcanza límites. Es un traidor —asentó Sengum.

—¿Quién te ha dado esa información? —preguntó Wang Kan.

—Ha sido Jamuga.

—Temujín ha sido nuestro principal apoyo. Tu amigo Jamuga dice cosas que no tienen sentido; está deseoso de venganza por la derrota que sufrió ante él.

—Padre mío, tú has administrado con justicia y grandeza el reino, que recibiste de tu padre el kan Jurchajus; si quieres que yo, tu hijo y heredero, reciba en las mismas condiciones este reino no puedes dejar que Temujín se salga con la suya. Te pido que abras los ojos y veas su traición.

—Si ahora, por una denuncia infundada, abandonara a Temujín, obraría como un mal padre y el Cielo Eterno nos condenaría. Ha sido mi más fiel aliado. No tengo ningún motivo para dudar de su lealtad.

—Nunca imaginé que creyeras antes a Temujín que a tu propio hijo. Espero que no tengas que arrepentirte de esto.

El príncipe Sengum dio media vuelta y salió de la tienda de Wang Kan. El anciano Togril había visto en los ojos de su hijo un destelló de amargura y, desesperado ante la idea de perderlo, salió corriendo tras él.

—¡Hijo, vuelve! —le gritó desde el umbral.

—No, si no confías en mí —contestó Sengum.

—Eres mi hijo, quizás el Cielo Eterno sepa comprender. Ven y cuéntame todo.

Sengum volvió a entrar en la tienda de Wang Kan y expuso los planes que había tramado Jamuga.

—Temujín pidió el otoño pasado a nuestra Chagur para esposa de su hijo, o de quien sea, Jochi. Entonces rechazamos esa propuesta, pero ahora podríamos hacerle saber que queremos que ese matrimonio se celebre. Le diremos que venga hasta aquí, a tu campamento, para tratar el asunto de la boda. Cuando llegue estaremos preparados y caeremos sobre él. Sin su jefe, los mongoles perderán toda su fuerza y dejarán de ser una amenaza para nosotros.

—Puede que tengas razón —musitó confuso Wang Kan.

—La tengo, padre, la tengo.

Al día siguiente, un mensajero de Wang Kan salía en busca de Gengis Kan aceptando entregar a Chagur como esposa para Jochi y rogándole que en cuanto le fuera posible acudiera a su presencia para tratar este asunto. Wang Kan aducía que se encontraba en malas condiciones de salud y que no podía viajar, por lo que le pedía que fuera a su campamento.

Gengis Kan se puso en camino de inmediato con una escolta de tan sólo diez hombres. En el camino pasaron por el campamento de Munglig y Hoelún, donde descansaron aquella noche. A la luz del fuego, donde ardía estiércol seco de vaca, Gengis Kan, su madre y Munglig comentaban el viaje.

—¿Vas lejos, hijo mío?

—Sí, madre. Me dirijo al campamento de Wang Kan. El otoño pasado firmamos una alianza eterna y pedí a su hija Chagur como esposa de Jochi. Entonces, por instigación de Sengum, no aceptó, pero un mensajero suyo acaba de comunicarme que ha cambiado de opinión y me ha pedido que me reúna con él en su campamento para conversar sobre los preparativos de la boda. En cuanto he recibido el mensaje me he puesto en camino. Ni siquiera he tenido tiempo para preparar una escolta; tan sólo me acompañan diez hombres.

—¿Estás seguro de que no se trata de una trampa? —preguntó Hoelún.

—Wang Kan me debe el trono. ¿Por qué iba a traicionarme ahora?

—Es sospechoso que te pida que vayas a su campamento —intervino Munglig.

—Está enfermo y no puede viajar —indicó Gengis Kan.

—Eso no es cierto —señaló Hoelún—. Hace tan sólo una semana que pasaron por aquí unos mercaderes musulmanes que vendían alfombras y tapices. Dijeron que venían del campamento de Wang Kan y que habían tenido que esperar unos días a que Togril regresara de una cacería para poder ofrecerle sus productos.

—Hijo mío —intervino Munglig—, ten cuidado. Hace tiempo le pediste a su hija Chagur para tu hijo y no te la dio; ahora ha cambiado de opinión y te la ofrece. ¿Es sincero? Yo creo que no. Te quiere a ti. Me huele que es una encerrona. Pon una excusa cualquiera y regresa a tu campamento. Dile que no puedes ir ahora porque tienes que estar al tanto de tus caballos, o que has prometido a tus hombres ir de cacería, o lo que sea, pero no vayas.

Gengis Kan decidió no acudir a la invitación y envió a Bujatai y a Kiratai, dos de sus guardias de confianza, al campamento de Wang Kan. Cuando ambos llegaron, los keraítas comprendieron que Gengis Kan había desconfiado. La estratagema para acabar con Temujín por sorpresa había fallado. Sengum, empujado por Jamuga, convenció a su padre para que atacara sin dilación a Gengis Kan antes de que éste, una vez enterado del engaño, pudiera concentrar a su ejército.

Jamuga envió con urgencia mensajeros a todos los que se habían juramentado contra Gengis Kan para que estuvieran dispuestos para el ataque. Era preciso obrar con rapidez y aprovechar el desconcierto. Yeke Cherén, el jefe tártaro padre de las dos jóvenes esposas de Gengis Kan, que había sido el único tártaro sobreviviente de la masacre que tuvo lugar tras el engaño a Belgutei, y a quien el kan había dejado libre ante la súplica de las dos katunes, fue el encargado de comunicar la decisión a su hermano Altan, que encabezaba a los tártaros que todavía quedaban vivos tras las batallas libradas contra los mongoles. Pero Altan cometió la torpeza de confesarle los planes de ataque contra Gengis Kan a su esposa Alag Yid mientras un siervo dejaba en la tienda leche recién ordeñada. Este siervo era un pastor que se llamaba Badaí; enterado de todo, lo contó a su compañero Kisilig. Ambos se acercaron de nuevo hasta las yurtas de los jefes y comprobaron que se estaban preparando para la guerra. En las puertas de las tiendas se afilaban las flechas y se cantaban canciones guerreras.

—Tenías razón, Badaí. Debemos contárselo a Gengis Kan. Es nuestra oportunidad. Si le prestamos este servicio nos recompensará y dejaremos de ser siervos. Dicen que es magnánimo con quien le ayuda. A su lado podremos ser personajes importantes. Ve a por dos caballos y prepáralos para partir esta misma noche. Si alguno de los soldados te pregunta, le dices que ha sido el propio Altan quien te ha ordenado que los tengas listos.

A media noche los dos siervos partieron a todo galope hacia el territorio de Gengis Kan. Cabalgaron sin descanso hasta que al fin lo encontraron.

Puesto al corriente de los planes de sus enemigos, Gengis Kan ordenó a sus hombres levantar el campamento y regresar hacia el Onón. Atravesó los altos de Mau y los arenales de Jaljalyid. Desde allí contempló a lo lejos la polvareda que levantaba el ejército de Wang Kan, que con Jamuga al frente perseguía a Temujín como un felino a su presa. Si no hubiera sido por el aviso de Bartaí y Kisilig, aquel mismo día el caudillo pelirrojo hubiera caído en manos de sus enemigos.

Gengis Kan llegó a su ordu con el ejército de Wang Kan pisándole los talones. La cabalgada fue terrible y las consecuencias ensombrecieron la tez de Temujín. Su esposa Jerén no pudo soportar el ritmo y murió en el camino y la katún Yesui perdió el hijo que esperaba. Aunque siempre había al menos dos millares de hombres dispuestos a entrar en combate, eran insuficientes para enfrentarse al ejército keraíta en campaña. La mayor parte de los guerreros habían salido al comienzo de la primavera con sus ganados en busca de pastos para el verano. El ejército de Gengis Kan estaba disperso y reunirlo costaría al menos dos semanas; no había tiempo para eso. Tuvo que prepararse para combatir con los escasos hombres con que contaba.

Antes de disponer el orden de batalla, Wang Kan preguntó a Jamuga qué tropas tenía disponibles Gengis Kan:

—Tan sólo están con él los clanes mongoles de los mangudes y los urugudes. Son valerosos, siempre mantienen firmes las filas y desde niños están habituados al uso de la espada y la lanza. Siguen a su estandarte negro de bandas amarillas hasta la victoria, o hasta la muerte.

—En ese caso, en nuestra vanguardia cabalgarán los yirguines de Jadag y detrás los tubeguenes de Achig Sirún, apoyados en las alas por los donjayides de Jori Silemún y mil jinetes de mi guardia personal. Por último iremos tú, Jamuga, el príncipe Sengum y yo con el grueso del ejército keraíta.

Cuando Wang Kan expuso el plan de batalla, los músculos de Jamuga se tensaron como un arco. Su estrategia estaba clara: quería enfrentar entre sí a los mongoles para después acudir él victorioso a recoger los despojos. Jamuga deseaba el trono de Gengis Kan y había luchado media vida por conseguirlo, pero un trono vacío y sin súbditos no le servía. Si los planes de Wang Kan se cumplían, no quedarían mongoles a los que gobernar. Por ello, decidió enviar un mensaje a Gengis Kan en el que le ponía al corriente del orden de batalla.

Kasar, Jachigún y Daritai, que seguían en el campamento keraíta, fueron llamados por Wang Kan, quien les comunicó que iba a atacar a su hermano. Les preguntó de qué lado estaban. Los tres sabían que si contestaban que del de Gengis Kan serían ejecutados allí mismo, y con ellos sus familias. Kasar y Jachigún optaron por ser prudentes y dijeron que, aunque eran hermanos de Temujín, no podían aprobar su conducta, pero que tampoco podían luchar contra él, por lo que pidieron a Togril que les permitiera mantenerse al margen de la batalla. Eso era mejor que nada, y Wang Kan aceptó. Por su parte, Daritai dijo que él lucharía en el lado keraíta, pues aunque Temujín era su sobrino no lo consideraba digno de ser el kan de los mongoles.

El sol acababa de salir en el horizonte y sus rayos calentaban tibiamente el dorado amanecer. Los dos ejércitos se encontraban preparados, aunque formaban dos bloques tan desiguales que nadie tenía duda de cuál iba a ser el desenlace de la batalla. Del lado de Gengis Kan apenas se alineaban tres mil guerreros, agrupados en tres guranes de a mil; del lado de Wang Kan lo hacían tres cuerpos de ejército compuestos por más de veinte mil soldados.

Ante la sorpresa de Wang Kan, que no lo esperaba, las dos alas del ejército de Gengis Kan se lanzaron al ataque. La maniobra parecía suicida. Aquella batalla era la de una avispa lanzada contra un halcón. Pero la avispa logró abrir una brecha en la vanguardia de Wang Kan; los urugudes y los mangudes, mandados por Jurchedei, pariente del kan, y por Juyildar, deshicieron las primeras filas de los yirguines, desconcertados ante un ataque tan inesperado; pero la segunda línea, compuesta por los tubeguenes de Achig Sirún, respondió a tiempo y acudió en su ayuda. De inmediato cargó el centro de los mongoles en el que formaban junto al kan su hijo Ogodei y sus generales Borogul y Bogorchu. Se entabló una cruenta refriega entre la vanguardia del ejército de Wang Kan y todos los contingentes del de Gengis Kan. Desde su puesto de mando, el kan keraíta contemplaba la batalla esperando el momento en el que los mongoles estuvieran lo suficientemente debilitados como para cargar con el grueso de sus tropas de reserva y acabar con ellos. A una indicación del estandarte de mando, los donjayides y los mil soldados de la guardia irrumpieron en el campo de batalla. Ahora la proporción era de tres a uno. La situación era crítica. El bunduk de nueve colas de caballo se mantenía firme junto al estandarte con el halcón dorado de los borchiguines, pero el cerco se cerraba cada vez más en torno a Gengis Kan.

A la vista de lo favorable que se presentaba la lid para sus intereses, Wang Kan ordenó a su hijo Sengum que acudiera con todo el ejército keraíta a dar el golpe de gracia. Sengum se lanzó a la carga y penetró en el campo de batalla como un alud. La proporción era ya de uno a seis en favor de Wang Kan. Todo parecía perdido cuando Gengis Kan llamó a Juyildar, jefe del clan de los mangudes.

—Nuestra única posibilidad es distraer su ataque para dividirlo. Coge a un grupo de hombres y realiza la maniobra envolvente que tanto hemos ensayado, la tulughma. Ábrete camino hasta la cima de esa colina que llamamos Gupta y planta allí nuestro estandarte.

Juyildar contestó:

—Estoy tan fatigado que apenas puedo empuñar mi espada, pero si tú me lo pides arrollaré a cuantos se interpongan en mi camino y clavaré el estandarte en Gupta. Si muero, cuida de mi familia.

Juyildar realizó la «carrera del estandarte», la maniobra favorita de los mongoles, con eficacia. Logró rodear uno de los flancos del enemigo, rompió sus compactas líneas ordenando a sus hombres que usaran los látigos y alcanzó la cima de la colina de Gupta. Sobre la cumbre ondeaba al viento el estandarte con el halcón de los borchiguines. Tal y como estaba previsto, aquella maniobra distrajo la atención de los keraítas y causó confusión en sus filas. Ése fue el momento aprovechado por Gengis Kan para ordenar a sus mejores arqueros que dispararan contra Sengum, el heredero del kanato keraíta. Los arqueros mongoles olvidaron cualquier otro blanco y dirigieron sus flechas hacia el hijo de Wang Kan. Una saeta lanzada por Jurchedei lo alcanzó en la mejilla y lo derribó del caballo. Aterrado por la caída de su hijo, Wang Kan ordenó a todos sus hombres que acudieran en defensa del príncipe. Se produjo un tremendo desconcierto entre las filas keraítas, pues mientras su kan daba unas órdenes desde el puesto de mando mediante las señales de los estandartes, los oficiales de los destacamentos mandaban otras según el plan inicial. Los mongoles consiguieron aguantar la posición hasta el anochecer y cuando cayó la oscuridad fue Wang Kan, y no Gengis Kan, quien se había retirado del campo de batalla. Gengis Kan ordenó a todos sus hombres que se refugiaran en la cima de la colina que había conseguido defender el fornido Juyildar, al abrigo de unas rocas.

Cuando se hizo el recuento de los supervivientes, unos dos mil habían conseguido salir de la batalla vivos, aunque algunos estaban malheridos. El propio Juyildar tenía una flecha clavada en el pecho cuya punta le salía por la espalda. Entre los que se habían salvado no estaba el príncipe Ogodei, de tan sólo catorce años, ni los generales Bogorchu y Borogul.

—¿Nadie ha visto a mi hijo? —preguntó Temujín.

—Quedó atrás, mi kan. Los generales Bogorchu y Borogul acudieron en su ayuda. Pude verlos antes de caer derribado por la saeta que me atravesó la pierna —dijo uno de los heridos.

La noche transcurrió entre los quejidos y dolores de los heridos, y los lamentos de los compañeros y parientes de los que habían desaparecido. A la mañana siguiente, Gengis Kan ordenó que todo aquél que pudiera mantener una espada en la mano se colocara en orden de combate. Esperaba una carga de Wang Kan y había animado a sus hombres a volver a combatir. «Si nos atacan, lucharemos», había dicho levantando su espada al cielo.

El maltrecho ejército mongol, en orden de combate, esperó todo el día sobre la colina de Gupta a que el ejército de Wang Kan lanzara una nueva carga. Al atardecer vieron una silueta que se recortaba sobre el cielo grisáceo del ocaso avanzando hacia ellos. Era Bogorchu, el primero de los compañeros del kan y uno de los cuatro héroes.

—¡Alabado sea el Eterno Cielo Azul! —exclamó Temujín cuando identificó a su amigo.

Corrió a su encuentro y lo abrazó dándose golpes de alegría en el pecho.

—Mataron a mi montura a flechazos —dijo Bogorchu—. Tuve que combatir a pie hasta que me apoderé de un caballo, cuando fue derribado Sengum y todos los keraítas dejaron de combatir para socorrerle. Escapé de allí y he vuelto tras pasar la noche escondido.

—¿Has visto a Ogodei y a Borogul? —le preguntó ansioso el Kan.

—No, los perdí en medio de la refriega. Cuando cayó mi caballo no pude seguir junto a ellos. Si no están con vosotros, no sé qué les ha podido ocurrir.

En ese momento unas voces alertaron al kan de que en el horizonte se veía llegar a otro jinete. A lo lejos parecía uno solo, pero cuando estuvo más cerca observaron que se trataba de Borogul que traía a Ogodei con él, los dos sobre el mismo caballo. El rostro de Borogul estaba ensangrentado y Ogodei mostraba una profunda brecha en el cuello.

—¿Está vivo? —preguntó el kan.

—Sí, hermano, está vivo. Una saeta keraíta le hirió en el cuello, he tenido que chupar la herida para extraerle todo el veneno.

—Rápido, preparad un hierro candente; es preciso cauterizar esa herida antes de que se emponzoñe.

El kan cogió en sus brazos al tercero de sus hijos y le ofreció agua. Los ojos de Ogodei se entreabrieron y sus labios dibujaron una sonrisa de alivio ante la vista de su padre.

—Mi hijo está vivo —gritó a los soldados—. Si vienen por nosotros, lucharemos; tendrán que matarnos uno a uno para vencernos.

—No hará falta. El ejército keraíta se retira. He visto el polvo que levantaban sus caballos cuando ascendían las colinas de Mau —señaló Borogul.

—Sepa el cielo que si hubieran venido tras nosotros, aquí nos habrían encontrado. Ahora regresaremos a nuestro campamento en el Onón, tiempo habrá de reagrupar nuestras fuerzas y luchar.

Gengis Kan volvió al lugar de la batalla, recogió a los muertos y los enterró allí mismo; después partió hacia el este ascendiendo por el curso del Uljuí, hacia la llanura de Dalán Nemurgues. A la vista de sus soldados heridos y maltrechos juró que no descansaría tranquilo hasta que la traición de Wang Kan fuera vengada.