11. Dos princesas tártaras

Tras la victoria sobre Tamuga y los dieciséis jefes aliados, Gengis Kan había pasado el invierno del año del perro junto a sus hijos. Su hijo mayor Jochi hacía ya cinco años que lo acompañaba a todas sus campañas militares y Chagatai lo había hecho la primavera anterior por primera vez. Ambos eran valientes y decididos. Jochi demostraba más arrojo en el combate en tanto Chagatai denotaba un carácter severo y rígido; siempre serio y callado, su padre decía de él que su rostro parecía el de una estatua. Ogodei y Tului, aunque eran todavía demasiado jóvenes para participar en los combates, solían acompañar de vez en cuando a su padre.

Aquel invierno a orillas del Onón fue uno de los más placenteros que vivió el kan. La derrota de Jamuga en Koyiten había convertido a Temujín en el jefe indiscutible de los mongoles y su fama había trascendido más allá de los límites de las estepas. Durante aquellos meses cabalgó con sus hijos por las llanuras heladas y organizó diversas cacerías para mantener a sus hombres y a sus caballos en perfecto estado. La caza es para el mongol el principal motivo de diversión, pero para Gengis Kan era sobre todo una manera de mantener la forma física y de practicar movimientos tácticos que luego aplicaba en las batallas. Concebía la guerra como una cacería en la que las presas eran hombres en vez de animales. Durante el invierno organizó una batida en la que distribuyó a sus hombres en un amplio círculo. La estrategia consistía en ir cerrando el cerco sin dejar que ningún animal escapara de él. Los movimientos de los cazadores respondían a un meticuloso plan y nadie podía dar ningún paso que no estuviera expresamente ordenado. Las instrucciones se realizaban mediante señales con estandartes de colores y cada comandante de cada batallón debía interpretarlo correctamente y transmitirlo con precisión y presteza a sus hombres. A base de repetir una y otra vez estos ejercicios, el ejército mongol se convertiría en invencible. Ese mismo invierno, en las tierras del oeste, había muerto tras cinco años de enfermedad el viejo Inancha Kan, soberano de los poderosos naimanes. El kanato naimán quedó dividido entre sus dos hijos: Tayang, kan de los clanes del oeste que apacentaban sus ganados en las laderas orientales del Altai, y Buriyuk, kan de los del este, en los inmensos territorios que se extienden entre el río Selenga y el lago Baikal. Hasta entonces, los naimanes eran quizás el pueblo más poderoso de la estepa, pero con la división perdieron fuerza y sus posibilidades de convertirse en el poder hegemónico se disiparon como el humo en el viento.

Gengis Kan descansaba junto a Bortai en su lecho de pieles de yak al regreso de la gran cacería. Temujín contemplaba el rostro de su esposa iluminado por el fuego del brasero en el que ardían bostas de estiércol seco de caballo. Bortai, pese a sus cuarenta años, seguía siendo una mujer bella, pero su cuerpo, después de varios partos, ya no era el mismo. Gengis Kan tenía además otras tres esposas, Dogón, Jerén y Jadagán, si bien ninguna de ellas había sido elevada al título de katún. En sus campañas guerreras había disfrutado de multitud de otras mujeres, pero ninguna de ellas había hecho despertar su amor. Usaba de ellas una o dos noches a lo sumo y después las entregaba a sus soldados. Recibir como esposa a una mujer que había sido amante del kan era para los jinetes mongoles un motivo de orgullo; no en vano, a él se le reservaban las doncellas más hermosas, y ese privilegio sólo estaba destinado a un reducido número de guerreros.

Bortai le había satisfecho en la cama más que ninguna otra mujer, al menos hasta entonces, y a pesar de que comenzaba a mostrar las primeras señales de decadencia física seguía anhelando encontrarse con ella al regreso de una expedición.

—¿Me sigues amando, esposo mío? —le preguntó Bortai de repente.

—Eres la katún, la madre de mis hijos.

—Te he preguntado si todavía me amas —reiteró Bortai.

—Poseo la más hermosa de las mujeres y la más ardiente de las amantes, ¿qué más puede pedir un hombre?

—A veces tomar una nueva esposa se hace por interés para la nación, no por amor —asentó Bortai.

—Ninguna mujer podrá ocupar nunca tu lugar. Dogón, Jerén y la misma Jadagán sólo son pequeñas estrellas al lado de la luna.

Mediada la primavera, el ejército se concentró en el lugar acostumbrado en la ribera del Onón. En una asamblea, el kan nombró a los oerloks y a los noyanes, es decir a los generales y jefes de su ejército. Bogorchu, Borogul, Chilagún, Muhuli, Jubilai, Subotai, Jebe y Jelme fueron los ocho que recibieron los más altos cargos; ninguno de ellos le fallaría nunca. En esta ocasión, además de sus dos hijos mayores, Jochi y Chagatai, lo acompañaba también Ogodei, que acababa de cumplir trece años; Tului, el menor, había quedado en el campamento con Bortai. Entre los mongoles el hijo menor es llamado odchigín y a él se le encarga el cuidado del ordu paterno, de los pastos y el ganado de la familia.

Gengis Kan había planeado en las semanas anteriores una incursión contra los tártaros; seguía sin olvidar que habían sido miembros de esta tribu los que envenenaron a su padre y los que habían causado las mayores desgracias a su pueblo. Ya los había derrotado varias veces, pero ahora se trataba de borrarlos definitivamente de la faz de la tierra. Durante todo el verano del año del perro los acosó sin tregua, persiguiéndolos por las estepas hasta que consiguió cercar a un gran número de ellos en el llano de Dalán Nemurgues. Su corazón clamaba venganza y le exigía la eliminación total de ese pueblo; ahora estaba por fin en condiciones de cumplirlo. Cuatro clanes tártaros habían logrado sobrevivir a las guerras y se habían asentado de nuevo en las amplias praderas de la orilla derecha del río Argún. Se trataba de los kagadanes, los alchíes, los dutagudes y los alujáis, todos de noble linaje. Gengis Kan pretendía dar un golpe definitivo, pues sabía que si no lograba acabar con ellos, tarde o temprano volverían a recomponerse y serían de nuevo una seria amenaza para el pueblo mongol. A diferencia de otras tribus de la estepa con las que se habían mantenido en distintas épocas buenas relaciones e incluso se habían llevado a cabo numerosos matrimonios mixtos, entre tártaros y mongoles existía un odio ancestral. Sus razas eran distintas y sus costumbres también, pero ambos pueblos ambicionaban el dominio de las ricas tierras de pastos que se extendían entre el Onón y el Argún, y ésa había sido la causa fundamental de sus constantes batallas.

Gengis Kan reunió a todos los jefes y les comunicó el plan a seguir:

—La guerra contra los tártaros no es una más de las muchas que hemos librado. En todas las batallas hemos buscado el botín, pero ahora es diferente. Los tártaros han sido nuestros enemigos desde hace generaciones y sus corazones siempre han albergado la idea de destruirnos. Uno de los dos pueblos sobra. Ellos casi lograron acabar con nosotros en tiempos del kan Jutula, pero cometieron el error de no darnos el golpe definitivo; conseguimos rehacernos y ahora somos más fuertes. Sólo cuatro grandes clanes componen la aristocracia del pueblo tártaro; después de esta campaña no quedará ninguno.

»En esta guerra es prioritario acabar con los tártaros, por eso nuestra única meta es la victoria. Ordeno que nadie se detenga para coger el botín mientras no hayamos acabado con todos y cada uno de ellos. Una vez que estén derrotados y muertos, todas sus propiedades serán nuestras, pero hasta que llegue ese momento ningún hombre deberá abandonar el combate o la persecución del enemigo para tomar su parte, que será distribuida tras la batalla. Esta orden se incorporará a nuestras leyes. Quien abandone la lucha y se dedique al saqueo antes de que yo lo ordene, será decapitado. Hacedlo saber a todos los hombres y preparaos para el combate.

Los tártaros se batieron con valentía en la batalla de Dalán Nemurgues, a finales del otoño, pero nada pudieron hacer frente a los mongoles. Los jefes de los clanes murieron y sólo unos pocos escaparon de la matanza. En plena lucha, Gengis Kan contempló cómo Altan, Juchar y Daritai, parientes suyos y destacados miembros de la aristocracia mongol, abandonaban la pelea para saquear el campamento tártaro.

A la hora del reparto, Gengis Kan ordenó a sus guerreros que despojaran a sus tres parientes del botín que habían logrado y les recriminó con dureza su acción.

—Habéis incumplido mis órdenes. Mientras vuestros hermanos peleaban a muerte, vosotros tres los abandonasteis para dedicaros al pillaje. Me fijé en vosotros y me devolvisteis la mirada desafiante.

—Yo siempre he combatido a tu lado y te he sido fiel. He luchado contigo contra todos tus enemigos —dijo Daritai, el tío del kan—. Cuando eras un niño te protegí y te salvé de que te devoraran los perros.

—No hiciste sino cumplir con tu obligación. Eso mismo es lo que yo debo hacer ahora.

Los tres nobles mongoles callaron y aguantaron en silencio lo que estimaron era una afrenta. Aunque Gengis Kan era el jefe indiscutible, cualquiera de ellos se consideraba de un linaje igual al del kan y con tantos derechos al kanato como él. Los tres, en atención a los servicios prestados y a que Daritai le había salvado la vida en una ocasión, salvaron la vida, pero se decretó su exclusión del Consejo de jefes y quedaron deshonrados.

Anochecía cuando Temujín se derrumbó. Nadie se había dado cuenta hasta entonces de que en plena batalla había recibido una lanzada en el costado entre las costuras de su loriga de cuero de búfalo. Lo desnudaron y le aplicaron paños húmedos. La herida sangraba con profusión y había empapado por dentro toda la ropa. Aquella noche tuvo fiebre alta y algunos espasmos. Hacía mucho frío y, para evitar que se congelara, Borogul y Bogorchu pasaron la noche junto a su jefe y compañero, tapándolo con sus mantas de campaña.

Los tártaros fueron vencidos otra vez, pero los que habían logrado huir se agruparon aguas abajo del río y se dirigieron hacia sus más lejanas tierras en Uljui Silujeljid. Gengis Kan dudaba sobre qué hacer; el invierno se echaba encima y podía ser peligroso continuar en esas condiciones con la ofensiva. Quiso saber la opinión de sus hombres y convocó un Consejo.

En la gran tienda de fieltro se reunieron todos los generales y jefes de clan. Gengis Kan presidía el kuriltai desde su trono de madera labrada engastado con oro y tras él se habían colocado varios muñecos de trapo rellenos de paja que representaban los espíritus de los antepasados más gloriosos.

—Os he convocado a todos para que discutamos cuál ha de ser nuestra próxima acción contra los tártaros, tanto de los que hemos cogido prisioneros como de los que han logrado huir.

Jachigún, el hermano del kan, se levantó y dijo:

—Durante generaciones, los tártaros han masacrado a nuestro pueblo. Ahora tenemos derecho a la venganza. Mi propuesta es que midamos a todos los prisioneros y matemos a aquellos varones que midan más de cinco palmos de alto. A los demás los repartiremos entre nosotros como esclavos.

—La propuesta de mi hermano Jachigún me parece correcta —añadió Kasar—; yo la apoyo. Y además digo que debemos perseguir a los que han logrado escapar y acabar con ellos. Ni un solo tártaro habrá de cabalgar jamás por las estepas.

Todos los jefes estuvieron de acuerdo con la propuesta de los dos hermanos del kan.

Cuando acabó el Consejo, Belgutei, el hermanastro de Gengis Kan, se dirigió hacia su puesto como comandante de la guardia de los prisioneros. Los tártaros capturados tras la batalla habían sido colocados en el interior de un amplio recinto vallado que custodiaban varios arqueros. Cuando hacía su ronda de inspección por los puestos de guardia lo vio Yeke Cherén, el caudillo de los tártaros, y lo llamó:

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Belgutei.

—Lo que todo condenado debe saber: ¿qué decisión habéis tomado sobre nosotros?

—No puedo decírtelo.

—No puedes negar a un hombre el que sepa qué va a ser de él.

—No me está permitido decirte nada —reiteró Belgutei.

—Tú eres un buen hombre y un noble guerrero, nada puede pasar si nos dices qué habéis decidido —insistió Yeke Cherén.

—Todos los adultos vais a morir —asentó secamente Belgutei.

Cuando Belgutei se marchó, Yeke Cherén reunió a los jefes y les comunicó lo que había logrado sonsacar al confiado hermanastro del kan.

—Escuchadme: han decidido matarnos a todos los hombres. Dejarán con vida a las mujeres y a los niños, que pasarán a ser esclavos de los mongoles. Yo no estoy dispuesto a ser sacrificado como un cordero, prefiero morir matando.

Todos los jefes reunidos asintieron.

—Antes de que acaben con nosotros nos llevaremos por delante a cuantos podamos de ellos. Mi plan es el siguiente: cuando vengan a liquidarnos nos haremos fuertes detrás de esta empalizada, que defenderemos como si fuera nuestro campamento. Con trozos de madera fabricaremos cuchillos y en cuanto tengamos oportunidad mataremos a todos los que podamos. La carnicería que han decidido para nosotros será también la suya.

Espadas y cuchillos en mano, los mongoles fueron hacia los tártaros para degollarlos. Los cautivos suelen entregarse con indolencia a sus verdugos. Un extraño mecanismo en la mente humana bloquea la capacidad de resistencia, y a veces cientos de prisioneros son ejecutados por un puñado de hombres sin que los condenados presenten la más mínima pelea. Confiados en ello, los mongoles se acercaron desprevenidos hacia sus cautivos, que arengados por sus jefes respondieron con violencia. No tenían armas con las que enfrentarse en igualdad de condiciones a los mongoles, pero saltaron sobre ellos clavándoles en ojos y cuellos estacas de madera y estrangulándolos con los cordones de sus botas. Los mongoles tardaron en reaccionar al imprevisto ataque de los prisioneros, pero cuando lo hicieron su represalia fue terrible. Sólo Yeke Cherén quedó con vida, todos los demás fueron degollados. Cuando acabó la matanza, centenares de cadáveres quedaron esparcidos por el suelo con los miembros seccionados, los vientres abiertos y las cabezas separadas de los cuerpos. Aquella masacre se convirtió en una horrenda carnicería en la que los mongoles se ensañaron como hasta entonces nunca lo habían hecho. Por todo el llano se extendió un olor a sangre y a vísceras que atrajo a buitres y chacales.

—Dejad sus cuerpos esparcidos sobre el campo, también los buitres tienen derecho a su carroña —sentenció el kan.

En la refriega murieron varios guerreros mongoles. Gengis Kan sabía que alguien había comunicado la decisión a los prisioneros tártaros, si no, no se entendía su reacción.

Gengis Kan reunió al Consejo de jefes en su tienda; sus ojos emanaban una furia contenida.

—¿Quién fue el que comunicó a los prisioneros nuestra decisión de acabar con ellos? —preguntó con voz serena y contundente.

Belgutei dio un paso al frente y respondió:

—Yo fui. Su jefe me preguntó qué pensábamos hacer y le dije que habíamos decidido matarlos. Soy responsable de la muerte de nuestros hombres.

Gengis Kan miró a su hermanastro. Sabía de antemano que él había sido el culpable y estaba furioso por ello, pero la actitud de Belgutei lo reconfortó. Pese a que era consciente de que la ira del kan podía caer sobre él, había confesado su falta. Temujín estaba orgulloso de la honestidad de su hermanastro, pero no podía dejar su error sin castigo. Su indiscreción era imperdonable y no tenía otro remedio que imponerle una pena.

—Me agrada tu sinceridad, Belgutei, pero has cometido una falta que ha causado la muerte de algunos de nuestros hombres y debes pagar por ello. Te condeno a que no participes en ningún kuriltai. Cuando se reúna, tú saldrás de la yurta y no volverás a entrar en ella hasta que no acabe. Ése es el castigo a tu irresponsabilidad. Pero por tu franqueza, te nombro juez supremo para los delitos de robo y de falsedad. Tú serás quien juzgue a los que roban y a los que mienten, nadie será para ello más justo que tú.

Una vez más, la resolución de Gengis Kan fue sabia y demostró una capacidad inigualable para escrutar los sentimientos y la naturaleza de los hombres.

Cuando llegó la hora de repartir a las mujeres y a los niños tártaros entre los vencedores, muchos guerreros mongoles estaban ansiosos por recibir como parte del botín a una doncella tártara; tenían fama de ser las más bellas mujeres de entre los pueblos de las estepas. Realmente ésta es una leyenda que se repite entre todas las tribus, para cuyos hombres, las mujeres del rival suelen ser siempre más bellas que las de la propia; de ahí surgió quizá la costumbre de buscar esposa entre las mujeres de una tribu distinta a la de uno mismo.

Gengis Kan revisaba a las mujeres tártaras y de entre todas las doncellas se fijó en una que destacaba sobremanera por su belleza y por la altivez de su porte.

—¿Quién eres tú? —le preguntó.

—Mi nombre es Yesugén, soy hija del jefe Yeke Cherén —contestó la muchacha cabizbaja.

—Una princesa tártara; serás una buena esposa para un kan mongol. Sacadla del grupo y llevadla a mi yurta —ordenó Gengis Kan.

Poco después el kan y Yesugén estaba solos en la tienda de fieltro blanco.

—Desnúdate.

La muchacha obedeció la orden del kan y quedó sin ropa delante de su señor. Ciertamente, era una hembra magnífica. Apenas tenía dieciséis años pero su cuerpo había alcanzado ya la plenitud. Sus pechos eran firmes, con los pezones rosados y tersos, las caderas redondas y contundentes, las nalgas suaves y destacadas y las piernas torneadas y rectas.

Temujín la miró ansioso y estuvo a punto de hacerla suya en ese mismo instante, pero él era el kan y Yesugén una princesa. Pese a que ardía en deseos de poseerla debía esperar.

—Ciertamente eres muy bella. Vas a convertirte en la esposa del kan de los mongoles. Hoy mismo te casarás conmigo.

La ceremonia se celebró aquella tarde. Dos chamanes oficiaron el ritual y declararon a Temujín y a Yesugén esposos.

Gengis Kan gozó de Yesugén durante toda la noche. Hacía tiempo que no había encontrado una mujer como aquélla. Era tan joven y bella como lo había sido Bortai veinte años atrás.

—Eres digna de un kan.

—Si así me consideras, mi señor, has de saber que todavía hay una mejor que yo.

—Eso no puede ser posible.

—Lo es, mi señor.

—¿Y quién es esa maravilla? —le preguntó el kan.

—Mi hermana mayor Yesui.

—No, no puede ser; si fuera mejor que tú me hubiera fijado en ella.

—No estaba con las demás mujeres.

—Entonces, ¿dónde está?

—No lo sé. Mi padre la casó con un jefe de mi tribu unas semanas antes de la batalla. Ambos partieron con un pequeño grupo hacia el este. Su ausencia me llena de dolor, me gustaría que estuviera a mi lado. Podrías tomarla como esposa, mi señor, así estaríamos de nuevo juntas.

—Si es como tú, lo haré.

Gengis Kan ordenó a un grupo de sus hombres que buscara a Yesui por todas partes y que no volviera hasta traerla ante él.

Dos semanas después, los jinetes regresaron al campamento del kan; traían con ellos a Yesui y a Tabudai, su esposo tártaro.

—Los encontramos en el bosque, mi kan. Eran unos veinte y se escondían de nosotros. Se resistieron y los exterminamos. Sólo dejamos con vida a la princesa Yesui y a su… —el jefe de la partida carraspeó sin atreverse a decir «esposo»— a su acompañante.

Gengis Kan contempló a la joven pareja. Yesui era realmente bella, más si cabe que Yesugén. Era un año mayor y un poco más alta, lo que le confería un porte y una distinción supremas. Yesugén, que se sentaba en una sillita a la derecha del kan, se levantó y la dejó libre. Gengis Kan se acercó hasta Yesui, la tomó de la mano y la colocó en el lugar que hasta entonces ocupaba su hermana menor. Ese mismo día Yesui se convirtió en la nueva esposa del kan. El anterior marido de Yesui, ahora confinado en el campamento mongol, había enseñado muy bien las artes amatorias a su joven esposa. Gengis Kan estaba radiante con sus dos princesas tártaras. Tras los primeros días, en los que distribuyó sus favores entre las dos de manera alternativa, decidió que podía ser mucho más excitante compartir su lecho con las dos hermanas a la vez. Y así lo hizo. Aquella nueva experiencia, extraña en los matrimonios nómadas, le pareció muy placentera y la repitió a menudo.

El otoño se acababa y el ejército debía regresar a sus campamentos de invierno, pero Gengis Kan no mostraba ninguna prisa en volver. Una mañana, Temujín bebía una copa de kumis en la puerta de su tienda. A ambos lados se sentaban sus dos esposas tártaras a las que abrazaba orgulloso de semejantes hembras en tanto contemplaba el extenso campamento repleto de yurtas, guerreros y caballos. Aquella era la mejor vida que cualquier nómada pudiera tener. Por delante de la tienda pasó el joven tártaro que fuera esposo de Yesui. Gengis Kan observó que su esposa lo miraba con atención y que cuando se alejó, ésta suspiró profundamente. El kan no dijo nada pero poco después mandó llamar a Bogorchu y a Muhuli y les ordenó que aquella misma tarde se alinearan por tribus y clanes todos los hombres del campamento.

Así se hizo, y, una vez formados, todos quedaron encuadrados en sus respectivos puestos excepto uno solo: un joven apuesto, de largos cabellos oscuros recogidos en una gruesa coleta.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Muhuli.

—Soy Tabudai, aquél a quien el jefe Yeke Cherén dio a su hija Yesui por esposa.

—Eres, pues, un tártaro.

—Lo soy.

—Un tártaro cobarde porque huiste abandonando a tus hermanos de raza cuando se enfrentaron con nosotros.

—Sí, tuve miedo y huí, pero no por mí, sino por lo que le pudiera ocurrir a mi esposa. Pero luego decidí regresar. Si no lo hubiera hecho, nunca me habríais alcanzado.

Gengis Kan habló entonces:

—Huiste como un ladrón y luego no supiste defender a tu esposa. Has preferido vivir como un proscrito a morir como un hombre. No eres digno de seguir viviendo.

Poco después la cabeza del apuesto Tabudai rodó separada de su cuello por un certero tajo del verdugo.

En la tienda del kan se bebía kumis y se comía cordero guisado. Los generales celebraban sus últimos triunfos. El kumis había hecho ya su efecto y los compañeros de batallas de Gengis Kan alardeaban ufanos de sus hazañas.

—Quiero haceros una pregunta, mis fieles compañeros. ¿Cuál es para cada uno de vosotros, jefes mongoles, el mayor de los placeres? —inquirió el kan.

—Para mí las batidas de caza —contestó Kasar—. No hay nada igual a perseguir a una pieza, acosarla hasta tenerla a tiro y ensartarla con una certera flecha. Sí, para un mongol el mayor placer es la caza.

—No es eso —dijo el kan.

—Claro que no; hay algo mejor que la caza con arco. Yo prefiero la cetrería —afirmó Muhuli—. Nada es comparable al vuelo del halcón, al placer de portar un gerifalte en el guante, quitarle la capucha y lanzarlo al aire en pos de una pieza. Saber que ese animal magnífico responde a tus órdenes, que has sido tú quien le ha enseñado a cazar, es para mí el mejor deleite.

—Tampoco es eso. ¿Es que nadie va a saber cuál es la mayor dicha para los mongoles? —reiteró el kan.

—¡La lucha con los animales salvajes! ¡Pelear con un oso y abatirlo! —gritó Jelme entre carcajadas.

—Valiente hatajo de guerreros estáis hechos. El placer más intenso que un guerrero mongol puede encontrar es derrotar a los enemigos, perseguirlos hasta acabar con ellos, quitarles todo cuanto poseen, cabalgar sobre sus caballos y gozar de sus mujeres. La guerra. No lo olvidéis nunca, la guerra es nuestro placer, nuestro destino. Y después de la guerra las delicias del botín, y después de nuevo la guerra. Y así una y otra vez hasta que de mar a mar toda la tierra sea un continuo prado para nuestros caballos y en cada yurta haya hermosas mujeres esperando ser amadas por un mongol.

Yesui y Yesugén, las dos princesas tártaras, fueron elevadas a la categoría de katunes. Bortai había dejado de ser la única esposa principal del kan.