La caza era abundante, la hierba crecía verde y sus más cercanos enemigos estaban desbaratados. Veinte mil tiendas de fieltro obedecían las órdenes de Gengis Kan, pero todavía eran muchos los que seguían desconfiando de su autoridad. Celosos de su independencia, los clanes que se sentían amenazados por el poder del kan decidieron unir sus fuerzas. La experiencia les había demostrado que en solitario ninguno de ellos podría vencer a su ejército, cada vez más numeroso, mejor pertrechado y entrenado; mas si sumaban sus efectivos, sería posible enfrentarse a él con bastantes posibilidades de éxito.
En el año del gallo, los jefes de los clanes mongoles de los jadaguines y los salyigudes convocaron una asamblea. No podían admitir que «la gente de voluntad larga» se impusiera a la aristocracia mongol, y acordaron firmar una alianza y sellar la paz con el clan de los dorbenes y el resto de los tártaros. Hecho el pacto, pronto se unieron otros clanes que vagaban por las estepas indecisos entre la sumisión a Gengis Kan o la resistencia. A esa coalición se sumaron los ikides, los unguarides, los gogolas, los oyirades, los que quedaban de los tayichigudes e incluso el clan naimán de los guchugudes. Los merkitas, invitados a incorporarse a la alianza, aceptaron pero no acudieron de momento. Componían una alianza formidable de cincuenta mil guerreros dispuestos a eliminar a Gengis Kan antes de que éste acabara con ellos. Todas estas tribus y clanes se reunieron en las fuentes del río Argún para celebrar el kuriltai. Dieciséis jefes de trece tribus y grandes clanes decidieron destruir a Gengis Kan mediante un ataque sorpresa. Jamuga fue elegido jefe supremo del ejército aliado, y ello a pesar de que su clan no estaba representado en la asamblea, pues aquellos orgullosos nómadas consideraban al linaje del anda de Temujín, los yaradanes, como una familia de segunda fila. Según la tradición mongol, este clan descendía de un hombre llamado Yayiradai, apodado «el Extranjero», quien había sido concebido en el vientre de la esposa de Bondokar, el fundador del clan de los borchiguines, antes de que éste la encontrara. El clan de los yaradanes tenía, por tanto, un origen paterno desconocido, y en consecuencia no era estimado lo suficientemente noble como para sentarse a la altura del resto de los clanes emparentados con la familia real. Pese a su origen, Jamuga era tenido por el guerrero más valeroso de cuantos configuraban aquella alianza, y fue proclamado su caudillo con el título de gurkán, que en mongol significa «el kan de los pueblos».
Desde que Jamuga y Gengis Kan se separaran por segunda vez, ambos andas habían evitado volver a encontrarse. Entre los dos seguían latiendo sentimientos contradictorios. Jamuga admiraba la voluntad de hierro de su anda y éste no podía olvidar aquellos meses pasados en las riberas del Onón, cuando los dos eran jóvenes orgullosos y sin responsabilidades, aquellos tiempos en que cazar, cabalgar sobre las praderas y vivir libres bajo el cielo eran todos sus anhelos. Durante mis años a su servicio, Gengis Kan apenas me habló de Jamuga. Alguna vez le oí musitar entre sueños su nombre, pero jamás habló por extenso de su anda. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, sé que el kan sufrió mucho con lo que aconteció entre él y Jamuga. Supo ocultar su dolor y aparentar que nada de cuanto ocurrió lo afectó, pero en su corazón siempre lo acompañó la pena por el amigo perdido. Jamuga tuvo que aprender a vivir con el baldón de su origen a cuestas. Ya siendo un muchacho perdió a sus padres y prefirió la vida solitaria y aventurera a la compañía del clan y a la seguridad del campamento. Fue un hombre que se hizo a sí mismo, que se forjó en la supervivencia día a día, confiando tan sólo en sus propias fuerzas para seguir adelante. En aquellos tiempos su fama era tan grande como la de Gengis Kan y fue capaz de encabezar la alianza de la nobleza frente a «la gente de voluntad larga». Curiosas contradicciones en las que a veces incurren los hombres: Jamuga, miembro de un clan menor, fue el caudillo elegido por la aristocracia para dirigirla en su lucha contra Gengis Kan, jefe a su vez del clan más noble de los mongoles, que aglutinaba bajo su estandarte a gentes de inferior condición. Jamuga se vio investido de una autoridad que deseaba, pero sin duda hubiera querido que las condiciones fueran bien distintas. A él le gustaría cabalgar al lado de su anda, hombro con hombro, y entre los dos dirigir a la caballería mongol a la conquista del mundo, pero sabía que Temujín no admitiría nunca junto a él a nadie que compartiera el poder. No, Gengis Kan no lo aceptaría jamás. No podía haber «dos soles en el mismo cielo».
El ejército aliado decidió que había llegado la hora de atacar y se puso en marcha hacia el campamento de Gengis Kan, instalado en las faldas del Gurelgu en el Onón. Algunos generales habían recomendado esperar a que se reuniera todo el ejército aliado, pues faltaban todavía los merkitas y parte de los ungarides. Pero Gurkán decidió no esperar, ya que en ese caso su enemigo tendría tiempo para reforzarse con los keraítas de Wang Kan, que en aquellos momentos se encontraban en el río Tula, a varios días de marcha, y decidió lanzar el ataque de inmediato.
Gengis Kan, ajeno a cuanto acontecía en torno al gurkán Jamuga, descansaba en su campamento de una reciente expedición contra ciertos clanes rebeldes asentados en el valle del Ingoda. Pero de nuevo la fortuna, o quizá Tengri, estuvo de su lado.
A la asamblea celebrada en el río Argún fue invitado el clan de Dei el Sabio, el suegro de Gengis Kan. No acudió, pero algunos de sus parientes sí lo hicieron. Uno de ellos, del clan de los gogolas, le había transmitido las intenciones de Jamuga de atacar a su yerno. Dei el Sabio envió dos mensajeros a Gengis Kan para que le informaran de la situación y el kan envió a su vez espías para que se enteraran de cuanto pudieran.
Cuando la noticia de esa alianza llegó a los oídos de Temujín su cólera se desató incontenible:
—¡Mongoles aliados con tártaros y naimanes! ¡Qué pronto pierden algunos hombres la memoria! Ya no recuerdan que fueron esos perros los que masacraron a nuestros padres y casi consiguen borrar de la tierra a nuestro pueblo. ¡Mongoles aliados con nuestros enemigos contra mongoles!
Su ira crecía conforme se ratificaban una y otra vez las noticias suministradas por sus espías.
—Se han reunido en la fuente de Aljui en el valle del Argún —prosiguió uno de los mensajeros—. Han celebrado un kuriltai y han nombrado jefe supremo… a Jamuga. Ha tomado el título de gurkán.
El espía pronunció esta palabra sin apenas vocalizarla; el miedo que le inspiraba Gengis Kan iracundo casi lo había paralizado.
—¡Sólo hay un kan! Yo, Gengis Kan, el soberano de los mongoles.
Todos los que estaban en la tienda se arrodillaron atemorizados ante sus gritos.
—¡Levantaos! —clamó—. Necesito hombres para luchar, no corderos para el sacrificio. ¿Qué más sabéis? —preguntó a los espías.
—Una vez que designaron a Jamuga como gurkán, sacrificaron a Tengri una yegua y un garañón y juraron alianza eterna ante la sangre de los dos animales derramada sobre una piedra. Después bajaron por el curso del Argún hasta donde este río se encuentra con su afluente el Kerulén y allí juraron fidelidad a Jamuga.
—Jamuga es mi anda. Hace ya casi treinta años que nos hicimos camaradas sobre las aguas del Onón helado y veinte que renovamos nuestra amistad. Desde entonces Jamuga no ha cesado de combatirme, de alentar contra mí a cuantos ha podido reunir. Decidme, ¿quiénes están con él?
—Muchos, mi señor. El primero en responder a la llamada de Jamuga fue Togtoga Beki, el general en jefe de los merkitas, y después numerosas tribus y clanes mongoles y tártaros. Una buena parte de los naimanes, mandada por Buriyuk, el hijo de su kan, también ha acudido. Para sellar su alianza han realizado la más sagrada ceremonia nómada; han sacrificado con la espada un macho cabrío y un perro, y sobre sus cuerpos aún calientes se han jurado alianza eterna. Después se han dirigido al borde del río y han desmontado parte de la ribera como señal de que si alguno de ellos abandona la coalición sea desbaratado como esa misma orilla.
Gengis Kan tuvo que calmarse manejando el látigo contra unos arbustos cercanos. Reconfortado por el ejercicio físico, decidió mandar un mensaje a Togril informándole de la nueva unión que se había formado en torno a Jamuga y las intenciones de la misma de atacarle de inmediato, pero Wang Kan, que se había retirado a sus tierras después de derrotar a los naimanes y recuperar los pastos perdidos, vivía ocioso dedicado a la caza con halcón, su actividad favorita. Su aliado estaba demasiado lejos como para llegar a tiempo, tendría que enfrentarse él solo contra la coalición que encabezaba Gurkán Jamuga. Disponía de menos guerreros que sus enemigos, pero contaba con un factor decisivo: la sorpresa estaba ahora de su lado. Gracias a su tupida red de espías y oteadores siguió paso a paso el desplazamiento de Jamuga, quien creía que gozaba de la ventaja de dar el primer golpe, pero a mitad de camino entre el Argún y el Onón, esperaba emboscado Gengis Kan.
Distribuidos los escuadrones de los tumanes en perfecto orden de batalla, Gengis Kan dio la orden de avanzar siguiendo el curso del río Kerulén al encuentro de la alianza de clanes y tribus que encabezaba el gurkán Jamuga. La vanguardia del ejército mongol la mandaban Altan, Juchar y Daritai. Por delante se enviaron centinelas y ojeadores a fin de inspeccionar el camino y avisar de la presencia del ejército enemigo. Varias patrullas tomaron posiciones en los montes Chegcher y Chijurjú.
—Naimanes, merkitas, tártaros y parte de los mongoles. Jamuga ha logrado reunir en torno a sí a los más poderosos pueblos de la estepa —dijo Kasar mientras limpiaba su arco de combate.
—No importa, los venceremos. Esa alianza no puede funcionar bien —aseguró Bogorchu.
—Es cierto que varios de esos pueblos que ahora aparecen como federados fueron antes enemigos acérrimos entre sí, pero juntos son una fuerza formidable —replicó Kasar.
—Nuestra fuerza es la unidad. Nosotros estamos unidos. Hay un solo estandarte en nuestro campo y una sola voz de mando —añadió Bogorchu.
—No parece que cuentes con Wang Kan.
—Togril es un hombre débil; carece de dotes de mando para la batalla.
Un nuevo mensajero solicitó audiencia ante el kan.
—Señor, hemos avistado a la vanguardia enemiga y detectado grandes movimientos de tropas hacia el este.
—Estaremos preparados. Kasar, Belgutei, disponed que esta misma noche todos los hombres estén listos para la batalla. Las tropas deben situarse tal y como os expliqué en el plan de combate. Desde la colina que domina el valle daré las órdenes con los estandartes según las claves de colores establecidas. No quiero ningún error. Si todos los jefes de cada batallón cumplen sus órdenes, la victoria será nuestra.
Era tal la seguridad de Gengis Kan cuando afirmaba su próxima victoria, que nadie dudaba de que lo pronosticado por él iba a suceder.
A la mañana siguiente, el ejército de Gengis Kan amaneció perfectamente formado esperando la aparición del de Jamuga. Al frente se extendía la extensa llanura de Koyiten, dominada por algunas colinas y surcada por cauces de arroyos secos. La noche anterior había transcurrido en una extraña calma que algunos chamanes auguraron como un buen presagio. Al alba el cielo se había cubierto de nubes grisáceas y pesadas tan bajas que parecían a punto de desplomarse sobre las cabezas de los contendientes. Al culminar una elevada colina, el ejército de Jamuga se encontró de frente con el de Gengis Kan en orden de batalla. El asombro de Gurkán fue enorme. El factor sorpresa con el que habían contado como decisivo para el combate se había perdido y ahora estaba del lado de su oponente. No había tiempo para nada; la suerte parecía claramente decantada y sobre esa misma colina, Buriyuk, caudillo de los naimanes, y Juduja, jefe del clan de los oyirades, se unieron para celebrar un conjuro. Varios chamanes al servicio de Jamuga comenzaron una frenética danza al son de los tambores y las cornamusas de otros chamanes alrededor de los dos jefes que imploraban la ayuda del cielo en la batalla. Esta ceremonia, que los mongoles llaman yada, consiste en implorar a su dios Tengri para que envíe una tempestad de rayos que fulmine al enemigo.
Mientras se celebraba el ritual, el cielo iba cerrándose cada vez más y algunos relámpagos comenzaban a destellar en el horizonte. La suave brisa que se había levantado al alba se convirtió de repente en una fuerte ventolera que arrastraba nubes de polvo y hojas. El viento soplaba en dirección hacia las tropas de Jamuga, que ocupaban una firme posición apoyadas en una inmensa ladera surcada por numerosos barrancos. La calma se rompía por momentos y de pronto las nubes comenzaron a soltar su carga de agua. Al principio fueron sólo unas gotas apenas perceptibles que de pronto se convirtieron en enormes gotarrones que estallaban sobre el suelo levantando pequeños cráteres. Poco después vino el diluvio. Las nubes parecieron rajarse entre estruendosos truenos acompañados de rayos y centellas. Los que estuvieron allí presentes y más tarde vieron el océano desde las playas de China me contaron que parecía como si el mismísimo mar estuviera cayendo sobre la tierra. La ladera en la que se desplegaba el ejército de Jamuga se convirtió en un verdadero lodazal y los barrancos se desbordaron a causa de las avenidas de agua que arrastraron tiendas, carros, caballos y jinetes, desbaratando la formación del ejército.
Los hombres de Gengis Kan, que se habían apostado en las colinas al otro lado del llano, quedaron a resguardo de las furias desatadas de la naturaleza. Bajo la lluvia torrencial, el kan presenciaba cómo el todopoderoso dios del cielo se ponía de su parte y destruía los escuadrones enemigos sin necesidad de combatir. La yada que hicieran los enemigos de Gengis Kan para desembarazarse de él se volvió contra sus autores. Todos vieron en ello una señal más de que el Eterno Cielo Azul protegía a su elegido. Cuando remitió la tormenta, el ejército del kan cargó contra los aliados. La victoria fue demasiado fácil y contundente. Jamuga contempló con rabia la dispersión de la confederación de tribus que con tanto esfuerzo había logrado reunir. Calados hasta los huesos, con los pies llenos de barro y humillados, los otrora orgullosos naimanes, tártaros y oyirades se retiraron derrotados a sus territorios, sin haber podido vengarse de su gran enemigo.
En el campamento de Gengis Kan reinaba la confianza. Togril, que llegó poco después, no quería dejar pasar aquella oportunidad para asentar su poder sobre todo el occidente de Mongolia y decidió perseguir a las tropas de Jamuga, que se retiraban en desorden por el valle del Argún. Por su lado, Gengis Kan, con un reducido grupo de guerreros, persiguió a los tayichigudes que huían dirigidos por Aguchu Bagatur. Fueron alcanzados a orillas del Onón, donde Aguchu, al observar que el grupo de Gengis Kan era algo menos numeroso que el suyo, decidió plantarle cara. Con el río a la espalda, los tayichigudes asentaron sus posiciones y Gengis Kan cargó contra ellos. Se produjo una encarnizada batalla en la que durante todo un día combatieron sin tregua, una vez más, mongoles contra mongoles.
A media tarde, cuando la batalla estaba en su momento más álgido y las dos partes luchaban cuerpo a cuerpo, un arquero localizó a Temujín entre la turbamulta de combatientes y le lanzó un dardo que le rozó la garganta. La herida no era mortal, pero la punta de hierro de la saeta había logrado cercenar una vena y la sangre manaba a borbotones por la herida. Junto al kan combatía Jelme, el cual se apresuró a recogerlo y conducirlo con ayuda de dos de sus hombres a un lugar seguro. La noche cayó sobre los contendientes sin que ninguno de los dos bandos hubiera decantado a su favor la batalla. Gengis Kan se desangraba y Jelme, temeroso de que la flecha que lo había herido estuviera impregnada de veneno, succionó cuanta sangre pudo de la herida de su señor. Durante varias horas, en plena oscuridad, Jelme cuidó al kan, le limpió el sudor y le chupó la sangre, sorbiendo sin cesar la que manaba. Sin duda, aquella noche Jelme le salvó la vida. Si no le hubiera chupado la herida, lamiendo su sangre y manteniéndola limpia, se hubiera infectado y la muerte le hubiera sobrevenido sin remedio. Pero la lealtad de Jelme todavía fue más allá. Poco antes de amanecer, Gengis Kan recobró el sentido. Había dejado de sangrar y se encontraba un poco mejor, aunque la calentura producida por la pérdida de sangre le había provocado una enorme sed.
El más mínimo deseo del kan era una orden para Jelme. Arriesgando su vida, el fiel compañero se descamisó y, vestido tan sólo con unos pantalones de piel, se deslizó entre las filas enemigas hasta alcanzar un carro en el que encontró un caldero con cuajo y un boto con agua. Los cogió y regresó. Mezcló el cuajo con el agua y se lo dio a beber. Gengis Kan observó la hazaña de Jelme y le preguntó por qué se había despojado de parte de su ropa. Éste le contestó que al atravesar las líneas enemigas en busca de bebida había corrido el riesgo de ser capturado. En ese caso, se le había ocurrido que yendo semidesnudo podría decirles a sus captores que había logrado escapar de los hombres de Temujín y se unía a ellos.
—Me has hecho grandes servicios —le dijo el Kan—; nunca los olvidaré.
El día siguiente a la batalla, el campo estaba sembrado de mongoles muertos y heridos. Los tayichigudes habían levantado sus posiciones y habían huido. Gengis Kan, con el cuello vendado y dolorido, contempló desde lo alto de una colina cercana el campo de combate. Centenares de cuerpos se esparcían durante un largo trecho, en algunos casos amontonados unos sobre otros, hombres que el día anterior se habían batido con fiereza entre ellos. Los ayer enemigos se consolaban mutuamente o curaban sus heridas. La estepa estaba alfombrada de un mar de lamentos y quejidos.
—Esto no puede seguir así. Si continuamos destrozándonos entre nosotros pronto no quedará un solo mongol sobre las estepas.
El kan ordenó entonces a un grupo de sus hombres que desplegara un estandarte blanco y salió en busca de los que habían huido. En su corazón tan sólo albergaba el deseo de hacer la paz con sus hermanos de raza y acabar para siempre con tantas disensiones.
Soportando el terrible dolor del cuello, cabalgaba al galope sobre la llanura tras las huellas de los que se habían retirado cuando observó que desde lo alto de una colina una mujer vestida de rojo agitaba un pañuelo y lo llamaba por su nombre.
—¡Temujín, Temujín! —gritaba aquella mujer.
El kan ordenó a la patrulla que se detuviera y envió a uno de sus hombres a averiguar quién era. El soldado la alcanzó en unos instantes y escuchó su relato. Gengis Kan contemplaba intrigado a las dos figuras desde la vaguada.
El soldado regresó al momento y le dijo al kan:
—Dice que se llama Jadagán y que es hija de Sorjan Chira.
Al oír aquellos dos nombres el rostro de Gengis Kan se iluminó. Espoleó a su caballo y cabalgó a todo galope colina arriba al encuentro de la mujer. Cuando llegó a su altura descendió de un brinco de su montura y se abrazó a Jadagán.
—¡Temujín, Temujín! —exclamó Jadagán entre sollozos—, al fin te encuentro.
—Mi querida Jadagán, ¿qué te ha ocurrido, cómo has llegado hasta aquí?
—Mi padre me entregó como esposa a un miembro del clan de los tayichigudes. Nos unimos a Jamuga y lo seguimos por la estepa. Mi esposo ha muerto en la batalla. He pasado la noche escondida entre los juncos y ahora erraba sin rumbo en busca de mi padre. Te he visto desde lejos y te he reconocido enseguida.
—¿Dónde están tu padre y tus hermanos? —le preguntó Gengis Kan.
—Se retiraron después de la batalla. Deben de estar a unas dos o tres horas delante de ti.
—Voy a alcanzarlos, quiero que acaben estas guerras entre los clanes. Los mongoles debemos unirnos para ser fuertes; si seguimos así no tardaremos en desaparecer como pueblo. Quiero ofrecer mi amistad a todos cuantos se agreguen a nosotros. Mi deseo es crear una nación fuerte y unida.
—Si te ven aparecer o huirán o, si se ven desesperados, te volverán a hacer frente.
—Tú lo evitarás. Cuando los alcancemos te adelantarás para explicarles mi oferta. Todo aquél que se una a mí recibirá lo mismo que cualquiera de mis hombres, será tratado igual y no se le tendrán en cuenta cualesquiera acciones que haya podido cometer en el pasado —dijo el kan.
Un día después la vanguardia avistó a los restos de los clanes que habían huido tras la batalla librada a orillas del Onón. Creyendo que el kan iba a atacarlos, se desplegaron en formación de combate para vender caras sus vidas. Ambos bandos se colocaron frente a frente, a una distancia de cuatro tiros de arco. Cuando los aliados de los tayichigudes esperaban una carga del ejército de Gengis Kan, de sus filas se destacó un jinete que avanzaba hacia ellos con un estandarte blanco en la mano. A mitad de camino de ambos frentes descendió de la montura y avanzó a pie.
—¡Es mi hija Jadagán! —gritó Sorjan Chira.
La mujer llegó enseguida hasta su padre al que se abrazó.
—Vengo como mensajera de Temujín. Os ofrece la paz y os pide que os unáis a él. Quiere que se acabe tanto derramamiento de sangre mongol. Os ofrece su palabra de Kan como garantía.
Gengis Kan plantó su tienda y sentó a Jadagán a su derecha. Al día siguiente Sorjan Chira acudió al campamento del kan con muchos hombres.
—Tú, Sorjan Chira, tus hijos Chimbai y Chilagún y tu hija Jadagán me librasteis de aquella pesada canga que los tayichigudes asieron a mi cuello, desde entonces estoy en deuda con vosotros. Cuando me enfrenté a ellos creí que estarías de mi lado.
—Sabes que yo hubiera estado contigo, pero los tayichigudes tenían con ellos a mi esposa y a mi hija, mi ganado y todos mis bienes. Sin eso un mongol no es nadie. Ahora nada pueden hacerme, pues nada mío retienen.
Gengis Kan admitió a Sorjan Chira junto a él y salió fuera de la tienda para hablar ante todos los que se habían pasado a su lado.
—En la batalla de Koyiten, nada más empezar la lucha, alguien lanzó desde lo alto una flecha contra mí. Yo era el objetivo, pero aquella flecha erró y fue a clavarse en el cuello de mi caballo, un alazán de boca blanca, quizás el mejor que nunca he tenido. La flecha estaba envenenada y el caballo murió. ¿Está entre vosotros el que lanzó esa flecha? —preguntó Gengis Kan.
Un formidable mongol dio un paso adelante y dijo:
—Yo fui.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el kan.
—Me llamo Yirgogadai. Si quieres matarme, hazlo ya. En este caso sólo conseguirás que mi cuerpo estercole un pedazo de tierra, pero si me mantienes a tu lado abriré en dos para ti las aguas más profundas, tajaré los montes y las rocas y nada me detendrá cuando me ordenes atacar.
Yirgogadai pronunció aquellas palabras con firmeza, con la confianza que tan sólo muestran quienes poseen valor y carecen de miedo.
—Eres sincero y valeroso. Pocos hombres he visto tan enteros como tú. No has dudado en reconocer tu acción, aun a sabiendas de que esa declaración podría acarrearte la muerte. Desde ahora te llamarás Jebe —que en mongol significa «flecha»—, pues te usaré como mi mejor arma.
Como muestra de que realmente se fiaba de él, Gengis Kan nombró a Jebe entrenador de su hijo Jochi, que a sus diecisiete años ya acompañaba a su padre en las expediciones guerreras.
Jebe era miembro del clan de los tayichigudes, el único jefe de ese linaje que decidió unirse a Gengis Kan. El resto de los tayichigudes optó por seguir con la enemistad, pero el kan los persiguió y acabó con ellos. Durante treinta días los acosó como a perros salvajes y uno a uno los fue exterminando. Sus tres principales caudillos, Aguchu Bagatur, Jotón Orchang y Judugudar fueron capturados y muertos. Con ellos se desvaneció el poder de ese clan, los descendientes de Ambagai, tercer kan mongol, quienes se consideraban con el máximo derecho a heredar el kanato de las estepas. Ya no había nadie que pudiera alegar los mismos derechos que Temujín a ostentar el trono mongol.
Temujín tomó a Jadagán como cuarta esposa; aunque no era bella, el kan le quería mostrar de ese modo el agradecimiento que sentía.
De todos los jefes tayichigudes sólo su viejo enemigo Targutai Kiriltug seguía libre. Lo habían buscado sin cesar entre los muertos y habían rastreado todas las huellas, pero parecía que se lo había tragado la tierra. Targutai había logrado huir y se había escondido en un bosque. Herido en una pierna, se arrastró por el suelo y durante varios días sobrevivió comiendo raíces, insectos y tallos tiernos. Sirguguetu, un anciano del clan de los bagarines, emparentados con los borchiguines y por tanto miembros de la aristocracia mongol, descubrió a Targutai cuando se dirigía con su familia a unirse a Gengis Kan. Como Targutai no podía montar a caballo, el anciano Sirguguetu, con la ayuda de sus dos hijos, lo subió a su carro y decidió llevarlo junto al kan para que éste decidiera sobre su vida. Hasta entonces los bagarines habían servido al lado de los tayichigudes. Con semejante presa, Sirguguetu creyó que Gengis Kan lo admitiría a su lado sin reticencias.
Pero varios parientes de Targutai que tras la derrota erraban por las colinas, descubrieron el carro y observaron que era su jefe quien yacía en él. Ese caudillo era su única posibilidad de sobrevivir y decidieron acudir a liberarle. Cuando se acercaron al carro que conducía Sirguguetu, el anciano, viéndolos venir, lo cogió por el cuello y le colocó un cuchillo en la yugular.
Los parientes de Targutai llegaron junto al carro y el valeroso anciano les dijo que si intentaban hacerle daño cortaría el cuello de su jefe quien, asustado ante esa amenaza, gritó:
—Si pretendéis hacer algo contra este hombre, me matará. Si muero, de nada os serviré. Regresad y escondeos. No creo que Temujín me haga ningún daño. Cuando hace tiempo estuvo a mi merced, pude matarlo y no lo hice. Tiene buena memoria, recordará que sigue vivo porque yo quise. Ahora marchad.
El cuchillo del anciano seguía firme junto a la yugular de Targutai. Sus parientes dieron media vuelta, espolearon a sus caballos y se alejaron del carro. Sirguguetu estaba convencido de que obraba bien conduciendo a Targutai ante el kan, pero sus hijos no opinaban lo mismo.
—Gengis Kan es un hombre de honor —aseguró uno de ellos llamado Nayaga—. Si nos presentamos ante él con nuestro antiguo jefe como rehén nos arrojará de su lado. Pensará que no hemos sido fieles a nuestro señor y no nos aceptará entre sus hombres. Por el contrario, si dejamos libre a Targutai y le contamos la verdad de lo que ha pasado, creo que nos acogerá con agrado. Habremos dado con ello muestras de fidelidad a nuestro antiguo señor y no seremos unos traidores. Sólo así se dará cuenta de que puede confiar en nosotros.
—Has hablado sabiamente, hijo; así lo haremos —asentó Sirguguetu.
Y así lo hicieron. Curaron las heridas de Targutai y lo dejaron libre en el lugar que llaman Jutujul Nugú.
Nayaga había juzgado bien a Gengis Kan. Una vez ante él, se postraron de rodillas y se entregaron. El kan les pidió que le contaran cómo habían llegado hasta él y el anciano le narró todo lo acontecido con Targutai y cómo habían decidido soltarlo para no quebrantar la fidelidad que antaño le habían jurado.
Gengis Kan se colocó de pie frente a Sirguguetu, con las manos enjarras, y dijo:
—Habéis hecho bien. Si me hubierais entregado a Targutai, vuestro jefe anterior, yo mismo os habría hecho decapitar. La traición es la peor de las acciones que un mongol puede cometer. Por el contrario, con vuestra actitud habéis demostrado fidelidad y eso os hace dignos de confianza. Tú, Nayaga, has obrado con justicia, como debe hacerlo un buen mongol. Por ello te nombro comandante de un gurán de mil hombres.
Cuando Temujín acabó de hablar, cruzó sus manos sobre sus propios hombros; todavía sentía el peso de la canga que Targutai le colocara al cuello hacía ya muchos años.
El invierno se acercaba. La guerra había supuesto la pérdida de muchos hombres, aunque otros muchos se habían unido a él tras los combates. Gengis Kan levantó sus campamentos e invernó en Jubajaya. Durante aquellos largos meses otros clanes mongoles y de otras naciones acudieron al campamento del kan; el primero Yaja Gambu, hermano de Wang Kan, con toda su familia. En la primavera siguiente Gengis Kan derrotó a un ejército merkita y lo puso en fuga. Esa nueva hazaña provocó el que el clan de los tubeguenes, con más de dos mil individuos, y los todavía más numerosos donjayides y kereyides se pusieran de su lado. A finales de primavera más de treinta mil tiendas obedecían al mongol de las trenzas pelirrojas. Desaparecidos los tayichigudes, a quienes muchos habían seguido por ser el suyo tan alto linaje, Gengis Kan aparecía como el único jefe capaz de unir a todos los pueblos de la estepa.