Una desconocida tranquilidad se extendió por toda la estepa. Las numerosas guerras civiles y los constantes enfrentamientos entre tribus y clanes habían agotado las reservas humanas de los nómadas del Gobi. El propio Gengis Kan no había dejado de combatir desde niño. No se firmó ningún pacto, no hubo ningún acuerdo expreso, pero todos respetaron una tregua jamás declarada.
Gengis Kan sabía que en esos primeros años había exigido a sus fieles más de lo que un hombre normal podía dar. Sólo la fidelidad a su caudillo y la firmeza de éste habían logrado la supervivencia de los mongoles. Era necesario detener aquella vorágine de guerras y batallas que los estaba agotando. El pueblo mongol todavía no estaba preparado para cumplir la voluntad de su kan y conducir sus caballos a las cinco partes del mundo. Además, ahora que era reconocido como jefe de los mongoles, Gengis Kan necesitaba asentar su poder, delimitar un territorio propio y fundar una familia numerosa en la que basar el futuro de sus planes de conquista. Siguiendo la tradición de sus antepasados plantó sus campamentos en las colinas y valles que rodean al Burkan Jaldún y se convirtió en señor de todas las tierras entre el Onón y el Kerulén. Durante cuatro años sus ganados recorrieron estos valles creciendo y engordando, y sus guerreros adquirieron la disciplina férrea que haría de ellos los mejores soldados del mundo.
El pequeño Jochi correteaba entre los rebaños de ovejas intentando subirse a los lomos de alguna de ellas, como veía que hacían sus compañeros de juegos. Sentado a la entrada de su tienda, Gengis Kan contemplaba a su heredero. En su mano sostenía una copa de madera en la que de vez en cuando un siervo le escanciaba el apreciado kumis. Bortai se acercaba acompañada por dos criadas sobre cuyas espaldas cargaban dos enormes sacos llenos de bostas secas de vaca. El otoño ya estaba muy adentrado, y era preciso mantener bien alimentado el fuego de la tienda. Aunque nunca hablaba de este asunto, Gengis Kan sabía que probablemente aquel niño de cuatro años no era realmente suyo. No dejaba de contemplar su rostro intentando reconocer algún rasgo propio, alguna característica que le hiciera despejar la enorme duda que albergaba en lo más profundo de su corazón, pero nunca hablaba de ello con nadie, ni siquiera con su esposa.
Bortai era una buena esposa. Gengis Kan la amaba con ternura y además de su amante era su mejor consejera. Tenía todas las cualidades de las mujeres mongoles y sentía por el kan una devoción infinita. En aquella época, Gengis Kan yacía con otras mujeres, pues como kan que era podía disponer de muchas concubinas, pero sólo había tomado hasta ahora a la merkita Dogón, con rango de esposa secundaria. Otros jefes mongoles mucho menos poderosos y ricos que él tenían cuatro o cinco esposas, además de otras tantas siervas y concubinas. Poseer varias mujeres suponía tener muchos hijos, y ése es para un nómada el mayor de los tesoros. Jochi ya había cumplido cuatro años y Bortai seguía sin parir un segundo hijo. En el campamento algunas voces murmuraban en silencio sobre esta cuestión. Los enemigos de Gengis Kan se mofaban de él y decían que si no era capaz de dejar preñada a su esposa ellos podían remediar esa impotencia.
—Buenos días esposo —lo saludó Bortai cuando llegó ante la puerta de la tienda.
—Lo son —respondió el kan medio sumido en sus pensamientos.
—Tengo que darte una noticia que alegrará tu rostro.
Gengis Kan miró a su esposa con interés y se dispuso a escucharla con mayor atención.
—Vas a ser padre de un segundo hijo —le anunció orgullosa.
—¿Estás segura?
—No hay duda. Nacerá la próxima primavera.
Durante aquel invierno el vientre de Bortai creció despacio, pero a comienzos de primavera se desarrolló con mucha rapidez, y alcanzó un enorme volumen en apenas un par de semanas. El segundo hijo del kan nació cuando las praderas, las colinas y los ríos mostraban la hierba más alta, las flores más hermosas y las aguas más limpias y crecidas. La alegría de Gengis Kan todavía fue mayor cuando la comadrona le anunció que era un niño fuerte y sano.
El nacimiento de Chagatai fue acompañado de una gran fiesta en la que corrió el kumis y el licor de arroz importado por mercaderes del lejano este. Los chamanes quemaron paletillas de cordero y, leyendo en las grietas que había provocado el fuego, pronosticaron que aquel niño sería un gran guerrero. Poco después Dogón dio a luz una niña que llamaron Jojín; Bortai ya no era la única madre de los hijos de Temujín.
Gengis Kan necesitaba atar todos los lazos posibles entre los clanes. Entre los nómadas la independencia ha sido siempre uno de sus más preciados valores. Aquellos nobles mongoles eran orgullosos como pocos. Se consideraban muy superiores a cualquier otro hombre y todos ellos se sentían descendientes de los dioses. Tenía que luchar con una espada de doble filo. Por un lado no podía someter a su poder a la aristocracia sin ultrajar su orgullo, pero tampoco podía consentir que las luchas tribales siguieran agotando a su pueblo. Era consciente de que debía emplear una doble arma: la fuerza cuando se hiciera necesario someter a los irreductibles, pero el pacto siempre que fuera posible.
***
Madre Hoelún era, a sus cuarenta años, una mujer todavía bella. Respetada sobre todas las demás mujeres de la familia real, por encima incluso de la propia Bortai, su autoridad era tal que el mismísimo kan tenía en cuenta muchas de sus opiniones. Los años de privaciones, en la época en que tuvo que hacerse cargo de sus hijos pequeños y con ellos sobrevivir abandonada por todos en las riberas del Onón, habían hecho de ella una mujer con un carácter de hierro.
Munglig, uno de los primeros en volver junto a Temujín, era algo menor que el asesinado Yesugei. Su autoridad era muy grande entre los mongoles y todos lo respetaban. Decidió apostar por Temujín. Cuando se incorporó al ordu del kan, hacía ya unos años, llevó consigo a sus siete hijos y al resto de su familia y sirvientes. Muchos mongoles, al ver que Munglig aceptaba la soberanía del heredero de Yesugei, hicieron lo propio. Por ello, Gengis Kan estaba en deuda con él.
Madre e hijo conversaban en la tienda del kan en torno a un humeante caldero en el que hervían varios pedazos de carne.
—He decidido que mi hermana Temulún se case con Chohos Chagán, el jefe del poderoso clan korola. Aunque me ha jurado Fidelidad, estaré más seguro de sus intenciones si la alianza se rubrica con lazos de sangre —dijo Temujín.
—Tu hermana es una joven vital e independiente, no aceptará un marido impuesto.
—Ya lo creo que lo hará, es su obligación como hermana del kan. En cuanto a ti, madre, creo que deberías volver a casarte. He hablado con Munglig y desea que seas su esposa. Cuando murió mi padre y vino a buscarme al campamento de Dei el Sabio, hablamos de muchas cosas en el camino de regreso. Entonces yo no podía adivinar cuáles eran sus sentimientos, pero después me fui dando cuenta de que cuando hablaba de ti cambiaba su tono de voz. Creo que ha querido desposarte desde que murió mi padre.
—Hace más de veinte años que estoy viuda. Desde entonces no he vuelto a conocer a ningún varón. ¿Por qué crees que he de casarme ahora? —le preguntó Hoelún.
—Tu matrimonio con Munglig representaría mucho para el pueblo mongol.
—¿Para el pueblo mongol? Querrás decir que supondría mucho para ti.
—Madre, los kanes tenemos muchos privilegios, pero también muchas obligaciones. Gobernamos al pueblo y lo dirigimos, pero apenas somos dueños de nuestro destino. Nuestro deber está por encima de nuestro deseo. Así es como me enseñó mi padre a gobernar esta nación, y así lo haré.
Hoelún calló resignada. Sabía que cuando su hijo tomaba una decisión nada ni nadie era capaz de cambiarla, sobre todo si consideraba que esa decisión favorecía al pueblo mongol. Su matrimonio con Munglig, como el de Temulún con el jefe korola, era considerado por Gengis Kan como una cuestión de Estado, y esa razón era incontestable.
—Si así lo deseas, me casaré con Munglig.
—Que yo lo quiera o no, no importa. Esta boda contribuirá a unir con lazos mucho más fuertes a los dos clanes más nobles de nuestra nación y servirá para acabar con muchos enfrentamientos estériles entre nosotros.
Munglig recibió de boca del propio kan la noticia de que Hoelún aceptaba ser su esposa.
—Es un alto honor el que me hace tu madre. El clan de los konkotades se siente muy halagado.
—Mi madre es una mujer de fuerte carácter. En los tiempos difíciles en los que incluso tú nos abandonaste, nunca perdió la esperanza de que un día su hijo sería kan.
—No hace falta que me reproches ahora lo que ocurrió hace tanto tiempo. El viento que pasa no vuelve a mecer otra vez la hierba. He sido uno de tus mejores consejeros y he renunciado a cualquier derecho que me pudiera corresponder al kanato en tu favor. Fui un gran amigo de tu padre, he sido un leal aliado tuyo y seré un buen esposo para tu madre —asentó Munglig.
—Lo sé, eres un buen hombre.
La boda de Munglig y Hoelún fue todo un acontecimiento para el pueblo mongol. Nunca ninguna mujer, desde los tiempos de la legendaria Alan la Bella, había tenido tanta importancia para los mongoles. Todos la admiraban: cuando fue joven debido a su belleza, después por su capacidad para adaptarse a la situación a la que se viera abocada tras ser raptada por Yesugei, más tarde por su resolución de resistir al abandono a que quedó sometida tras la muerte de su esposo y lograr sobrevivir con sus hijos pequeños entre tanta hostilidad y, por último, por ser la principal consejera del kan de los mongoles. Hoelún se había convertido en todo un símbolo de la resistencia y de la capacidad de lucha del pueblo mongol. Ahora se casaría con uno de los más respetados noyanes, con Munglig, jefe de los konkotades.
Pero este matrimonio, tan deseado por Gengis Kan, supuso algunos inconvenientes no previstos. Munglig era padre de siete hijos varones y entre ellos había un personaje tan siniestro como astuto. Era el hijo mediano, el cuarto en orden de edad, el chamán Kokochu, que estaba dotado de una extraordinaria capacidad para escudriñar en el alma de los hombres.
Entre los mongoles, los chamanes gozan de un prestigio superior al de cualquier otro hombre. Y de todos, Kokochu destacó enseguida por su influencia ante el kan. Era tan poderoso que lo apodaban Teb Tengri, es decir, «el celestial». Muy pronto se convirtió en la figura más temida del ordu mongol. En ocasiones vestía un traje negro del que colgaban tiras de fino acero bruñido que le confería el aspecto de un esqueleto.
El propio kan parecía impresionado ante la figura de este chamán que decía hablar con Tengri, el Señor del Cielo, y hablar con él en situación de trance. De vez en cuando se sumía en éxtasis y se comunicaba con los muertos. Decía que cuando estaba en trance su cuerpo se despedazaba en varios fragmentos que más tarde volvían a unirse recomponiendo su figura. Al regreso de uno de esos viajes astrales anunció que había estado en contacto con el kan Jaidú, el cual le había hecho saber que aprobaba la designación de Temujín como kan de los mongoles. Eran muchos los que acudían a consultarle y seguían ciegamente sus indicaciones. Nadie osaba contradecirle por temor a sufrir su ira, pues se aseguraba que tenía poderes para transportar a cualquier hombre al mundo de las tinieblas y dejarlo allí condenado para siempre.
La religión de los mongoles es simple. No tiene la profundidad de pensamiento del budismo, ni la reflexión intelectual del taoísmo, ni la complicada teología de cristianos y musulmanes, pero su propia sencillez la dota de una enorme credibilidad. Los mongoles, ante la carencia de un nombre propio para su religión, la llaman «la religión negra». Según sus creencias, sólo existe un dios, eterno y único, todopoderoso señor, el Cielo Eterno, a quien denominan Tengri. Junto a él hay una serie de espíritus elevados como la Tierra, el principio creador de la vida, de carácter femenino, al que denominan Etugen, que quizá sus más remotos antepasados consideraran como a un segundo dios, o una diosa; el fuego y otros espíritus secundarios también reciben especial veneración, así como los ongones, las almas de los familiares muertos, a los que tal vez en otro tiempo no muy lejano también veneraran como dioses. Tengri reside en el cielo, y Él es a la vez el Cielo. Su trono está en el punto más elevado de la montaña cósmica. Gengis Kan, tal y como le enseñó su padre, identificaba esta montaña cósmica con el monte Burkan Jaldún, a cuya cima subía en busca de inspiración y consejo. Una vieja leyenda dice que un rey mongol llamado Kasar penetró en el mundo del más allá a través de una gruta abierta en la cima de un monte sagrado en busca del supremo conocimiento; era éste un camino iniciático para entrar en contacto con la divinidad y alcanzar así la sabiduría. Tengri es el señor del universo y el creador del mundo; lo ve todo y nadie puede escapar a su mirada. Cuando los mongoles pronuncian un juramento solemne acaban siempre con la frase «¡Que el Cielo lo vea!».
Ese mismo Cielo Eterno volvió a bendecir dos años más tarde a Gengis Kan, y de su unión con Bortai nació otro hijo al que llamaron Ogodei, el tercer vástago de la familia real.
En los Anales Históricos del Imperio kin el historiador oficial escribió: «De las lejanas fronteras del noroeste llegan noticias de que una calma absoluta reina entre las tribus bárbaras más allá del desierto». La tranquilidad al otro lado de las arenas del Gobi fue aprovechada por los mercaderes para reiniciar un comercio que había quedado interrumpido a causa de las constantes guerras tribales. Entre las tiendas de los mongoles, los naimanes y los keraítas negociaban comerciantes occidentales, de religión musulmana, y chinos del Imperio kin. Unos y otros llevaban a los nómadas de las estepas ricas sedas, brocados, joyas y licor de arroz, y a cambio regresaban con pieles.
Casi todos los guerreros mongoles despreciaban a aquellos refinados hombres que en sus lugares de origen vivían en casas de piedra bajo techos de barro seco y madera, y en cuyos países se cultivaba la tierra y las palabras se escribían en lienzos de piel seca. No entendían cómo se podía vivir la mayor parte del tiempo encerrado en aquellas aglomeraciones permanentes, las ciudades, sin ir de un lado para otro en busca de pastos para el ganado, sin cabalgar por las inmensas praderas sintiendo el aire fresco en el rostro y los rayos del sol en la piel. Pero en cierto modo, aquellos mercaderes también despertaban la admiración de los mongoles, pues eran capaces de realizar un viaje de varios meses de duración tan sólo para cambiar unos paños de seda por unas cuantas pieles de animales salvajes, exponiéndose a los rigores del clima, a las enfermedades en el camino y a los bandidos que de vez en cuando solían asaltar alguna de estas caravanas. La paz está bien para las mujeres y los niños, también para los mercaderes chinos y musulmanes, pero un mongol es ante todo un guerrero. La caza y la guerra son su razón de existir. Durante las guerras tribales, las tácticas militares eran muy simples: el combate se realizaba siempre a caballo, usando el arco, el látigo, la lanza y la espada, no había apenas planes de combate y el factor sorpresa solía ser definitivo en caso de igualdad de fuerzas.
Gengis Kan sabía que con tan sencilla estrategia se podían ganar batallas en la estepa, pero no se podía conquistar el mundo. No era lo mismo derrotar a un clan enemigo que batir a los organizados ejércitos de los grandes imperios que se extendían por oriente y occidente, al otro lado de las arenas del desierto y de las eternamente nevadas cumbres de las montañas. La guerra era como la caza, si no se practicaba, si no se estaba en constante preparación, la derrota sería inevitable. Los mongoles sesteaban a la sombra de sus tiendas sin otra cosa que hacer que cazar, vigilar sus ganados y beber kumis. Ese tipo de vida es sin duda el ideal del nómada: cazar, comer, beber y gozar de las mujeres, pero sólo eso no satisfacía a Gengis Kan. Había que evitar a toda costa caer en la ociosidad y en la relajación, y para ello se necesitaba acción y ejercicio. Con soldados gordos y despreocupados, sin disciplina y sin espíritu de lucha, no era posible conquistar el mundo.
Gengis Kan reunió a los jefes de los clanes que lo obedecían y les explicó cuáles eran sus planes:
—No podemos seguir ociosos. Las guerras nos han dejado exhaustos, es cierto, pero con la paz nos hemos recobrado lo suficiente. Es hora de prepararnos para la guerra. Ahora la tierra está en calma, nadie nos acosa y nuestros ganados pastan confiados en las praderas, pero la experiencia nos demuestra que la calma suele ser el preludio de la tempestad. Debemos prepararnos para ello. Nunca más ha de ocurrir lo que hace años estuvo a punto de hacer desaparecer a nuestro pueblo. Si alguno de nuestros enemigos se siente recuperado y con fuerzas para atacarnos, tiene que encontrarnos preparados en ese momento.
Y desde entonces todos los hombres de Gengis Kan se mantuvieron en permanente actividad. Los ejercicios de tiro con arco eran obligatorios, las cargas de caballería se practicaban en campo abierto planteando diversas situaciones que podían presentarse en la batalla; cada guerrero debía conservar su equipo militar en perfectas condiciones y siempre dispuesto para entrar en combate. De vez en cuando, y sin previo aviso, se convocaba al ejército y todos debían acudir con sus armas en perfecto estado de revista. Día tras día los ejercicios, el entrenamiento y la permanente situación de alerta fueron creando un sentido de la disciplina como hasta entonces nunca se había conocido entre los pueblos de la estepa.
Una y otra vez, cientos, miles de veces, se repetían ejercicios de monta y tiro con arco y maniobras de ataque y retirada. Cada jinete mongol tenía que ser capaz de cabalgar a todo galope sobre su caballo, cargar su arco y lanzar flechas certeras en todas las direcciones sin soltar las riendas y manteniendo a su montura en la dirección fijada. Para acostumbrar a los caballos a largas y rápidas cabalgadas se organizaban a menudo carreras en las que se recorrían enormes distancias, tanto que a veces se daba la salida al amanecer y los últimos competidores llegaban a la meta bien entrada la tarde.
La lucha cuerpo a cuerpo, con espada, con látigo, con lanza o sin armas se practicaba casi a diario. Aunque se trataba de ejercicios físicos para mantener el cuerpo en forma, vencer era un orgullo y ser derrotado una verdadera humillación. De ahí que durante esos ejercicios fuera frecuente la profusión de hematomas y heridas, e incluso abundantes roturas de huesos. Los que más destacaban eran los primeros compañeros; Bogorchu, Muhuli, Jelme, Jubilai, Subotai y el joven Bogorul eran los que más se esforzaban para dar ejemplo a los demás.
La familia real volvió a ampliarse. Contaba el kan poco más de treinta años cuando nació su cuarto hijo, al que puso por nombre Tului. Para entonces los dos mayores mostraban personalidades bien distintas. Jochi era retraído y parecía estar siempre ausente. Los viejos rumores nunca acallados de que era hijo ilegítimo los había conocido por boca de otros muchachos, y eso lo había vuelto un tanto taciturno. Chagatai era severo y orgulloso. Pese a que sólo contaba con seis años de edad, se expresaba con la rotundidad de un adulto, y cuando hablaba lo hacía de tal modo que aunque el tema de conversación fuera banal parecía estar dictando una sentencia solemne. Pronto se enteró de las dudas que existían acerca de la legitimidad de su hermano mayor, pero el temor a su padre era tal que nunca hacía el menor comentario al respecto. Cuando nació Tului, Ogodei era aún muy pequeño, pero se mostraba como el más alegre y divertido de los tres hermanos. Todos en el campamento se reían con sus gracias y era el más querido. Bortai estaba orgullosa de sus cuatro hijos. Nadie ponía en duda la capacidad de su esposo para gestar una familia de hijos fuertes y sanos, y además los cuatro eran varones, lo que suponía una verdadera bendición del cielo.
Los acontecimientos que desde hace siglos han venido ocurriendo al norte de desierto del Gobi y de la cordillera del Altai nunca han tenido importancia para los chinos, al menos hasta que esos eventos han influido de manera decisiva en la propia China. El Imperio del Centro sólo se detenía a fijar su mirada en los bárbaros cuando éstos se atrevían a atravesar el desierto y a irrumpir periódicamente en las regiones del noroeste en busca de botín. Desde hace tiempo la historia se repite de manera inexorable: nómadas venidos del norte y del noroeste invaden el Imperio y de vez en cuando consiguen conquistarlo e instalarse en el trono imperial. Pero no pasan muchos años antes que los conquistadores sean conquistados, como nos ocurrió a nosotros los kitanes y después a los jürchen, nuestros sucesores en el Imperio. En cuanto los príncipes nómadas se asientan en los fastuosos palacios, comen en mesas de taracea y marfil, beben en copas de porcelana y cristal y yacen con hermosas mujeres de fina piel entre sábanas de seda y delicados perfumes, olvidan su anterior modo de vida y se convierten en chinos. Esto todavía no ha ocurrido con los mongoles. Cuando escribo este relato, hace ya una generación que sus botas pisan el suelo enlosado del palacio imperial de Pekín, pero siguen manteniendo sus antiguas costumbres y los mismos modos de vida que los han llevado a ser los señores del mundo.
El Imperio de los kin seguía ajeno a cuanto estaba aconteciendo en Mongolia. Por entonces yo comenzaba a estudiar los fundamentos del confucionismo en los textos del prestigioso maestro Chu Hsi. Una soterrada lucha se había desatado entre los partidarios de Confucio y los de Buda. Estos últimos, gracias a la fuerza que tenía la escuela de la secta Ch’an, estaban acaparando los puestos más relevantes en el imperio. La mayor parte de la burocracia imperial estaba corrompida; eran muchos los altos funcionarios y gobernadores que a cambio de oro vendían cargos y títulos, incluso los sacerdotales. El pueblo contemplaba aquel mercadeo escandalizado. Los monasterios budistas se habían convertido en casas de usura; los monjes prestaban dinero a unos intereses insoportables a los campesinos, quienes ante la imposibilidad de hacer frente a sus deudas veían impotentes cómo sus tierras pasaban a ser propiedad de los monasterios, que crecían en riqueza tanto cuanto se empobrecía el pueblo. Con semejantes prácticas, las gentes se fueron alejando de la religión.
Los que nos dedicábamos al estudio vivíamos alejados de la realidad. Realizábamos ejercicios intelectuales para cultivar aquello más noble que reside en el espíritu, estudiábamos con maestros separados del mundo, revisábamos las doctrinas de Confucio, aunque algunos de nuestros profesores no podían evitar que la influencia del budismo fuera calando entre nosotros. Estábamos obsesionados por alcanzar el conocimiento mediante la comprensión del mundo y de su génesis.
Mientras yo estudiaba astronomía en la escuela palatina de Pekín, entre las tribus de las estepas volvieron a surgir conflictos.
Togril, quien se hacía llamar Wang Kan desde que el emperador de los kin le concediera ese título, envejecía con rapidez. El paso del tiempo había endurecido al kan keraíta y lo había hecho cruel y déspota. Recelaba de todo el mundo y veía enemigos en todas partes. Erke Jara, su hermano menor, no pudo soportar sus caprichos y, ante la certidumbre de que Wang Kan planeaba asesinarlo para que no fuera un rival al trono, huyó del campamento keraíta buscando la seguridad y protección de Inancha, kan de los naimanes.
Los naimanes eran un pueblo poderoso que vivía en los bosques de los montes Altai, al oeste de merkitas y keraítas. Hasta entonces habían contemplado las luchas entre los otros pueblos de las estepas con cierta lejanía, pero la ambición de Wang Kan los había inquietado. Un jefe naimán se había presentado ante Erke Jara y lo había convencido para que abandonara la compañía de su hermano. Los naimanes se prepararon durante dos años para lanzar un ataque contra Wang Kan y, entre tanto, sus agentes no cesaron de difundir por los campamentos keraítas las atrocidades cometidas por Togril, fueran o no ciertas, y la conveniencia de sustituirle por su hermano Erke Jara al frente de esta nación. Las intrigas de los naimanes causaron el efecto pretendido. El kan keraíta se sintió traicionado por su familia y ordenó asesinar a sus hermanos menores y a los jefes de los clanes que él consideraba traidores. Aquella acción fue el detonante para la intervención de los naimanes.
Una vez asegurada la fidelidad de numerosos clanes keraítas, o cuando menos su neutralidad, un poderoso ejército naimán se dirigió contra Wang Kan. Los Naimanes penetraron en territorio keraíta encabezados por Inancha Kan y el propio Erke Jara. Nadie se opuso; ni uno solo de los campamentos keraítas se levantó en armas en defensa de su kan. Togril estaba merced de sus enemigos. A pesar de sus desesperados esfuerzos, no logró reunir sino un pequeño número de fieles y con ellos, ante la imposibilidad de rechazar a sus enemigos, huyó hacia el sur atravesando el desierto del Gobi en busca de la protección del reino tanguto de Hsi Hsia. El rey tanguto, que mantenía buenas relaciones con Wang Kan, lo acogió durante algún tiempo, pero pronto lo envió hacia el oeste, a las tierras de los kara-kitán, a través del territorio de los uigures, el único camino seguro.
Fue por entonces cuando Gengis Kan tomó a su tercera esposa, la segunda secundaria, una tayichigud llamada Jerén, con la que tuvo una hija de nombre Alaja.
Gengis Kan había convertido a los mongoles en la tribu más cohesionada de las estepas. Ninguno de los que habían acudido a las órdenes del kan había sido rechazado; ni siquiera los pertenecientes a otras tribus. El propio Borogul, el adoptado huérfano del clan de los yurkines, gozaba de un puesto de honor junto al kan y dirigía un escuadrón de caballería; y al cumplir los diecisiete años se había desposado con Altani, una bella joven del linaje de los borchiguines. En el mundo de los nómadas, la cohesión de la tribu es fundamental para su supervivencia.
No eran los más numerosos y seguían rodeados de enemigos por todas partes, pero habían dejado de ser el pueblo débil y derrotado de antaño. Gengis Kan había logrado despertar el orgullo mongol, había conseguido lo que su padre, Yesugei, le había hecho prometer, que los mongoles volvieran a creer en sí mismos, en que eran capaces de convertirse en el pueblo elegido por Tengri para dominar el mundo. Por entonces no imaginaban que el mundo fuera tan grande; tardarían veinte años más en averiguarlo.
Los mongoles vivían al fin libres. Los tártaros, sus principales enemigos, estaban deshechos, aunque algunos grupos vagaban por las praderas recolectando raíces y mendigando un hueso para roer. Uno de ellos escapó al acoso mongol y durante mucho tiempo había merodeado por los alrededores de sus campamentos aprovechando algunos despojos. Un día el hambre lo acuciaba tanto que se atrevió a deslizarse hasta el campamento de Gengis Kan. La mayoría de los hombres había salido de caza y en las tiendas sólo estaban las mujeres y los niños.
Bortai se asustó cuando vio bajo el umbral de la tienda a aquel hombre, sucio, desaliñado y cubierto de harapos en la entrada de su tienda.
—Traigo buenas intenciones, sólo pido un poco de comida —afirmó aquel ser maloliente y andrajoso levantando las manos.
Bortai se compareció de su aspecto. Estaba tan flaco y débil que parecía inofensivo.
—Si esas son tus intenciones, puedes sentarte —le dijo la esposa del kan.
El hombre lo hizo en un pequeño banco que había junto al umbral.
—Espera aquí, te traeré algo de comer —le indicó Bortai antes de salir.
Mientras el tártaro esperaba, entró en la tienda Tului, el hijo varón más joven de Gengis Kan, que entonces tenía cinco años. Al ver a aquel espectro se asustó y salió corriendo. El tártaro se levantó y lo persiguió hasta sujetarlo con una mano. En la otra llevaba un cuchillo que había cogido de encima de la mesa junto a la que se había sentado. Bortai, que regresaba con un cuenco con carne, gritó al ver el cuchillo amenazador sobre la cabeza del niño.
—¡Va a matar a mi hijo!
Al lado de la tienda estaba Altani, la esposa de Borogul, quien al oír los gritos de su amiga y ver al pequeño Tului sujeto por aquel tártaro se abalanzó sobre él, lo sujetó por las desgreñadas coletas y le dio un manotazo que le hizo soltar el cuchillo.
Muy cerca de allí estaban Jelme y su ayudante Jetei descuartizando un buey con dos hachas. Cuando oyeron los gritos de las dos mujeres y los del pequeño Tului acudieron corriendo. El desaliñado intruso se quedó pasmado de espanto cuando contempló a los dos hombres que se acercaban con las hachas en la mano. Ni siquiera pudo reaccionar antes de que Jelme le lanzara un hachazo que le abrió el cráneo. El cuerpo del tártaro se tambaleó y Jetei lanzó un segundo hachazo que le tajó de cuajo el hombro izquierdo.
Los dos hombres comenzaron a discutir sobre cuál de ellos tenía más mérito por haber salvado la vida del hijo del kan. Bortai, que tenía a Tului entre los brazos, les hizo callar diciéndoles que la que realmente había salvado a su hijo había sido Altani, pues si ella no hubiera sujetado por las trenzas al agresor y no le hubiera quitado el cuchillo con un golpe, ninguno de los dos hubiera llegado a tiempo para salvar al niño. Ambos asintieron y dejaron de discutir sobre el asunto.
Ese incidente estuvo a punto de amargar aquellos tiempos felices. Gengis Kan dio gracias a Tengri por haber salvado a su hijo y le ofreció nueve vacas como sacrificio.
Con la seguridad que les daba el kan que los gobernaba, en los tórridos veranos los mongoles acampaban a la sombra del sagrado bosque de pinos del Onón y en las colinas en las que, protegidos del gélido viento del norte por inmensas dunas de arena, crecen cerezos, escaramujos, groselleros, manzanos y albaricoqueros. A orillas del Onón la hierba no desaparece ni siquiera en verano; allí abunda la caza y no faltan el urogallo, la avutarda, la liebre, el corzo y el antílope. En invierno se desplazaban hacia el sur, a las menos frías tierras del límite norte del desierto de Gobi.
La vida era hermosa: cazar, cabalgar sobre la pradera, perseguir a los restos de los tártaros y beber kumis, mientras las mujeres guardaban las tiendas, batían la leche, tejían fieltro y curtían pieles. Los nobles mongoles tenían cuanto un nómada pudiera desear, pero Gengis Kan seguía inquieto. Cuando subía a la cima de alguna montaña para dirigirse a Tengri, sus ojos se fijaban más allá del horizonte, como si quisieran otear qué riquezas esperaban al otro lado del desierto del sur de las llanuras del este y de las montañas de poniente. Apenas tenía conocimiento de qué gentes habitaban esos imperios en los que los hombres vivían en ciudades, esos campamentos permanentes de tiendas de piedra, pero en su interior algo lo empujaba hacia ellas. Las palabras que su padre, Yesugei, le dijera en la cima del Burkan Jaldún se repetían una y otra vez en el interior de su cabeza como un inacabable sonsonete: «No dejes de luchar hasta que el honor de los mongoles sea resarcido, hasta que nuestros enemigos estén sometidos o muertos, hasta que en las cinco partes del mundo ondee al viento el estandarte de nueve colas de caballo».
Los primeros calores del verano comenzaban a rizar los tallos de la todavía verde hierba de las praderas del Onón. El campamento de Gengis kan se había instalado a comienzos de primavera en la falda de una boscosa montaña, en busca del frescor que los frondosos sauces proporcionaban.
Jochi, Chagatai y Ogodei habían salido de caza con Bogorchu y Kasar, en tanto Tului correteaba entre las ovejas persiguiendo a su tía Temulún. Por la ladera de la colina cabalgaban tres jinetes hacia la tienda del kan, en cuya entrada estaba sentado Temuge Odchigín, que como hijo más pequeño de Yesugei era el encargado de la protección del hogar paterno.
—Te saludamos, Temuge —dijo uno de aquellos hombres, uno de los guerreros mongoles que hacían guardia varias millas alrededor del campamento, a fin de que nunca pudieran ser sorprendidos por ningún ataque.
—¿Qué te ha hecho abandonar tu puesto en la guardia? —preguntó airado el hermano del kan.
—Estos keraítas —señaló el guardia a los dos jinetes que lo acompañaban— aseguran que traen de parte de Wang Kan un mensaje urgente.
—¿De qué se trata?
—Sólo podemos comunicárselo a Gengis Kan en persona —contestó uno de los enviados.
—Aguardad un momento.
Temuge desapareció en el interior de la tienda y salió tiempo después.
—Podéis pasar —les anunció—, el kan os recibirá ahora.
En el interior de la tienda de fieltro espeso, Gengis Kan permanecía sentado en un sitial de madera tallada cubierto con la piel de un caballo blanco. A su izquierda estaba su esposa Bortai y a su derecha Jelme, Muhuli y algunos otros jefes de su ejército. Dos criadas sirvieron a los embajadores keraítas una jarra de kumis y una bandeja con pedazos de carne de cordero guisada con raíz de ruibarbo.
Gengis Kan, haciendo caso omiso a los recién llegados, hablaba con Jelme en voz baja. Los dos enviados de Wang Kan lo miraban ensimismados, ofuscados ante los ojos verdes y almendrados y el cabello cobrizo del jefe mongol. Por fin, ordenó silencio con un gesto de su brazo y se dirigió a los embajadores.
—¿Qué os trae a mi campamento? —les preguntó.
Los dos keraítas dejaron de inmediato de comer y beber se adelantaron unos pasos, colocándose a una distancia de veinte pies del kan.
—¡Oh poderoso kan!, venimos del reino de Hsi Hsia, enviados por Wang Kan. Somos portadores de noticias suyas.
—¿Qué le ocurre a mi amigo Togril?, hace tiempo que no sabemos de él.
—Hace dos años tuvo que huir perseguido por los naimanes y por su propio hermano, y buscó refugio en el reino de Hsi Hsia; el rey tanguto es amigo suyo y le proporcionó alimentó y caballos. Desde allí marchó con un puñado de fieles hacia el oeste, siguiendo las rutas de las caravanas que atraviesan el territorio de los uigures, hasta el reino de los kara-kitán. Su rey, el gurkán Julhu, lo acogió en principio, pero no pasó mucho tiempo sin que surgieran recelos en el corazón del rey kara-kitán. Wang Kan se vio obligado a dejar ese reino y regresar de nuevo a Tangutia. Con los mismos fieles que lo habíamos acompañado en el destierro, reanduvo el camino de vuelta hacia el este.
»Cuando alcanzamos la primera de las aldeas de Tangutia, teníamos tal aspecto que algunos hombres creyeron que éramos bandidos y se enfrentaron a nosotros. Nos negaron comida y bebida. Tras el largo y agotador camino estábamos desesperados, y tuvimos que eliminarlos para conseguir alimentos. La noticia llegó al rey de Hsi Hsia y ordenó a su ejército que nos capturara. Una patrulla de tangutos nos ha perseguido hasta el mismo borde del desierto, que hemos atravesado tan sólo con cinco cabras y un camello. El propio Wang Kan ha tenido que abrir una vena del camello y beber su sangre para sobrevivir.
»Tu amigo el Wang Kan ha escapado varias veces a una muerte cierta, ha recorrido distancias enormes huyendo de enemigos y traidores y ha logrado sobrevivir a tan duras pruebas. En una ocasión tú, poderoso kan, te presentaste ante él solicitando su amparo, pues él es tu padre adoptivo, el anda de tu padre, Yesugei. Fuisteis aliados y juntos combatisteis a innumerables enemigos, venciéndolos a todos en el campo de batalla. Ahora Wang Kan te necesita. Acude ante ti, su hijo adoptivo, para que lo ayudes a recobrar su trono, a ser de nuevo el soberano de los keraítas.
Gengis Kan contempló por un momento a los dos embajadores desde su sitial. Sus atigrados ojos se volvieron hacia las ramas de abedul que crepitaban en el fuego que ardía en el hogar, en el centro de la tienda. Una fina columna de humo ascendía hacia lo alto y se escapaba por el agujero abierto en el centro mismo de la yurta disipándose en el cielo azul. Jelme y Muhuli permanecían con los brazos cruzados sobre el pecho, atentos a la decisión que Gengis Kan tomara.
Por fin habló.
—Id y decidle a Togril que yo le devolveré el trono que le pertenece.
Durante todo el verano no cesaron los preparativos para guerra que se avecinaba. El regreso de Togril había redefinido los dos bandos que se establecieran tiempo ha entre las gentes que viven en tiendas de fieltro. Por un lado, naimanes, merkitas y algunos clanes mongoles que seguían a Jamuga, y por otro los mongoles de Gengis Kan y los keraítas de Wang San. A principios del otoño el ejército de Gengis Kan, integrado por veinte mil hombres perfectamente equipados y entrenados, irrumpió en territorio keraíta. Sin ninguna oposición llegó hasta el Bosque Negro, donde antaño solía asentar sus tiendas Wang Kan, y allí repuso a éste como soberano de los keraítas.
Keraítas y mongoles juntos constituían una fuerza formidable. Muchos guerreros, veteranos de las antiguas victorias que les había proporcionado esta misma alianza, acudieron al lado de los dos caudillos. El corazón del mundo latía con fuerza de nuevo y Gengis Kan era quien lo impulsaba. La renovada alianza puso en guardia a los demás pueblos, que comprendieron de inmediato el peligro que sobre ellos se cernía. Los primeros en sufrir las consecuencias fueron los naimanes. Ellos habían sido los principales responsables de la caída de Wang Kan; ambicionaban los ricos pastos de las riberas del Orjón y del Tula y habían aprovechado la ausencia del jefe keraíta para ocupar la mitad occidental de su territorio.
Sin ningún aviso, como si se tratara de un tormenta de verano, tan frecuentes en Mongolia, el ejército de Gengis Kan cayó sobre los naimanes. Decenas de campamentos fueron desbaratados y sus propiedades confiscadas y repartidas entre los guerreros mongoles. Miles de naimanes fueron empujados hacia las selvas de altos árboles del norte. Pero ambos caudillos aliados actuaban de manera bien distinta. Gengis Kan era generoso tanto con los suyos como con los vencidos, y su carácter equilibrado y dueño de sí y su sentido innato de la disciplina y el orden transmitían confianza. Repartía entre sus hombres el fruto del botín, acordando la manera de hacerlo antes de cada campaña. Invitaba a los vencidos a incorporarse a su ejército tras jurarle fidelidad eterna, e incluso les permitía casarse con mujeres mongoles. Las viudas y las hijas de los enemigos muertos en combate no eran asesinadas o vendidas como esclavas, sino que se entregaban como esposas a los jinetes mongoles. Por el contrario, Wang Kan albergaba en su pecho un sentimiento de venganza que lo hacía cruel en la victoria. Así, en tanto Wang Kan era odiado y temido, el poder de Gengis Kan se acrecentaba más y más y su prestigio como jefe crecía día a día.