Doce jinetes arribaron al campamento. Montaban espléndidos corceles enjaezados con gualdrapas de cuero laqueado en rojo. Uno de ellos era un alto dignatario de la corte de los jürchen. Hasta entonces, Gengis Kan nunca había tenido contacto directo con los poderosos señores del Imperio kin. Fueron recibidos como embajadores de un país amigo, a pesar de que no había olvidado que su padre le dijo que habían sido los jürchen quienes incitaron a los tártaros a aplastar a los mongoles.
El jefe de la delegación china, tras pasar entre dos hogueras para purificarse de los malos espíritus, se dirigió a Gengis Kan en cuanto recibió autorización para hacerlo. Un intérprete traducía con presteza sus palabras.
—Nuestro soberano, su majestad imperial Ma-ta-ku, envía a su hijo Temujín sus saludos y le exhorta a que se una a él para combatir a los tártaros. Nuestro glorioso general Ching Siang persigue a varios clanes de esos bandidos aguas arriba del río Ulja. Se dirigen hacia tus tierras, ¡oh, poderoso kan!, encabezados por su caudillo Meguyín Segultu. Si aceptas la alianza con nuestro soberano y lo ayudas en la batalla, él sabrá compensarte como un padre a un hijo.
Gengis Kan, sentado entre su esposa Bortai y el pequeño Jochi, reflexionó un buen rato. Aquélla era la oportunidad que durante tanto tiempo había esperado. El soberano del Imperio de los kin le ofrecía una alianza, y nada menos que para enfrentarse a sus seculares enemigos los tártaros. Aquella podía ser la ocasión para convertirse en el caudillo más poderoso de todas las tribus al norte de la Gran Muralla. Pero también podía ser una treta, una trampa dispuesta por los tártaros para acabar con él. Optó por la prudencia y respondió:
—Desde hace muchas generaciones los mongoles somos enemigos de los tártaros. Esa raza de chacales ha matado a nuestros abuelos y a nuestros padres. Es hora de que paguen con su sangre tantos crímenes. Decidle a vuestro general que lucharemos junto a su ejército contra nuestro enemigo común.
Los embajadores jürchen se retiraron y Gengis Kan actuó deprisa. Decidió enviar un mensajero a Togril para ponerle al corriente de la situación y pedirle que acudiera con su ejército a ayudarle contra los tártaros. Togril, que profesaba desde hacía tiempo odio mortal hacia esta tribu, respondió de inmediato y acudió con veinte mil hombres perfectamente equipados. Los mongoles estaban preparados para la batalla. Todos los clanes habían acudido a la llamada del kan; todos menos los yurkines, que, aunque habían jurado la paz con los borchiguines, no olvidaban la afrenta que se les causara durante la fiesta celebrada a orillas del Onón. Se esperó varios días más la respuesta de los yurkines a la llamada convocando al ejército, pero no hubo ninguna contestación a los mensajes. Entre tanto, los tártaros se acercaban y no se podía aguardar más. Togril y Gengis Kan dieron la orden para que el ejército se pusiera en marcha. No menos de treinta y cinco mil hombres, formados en treinta y cinco guranes de a mil, cabalgaban por el valle del Ulja al encuentro del enemigo. El estandarte blanco de nueve colas de caballo y el guión con la cruz se alzaban al frente de las tropas desplegadas en perfecta formación de combate.
En un amplio recodo del valle, en el paraje denominado Naratu Chituguen, avistaron a los tártaros. Acosados en su retaguardia por el príncipe Siang, el general que mandaba las tropas de los kin, y frenados en su huida por mongoles y keraítas, se habían fortificado en un altozano, colocando sus carros en un amplio círculo a media ladera. Los soldados chinos intentaron tomar el improvisado fortín al asalto, pero todas sus tentativas habían fracasado. La caballería se desplegó en varias filas; en las primeras líneas formaban los portadores de pesadas corazas hechas con dos placas de metal sujetas con cuerdas a los hombros y a la cintura. Detrás estaban situados los mejores jinetes, armados con lanzas, azagayas y látigos, y todavía más atrás a los arqueros. El kan los arengó resaltando que iban a combatir contra los asesinos de sus padres y de sus abuelos.
—Ahí enfrente, asustados como mujeres detrás de sus carros, están apostados los tártaros. Hemos esperado esta oportunidad durante mucho tiempo. Hace ahora más de veinte inviernos que esos hombres con los que vamos a enfrentarnos mataron a nuestros padres, violaron a nuestras madres y degollaron a nuestros hermanos. Hoy la venganza se presenta ante nosotros. Como aliados nuestros, están los kin. Son dueños de tierras inmensas allá donde nace el sol, viven en grandes yurtas de piedra y son tan numerosos como las estrellas. Y pese a todo, no han podido quebrar la resistencia tártara. Nosotros vamos a combatir por primera vez como aliados suyos. Sus ojos van a contemplar cómo lucha un mongol. Que nadie dé un paso atrás, que nadie abandone su puesto en la carga. Si uno de nosotros sucumbe en el asalto, otro ocupará de inmediato su lugar y seguirá adelante. ¡Ay de aquél que desfallezca o abandone la lucha!, mi justicia lo alcanzará de tal modo que lamentará haber nacido. Hoy sólo caben dos salidas, o la muerte o la victoria.
Los keraítas de Togril y los mongoles de Gengis Kan cayeron sobre el fortificado campamento tártaro con incontenible violencia. La primera carga de la caballería pesada abrió una brecha en el círculo de carros e irrumpió como un torrente desbordado entre las tiendas. Sorprendidos por la espalda, algunos de los defensores del improvisado fortín abandonaron sus puestos y el círculo comenzó a romperse por varios sectores. Muy pronto había acabado la lucha. Miles de tártaros yacían por el suelo degollados a cuchillo o ensartados por las certeras flechas mongoles. La orden se había cumplido a rajatabla: ni uno solo de los guerreros tártaros conservó la vida. Las mujeres y los niños se convirtieron en esclavos.
Al pie de la colina, en el recodo del río, los soldados del general Siang se quedaron boquiabiertos. Nunca habían visto a un ejército pelear con la ferocidad con que la que aquel día lo hicieron los hombres de Togril y sobre todo los de Gengis Kan. La mayoría de los chinos consideraba a los nómadas de la estepa como meros salvajes, bandidos nómadas dedicados al pillaje sólo capaces de la traición y la celada. No les creían preparados para combatir como un ejército disciplinado, sino como una banda de lobos cuando ataca a una presa indefensa. Mas aquel día contemplaron a una fuerza creciente, indomable pero organizada, capaz de arrasar cuantos obstáculos se interpusieran en su camino. Entonces aún no imaginaban que años después iban a sufrir esa fiereza en sus propias carnes.
Finalizado el exterminio de aquellos clanes tártaros, Gengis Kan y Togril acudieron ante el estandarte del general Siang. Dentro de una bolsa de cuero portaban la cabeza del caudillo que los había dirigido.
Gengis Kan arrojó la cabeza del príncipe tártaro a los pies de Siang y dijo:
—Buena parte de los tártaros ha dejado de existir. Puedes decirle a tu emperador que los keraítas y los mongoles hemos acabado con muchos chacales de las praderas.
Siang, impresionado por la energía desplegada en el combate por sus nuevos aliados, respondió:
—Vuestro valor en la lucha y vuestra fidelidad al emperador serán recompensados justamente. Él me ha conferido la autoridad para investiros a ambos con títulos y honores.
Con un movimiento de su mano indicó a un escribano que acercara una tela de seda y continuó:
—A ti, Togril, kan de los keraítas, el poderoso emperador kin te nombra Wang Kan, es decir, «príncipe», y ordena que así seas llamado en todo su reino y te sean rendidos los honores y mercedes que tan alto título conlleva.
Extendió su brazo y le entregó su título.
—A ti, Temujín, kan de los mongoles, se te concede el título de tschao-churi, «el pacificador», para que lo uses como distintivo de tu nuevo rango.
Durante los dos días siguientes se procedió al reparto del botín conseguido en el campamento tártaro. Mujeres, niños, tiendas, carros, caballos, armas, ropas y enseres de todo tipo fueron entregados a los guerreros. Gengis Kan sólo reservó para sí la cama del jefe tártaro, realizada en plata, y una manta azul con estrellas bordadas en hilo plateado. A su madre Hoelún le guardó un regalo muy especial. Finalizada la matanza y cuando se procedía al saqueo del campamento, apareció escondido entre unos sacos de lana un niño que tenía un aro de oro en la nariz y vestía una camisa de seda dorada ribeteada con pieles de marta. Se trataba sin duda del hijo de un jefe. Gengis Kan lo tomó para sí y se lo entregó a su madre, quien lo adoptó de inmediato. Le puso como nombre Sigui Jutuju y lo convirtió en el séptimo de sus hijos varones. Los cuatro primeros nacidos de su matrimonio con Yesugei y los tres más pequeños adoptados, el merkita Guchu, el tayichigud Kokochu y este tártaro.
Con motivo de aquella alianza entre los mongoles y el imperio de los kin el nombre de Temujín se escribió por primera vez en los Anales Históricos del Imperio.
Despacio, quizá más despacio de lo que él quisiera, pero de manera inexorable, Gengis Kan estaba logrando sus objetivos. «Un solo kan bajo el único sol en el Eterno Cielo Azul», se repetía una y otra vez. Antes y después de cada batalla, el kan ascendía a una montaña y postrado en su cumbre rogaba a Tengri que le proporcionara las fuerzas necesarias para conducir a su pueblo a la victoria. Sobre la cima del Burkan Jaldún, el viento agitaba su pelo rojo. Sus profundos y metálicos ojos verdes oteaban el horizonte. Había ascendido a la montaña sagrada en busca de la cercanía de la divinidad. Su espíritu necesitaba estar solo por unos días. Los precipitados acontecimientos apenas le habían dejado tiempo para meditar. Decidió alejarse del campamento y recluirse en la cumbre sagrada durante tres días, sin otra compañía que la de su caballo y sin otro equipaje que una manta de piel y una bolsa con un poco de carne seca, queso y un odre de leche de yegua.
Allá arriba, en el aire puro de las cumbres oreadas por el viento del norte, en el silencio del techo del centro del mundo, lejos de los bramidos de los ganados, del polvo de las llanuras, del sol abrasador de los desiertos, era donde mejor se encontraba. Él, el guerrero indomable, él, que había logrado salir indemne de tantos peligros y acosos, él, que tan sólo con la fuerza de sus brazos y con el coraje de su corazón estaba a punto de forjar un imperio, él, que no temía a ningún hombre y que era temido por todos, se sentía allá arriba inerme ante la voluntad de Tengri. Abajo en la llanura, al frente de su nación, debía aparecer siempre como el soldado indómito, el jefe valeroso, el caudillo invencible. Arriba, en presencia del todopoderoso Tengri, señor de los cielos y de la vida, no era sino una indefensa criatura, como un niño perdido en la noche oscura.
La tarde se extendía lánguida y triste sobre el Burkan Jaldún. Gengis Kan se arrodilló cara al sol poniente y extendió sus brazos hacia el crepúsculo.
—¡Oh poderoso Tengri!, soberano del cielo y de la tierra. TÚ que riges los destinos del mundo y de los hombres, muéstrame el camino que debo seguir. Permite que mi pueblo alcance el gobierno del mundo. Concédeme la fuerza y el poder necesarios para extender nuestro dominio sobre la tierra y haz que los cascos de nuestros caballos cabalguen libremente entre las playas de Oriente y las de Occidente.
Pidió una y otra vez el consejo del dios de los cielos, pero Tengri no respondió. El sol se ocultó entre las montañas y la noche cayó sobre el Burkan Jaldún como un pesado sueño.
Media Mongolia obedecía a Gengis Kan, pero eran todavía muchos los enemigos que acechaban. Algunos de los clanes mongoles más poderosos, celosos de su independencia, seguían prefiriendo mantener su libertad a someterse a un único señor. Entre los nómadas hay dos sentimientos que conviven de manera contradictoria en su modo de vida y que han dado lugar a las más serias disputas entre las tribus. Uno de ellos es el acendrado individualismo y el otro el espíritu de pertenencia al clan. Ambos están presentes en el corazón del nómada y ambos son a la vez complementarios y opuestos. Con semejantes sentimientos encontrados tuvo que enfrentarse el kan.
Tras la victoria sobre los tártaros, algunos clanes que habían estado al lado de Gengis Kan entendieron que su poder estaba aumentando demasiado. Se sintieron amenazados y decidieron enfrentarse a él antes de que su ascenso fuera irresistible. El más importante y poderoso era el de los yurkines, que por ser descendiente de Okín Barjaj, el hijo mayor de Kabul Kan, se consideraba superior a los demás y con mayores derechos que nadie a encabezar al pueblo mongol. Gengis Kan estaba furioso con ellos porque no respondieron a sus requerimientos en la batalla contra los tártaros. El kan estimaba que había sido una traición y esta nueva situación no venía sino a reafirmar los agravios que algunos miembros de ese clan habían cometido, especialmente durante la fiesta celebrada a orillas de Onón en la que hirieron a Belgutei mientras éste actuaba como jefe de la guardia. Pese a todo, Gengis Kan había preferido no ir contra ellos para no debilitar sus fuerzas. Pero un grave acontecimiento vino a sumarse a los anteriores, y la paciencia del kan se agotó. Los guerreros mongoles descansaban y se reponían en las praderas del lago Jariltu del duro combate librado contra los tártaros. La mayor parte de los guerreros había salido de cacería en busca de carne y pieles para el próximo invierno. En el campamento principal quedaban tan sólo cincuenta hombres al cuidado de las tiendas y del ganado.
Nadie los vio acercarse. Desde las colinas cercanas cargaron contra ellos más de doscientos yurkines. Aunque en principio intentaron resistir, los soldados de Gengis Kan tuvieron que ceder y huir. Diez cadáveres quedaron sobre el suelo con las espaldas atravesadas por flechas yurkines.
Cuando Gengis Kan regresó de la cacería los supervivientes le informaron de lo ocurrido.
—Fueron yurkines, mi señor. Nos sorprendieron mientras apacentábamos el ganado a orillas del lago. Eran muchos más que nosotros y aunque les plantamos cara nada pudimos hacer sino huir —dijo el jefe del destacamento.
Gengis Kan contempló los diez cadáveres alineados delante de su tienda. Sus ojos verdes estaban serenos pero en la profundidad de sus pupilas podía intuirse una ira contenida.
—Han ido demasiado lejos. Mancillaron la fiesta hiriendo a Belgutei, nos traicionaron no acudiendo a la batalla contra los tártaros y nos acosan como alimañas asesinando a nuestros hombres y robando nuestro ganado. Hasta ahora he aguantado todas sus ofensas para evitar nuevas guerras entre mongoles, pero esta afrenta no puedo consentirla. Mañana mismo saldremos contra ellos. Es hora de acabar con el orgullo de esos malditos yurkines.
Gengis Kan preparó a sus hombres, se cargaron las aljabas con flechas, se limpiaron y repararon los arcos y se afilaron las espadas. Cada hombre debía portar una lanza corta, otra larga, dos arcos y un carcaj con cincuenta flechas; además, dos caballos y una bolsa con comida para seis días. Salieron del campamento y localizaron las huellas que los yurkines habían dejado tras su incursión. Después de dos días siguiendo el rastro los alcanzaron a orillas del Kerulén. El campamento de los yurkines parecía en calma. No menos de trescientas tiendas formaban dos amplios círculos y entre ellos había un cercado repleto de ovejas. Por los alrededores pastaban varias manadas de caballos y grupos de yaks.
Los hombres de Gengis Kan se desplegaron en semicírculo, formando una amplia media luna presta para caer sobre sus desprevenidos enemigos. Belgutei enarbolaba el estandarte de nueve colas de caballo a la derecha del kan. A una orden suya, Belgutei inclinó el bunduk hacia delante y ésa fue la señal para iniciar el ataque. Poco después el campamento de los yurkines estaba completamente deshecho. Tan sólo los dos jefes, los hermanos Sacha Beki y Taichú, escoltados por un grupo de leales, consiguieron escapar al primer envite, pero Gengis Kan, viéndolos alejarse, salió en su persecución con un grupo de miembros de su guardia personal. Los alcanzaron a la entrada del estrecho de Teletu, donde el kan había apostado varios arqueros para cortar una posible huida. Una vez más su genio estratégico había acertado.
Los jefes yurkines, atrapados entre los arqueros y los jinetes, depusieron sus armas.
—Nadie que traicione al kan puede seguir con vida —sentenció Gengis Kan.
—No hables tanto y cumple con lo prometido —gritó Sacha Beki.
Varios hombres desmontaron y sujetando a los dos hermanos los acercaron hasta el kan. Éste desenvainó su espada y de dos certeros mandobles les cortó las cabezas. Allí mismo quedaron los cuerpos descabezados de los dos yurkines, expuestos a los picos de los buitres. El resto de los jefes yurkines se sometieron a la voluntad del kan. Todos creían que iban a correr la misma suerte que sus dos hijos caudillos, pero Temujín se mostró magnánimo.
—Habéis seguido a dos malos jefes que os han conducido a la derrota y a la humillación. Esos dos ya no existen. Sois mongoles y en otro tiempo estuvisteis con nosotros, fuisteis miembros de nuestra misma nación. Ahora podéis volver a ella —sentenció el kan.
Uno de los caudillos, se adelantó y habló:
—En verdad nos equivocamos al seguir a esos dos, pero aquí están mis hijos. Te los ofrezco para que te sirvan, para que guarden tu yurta y sean tus siervos. Te entrego lo mejor que tengo y te digo: si alguno de ellos te sirve mal o te abandona, atraviésale el corazón.
Como un solo hombre, todos los supervivientes de la batalla aclamaron a Gengis Kan y vitorearon su nombre. Así fue como se destruyó el linaje de los yurkines, cuyo nombre significa «irresistibles», que pese a su poder y a su fuerza no fue capaz de frenar el empuje de Temujín.
Uno de los niños que había quedado huérfano en la refriega, llamado Borogul, fue entregado a Hoelún, la cual mantenía a sus otros tres hijos adoptivos, a quienes criaba como si fueran propios.
Pero todavía quedaba una deuda por saldar. Buri el Fuerte había sido apresado en la batalla contra los yurkines. Era hijo de Jutuku Mungler, tercero de los hijos de Kabul Kan, y por tanto primo del padre del kan. Su fortaleza física era tal que se consideraba el más fornido de los mongoles. Aunque Gengis Kan lo había tumbado con la ayuda de una pértiga con ocasión del enfrentamiento que tuvo lugar durante la fiesta en la que contendieron borchiguines y yurkines, nadie hasta entonces había podido derrotarlo en combate cuerpo a cuerpo sin armas.
Gengis Kan retó a Buri el Fuerte a una pelea. Él era el caudillo de la nación y debía demostrar que su fuerza superaba a la de cualquier hombre y que era capaz de vencer al que todos consideraban como el mejor de los luchadores. Cuando Buri oyó de labios del kan el reto, sus labios dibujaron una sarcástica sonrisa. Ambos luchadores se aprestaron al combate en medio de un amplio círculo trazado por los propios espectadores. Estaba a punto de iniciarse la lucha cuando una voz se alzó por encima de la expectación:
—¡Alto!, soy yo quien debo luchar con Buri el Fuerte.
Era Belgutei quien había impedido el comienzo del combate.
—Fue a mí a quien ofendió e hirió ese hombre. Reclamo mi derecho a batirme con él y así restañar mi honor —continuó el hermanastro de Gengis Kan.
—Belgutei ha hablado bien. Nadie, ni siquiera el mismísimo kan, puede conculcar ese derecho a un noble mongol —intervino un viejo chamán elevando su profunda voz.
—Mejor así —gritó Buri—. Primero acabaré con Belgutei y después haré lo mismo contigo, Temujín.
Buri el Fuerte pronunció con desprecio el nombre de Temujín, como queriendo transmitir que él no lo reconocía como soberano de todos los mongoles.
—Que así sea —dijo el kan.
Belgutei se despojó de su chaqueta de piel y ocupó el lugar de Gengis Kan en el centro del círculo.
Buri era ciertamente un formidable luchador que confiaba ciegamente en su tremenda fuerza. En el primer choque de ambos contendientes logró asir con una mano a Belgutei y mediante una hábil zancadilla lo derribó. Se abalanzó sobre él y consiguió colocarle con la espalda en el suelo. La pelea parecía acabada. Sentado sobre el pecho de Belgutei, con las rodillas inmovilizándole los brazos, Buri el Fuerte tenía las manos libres para apretar la garganta de su oponente hasta estrangularlo. Por unos momentos saboreó su triunfo y miró a su alrededor a la multitud que contemplaba en silencio el combate. Sonrió con malévola expresión a Gengis Kan, quien le devolvió la mirada desde sus profundos ojos verdes. Buri creyó ver a la mismísima muerte reflejada en aquella expresión, y un tanto impresionado relajó la tensión de sus músculos. Fue justo lo suficiente como para que Belgutei pudiera librarse de la presa y con un ágil movimiento se colocó a la espalda de Buri, quien, sorprendido por la inesperada reacción de su oponente, no supo responder. Belgutei cruzó sus brazos por delante del cuello de Buri y lo cogió por las puntas de su camisa, de las que tiró con toda la fuerza de que fue capaz. Buri quedó de rodillas asfixiado por su propia vestimenta, intentando en vano zafarse. Belgutei miró hacia atrás y vio a Gengis Kan que se mordía los labios. El kan hizo un leve gesto con la cabeza y Belgutei colocó su rodilla en la espalda de Buri. Tiró de la camisa hacia atrás con toda la fuerza que pudo y a la vez hincó su rodilla en el espinazo de Buri. Se oyó un seco crujir de huesos y el gigante, que trataba desesperadamente de soltarse de la presa a que estaba sometido, dejó de gesticular y cayó de bruces como un muñeco roto, con la columna vertebral partida.
—No debí confiarme. Por miedo al kan he vacilado y eso me ha costado la vida. Esos ojos, esos ojos…
No pudo decir nada más. Buri expiró entre esputos de sangre mezclados con una sustancia amarillenta.
Algunos comenzaron a aclamar al vencedor, pero el kan, con un enérgico gesto de su brazo, cortó de raíz los gritos. Belgutei cogió el cadáver y lo arrastró lejos de allí entre el silencio de los asistentes a la pelea. Las afrentas de los yurkines estaban vengadas, el kan debería estar satisfecho, pero a la vista del cadáver de Buri una sensación agria recorrió su garganta y su paladar.
«¿Cuántos mongoles más tendrán que morir hasta que se culmine la unidad de todos los clanes?», pensó Gengis Kan.
La multitud que poco antes se atropellaba para presenciar el combate se había dispersado. En la improvisada palestra, sobre la que comenzó a soplar una brisa que arrastraba finas columnas de polvo gris, sólo quedó el kan.