7. Un único señor bajo el único sol

En la tienda de Altán, hijo del último kan mongol, se habían reunido los jefes de los clanes. La asamblea había sido promovida a iniciativa de Juchar y Sacha Beki, hijos de Nekún Taisi, primos de Temujín.

—Es joven pero experto y fuerte como un tigre, es hora de que proclamemos a Temujín como kan —dijo Juchar.

—Mi hermano tiene razón. Si no designamos pronto a un jefe que nos dirija y una a todos, las disputas estallarán de nuevo entre nosotros. Ahora estamos divididos entre los que seguimos a Temujín y los que obedecen a Jamuga; es hora de elegir a un nuevo kan —sentenció Sacha Beki.

—Necesitamos un kan y ése es sin duda Temujín. Todos lo habéis visto pelear. Nadie lo iguala en valor y en fuerza. Su pecho alberga el corazón de un halcón y su cabeza encierra la voluntad de un caudillo de hierro. Sólo él es capaz de conducirnos a la victoria sobre los enemigos que nos acechan. Su espíritu es indomable y sus derechos a la herencia de los kanes nadie puede discutirlos. Es hijo de Yesugei Bahadur, nuestro más notable caudillo desde los tiempos de Jutula Kan, y nieto de Bartán el Valeroso, hijo a su vez de Kabul, nuestro segundo kan. Además, los posibles herederos al kanato le hemos prestado homenaje. Yo mismo, Altán, hijo de Jutula Kan, lo he reconocido como señor, y también lo han hecho Juchar y Sacha, sus dos primos, miembros notables del clan de los borchiguines. Todos los presagios lo señalan como el elegido de Tengri para regir el kanato de los mongoles yakka. ¡Proclamémosle kan!

—Sí, hagámoslo —gritaron varias voces al unísono.

Poco después los jefes de los clanes se dirigían hacia la tienda de Temujín.

—¡Temujín! —grito Altán—. Aquí están los jefes de tu pueblo que vienen a comunicarte una grata noticia.

Temujín, que ya había sido avisado de lo que iba a suceder, salió de la tienda en la que estaba con su hijo Jochi, quien daba sus primeros pasos, y con Bortai y se colocó frente a los jefes.

—Hemos decidido, reunidos en asamblea, que seas nuestro kan. Queremos que sea Temujín, hijo de Yesugei, hijo de Bartán, hijo de Kabul Kan, quien dirija a los mongoles yakka. Esta tarde, a la puesta de sol, celebraremos un kuriltai de todos los clanes junto al bosque, allí te proclamaremos como nuevo kan.

—Vosotros también tenéis derecho al kanato. Yo propongo que seas tú, Altán, hijo de Jutula Kan, quien nos dirijas —dijo Temujín.

—Yo no tengo capacidad para mandar sobre todos vosotros; insisto en que debes ser tú quien asuma el mando —replicó Altán.

—En ese caso, sé tú, Juchar, hijo de Nekún Taisi, del linaje de Kabul Kan, quien ocupe el kanato.

—No, primo. Mi padre aceptó que su hermano Yesugei, tu padre, estuviera por encima de él en cuanto a los derechos al trono. Por eso yo estoy por debajo de ti —dijo Juchar.

—En ese caso —intervino de nuevo Altán—, Temujín será nuestro kan.

Cuando Altán acabó de hablar, todos los jefes se arrodillaron ante Temujín y le rindieron homenaje.

Al atardecer se reunió el kuriltai. Altán tomó la palabra y habló:

—Temujín, noble señor, cabeza del clan de los borchiguines, descendiente del Azul Eterno y de Alan la Bella, hijo del Cielo y de la Tierra, nosotros, los jefes del pueblo mongol, hemos acordado proclamarte nuestro soberano y que desde ahora seas llamado Gengis Kan. Prometemos servirte con lealtad y procurarte las doncellas más hermosas, las yurtas más ricas, los caballos más veloces; para ti cercaremos las mejores piezas de caza y apacentaremos los rebaños. Nunca te desobedeceremos, y si en el combate te abandonamos, perdamos muestras mujeres, nuestras yurtas, nuestros ganados y todos nuestros bienes, quedemos desamparados y rueden nuestras cabezas en el negro polvo de la tierra. Y si en la paz desatendemos tu consejo, perdamos nuestro hogar y vaguemos solitarios sin amparo en las tierras heladas sin dueño.

—¡Gengis Kan!, ¡Gengis Kan! —gritó Juchar.

Un coro de voces enfervorecidas jaleó el título que acababan de dar a Temujín:

—¡Gengis Kan!, ¡Gengis Kan!

Temujín se levantó de la silla de madera forrada de cuero desde la que había presidido la asamblea. Esperó paciente a que se acallaran las exclamaciones y con los brazos en jarras dijo:

—Mi padre, el valeroso Yesugei, tuvo en su vida un único objetivo: la unidad de los mongoles bajo un único kan. No pudo culminar su obra porque fue asesinado por unos tártaros, pero me hizo prometerle que si él no lo lograba, yo continuaría su tarea. Por fin ha llegado el día deseado. Acepto vuestro nombramiento y ordeno, como vuestro soberano, que desde ahora todos os dirijáis a mí con el título con el que el pueblo mongol me ha investido, y que todos me llaméis Gengis Kan.

De nuevo estallaron los gritos en las gargantas inundando el bosque cercano.

—Una nueva era se abre para nuestro pueblo. ¡Un solo pueblo, un solo kan, bajo el sol en el Eterno Cielo Azul! —finalizó Gengis Kan.

Tras el kuriltai celebrado a orillas del Sengur, Gengis Kan organizó su recién creado reino. Nombró generales a sus fieles compañeros Bogorchu, Jelme, Muhuli, Subotai y Jubilai, a sus hermanos Kasar y Belgutei y a los caudillos de los clanes que se le habían unido y designó a los responsables de los ganados, del ejército, de las tiendas, de la guardia y de los mensajes. Con esos nombramientos demostró ser un hábil gobernante. Nadie quedó descontento; todos los clanes recibieron alguna dignidad, incluso los que poco antes habían sido sus enemigos. La lealtad era la mejor de las virtudes para Temujín y sabía que mantener la fidelidad de aquellos fieros hombres sólo podía conseguirse mediante una mezcla de firmeza y magnanimidad. Supo recompensar la entrega y el valor pero también castigar la traición y el abandono. Impartió justicia y aunque en ocasiones se mostró cruel y despiadado, supo mantener unidos a los clanes acabando con las riñas tradicionales entre ellos. Sobre sus jóvenes hombros comenzó a recaer la tarea de crear un imperio. Fue amado por su pueblo hasta la adoración, y en no pocas ocasiones él mismo tuvo que reprender a algunos de sus súbditos cuando lo comparaban con Tengri, el dios del Cielo Eterno.

«Nada ni nadie está por encima de Tengri, ni siquiera a su misma altura», solía repetir una y otra vez Gengis Kan a quienes lo adulaban.

Desde el campamento del kan salieron mensajeros anunciando su proclamación como soberano de los mongoles. Una embajada llegó hasta Togril, el kan de los keraítas, su viejo aliado, quien acogió de buen grado la noticia.

—Era ya tiempo de que los mongoles tuvieran un único caudillo. Me alegro de que «mi hijo» Temujín haya sido proclamado kan. Hacedle saber que deseo ratificar nuestra alianza y nuestros acuerdos.

Otra embajada se dirigió al campamento de Jamuga. Cuando el anda de Temujín recibió la noticia de boca de dos correos, Jamuga intentó demostrar que no le afectaba y dijo a los mensajeros que a su vez transmitieran este mensaje a Altán y a Juchar:

—Preguntad a esos dos que por qué se metieron entre mi anda Temujín y yo. Sé que han sido ellos quienes han puesto a Temujín contra mí, quienes han conspirado y maniobrado a mis espaldas para enfrentarnos. Decidles que me siento traicionado por ellos, que si querían que Temujín fuera kan, deberían haberlo dicho antes de que nos separáramos. ¿Por qué no lo hicieron entonces y han esperado a que yo estuviera alejado para erigir kan a mi anda? Espero que ahora sean compañeros sinceros y leales.

Así fue como Temujín fue proclamado, y desde entonces todos lo llamaron Gengis Kan, que en lengua mongol significa «emperador universal».

Temujín había aprendido muchas lecciones en sus años de infancia y adolescencia, casi siempre sufridas en sus propias carnes. De ninguna manera estaba dispuesto a que los peligros que en el pasado habían estado a punto de acabar con él volvieran a repetirse; más todavía, ahora que era el kan y gobernaba sobre miles de tiendas y de sus decisiones dependían miles de vidas.

Estaba obsesionado por mantener siempre en forma y listos para el combate a sus guerreros. Al ser nominado, Temujín disponía de un ejército de trece mil soldados, que distribuyó en trece batallones, llamados guranes, de mil hombres cada uno de ellos. Buscó la máxima homogeneidad en cada uno de los guranes, por ello los configuró según la procedencia familiar y el grado de amistad de cada uno, entendiendo que luchar al lado del hermano o del amigo sería un incentivo para sus soldados. Para mantenerlos activos en tiempos de paz y evitar la relajación a que tan propicios son los nómadas, inventó un juego llamado «la carrera del estandarte». Consistía en un ejercicio de caballería en el que intervenían cientos e incluso a veces miles de jinetes divididos en dos grupos. Uno de los bandos se lanzaba al galope penetrando en cuña en el ejército oponente, en tanto las dos alas se desplegaban envolviendo sus flancos. A base de repetir una y otra vez los movimientos de cada grupo de jinetes, la caballería de Gengis Kan alcanzó una precisión extraordinaria en la realización de sus tácticas, y cuando un gurán se movía parecía como si estuviera constituido por un solo hombre y no por mil. Los ejercicios colectivos se complementaban con combates cuerpo a cuerpo en los que se ejercitaba el empleo de la espada y la lanza. Los más certeros con el arco se entrenaban bajo las órdenes de Kasar lanzando una y otra vez series de flechas tanto sobre blancos móviles como fijos, bien en posición estática bien a todo galope sobre el caballo. El entrenamiento permanente, la habilidad en el manejo de las armas, especialmente del arco, la repetición de los movimientos en grupo hasta la coordinación perfecta y el profundo sentido de la disciplina y de la obediencia al jefe convirtieron al ejército mongol en el más formidable de cuantos hasta hoy han cabalgado sobre la tierra.

Los mongoles siempre estaban alerta. Cuando se desplazaban en busca de nuevos pastos en primavera o en otoño la prudencia era completa. Antes de levantar el campamento se enviaban por delante a escuchas y oteadores que se desplegaban en forma de abanico buscando los mejores prados y la abundancia de fuentes; a continuación se movía una vanguardia formada por un nutrido grupo de guerreros, en número suficiente como para defenderse de cualquier agresión imprevista. Esta vanguardia, oídos los informes de los oteadores, decidía el lugar donde se iba a instalar el nuevo campamento e iniciaba los preparativos. Detrás avanzaba el grueso de la tribu, formado por las tiendas, los carros, las mujeres, los niños y los rebaños, protegidos por el grueso del ejército siempre en formación de combate. Por último, un batallón protegía la retaguardia, recogía a los rezagados y recuperaba las cabezas de ganado que se extraviaban. Pero los mongoles, antes unidos frente al común enemigo merkita, se habían separado, y con la división se acentuaron las tradicionales discordias entre ellos. Temujín y Jamuga habían roto su amistad y los clanes habían optado por uno u otro. Una enorme grieta se había abierto entre los dos grupos y nada parecía indicar que uno de ellos estuviera dispuesto a cerrarla. Todos sabían que sólo la muerte de uno de los dos caudillos significaría el final de la división.

Un grave episodio vino a añadir nuevos problemas a los ya existentes. Taichar, primo de Jamuga, sentía deseos de venganza hacia los clanes que habían abandonado a su pariente para unirse a Gengis Kan. Había sido nombrado jefe de una patrulla y decidió por su cuenta hacer una incursión en la estepa de Sagari, donde pastaban algunos cientos de potros de la caballada de Gengis Kan. Consiguió robar varias decenas y se los llevó a su lugar de acampada, al pie del monte Yamala. El guardián de los caballos era Jochi Darmala, uno de los más fieles vasallos de Gengis Kan, que nada pudo hacer ante el ataque de los hombres de Taichar. Pero Jochi no renunció a rescatar los caballos y, amparándose en la oscuridad de la noche, siguió el rastro de los ladrones. Colgado del vientre de su montura, a fin de no ser descubierto, logró acercarse a Taichar. Tenía el arco preparado y no falló: la saeta cortó el aire y se clavó en la garganta del primo de Jamuga. Los dos compañeros que lo flanqueaban, creyendo que eran muchos los que atacaban, huyeron abandonando el cuerpo de su jefe. Jochi Darmala regresó con todos los potros robados y aún con alguno más. La guerra entre los dos andas era inevitable.

Gengis Kan había plantado su tienda en la ladera del monte Gurelgu. Estaba seguro de que Jamuga no tardaría mucho tiempo en enviar a su ejército contra él; si quería mantener su prestigio como jefe, no podía dejar sin venganza la muerte de su primo. Pese a que eran muchos los que se habían pasado al lado de Gengis Kan, Jamuga seguía contando con numerosos guerreros. Temujín había dispuesto toda una red de vigías entre las tierras de Jamuga y la región donde se asentaban los suyos. Tenían orden de avisarle en cuanto atisbaran acercarse a los de Jamuga. La tarde caía sobre el círculo de tiendas del kan; dos jinetes cabalgaban a todo galope agitando sus blancos estandartes al viento.

—¡Ya se acercan!; esta mañana han atravesado los riachuelos de Alagugud y Targagud —alertó uno de ellos.

—¿Cuántos son? —preguntó Gengis Kan.

—Al menos treinta mil. Al frente del ejército cabalga el clan de los yaradanes y detrás vienen en formación de batalla el resto de los clanes que apoyan a Jamuga. Se han unido a ellos los tayichigudes, mandados por ese perro de Targutai.

—Targutai, mi viejo enemigo. Sigue esperando su oportunidad para hacerse con el kanato. Es tenaz, muy tenaz —musitó el kan.

Gengis Kan ordenó que se proporcionara comida y kumis a los dos mensajeros y se dispuso a preparar la defensa. Disponía de menos guerreros que la alianza pactada entre Targutai y su anda y había perdido la iniciativa. No había contado con que Targutai se uniera a Jamuga; no estaba en condiciones de enfrentarse a ambos en igualdad, pero no podía escapar. Tenía a su mando trece círculos de tiendas con miles de mujeres, ancianos y niños. Si levantaba los campamentos y huía, no tardarían en alcanzarlo y entonces no tendría ninguna oportunidad. Su única esperanza era presentar batalla y entre tanto permitir que mujeres y niños desmontaran los campamentos y se retiraran. Si lograba vencer, todos los mongoles aceptarían su soberanía, y si era derrotado es probable que pudiera rehacer su kanato con los restos de los clanes que quedaran tras la batalla. Sí, no había ninguna otra opción que combatir.

Apenas había amanecido sobre la llanura de Dalán Balchutaj. Los dos ejércitos, mongoles contra mongoles, se observaban frente a frente. La vanguardia de Targutai había logrado asentar sus estandartes sobre unas suaves colinas desde las que se dominaba el amplio llano. Su posición parecía en franca ventaja. Con los dos ejércitos desplegados, Gengis Kan pudo evaluar rápidamente las fuerzas enemigas, la desventaja en su contra era mayor de lo que había calculado. Las tropas de Targutai y Jamuga casi triplicaban a las suyas, estaban mejor posicionadas y habían tenido más tiempo para prepararse. En otras condiciones no hubiera tenido ninguna duda y habría rehuido el combate, pero los carros con las mujeres y los niños todavía estaban al alcance de sus rivales.

Convocó a sus generales y bajo el estandarte blanco de nueve colas de caballo expuso su plan de combate:

—No podemos vencer. Nos superan con mucho en número y nos han ganado la posición sobre el terreno. Nuestra única salida es contenerlos en tanto nos retiramos en orden. Hay que evitar a toda costa que nos envuelvan y rebasen nuestros flancos. Tú, Belgutei, moverás el ala izquierda abriéndote en forma de abanico, impidiendo que su ala derecha te desborde; muy cerca hay un bosquecillo de pinos que protegerá tu flanco e impedirá que seas envuelto por su superioridad numérica. Mantenlos a raya mientras puedas y si no lograras contener su empuje, retrocede ordenadamente. Tú, Bogorchu, aguanta en el centro hasta que se retire Belgutei; en cuanto lo haga, retrocede a la vez que él. Haced que todos cumplan estas órdenes; si alguien huye apresuradamente o rompe la formación, ejecutadlo allí mismo. Yo defenderé el flanco derecho y en caso de que os superen acudiré en vuestra ayuda. Nuestro objetivo es aguantar hasta que nuestros carros hayan llegado al valle del Onón. Una vez se encuentren allí, nos retiraremos de manera ordenada, sin romper nunca nuestra formación. Si alcanzamos el estrecho de Yerene estaremos salvados, allí tendrán que detenerse. Kasar ocupará la entrada al desfiladero con los quinientos mejores arqueros y protegerá nuestra retirada. Cuando hayamos pasado, frenará a nuestros perseguidores. En el angosto paso de Yerene no caben más de diez jinetes en frente, de allí adelante les será imposible continuar.

—Creo que sería mejor lanzar un ataque de inmediato. Seguro que no esperan que carguemos contra ellos; si los cogemos por sorpresa los venceremos —aseguró Bogorchu.

Gengis Kan miró a su amigo con toda la fuerza de sus centelleantes ojos verdes. Bogorchu bajó los ojos apabullado ante el kan.

—Admiro tu valor, Bogorchu, pero esto no es un juego de muchachos. El futuro de nuestro pueblo depende de esta batalla. Eres mi primer compañero y mi amigo, pero ni tan siquiera a ti te consiento que discutas una sola de mis órdenes. No lo hagas nunca más, no lo hagáis nunca ninguno —sentenció rotundo Gengis Kan.

Tal y como Gengis Kan había previsto, Jamuga ordenó una carga frontal. Sabedor de su superioridad, estaba seguro de que la victoria no podía escapársele; estaba convencido de que su enemigo era un loco ofreciéndoles batalla. Veía su triunfo tan cercano que casi podía sentir las aclamaciones de los mongoles cuando lo proclamaron jefe de todos los clanes. Temujín sólo sería entonces un recuerdo que no tardaría en diluirse entre los de otros muchos héroes de los que, en las leyendas que se cantaban durante las noches de luna, sólo se recordaba el nombre y algunas hazañas. Los yaradanes, sedientos de sangre que vengara la muerte de Taichar, cargaron con toda violencia sobre el centro del ejército de Gengis Kan, pero Bogorchu no cedió. El kan había formado a los guerreros de sus trece guranes en un frente de cien por diez en fondo, configurando así trece bloques compactos que por ningún motivo deberían deshacerse. Targutai, en contra de la opinión de Jamuga, había distribuido sus batallones en bloques de cien en frente por cinco en fondo, ocupando toda la anchura del valle. Los batallones de Targutai eran más numerosos pero menos compactos y sobre todo menos disciplinados. Temujín había colocado en primera línea a los miembros de los clanes de los chainos y de los uúes, a cuyo frente estaba el príncipe Negudei Chagagán, uno de los jefes mongoles más estimado y noble. Jamuga, desde su privilegiada posición, cargó con el grueso de sus tropas sobre el flanco izquierdo que defendía Belgutei. Superados ampliamente en número, los hombres de Belgutei cedieron con orden ante el empuje de los de Jamuga, e iniciaron el repliegue tal y como había planeado el kan. Bogorchu, que hubiera deseado continuar peleando, cumplió a rajatabla lo ordenado y, flanqueado por Jelme y Muhuli, se retiró manteniendo las líneas en perfecta formación. Cuando alcanzaron la embocadura del desfiladero de Yerene sólo faltaban unos trescientos hombres; el resto del ejército atravesó la garganta de rocas y penetró a salvo en el valle del Onón. Targutai y Jamuga no se atrevieron a seguir a su enemigo más allá del estrecho. Comprobaron que las alturas estaba ocupadas por los arqueros de Kasar, y que si intentaban proseguir en su avance caerían abatidos sin remedio entre las angosturas del desfiladero.

—¡Victoria, victoria! —gritó Targutai alzado en su espléndido caballo tordo.

—Han huido como ratas —ratificaron algunos de sus generales.

Pero Jamuga sabía que aquella victoria no les valía. Gengis Kan había escapado a una muerte segura gracias a sus grandes dotes de estratega y había logrado mantener a su ejército prácticamente intacto. Cuando se hizo el recuento de bajas, sólo doscientos muertos habían caído del ejército del kan y se habían capturado a unos cien prisioneros. Targutai y Jamuga habían perdido en la batalla de Dalán Balchutaj más de tres mil hombres, la mayoría de ellos en el centro de su ejército.

Rodeado de sus generales, Targutai iba y venía a lo ancho de la enorme tienda plantada en el centro del círculo de yurtas en su campamento, en la ribera del Alagugud. Sus pasos eran rápidos y sus movimientos reflejaban una enorme cólera. Su rostro denotaba una tensión a punto de estallar y su mirada relampagueaba de uno a otro lado.

—Hemos de darles un escarmiento. Han sido esos malditos uúes quienes con su resistencia han provocado que no pudiéramos coger a Temujín. Si su centro no hubiera aguantado como lo hizo, ahora todo el ejército de nuestros enemigos estaría muerto y nuestra victoria sería total.

Dicho esto, salió de la tienda seguido de sus generales y se dirigió al cercado donde varios guardias custodiaban al centenar de prisioneros capturados en la batalla.

—Traed todas las calderas grandes que haya en el campamento, llenadlas de agua y ponedlas a hervir —ordenó Targutai.

Instantes después setenta calderas hervían sobre los fuegos encendidos en la pradera. Uno a uno, todos los prisioneros fueron introducidos en el agua hirviendo y escaldados en medio de atroces sufrimientos. El propio Targutai cortó con su espada la cabeza del noble Negudei Chagagán y la arrastró, atada de una cuerda a la cola de su caballo, alrededor de todo el campamento.

Aquella demostración de crueldad con miembros del pueblo mongol fue demasiado para muchos de los que seguían con Targutai. Los jefes Juchuldar, del clan de los mangudes, y Jurchedei, de los urugudes, decidieron marchar al lado de Gengis Kan. Pero el principal abandono que sufrió Targutai fue el de Munglig, jefe del clan de los konkotades. Munglig, el amigo de Yesugei que había comunicado la muerte de su padre a Temujín, tenía siete hijos, entre ellos Teb Tengri Kokochu, cuyas artes como chamán serían más adelante bien conocidas, y todos ellos siguieron a su padre. El propio Jamuga, avergonzado ante la cruel actitud de su aliado, se retiró hacia los pastos del norte con sus familiares y clientes. La gran coalición que se había configurado con el objetivo de destruir el creciente poder de Gengis Kan se había disuelto como polvo que arrastra el viento.

La llegada de estos tres grandes clanes al campamento del kan fue recibida con enorme alborozo. Ahora ya no había nada que temer de Targutai y de los tayichigudes; las fuerzas estaban equilibradas y nadie dudaba de que, en la próxima ocasión, la mayor capacidad militar y la superior visión estratégica de Gengis Kan decantarían la victoria de su lado.

—Hagamos una gran fiesta —propuso Sacha Beki, jefe del poderoso clan de los yurkines—. Este es un gran día para nosotros. Por fin todos los clanes herederos de los kanes, con excepción de los tayichigudes, estamos unidos bajo un mismo kan; eso no ocurría desde los tiempos de Jutula. Celebremos la unión con un ikhudur que nos haga olvidar los malos momentos que hemos atravesado. El pueblo mongol tiene por fin algo gozoso que festejar.

—Sí —intervino madre Hoelún—. Hace mucho tiempo que no teníamos motivo alguno para la alegría. Una fiesta puede servir para unirnos todavía más.

—Yo nunca he participado en una de esas grandes fiestas. Recuerdo que oí contar alguna de ellas a nuestro padre, pero no tuvimos ocasión de celebrar ninguna —se lamentó Jachigún.

Taichú y otros nobles de los yurkines asintieron a la propuesta de Sacha Beki.

—De acuerdo, tenéis razón. Han sido muchos años de fatigas y sufrimientos. Bien merecemos una gran fiesta que selle nuestra unión —afirmó el kan.

Sobre la pradera del Onón centenares de calderos hervían llenos de pedazos de cordero. Tenues nubéculas de humo, cargadas con el olor de la carne guisándose, se extendían por todas partes despertando los jugos gástricos de los siempre hambrientos mongoles. En varios espetones giraban sobre gruesas brasas ardientes decenas de carneros y terneras. En trípodes de palos colgaban botos de cuero con el apreciado kumis. Los caudillos se habían reunido en torno al círculo de tiendas de Gengis Kan para participar en el festín que celebraba la unión de la mayoría de los clanes reales.

En el centro del campamento se había encendido un fuego sagrado que se alimentaba exclusivamente con ramas de abedul, y a la entrada del recinto dos grandes hogueras limitaban el lugar por el que debían pasar los asistentes a la fiesta para participar en ella libres de malos espíritus. Los chamanes, vestidos con grandes túnicas amarillas y tocando machaconas melodías con sus pequeños tambores, recorrían todo el campo asperjando con agua bendita y leche agria de yegua las tiendas y los carros, a fin de purificar todos los lugares del campamento y liberarlos de los malos espíritus que pudieran contener. Teb Tengri Kokochu, el hijo de Munglig que pese a ser joven poseía una gran fama como chamán, encabezaba la comitiva. Era éste un muchacho solitario y soñador que vagaba por los bosques en busca del contacto con los espíritus. Entraba con frecuencia en trance y cantaba durante el sueño. Era tan respetado como temido y su influencia ante el kan estaba empezando a crecer. Tiempo después se convertiría en un verdadero problema. Al comienzo de la fiesta se procedió a escanciar a los nobles participantes. El primero fue Gengis Kan, sobre el que se rociaron unas gotas de kumis. Después se hizo lo mismo con Hoelún y con los hermanos del kan, para continuar con Sacha Beki y los miembros del clan de los yurkines, el tercero en orden de nobleza entre los mongoles tras los borchiguines y los tayichigudes. Junto al kan estaban los miembros de estos dos clanes y entre ellos algunas katunes, hijos y nietos de los grandes kanes mongoles. Hoelún no consintió que Dogón, la concubina merkita de su marido, asistiera a la fiesta. En un pueblo como el mongol, acostumbrado a la dura vida del nómada, los festejos son pocos, y cuando se celebran se suele desbordar por completo la mesura y la disciplina de su vida cotidiana. Se consumen cantidades ingentes de alimento y se bebe tanto kumis cuanto el cuerpo es capaz de resistir. Es entonces cuando se alteran las costumbres y se alteran por completo las conductas y las costumbres.

Aquel festejo no fue en esto una excepción. Gengis Kan había dispuesto una guardia de varias decenas de hombres con la misión de mantener la vigilancia en previsión de una siempre posible amenaza exterior, pero sobre todo para evitar los desmanes y tropelías que los participantes en la celebración, una vez ebrios, pudieran cometer. Belgutei fue designado como jefe de la guardia. El kan confiaba en Belgutei como en ningún otro y sabía que su hermanastro cumpliría sus órdenes sin la menor objeción. Los guardias no podían participar en la fiesta, tan sólo se les llevaría doble ración de comida, y tenían completamente prohibido, bajo pena de muerte, consumir una sola gota de kumis. A media tarde la mayoría de los participantes en el festejo estaba borracha. Hartos de comer y saciados de beber, centenares de hombres yacían por el camino tumbados a la sombra de los árboles o recostados en las jocas, durmiendo, sesteando o conversando sobre viejas hazañas guerreras aquéllos que aún mantenían fuerzas suficientes como para poder hablar.

Belgutei seguía en su puesto, atento para acudir a sofocar cualquier alteración que se produjera. Un miembro del clan de los yurkines, aprovechando la modorra general, se acercó sigiloso hasta donde estaban los caballos del kan. Cogió uno y ya lo conducía fuera del cercado cuando Belgutei lo sujetó con fuerza por la espalda acusándolo de robo. Al lado dormitaba Buri el Fuerte, el más formidable de los luchadores de ese clan, que al ver a uno de los suyos detenido por Belgutei, acudió en su defensa. El hermanastro del kan y Buri el Fuerte se enfrascaron en una violenta pelea en la que Belgutei se llevó la peor parte. El fornido yurkín destrozó la chaqueta de piel de Belgutei y le propinó en el hombro derecho un fuerte espadazo con la zona plana de la hoja, provocándole una aparatosa efusión de sangre.

Belgutei abandonó la pelea derrotado y maltrecho y se dirigió hacia el arroyo para lavarse las heridas. Gengis Kan descansaba a la sombra de un alerce, recostado para digerir la enorme cantidad de carne que había consumido. Vio pasar a Belgutei con las ropas destrozadas y el rostro y el cuerpo ensangrentados y lo llamó.

—¡Belgutei, Belgutei! ¿Qué te ha ocurrido?

—No es nada, hermano. La herida es superficial. No quiero ser causa de una pelea entre parientes. Sanará enseguida; en cuanto me lave un poco estaré mucho mejor.

Pero el pelirrojo kan tenía los ojos inyectados en sangre. Estaba furioso; ¿quién era el que había osado atacar al jefe de la guardia durante la fiesta? Debería de estar loco para hacer tal cosa.

—¿Quién ha sido, dime quién te ha hecho esto? —inquirió.

—Déjalo estar, mi kan, no es nada —respondió Belgutei.

—Te ordeno que me respondas.

Una orden del kan nunca era desobedecida.

—Fue Buri el Fuerte. Quiso ayudar a uno de su clan a quien yo había sorprendido robando un caballo de los nuestros.

—Es hora de darles un escarmiento. Vamos.

Gengis Kan reunió a todos los miembros de su familia y los requirió para vengar la afrenta que los yurkines habían hecho a Belgutei. Cogieron los palos de batir el kumis y se dirigieron hacia las tiendas de ese clan. Los yurkines vieron acercarse a los borchiguines y se aprestaron para la pelea. Buri el Fuerte, armado con el asta de una lanza, se adelantó reclamando enfrentarse con el kan. Temujín avanzó hacia él y lo desmadejó de un par de golpes en el torso y en las piernas. Los yurkines, amedrentados por la contundencia de los golpes de Gengis Kan, intentaron escapar, pero los borchiguines cayeron sobre ellos y los molieron a palos.

En la tienda del jefe del clan yurkín encontraron a dos viejas katunes, la oronda Yoriguín y la altiva Jugurchín. Los borchiguines las tomaron como rehenes, a modo de botín de guerra, y las llevaron a sus yurtas.

Al día siguiente, ya repuestos de la resaca del festín, una comitiva de los yurkines fue hacia la tienda de Gengis Kan.

—¡Oh, poderoso kan! —comenzó diciendo Sacha Beki—, te rogamos que nos devuelvas a las dos katunes.

—Antes debéis pedir perdón por vuestro acto y resarcir a Belgutei —repuso Gengis Kan.

—Te pedimos perdón, poderoso kan, y también a tu hermano Belgutei. Hagamos las paces y que reine la armonía entre nuestros clanes —se justificó Sacha Beki.

—Así sea —asentó Gengis Kan, y ordenó que devolvieran su clan a Yoriguín y a Jugurchín.

En lo más crudo del invierno murió la anciana Jogachín. La fidelidad que esta sierva había mostrado durante tantos años a la familia de Temujín se vio recompensada en su entierro. Por primera vez un kan participó en el sepelio de una esclava y vertió unas gotas de kumis sobre su tumba.