Temujín descendió del Burkan Jaldún y con Bogorchu, Jelme, Muhuli y sus hermanos reunió a los miembros de su campamento. Tras varios días de búsqueda consiguió juntar a casi todos en el mismo lugar donde hasta entonces se habían levantado las tiendas de los jóvenes «de voluntad larga».
Temujín contempló a los antes orgullosos e intrépidos muchachos, ahora temerosos, sucios, desharrapados y hambrientos. El aspecto de todos ellos era patético; habían perdido sus tiendas, casi todo su ganado y la mayor parte de sus armas. La carga nocturna de los merkitas los había sorprendido en pleno sueño; habían sido una presa tan fácil e indefensa como un cervatillo para un tigre. Los rostros de sus comineros denotaban inseguridad y miedo y sus figuras, pocos días antes llenas de vitalidad y fuerza, parecían abatidas y tristes, como si se tratara de un grupo de ancianos que han renunciado a luchar por la vida que se les apaga. Aquella situación era crítica; Temujín sabía que si no podía levantar el ánimo e insuflar de nuevo la esperanza en los corazones de aquellos jóvenes, todo estaría perdido para él y para los suyos. Les ordenó que se colocaran en un amplio círculo al lado mismo de los restos de las tiendas quemadas y desbaratadas y se dirigió a ellos con voz enérgica y segura:
—Hemos sido unos ingenuos al creer que nada podría ocurrimos. Descuidamos nuestra atención, dejamos desvelado nuestro campamento y nos entregamos al placer sin guardar nuestras yurtas y nuestro ganado. Nunca más volverá a ocurrimos esto. Tejeremos de nuevo nuestras tiendas, recuperaremos lo perdido y siempre estaremos atentos y en guardia. Nadie volverá a sorprendernos jamás. Nuestros ojos serán como los del águila, nuestro olfato como el del ciervo y nuestros oídos como los del zorro.
Impulsados por la energía que desprendía Temujín y alentados por Kasar, Belgutei y Bogorchu, todos los jóvenes se pusieron manos a la obra. Hoelún y la anciana Jogachín, a quien los merkitas habían dejado libre, fueron las primeras en trabajar con ahínco para recomponer el destrozado campamento.
El rapto de su esposa agudizó sus deseos de venganza. Con sus únicas fuerzas no podía enfrentarse a los merkitas, pero ahora era el protegido del poderoso Togril, quien lo había adoptado como hijo. La afrenta a su honor debía lavarse con sangre derramada en el campo de batalla.
Temujín, con sus hermanos Kasar y Belgutei, fue a visitar a Togril. Había transcurrido casi un año desde que se pactara la alianza y hasta entonces no le había hecho falta recurrir a su protector. El kan de los jeraítas recibió a los tres mongoles en su tienda de fieltro gris, en el Bosque Negro, a orillas del Tula.
—Padre adoptivo —dijo Temujín tragándose su orgullo—, los merkitas han atacado mi campamento y se han llevado a mi esposa Bortai. He venido hasta ti para pedirte la ayuda a la que me da derecho nuestra alianza.
Togril portaba sobre sus hombros la lujosa capa de marta que Temujín le había regalado como señal de amistad. Más que la propia capa lo que halagaba al kan keraíta era el que el hijo de un jefe mongol acudiera a él en busca de auxilio.
—Lo que te han hecho es grave. Un hombre debe luchar por su mujer como si se tratara de su mejor caballo. Voy a combatir a tu lado contra esos malvados merkitas. Hace ya tiempo que debí exterminarlos; ahora se presenta la ocasión. Pero antes debemos calibrar nuestras fuerzas. Los merkitas son casi tan fuertes como nosotros los keraítas. Para vencerlos necesitamos que los mongoles se unan y se coloquen bajo tu mando. Hoy mismo voy a enviar mensajeros a los principales caudillos de los clanes mongoles para invitarlos a que se pongan a las órdenes del legítimo heredero de los borchiguines. Les haré saber a todos que yo, Togril, kan de los keraítas, señor de las montañas y valles entre el desierto del Gobi y el río Tula, te reconozco a ti, Temujín, hijo de Yesugei Bahadur, como mi principal aliado. Unidos mongoles y keraítas, los merkitas sucumbirán bajo las pezuñas de nuestros caballos.
Togril, ebrio de kumis, parecía disfrutar imaginándose victorioso sobre sus enemigos del norte. El kan de los keraítas era un hombre vulgar pero había sabido unir en torno a sí a toda su nación. Pese a su escaso magnetismo personal se había convertido en el caudillo temido y obedecido por todo su pueblo. ¡Cuántas veces un hombre mediocre es capaz de ascender a lo más alto y mantenerse!
—Marcharemos sobre los merkitas, arrasaremos sus campamentos, mataremos a sus guerreros y nos quedaremos con sus mujeres y sus caballos. Recuperaremos a tu querida Bortai y regresaremos victoriosos. Nuestra gesta será cantada por los poetas durante siglos y por todas las estepas los juglares declamarán nuestras hazañas y alabarán nuestros triunfos —prosiguió—. Quizás esté próximo el día en que «un solo kan reine bajo el único sol».
Creo que fue entonces cuando Togril comenzó a imaginar que él podría ser el jefe que uniera bajo su trono a todos los pueblos de las estepas. Era ambicioso y, como todos los hombres vulgares, creía valer mucho más de lo que realmente valía.
—Nos hará falta la ayuda de Jamuga, él es tu anda; ahora vive en su campamento en el valle de Jorjonag. Llámalo y dile que lo necesitas. Se ha convertido en caudillo de un importante grupo de clanes. A una orden suya no menos de diez mil guerreros formarán para acudir al combate. Y tú dedícate a unir a los clanes mongoles que todavía no se han agrupado. Pacta con sus jefes, promételes una buena parte del botín; los hombres se mueven por ambición —finalizó Togril apurando el último trago de kumis de su copa de oro.
Cuando regresaron a su campamento, Temujín ordenó a Belgutei y a Kasar que acudieran a buscar a Jamuga y le explicaran la situación y los planes para acabar con los merkitas. En tanto los dos hermanastros se dirigían al encuentro con Jamuga, Temujín se dedicó con toda intensidad a buscar aliados entre los clanes mongoles.
De todos los pueblos de las estepas, los mongoles eran entonces los más débiles. Jamuga había logrado unir a un puñado de clanes, pero los demás vagaban por los valles del Onón y el Kerulén expuestos a los ataques de sus poderosos vecinos tártaros y merkitas. Ningún príncipe había logrado imponerse sobre sus iguales y aunque muchos reconocían el coraje de Temujín y sus derechos al kanato, la enemistad de éste con el poderoso clan de los tayichigudes retraía al resto a ponerse bajo su mando. Pero los mensajes de Togril hicieron variar la situación. Eran muchos los jefes de clan que estaban ansiosos por colocarse bajo la dirección de un caudillo. Sobrevivir en la estepa implicaba permanecer unidos y formar una horda numerosa que hiciera desistir a los posibles enemigos de cualquier tentativa de ataque. Y entonces ocurrió el milagro.
Temujín practicaba con el arco cerca del campamento cuando su concentración en el tiro fue distraída por las voces de su hermana Temulún que venía corriendo hacia él.
—¡Están llegando, están llegando! —gritaba la niña.
—¿Quiénes están llegando? —preguntó inquieto Temujín.
—Todos, todos. ¡Vienen todos!
Colgó su arco a la espalda, alzó a Temulún a la grupa de su caballo, subió él después de un ágil brinco y arrancó al galope hacia el campamento.
Desde la cima del altozano que dominaba el círculo de tiendas, apenas podía dar crédito a lo que sus ojos estaban contemplando. No menos de dos centenares de carretas, un millar de caballos y un mayor número de bueyes, yaks y ovejas se acercaban desde todas las direcciones en medio de amarillentas nubes de polvo hacia el campamento. El mongol de coletas pelirrojas descendió la suave ladera y descabalgó frente a su tienda.
—Es tu pueblo que regresa a su señor —sentenció orgullosa Hoelún sujetando a su hijo por el brazo.
—Ahora sé que el sueño de mi padre va a cumplirse, madre —le dijo Temujín.
En las semanas siguientes, nuevos contingentes acudieron al campamento de Temujín, hasta alcanzar el número de dos mil tiendas. Decenas de familias, enteradas del pacto con los keraítas, se pusieron de inmediato a las órdenes del joven borchiguín. El ulus de Yesugei comenzaba a recomponerse. Todos tenían cabida en el campamento a pies del Burkan Jaldún, que crecía incontenible como la marea.
Entre tanto, Belgutei y Kasar había acudido al campamento de Jamuga a explicarle los planes que habían acordado Togril y Temujín. Hacía siete años que los dos andas no se veían, pero el antiguo sentimiento de amistad labrado sobre las aguas heladas del Onón se mantenía inalterado.
—¿Cómo se encuentra mi anda? —preguntó Jamuga nada más recibirlos.
—Te envía sus mejores saludos, pero no está feliz. Su corazón sufre por la pérdida de su esposa, que ha sido robada por los merkitas. Hemos venido a solicitar tu ayuda en su nombre. El kan keraíta y Temujín han pactado una alianza para atacar a los merkitas y recuperar a Bortai. Te piden que acudas con tus guerreros al combate y que seas tú quien decida dónde y cuándo se ha de reunir el ejército. Por primera vez en mucho tiempo los mongoles vamos a luchar por la dignidad de nuestro pueblo, y con esta alianza estamos en condiciones de vencer —explicó Kasar.
—Me afligen las noticias que me traéis. El corazón de mi anda es mi corazón y su dolor es también el mío. Estaré a su lado en la batalla y nada podrá detenernos.
Jamuga estableció el plan de ataque contra los merkitas.
—Escuchad con atención. Los merkitas se dividirán pronto en tres grupos, como suelen hacer todos los años en la primavera: Togtoga, un cobarde que tiembla tan sólo escuchando un redoble de tambor, manda el primer clan en la estepa de Búgura; Dayir Usún, tan cobarde como Togtoga aunque buen arquero, encabeza el segundo, que se asienta en la isla de Taljún, allá donde se juntan el Orjón y el Selenga; el tercero de los grupos, que dirige el asustadizo Jagatai Darmala, suele acampar en la estepa de Jaraji. Cuando se dividan será el momento oportuno para atacarlos. El plan que seguiremos es el siguiente: Agruparemos nuestras fuerzas en Bogotán Bogorgui, en las fuentes del Onón, en la primera luna después de la llegada de la primavera, y avanzaremos en línea recta hacia el oeste cruzando el Kilongo. Caeremos por la espalda del grupo de Togtoga y lo aniquilaremos, después destruiremos a los otros dos grupos. Id a comunicárselo a Togril y a Temujín; para entonces deberán estar preparados.
Durante aquel invierno, keraítas y mongoles no cesaron de ejercitarse en el combate. Pese a los fríos vientos del norte que azotaban sus rostros y helaban sus manos, los guerreros mongoles, protegidos con gruesas pieles y embadurnadas sus caras con grasa de caballo para evitar la congelación, disparaban una y otra vez sus arcos, ensayaban cargas de caballería y ejercitaban sus músculos practicando esgrima con sus espadas.
Temujín se había convertido en un caudillo respetado. A finales del invierno más de diez mil personas, casi todas jóvenes, vivían en su campamento y lo reconocían como jefe. Entre ellas, dos mil guerreros se preparaban para seguir hasta la muerte a su señor. El grupo que encabezaba Temujín se había engrosado con nuevos individuos que se fueron agrupando en torno al joven caudillo. Algunos de los que lo habían abandonado a la muerte de su padre volvieron junto a él, y con ellos los mongoles que tras el desastre de la guerra contra los tártaros habían vagado por las regiones situadas entre el Onón y el Kerulén durante casi una década. El joven pelirrojo aparecía a sus ojos como el jefe capaz de aglutinarlos. Tenía todas las cualidades que se requerían de un caudillo: era valiente, esforzado, extraordinario luchador, responsable, serio, cumplía siempre sus compromisos, repartía cuanto poseía con los miembros de su séquito y sabía ser generoso a la vez que enérgico. A todo ello unía la nobleza de su linaje: era hijo de Yesugei Bahadur, quien fuera jefe de la mayor parte de los mongoles, nieto de Bartán el Valeroso y biznieto de Kabul Kan. Descendía por vía directa de Jaidú, el primero que fue reconocido como kan por todas las tribus. Nadie podía discutirle su derecho a reivindicar para sí el kanato vacante desde la muerte de Jutula Kan.
Se acercaba la fecha señalada por Jamuga para la concentración del ejército y Temujín dio la orden de desmontar las tiendas para trasladarse hacia Bogotán Bogorgui. A los pies del Burkan Jaldún se encontraron los keraítas y los mongoles de Temujín. Togril había dividido a su ejército en dos cuerpos. El primero lo mandaba él mismo y el segundo su hermano pequeño Yaja Gambu; cada uno de los dos dirigía diez mil hombres. Temujín vio acercarse a los keraítas, que cabalgaban siguiendo al estandarte en cuya parte superior destacaba una de aquellas cruces que tanto le habían llamado la atención cuando visitó su campamento. Temujín sólo disponía de dos mil hombres, pero estaban tan magníficamente entrenados y montaban sus rocines con tal dignidad que parecían elegidos de entre los guardias personales del mismísimo emperador de China. Juntos los dos contingentes, ascendieron por la ladera del Tunguelig y acamparon a la orilla del Tana. Desde allí marcharon hacia el oeste y se instalaron en Ayil Jaragana, en el valle del Kimurga, donde se detuvieron durante tres días a causa de una ventisca. Al fin, aunque con esas tres jornadas de retraso, se presentaron donde estaba esperando Jamuga.
El anda de Temujín había formado a sus diez mil hombres aguardando la llegada de sus aliados.
—Acudimos tarde a nuestra cita —se excusó Togril ante Jamuga—. Quizá desees una satisfacción por nuestro incumplimiento.
—La única satisfacción que me preocupa ahora es la victoria y volver a encontrarme con mi anda —respondió secamente Jamuga.
Jamuga se acercó a Temujín y ambos jóvenes jefes se abrazaron con fuerza entre aclamaciones y vítores.
—Te encuentro muy bien. Me alegra volver a compartir contigo mi vida.
Temujín calló. Estaba molesto porque se había opuesto a detenerse durante aquellos tres días y Togril no lo había escuchado. Los mongoles siempre comienzan una acción bélica en luna nueva o en luna llena. Los tres días de retraso eran un mal augurio. Una simple tempestad no era excusa para cambiar los planes, que podían fracasar si no se mantenían en todos sus detalles. Pero el kan de los keraítas no poseía el espíritu de acero de Temujín o de Jamuga, y no estaba dispuesto a enfrentarse a los elementos desatados de la naturaleza tan sólo por cumplir con una superstición mongol.
Dejaron el lugar de encuentro en Bogotán Bogorgui y se dirigieron hacia el Kilongo, siguiendo siempre la estrategia trazada por Jamuga. El río, aunque no era muy caudaloso, venía bastante crecido a causa de las tormentas de finales de verano. Construyeron balsas con juncos y lo atravesaron caballos y hombres; varios guerreros y algunos caballos se perdieron entre la tumultuosa corriente. El ejército se desplegó en forma de abanico hacia el campamento de Togtoga. Los merkitas estaban al alcance de keraítas y mongoles, que podían entrever a lo lejos las finas columnas de humo que salían de los hogares de las tiendas. A medianoche, y aunque la luna ya no lucía como en plenilunio cinco días antes, mongoles y keraítas se abalanzaron al galope hacia el campamento merkita. Algunos guardias que los merkitas habían dispuesto por las orillas del río Kilongo dieron grandes voces de alarma en cuanto oyeron el estruendo de los cascos de los caballos, pero para entonces estaban ya encima de ellos. En el campamento de Togtoga cundió el pánico. Treinta mil jinetes galopando al unísono cayeron sobre los merkitas golpeando sin piedad a cuantos se cruzaban en su camino. Irrumpieron en el campamento como una ola gigante, destruyendo cuanto encontraron a su paso. Los que tuvieron tiempo para huir de la primera carga de caballería huyeron hacia el río Selenga, atravesando la colina que separa su cuenca de la del Kilongo, pero fueron perseguidos sin piedad y exterminados uno a uno.
Temujín, que encabezaba a sus dos mil mongoles, se dirigió hacia el centro del campamento enemigo sin dejar de gritar el nombre de Bortai.
—¡Aquí, Temujín, aquí!
Entre las sombras que la luna proyectaba en la noche, Temujín oyó la voz de Bortai que lo llamaba. Excitado, alzó su cabeza buscando desesperadamente el lugar de donde procedían las voces. Por fin contempló a una figura femenina que braceaba sobre un carro que huía río abajo. Espoleó su caballo y se dirigió hacia su esposa. Dos hombres conducían la carreta y dos más sujetaban a Bortai. Cuando vieron que se acercaba Temujín con su espada alzada y profiriendo gritos aterradores, los cuatro hombres abandonaron el carro y se lanzaron al agua nadando hacia la otra orilla. Bortai saltó del carro y se dirigió corriendo hacia Temujín, que llegaba sobre su caballo. Temujín comprobó que Bortai estaba embarazada y a punto de dar a luz. Los dos esposos se reconocieron palpándose los rostros y mirándose a los ojos bajo la luna. Sus cuerpos se fundieron en un interminable abrazo.
—Hubiera vuelto el mundo del revés para encontrarte —dijo Temujín.
—Ni por un momento he dudado de que lo harías —replicó Bortai.
A su alrededor pasaban veloces como centellas jinetes mongoles y keraítas persiguiendo a los desbaratados merkitas. Al amanecer, el triunfo de los ejércitos de Togril, Jamuga y Temujín era total. Miles de merkitas yacían muertos sobre la pradera y entre los juncales del río. Un intenso olor a sangre y excrementos flotaba por todo el valle. En la tienda de Togtoga, que había logrado huir, se reunieron los tres jefes.
—Gracias a vuestra ayuda he recuperado lo que vine a buscar. Bortai está de nuevo conmigo; hemos lavado con sangre la ofensa que nos infligieron los merkitas —dijo Temujín.
—Sí, nuestro principal objetivo se ha cumplido, pero no podemos desaprovechar esta oportunidad. La victoria total está al alcance de nuestra mano; tan solo debemos cogerla —proclamó Jamuga.
Los días que siguieron fueron terribles para los merkitas. Los que no habían muerto durante la primera noche fueron perseguidos implacablemente por dondequiera que se ocultaran. El jefe Togtoga, hermano de Yeke Chiledu, a quien había sucedido al frente de los merkitas tras la muerte de éste, logró agrupar a unos trescientos de los suyos y ofreció alguna resistencia, pero Belgutei, que buscaba desesperadamente a su madre, Sochigil, los encontró y acabó con casi todos ellos con el escuadrón de caballería que mandaba. El jefe Togtoga logró huir. Entre las mujeres rescatadas se encontraba Sochigil. Durante su cautiverio había sido entregada a Jagatai Darmala, quien había abusado de ella humillándola hasta extremos insoportables. Cuando se vio liberada, Sochigil mostró una enorme vergüenza. Al ver a su hijo Belgutei que entraba en la tienda donde la habían llevado, salió corriendo hacia el bosque, ocultando su rostro con las manos. Belgutei la llamó repetidas veces, pero como no hacía caso a sus requerimientos, salió tras ella y la alcanzó antes de que se perdiera en la espesura.
—¡Madre, madre! —clamó cogiéndola por los hombros—, ¿por qué huyes? Soy tu hijo, he venido a rescatarte.
—Ahora mi hijo es un jefe mongol. Yo he perdido mi honor entre los brazos de un hombre vil; ¿cómo podría siquiera mirarte a la cara? Sólo deseo para mí el olvido, o la muerte —clamó Sochigil entre sollozos.
—No digas eso, madre. Tu honor ha sido repuesto —aseguró Belgutei en tanto le acariciaba el rostro.
Sochigil, arropada entre los brazos de Belgutei, sintió entonces que quien la consolaba ya no era un muchacho, sino un hombre. Sus brazos eran fuertes y su pecho amplio y poderoso. Alzó la mirada y observó que su hijo la superaba en más de una cabeza de altura. Le acarició las mejillas, dibujó en sus afilados labios una leve sonrisa y se dejó llevar hacia los caballos.
Entre los merkitas heridos, que habían sido encerrados tras una estacada, Sochigil identificó al de Jagatai Darmala. Dos flechas le habían atravesado el hombro y una pierna, pero el merkita no estaba muerto.
—¡Ése es quien mancilló mi honor! —clamó Sochigil furiosa señalando a Jagatai.
—Cogedlo y traedlo aquí —ordenó Belgutei.
Dos soldados cumplieron con presteza la orden de Belgutei y arrastraron al merkita tras el hijo de Sochigil.
—Colocadle una canga al cuello y arrastradlo tras nosotros. A los demás heridos matadlos, que no quede ni un solo merkita con vida.
La orden de Belgutei se cumplió de inmediato. Uno a uno, los guerreros merkitas supervivientes fueron pasados a cuchillo y descabezados. Cuando abandonaron los campos donde se habían producido las matanzas, centenares de buitres comenzaban a merodear sobre los cadáveres en espera de tan macabro festín.
Oculto en una vereda hallaron a un niño merkita que temblaba de miedo agazapado tras unas matas. Iba tocado con un magnífico gorro de pelo de marta y calzaba unas botas hechas con la piel de las patas de un gamo. Hoelún vio al niño y le llamó la atención el parecido de sus ojos con los de Temujín a su edad. Hizo ordenar que lo condujeran ante ella y le preguntó por su nombre:
—Me llamo Guchu —respondió balbuceando el niño.
—Es un bonito nombre.
La cara y los ojos de Guchu eran limpios como las aguas de los ríos en las montañas durante la primavera. Hoelún se compadeció de él y decidió adoptarlo.
Temujín, Togril y Jamuga continuaron persiguiendo a los merkitas que habían logrado escapar. Unos días después del primer ataque avistaron al clan de los uduyides, que encabezaba Togtoga, cuyas huellas rastrearon hacia el norte. Los siguieron sin descanso durante dos días hasta que les dieron alcance en una llanura al norte del río Selenga. La nueva batalla apenas duró un instante. Aterrados por la fiereza de Temujín, que encabezó la carga de la caballería mongol, y desbaratados por la precisión de los disparos de los arcos de Kasar y Bogorchu, muchos merkitas cayeron fulminados. La antaño poderosa tribu merkita estaba deshecha. La mayor parte de los hombres mayores de doce años había sido liquidada y los niños y las mujeres, junto con las tiendas, ganados y demás propiedades, repartidos entre los vencedores como botín de guerra. Buscaron desesperadamente el cuerpo de Togtoga, pero no lo encontraron. El caudillo merkita había logrado huir una vez más valiéndose de una estratagema. Se había despojado de su famosa yegua baya de cola y crines negras que montaba durante las batallas y de su cinturón de oro, y se los había dejado a uno de sus soldados a fin de que lo confundieran con él. La mayor parte de su clan se había retrasado esperando la llegada de los mongoles para con su sacrificio facilitar la huida de su jefe. Togtoga estaba ya muy lejos y con él los miembros más notables de su clan.
Jamuga y Togril apostaron por perseguir a los fugitivos y acabar con todos, pero Temujín, que tenía derecho a decidir sobre ellos pues había sido el afrentado, se negó a exterminarlos; sabía mejor que nadie que los que hoy son enemigos mañana pueden ser aliados. Los jóvenes que lo seguían se quejaron de la decisión de Temujín, pues ansiaban obtener un botín fácil y abundante, pero el caudillo mongol impuso su autoridad. No obstante, para calmar a los descontentos renunció a su parte del botín, que fue dividida entre sus guerreros. Tamaña muestra de generosidad jamás se había visto en un jefe de las estepas.
Salvo Togtoga y sus familiares más directos, un pueblo entero había sido borrado de la faz de la tierra. Fue el primero que sufrió el exterminio; más tarde vendrían otros. La implacable máquina de la muerte se había puesto en marcha y nada ni nadie iba a ser capaz de detenerla.
Mongoles y keraítas se separaron en la isla de Taljún, donde se unen el Selenga y el Orjón. Togril y sus huestes siguieron por el valle de Jokortú, por los montes de Jachaguratú y Juliyatú, rumbo a sus tierras del Bosque Negro en el Tula. Los mongoles cabalgaron por el valle del Jorjonag adelante; Tamuga y Temujín, los dos andas, encabezaban al pueblo mongol.
—Dos caudillos para una sola nación, dos soles en el cielo —musitó Belgutei al oído de Kasar—; no creo que esta situación se mantenga por mucho tiempo.
Tras el rapto, Bortai fue entregada a Chilguer el Fuerte, hermano pequeño de Togtoga y de Yeke Chiledu, el jefe merkita a quien Yesugei, el padre de Temujín, había arrebatado a Hoelún. Era ésta la mejor manera que los merkitas habían encontrado para vengarse del fallecido Yesugei. Bortai permaneció aquellos meses en el campamento merkita, en la tienda de Chilguer, cohabitando como esposo y esposa. Pero Bortai nunca renunció a su verdadero esposo, a Temujín. Tuvo que soportar a Chilguer, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Las mujeres de la estepa no tienen opinión, sólo cuentan a la hora de proporcionar descendencia, a ser posible masculina, a los hombres. Pero, ciertamente, ésa es la condición de todas las mujeres y en todas las naciones. Y todavía es peor entre los musulmanes, para quienes la mujer es tan sólo un objeto de placer, cuando no un mueble más de la casa.
Los mongoles establecieron su campamento en el valle del Jorjonag. Tras la guerra contra los merkitas era necesario reponer fuerzas, recuperar a los caballos y descansar del enorme esfuerzo realizado. Era hora de evaluar la nueva situación. Temujín y Jamuga decidieron continuar juntos. La experiencia les había demostrado que sólo la unión de los clanes garantizaba su supervivencia como nación. Todos parecían estar de acuerdo. Los dos caudillos renovaron su amistad. En una ceremonia a la que asistieron los jefes de la mayoría de los clanes, Jamuga y Temujín intercambiaron regalos.
—Dos andas son una misma vida, un único espíritu. Nunca se abandonan, siempre están juntos; la vida de uno es la del otro. Son más que hermanos y se deben protección y ayuda mutua —declaró Temujín.
—Hemos renovado nuestra amistad. Cuando nos hicimos andas por primera vez éramos sólo unos muchachos; ahora somos hombres. Querámonos como entonces —proclamó Jamuga.
Temujín ciñó en la cintura de Jamuga el cinturón de oro que le correspondía de su parte en el botín y que había pertenecido a Togtoga, y le entregó la montura de combate del caudillo merkita, una extraordinaria yegua baya que lucía la crin y la cola negras. Jamuga colocó alrededor del talle de Temujín el cinturón dorado que le había arrebatado al merkita Dayir Usún y le ofreció el caballo de guerra de este caudillo. La ceremonia se celebró al pie del farallón rocoso de Juldagar, bajo un gran árbol que los mongoles consideraban sagrado. Un abrazo selló este segundo pacto de amistad entre los vítores de los guerreros. Aquella noche, tras celebrar un banquete, Temujín y Jamuga la pasaron juntos en una tienda. Entre nosotros, los chinos, ese acto no hubiera estado bien visto, pero entre los mongoles la amistad va mucho más allá de una simple relación de afecto. Dos andas son una misma alma fundida en un único espíritu.
A los pocos días de que Bortai fuera rescatada de los merkitas, nació el primero de sus hijos. Temujín decidió llamarle Tochi, que en idioma mongol significa «el Extranjero». En el campamento eran muchos los que dudaban de la paternidad de Temujín. El rumor decía que el verdadero padre era el merkita Chilguer, el hombre con quien había cohabitado Bortai durante su cautiverio. Otros sostenían que habían transcurrido nueve meses desde que fuera capturada Bortai y que en consecuencia ésta ya estaba encinta para entonces. Temujín esperaba a la puerta de su tienda el nacimiento de su primer hijo. Una comadrona le invitó a entrar y pudo ver al niño. Envuelto en una manta de fieltro gris, el pequeño gruñía con la rabia de un cachorro de león. Temujín lo tomó entre sus manos y se acercó al lecho donde yacía Bortai.
—Mira a tu hijo, Bortai —le dijo Temujín.
—¿Tu hijo?, ¿querrás decir nuestro hijo? —remarcó la joven.
—Sé lo que estás pensando. No me importa lo que murmuren o piensen todos. Este niño ha nacido de la esposa de Temujín y es el hijo de Temujín, el heredero del trono de los borchiguines.
El caudillo mongol acercó el niño a su madre, que le ofreció el pecho. El recién nacido buscó con avidez el pezón y mamó con fuerza la leche de la vida.
De entre las cautivas merkitas, Temujín tomó a una muchacha llamada Dogón como concubina. Bortai lloró en silencio. Siempre supo que llegaría el día en que su esposo tomara a otra mujer, pero cuando se presentó la ocasión no pudo evitar que una punzada de dolor le atravesara el corazón.
La primavera había tocado a su fin. Jamuga y Temujín decidieron levantar el campamento y buscar los pastos de verano para sus ganados. La caravana estaba formada por miles de carros. A los que habían participado en la batalla contra los merkitas se habían sumado durante aquel invierno nuevos contingentes mongoles atraídos por la creciente fama de Temujín y de Jamuga. Las hazañas de los dos jóvenes guerreros se cantaban por toda la estepa y su leyenda había recorrido en unos pocos meses todas las praderas al norte del Gobi.
Aquel día era el decimosexto después de la primera luna del verano, el del Círculo Rojo. Temujín y Jamuga cabalgaban juntos al frente de la enorme caravana que se extendía durante un larguísimo trecho sobre la amarillenta pradera. Temujín marchaba en silencio con los ojos fijos en el horizonte infinito en tanto Jamuga no dejaba de atisbar a uno y otro lado. Fue Jamuga quien rompió el silencio y pronunció una frase que se ha considerado un enigma:
—Anda mío, acampemos al abrigo de la montaña. Hagamos que nuestros pastores planten sus yurtas. Asentémonos junto a la corriente y que los pastores preparen la comida.
—¿Qué quieres decir? No entiendo lo que pretendes —aseveró Temujín.
Pero Jamuga no contestó. Se limitó a mirar de soslayo a su anda y a esbozar una irónica sonrisa en la que Temujín creyó ver un trasfondo de perversión. Temujín frenó a su caballo requiriendo de nuevo a Jamuga para que le contestara, pero éste siguió adelante sin atenderlo.
Temujín esperó a que lo alcanzara el carro en el que viajaban su madre y su esposa.
—Madre —le dijo Temujín a Hoelún—, Jamuga me ha dicho que acampemos al abrigo de la montaña y que lo hagamos junto a la corriente, que plantemos allí una tienda y que los pastores nos traigan comida. No he entendido qué significa. A mis preguntas se ha callado y ha seguido cabalgando como si yo no existiera.
Antes de que Hoelún pudiera contestar, habló Bortai, que iba en el carro con el pequeño Jochi.
—¿Seguro que no lo entiendes? ¿No te das cuenta de su gesto? Jamuga no es de los que obedecen órdenes de otro. Con su frase y con su actitud te está diciendo que él es quien manda. No ha admitido tu pregunta porque hace tiempo que ha decidido dónde debemos fijar el nuevo campamento. Desconfía de él, es ambicioso y no desea otra cosa que ser jefe único de los mongoles. Separémonos ahora de Jamuga, todavía estás a tiempo. Si no lo haces, llegará un momento en el que no podréis seguir viviendo juntos y estallará la discordia entre vosotros. Y no dudo de que tu anda hará cualquier cosa para eliminarte si osas interponerte en su camino. Eres su único obstáculo para reclamar para sí el kanato de los mongoles. Mientras tú vivas, él siempre tendrá delante a un candidato que lo supera en derechos, pero si tú mueres, y más aún mientras tu hijo sea niño, dispondrá de campo libre para proclamarse kan.
Temujín reflexionó por unos instantes. Alzó la vista al frente y contempló a Jamuga, erguido sobre su alazán blanco, que marchaba al frente de la caravana alardeando de su poder. Entonces fue cuando creyó entender la situación: «Dos kanes bajo un único cielo. No, no es posible, eso no puede ser posible», pensó.
—Tienes razón, Bortai, nos separaremos de Jamuga.
Aquella misma tarde Temujín y su gente abandonaron la compañía de Jamuga y por primera vez desde que volvieran a unirse, los dos andas acamparon por separado. Temujín era miembro de la más noble familia mongol, en tanto Jamuga, pese a pertenecer a un clan importante, se consideraba más cercano al pueblo llano. Aquella soterrada pugna entre Jamuga y Temujín no era en el fondo sino el reflejo de la división de la sociedad mongol entre los miembros de la aristocracia de sangre, nacidos en el seno de los clanes reales descendientes del lobo azul y la corza blanca, y el resto de los mongoles.
Temujín ordenó a los que le siguieron dirigirse hacia el territorio de los tayichigudes, sus viejos enemigos, que alertados ante su llegada, huyeron despavoridos. En el campamento abandonado encontraron a un niño. Tenía cinco años y decía llamarse Kokochu. Los soldados que lo recogieron lo entregaron a Hoelún, y la madre de Temujín decidió adoptarlo. Estableció el campamento junto a un bosquecillo de pinos y permaneció allí algún tiempo. En los días siguientes, la mayor parte de los clanes que hasta entonces habían seguido a Jamuga fueron acercándose hasta Temujín. Una mañana, cuando el caudillo mongol despertó y salió de su yurta, centenares de tiendas se habían levantado en los alrededores. Los principales clanes mongoles habían plantado sus estandartes y todos ellos rendían homenaje al bunduk de nueve colas de caballo de Temujín.
Más de cinco mil guerreros formaban frente al círculo de tiendas, a lomos de sus caballos, alzando sus lanzas y arcos vitoreando al joven caudillo. Uno de los jefes de los clanes, llamado Jorchi, se adelantó de entre las filas de guerreros y dirigiéndose a Temujín dijo:
—Todos cuantos estamos aquí descendemos de un mismo padre, nuestro antepasado Bondokar el Santo, hijo de Alan la Bella. Hasta ahora, todos nosotros habíamos seguido a Jamuga, a quien hubiéramos acompañado hasta la muerte. Pero el Cielo Eterno me ha hablado a través de los sueños y me ha comunicado sus deseos. Escucha mi sueño, Temujín —continuó Jorchi—: Soñé que una vaca embestía el carro de Jamuga y en el impacto se quebraba un cuerno. Jamuga bramaba: «¡Que me traigan un cuerno!», sin cesar de levantar polvo con sus pies. Después vi a un buey sin cuernos que tiraba de un carro y lo arrastraba hasta donde estaba Temujín. Y el buey habló diciendo: «El Cielo y la Tierra han acordado que sea Temujín el señor de la nación mongol». Así es como Tengri me ha hablado, así es como me ha hecho saber que todos los mongoles debemos seguir a un único jefe, y ése eres tú, Temujín.
Cuando Jorchi acabó su parlamento, los guerreros congregados estallaron en gritos de aclamación hacia el recién proclamado caudillo. Temujín alzó los brazos ordenando que guardaran silencio y dijo:
—Si la voluntad de Tengri es que sea yo quien dirija a la nación mongol, cúmplase la voluntad del Eterno Cielo Azul.
Las aclamaciones volvieron a repetirse con más fuerza todavía.
Temujín invitó a Jorchi a entrar en su tienda.
—¿Es cierto que has soñado esa historia de la vaca y el buey? —le preguntó Temujín.
—Tan cierto como que todos hemos de morir —respondió.
—Imagino que pretenderás alguna recompensa por ello.
—Si consigues convertirte en kan, ¿qué me ofrecerás?
—Hoy me has ayudado. Muchos han creído que tu sueño es un presagio de mi triunfo y quizás por ello me han seguido abandonando a Jamuga. Debo corresponderte por ello. Te prometo que cuando sea kan de los mongoles te haré general de diez mil soldados —le aseguró Temujín.
—Me halagas, pero yo soy un hombre al que le gustan más los placeres que el poder y el mando —repuso Jorchi.
—Tener poder es un enorme placer —aseveró Temujín.
—No para mí. Lo que realmente deseo es que me dejes elegir a mi gusto a las más bellas y mejores doncellas. Desearía tener al menos treinta esposas.
—Eres inteligente. Si puedes mantener treinta esposas, eso quiere decir que serás muy rico… y poderoso.
—Nada escapa a tu sagacidad. Serás un extraordinario kan —asentó Jorchi.
—Y tú vas a ser muy rico —finalizó Temujín.
En los días siguientes nuevos clanes fueron incorporándose al campamento de Temujín a orillas del Kimurga, que crecía tanto cuanto disminuía el de Jamuga. Cuarenta clanes formaban ahora el grupo de Temujín. El último en llegar fue Altán, hijo de Jutula, el último kan de todos los mongoles. Cuando Altán reconoció el caudillaje de Temujín, hasta los más escépticos dejaron de dudar. Si el hijo del último kan se postraba ante él, no había duda de que éste era el legítimo heredero al kanato.
Temujín demostró ser un hábil caudillo, dotado de grandes facultades políticas: amante de las tradiciones, pues colocó a los miembros de la aristocracia mongol en los lugares privilegiados que les correspondían, sin embargo permitió el ascenso de los más valiosos a altos puestos. Con Temujín, los nobles sabían que si se comportaban como tales, la continuidad de su condición estaba asegurada, y el resto de los mongoles sabía igualmente que cualquier hombre podía alcanzar una posición entre la nobleza por sus propios méritos o por su valor. Se configuró así un grupo de dirigentes formado por los hombres más valiosos de la tribu, en lo que radicó buena parte del triunfo de los mongoles sobre los pueblos con los que se enfrentaron, entre los que los mediocres medraban sin ningún escrúpulo, adulaban al jefe y lo sobornaban como norma común de actuación para ocupar cargos.
Esta anécdota que me contaron ilustra con claridad ese aspecto de la personalidad de Temujín:
Ante él acudió un juglar de nombre Argún que era un excelente tañedor de laúd y magnífico cantante. Sus artes eran tan refinadas que Temujín le prestó un maravilloso laúd de oro que a su vez había recibido como presente de uno de sus vasallos. Un día Argún se presentó ante Temujín y le confesó apesadumbrado que había extraviado el laúd. El joven caudillo se enojó tanto que quiso matar al juglar, pero Argún se sentó a la puerta de la tienda y recitó estos versos:
Mientras el tordo canta «tin-tan»,
el halcón lo atrapa antes de la última nota.
Así la ira de mi señor cae sobre mí.
¡Ay!, yo amo el agua que corre, pero no soy un ladrón.
Temujín, conmovido por el triste y melancólico canto del bardo, lo perdonó, aunque del laúd nunca más se supo.
De este modo, atraídos por sus cualidades y su manera de gobernar, en torno a Temujín se agruparon los clanes que hasta entonces vivían sumidos en la descomposición. El clan, oboq para los mongoles, es el principal elemento de su sociedad. Hasta que apareció Temujín, el poder del clan recaía en los ancianos, pero siempre había hombres que se rebelaban y se convertían en «gentes de voluntad larga», o «de condición libre». Su destino era cazar, pescar o robar, y excluidos del clan solían tener un final trágico. Por fin, entre ellos había aparecido un caudillo, que además era hijo de un jefe de tribu y descendiente de un kan, capaz de unirlos a todos; él había sabido rehacer su fortuna, aun después de perder su posición, gracias a su valor y a su voluntad; ésa fue la primera razón del éxito de Temujín.
Temujín dio orden de levantar el campamento y ponerse en camino hacia el lago Azul, a pies del Jara Jiruguen. Allí llegaron una semana después y plantaron las tiendas en la región de Gurelgu, a orillas del río Sengur. Miles de yurtas formaban el mayor campamento mongol desde los tiempos de Jaidu Kan, y era Temujín quien mandaba sobre todas ellas.