5. El rapto de Bortai

Temujín regresó con los caballos a orillas del río Sengur, donde había ordenado a sus hermanos que lo esperaran antes de partir en persecución de los ladrones. Hoelún y Kasar fueron los primeros en verlo llegar y se alegraron por el retorno del hijo y el hermano. Les narró cómo había conseguido recuperar los caballos y la amistad que había trabado con Bogorchu y con su padre Naja el Rico. Esa aventura se conoció por toda la estepa. Naja el Rico se había encargado de difundir la extraordinaria proeza de Temujín y Bogorchu. Lo que realmente se ponderaba era la voluntad de Temujín de mantenerse tras la pista de los ladrones sin cejar hasta conseguir su propósito. Su acción denotaba un carácter firme y decidido, capaz de arriesgar su vida con tal de lograr su objetivo. Ésa era la principal actitud que se exigía de un caudillo mongol.

Temujín había realizado una gran hazaña, pero para ser reconocido como kan necesitaba gobernar sobre su pueblo. En aquella época, y en Mongolia, la única manera de conseguirlo era mediante la creación de un grupo de soldados fieles al jefe, que garantizaran su seguridad y le dieran el poder necesario. Temujín había sido testigo de cómo su padre inició ese camino. Sabía cuál era la táctica a seguir, pero apenas tenía medios para lograrlo. En la estepa, el valor es la cualidad más apreciada en un guerrero. Temujín era valeroso, más que ningún otro hombre, y gracias a ese valor era admirado por cuantos lo conocían. Para reunir en torno a su persona a un grupo de fieles compañeros y sentar así las bases de su futuro poder, debía comenzar por los pocos amigos que tenía. Por ello, envió a su hermanastro Belgutei a buscar a Bogorchu. Belgutei viajó hasta el campamento de Naja el Rico y buscó a su hijo. Se presentó diciéndole que lo enviaba Temujín y que le transmitía el siguiente mensaje: «Únete a mí y seamos compañeros». Bogorchu no lo pensó un instante. Corrió a su tienda, cogió una capa de fieltro gris, su arco y un carcaj con flechas y montó su mejor caballo, un bayo de alta grupa y fuertes patas. Apenas tuvo tiempo para despedirse de su padre, que no impidió que su hijo acudiera a esa llamada. En aquellos tiempos heroicos eran muchos los jóvenes mongoles que, descontentos con la vida sumisa que llevaban junto a sus padres, aguardaban una oportunidad de conseguir aventuras y fama. Temujín se convirtió para todos ellos en un ejemplo. Era intrépido, osado, valiente y sobre todo libre. Todas estas virtudes, además de las hazañas que había protagonizado y que se conocían en toda la estepa, provocó que los jóvenes más inquietos buscaran su amistad y le pidieran permiso para formar parte de su campamento.

Un miembro del clan de los urianjais, un anciano llamado Jarchigudai, muy prestigioso entre los miembros de su tribu porque era herrero, acudió a Temujín con su hijo Jelme. Jarchigudai estuvo al servicio de Yesugei y le había prometido que su hijo también lo estaría.

—Tu padre ha muerto, pero tú eres su heredero. Vengo a entregarte a mi hijo para tu servicio. Yo ya soy viejo, pero mi hijo Jelme es joven y fuerte. Acéptalo, te servirá con lealtad.

Jelme sería desde entonces uno de los más leales y eficaces servidores de Temujín.

También acudió un joven llamado Muhuli, nieto de Telkeguetu el Rico, del clan de los yurkines, que se convertiría en uno de sus más destacados generales y en su verdadero hombre de confianza. Poco después se incorporaron otros jóvenes, entre los que destacaban Jubilai y Subotai, ambos dotados de un valor y una energía sin límite.

Cuando apenas contaba dieciocho años, Temujín era ya el caudillo de un pequeño círculo de treinta tiendas en las que vivían unos doscientos jóvenes. Su fortaleza física, el vigor de su espíritu y su capacidad de mando eran los de un verdadero jefe. Respetado y temido a la vez, muchos creían que aquel noble joven de trenzas pelirrojas que tan sólo regía a un puñado de muchachos, niños y mujeres era invencible.

Temujín era jefe de un clan, pero aún no había fundado su propia familia.

—Es hora de tener una mujer —aseveró Temujín—. Un jefe no es nadie sin una mujer y unos hijos. Voy a ir en busca de Bortai. Cuando tenía nueve años nuestros padres nos prometieron el uno al otro. Ella será mi esposa.

—Has hablado con sabiduría, hijo —añadió Hoelún.

—Mañana partiré hacia el campamento de Dei el Sabio, Belgutei me acompañará.

Temujín y Belgutei se dirigieron por el curso del Kerulén abajo en busca del campamento de Dei el Sabio; lo encontraron en la comarca por la que solía moverse, en el valle entre los montes Chegcher y Chijurjú.

Cuando Dei vio a Temujín se alegró mucho.

—Cuando me enteré de que los tayichigudes te perseguían creí que acabarían contigo, pero veo que eres un hueso demasiado duro de roer para los dientes de esos parientes tuyos. Mi corazón se alegra por tu regreso. Sé a qué vienes.

—He venido a cumplir lo que tú y mi padre acordasteis hace nueve años. Ya no soy un niño; soy un jefe que manda un campamento de treinta yurtas —recalcó Temujín.

—Aunque las noticias que llegaban sobre tu situación no eran demasiado halagüeñas, yo he seguido confiando en ti. Bortai también. Ha tenido varias proposiciones de matrimonio, pero las ha rechazado todas, y yo la he apoyado en su decisión. Optó por esperar tu regreso. Estaba convencida de que tarde o temprano volverías a por ella. Las mujeres suelen tener una capacidad para intuir el futuro que a los hombres se nos escapa. Durante estos años ha permanecido en mi yurta. Sigue siendo doncella; ha reservado su virginidad para ti. Ven, quiero que la veas.

Dei el Sabio lo condujo a un prado cercano donde varias mujeres sentadas al sol curtían pieles de yak y ablandaban tiras de badana. Enseguida identificó a Bortai; su prometida destacaba de entre todas las muchachas por su radiante belleza, su perfil sereno y su porte elegante y noble.

Dei la llamó y Bortai se acercó a los dos hombres.

—Mira quién ha venido a buscarte —dijo Dei el Sabio con una amplia sonrisa—. Creo que todavía te acuerdas de él.

—Sé bienvenido, Temujín —lo saludó Bortai.

—Estás mucho más bella que cuando nos separamos —afirmó Temujín.

—Os dejo solos. Creo que tenéis que hablar de muchas cosas. Iré a ordenar que guisen un cordero para celebrar tu regreso —finalizó Dei a la vez que se alejaba hacia el grupo de mujeres, que habían dejado de trabajar absortas en la contemplación del reencuentro de los dos jóvenes.

—He venido para llevarte conmigo. Nuestros padres acordaron que serías mi esposa; espero que no lo hayas olvidado —dijo Temujín.

—¿Olvidado dices? Hace nueve años que te espero. Siempre he recordado tu rostro, aunque ahora es distinto al del niño con el que me comprometí. Te has convertido en un hombre, pero tu mirada y tu faz siguen siendo tan limpias como antaño —aseveró Bortai.

—Tú apenas has cambiado. Eres la misma hermosa niña que me ganaba en las carreras de caballos.

—Seguro que ahora no podría ganarte.

Aquella noche celebraron que Dei el Sabio entregaba a su hija como esposa a Temujín. Apenas dos días después Temujín y Bortai, acompañados por Dei el Sabio y su esposa Chotán, la madre de Bortai, junto con algunos miembros de su familia, se pusieron en marcha hacia el nacimiento del Kerulén. Ya en el valle del Sengur se encontraron con la familia de Temujín, a la que Belgutei, que había abandonado el campamento de Dei el Sabio un día antes, había avisado para que se dirigieran hacia la base del monte Gurelgu, donde se celebraría la boda.

El matrimonio de los jóvenes tuvo lugar en presencia de los familiares de ambos y de los miembros de los dos campamentos. La familia de Temujín era muy pequeña, pero por parte de Bortai acudieron sus padres, tíos y primos, numerosos parientes y los criados del ordu de Dei. El festejo comenzó en torno a una mesa que habían instalado en el centro de una tienda de fieltro blanco. Presidían la ceremonia Temujín y Bortai. El novio vestía unos pantalones de piel de camello y una chaqueta de cuero de yak; al cinto portaba una espada tártara que le había regalado su padre poco antes de morir y había recogido sus trenzas pelirrojas con sendas cintas de badana gris. Justo tras él se había clavado el estandarte de nueve colas de caballo y el guión con el halcón dorado de los borchiguines que había bordado Hoelún. Bortai se había rasurado el frontal del cráneo, como hacen las mujeres mongoles cuando se casan. Lucía un hermoso vestido de fieltro adornado con cintas verdes y rojas. Recogía el cabello en el tradicional boqtaq, un alto tocado trenzado con florecillas y cintas azules, y adornado con piedras preciosas de cinco colores y pedacitos de oro. Se había perfumado con ajenjo oloroso de la estepa.

Acabado el banquete, Dei el Sabio se levantó y dijo:

—Ha llegado el momento de que el padre de la novia haga entrega al novio de la dote.

Se retiró unos instantes y volvió con una hermosísima capa de piel de marta cibelina.

—He aquí la más hermosa capa que pueda existir. Ha sido confeccionada con las mejores cibelinas, seleccionadas durante años. Sólo se han empleado pieles de primerísima calidad, y siempre de martas capturadas a finales del invierno, cuando su piel es más abundante y densa. Bien puedo asegurar que no hay en todas las naciones de la estepa una capa como ésta.

—En verdad es magnífica, digna de la esposa con la que me la ofreces —sentenció Temujín.

—Sí, la capa es extraordinaria, pero creo que va siendo hora de que los esposos se retiren a su tienda —intervino Hoelún—. Son jóvenes y sin duda querrán estar solos. Hemos preparado la tienda de Yesugei, mi esposo, para que desde ahora sea la vuestra.

Temujín tomó de la mano a Bortai y la cubrió con la capa de marta cibelina, se despidió de los que habían asistido al banquete y entró en la tienda que desde entonces sería la suya. Tres centenares de jóvenes festejaban con cánticos y bailes sobre la fresca hierba de la pradera los esponsales.

Una vez dentro, los dos jóvenes se quedaron en pie, mirándose fijamente a los ojos. Los de Bortai eran negros como una noche sin luna y los verdes de Temujín no ocultaban el deseo que sentía de poseer de inmediato a su esposa. La tomó de la mano y la condujo hasta el lecho que la vieja criada Jogachín y la propia Bortai habían preparado con esmero. Temujín recostó a la joven desposada sobre las finas pieles de cordero que cubrían el tálamo y le quitó el vestido de fieltro y la fina túnica de lino. Bortai quedó desnuda a los ojos de su esposo, que recorrió con sus manos una y otra vez su cuerpo anhelante. Temujín se bajó los pantalones y se tumbó sobre Bortai. Su miembro estaba duro y tieso como el asta de una lanza. Bortai sintió el peso cálido y la dureza del miembro de Temujín entre sus muslos; abrió las piernas y con su mano dirigió el pene de su marido hacia su sexo. Temujín empujó varias veces hasta que tras no pocos intentos la penetró. Apenas introducido, el mongol derramó su simiente en la profunda y cálida humedad de Bortai. Aquello fue todo. Cuando Temujín se retiró de encima de su esposa, las blancas pieles de cordero estaban teñidas por una pequeña mancha carmesí.

La muchacha apenas había sentido otra cosa que un intenso aunque breve dolor entre las piernas. Sin duda, ella había esperado mucho más de su noche de bodas, pero es probable que se hubiera hecho demasiadas ilusiones al respecto. Temujín era un joven inexperto en las artes amatorias, en las que nadie lo había educado. Bortai tendría que esperar algún tiempo hasta que el caudillo mongol se convirtiera en un avezado amante, y para ello fue necesario que compartiera el lecho con otras mujeres.

Las mongoles son bellas y recatadas, capaces sin duda de gustar a cualquier hombre, pero no pueden competir con las artes amatorias de las chinas, que durante siglos han sido educadas para proporcionar el máximo placer en la cama. Las mujeres mongoles se educan para ser madres de hijos robustos y fuertes, resistentes al esfuerzo e invencibles en las batallas; usan del sexo tan sólo para procrear y no buscan en él el placer. Realizan el acto sexual como si se tratara de un trabajo más, igual que si estuvieran curtiendo una piel, cosiendo un paño de fieltro u ordeñando una vaca. Por el contrario, las chinas son educadas, al menos las cortesanas y las hijas de las clases dirigentes, para el deleite. Dan placer al hombre con el que se acuestan. El hedonismo es casi una obligación para ellas. Lejos de la seriedad de las mongoles, las chinas son coquetas e incitantes. Una mujer mongol considera que la fidelidad a su esposo es la mejor de las virtudes, y ninguna osaría nunca cometer adulterio. Las chinas en cambio se entregan con facilidad a otros hombres, para ellas la fidelidad no es una virtud; la virtud reside en el placer y lo buscan con tal intensidad que parece que cada una de ellas está empeñada en ser mucho más virtuosa que su vecina.

A la mañana siguiente, Chotán, la madre de Bortai, mostró orgullosa la piel de cordero ensangrentada que demostraba la virginidad de su hija y la consumación del matrimonio.

Los festejos por la boda duraron una semana. Cuando se dieron por terminados, Temujín y Bortai se despidieron de Dei el Sabio y regresaron hacia sus lugares de acampada. Pero no volvían los mismos que habían acudido a la fiesta. Decenas de jóvenes del clan de Bortai decidieron abandonar las tiendas de sus padres en el campamento de Dei el Sabio y marcharon tras Temujín. Más de medio centenar de nuevas tiendas se sumó de golpe al círculo de yurtas que gobernaba el joven caudillo mongol.

Pasaron el invierno en el valle del Sengur, acampados en sus laderas soleadas, y a comienzos de primavera se dirigieron al pie del despeñadero de Gurji, donde brotan las fuentes del río Kerulén, cerca de la montaña sagrada del Burkan Jaldún. Eran ya más de quinientos y no pasaba una sola semana sin que varios jóvenes acudieran a enrolarse a las órdenes de Temujín. Aquéllos fueron meses de alegría, juventud y fiestas. Los jóvenes mongoles pasaban el día cazando, cabalgando sobre sus corceles, jugando y retozando sobre la fresca hierba. Eran libres y felices, nada les preocupaba y sólo envidiaban al sol y al viento.

El verano tocaba a su fin. Hoelún había admitido hasta entonces todas las decisiones de su hijo mayor, pero su experiencia le decía que era hora de buscar a un protector que salvaguardara a aquellos centenares de jóvenes, valientes e intrépidos, pero a la vez expuestos a ser destrozados por cualquier enemigo que lo pretendiera. Así se lo expuso a Temujín.

—Hijo, tus enemigos son muchos y algunos muy poderosos. Nuestro campamento crece día a día pero todos, a excepción de Sochigil, Jogachín y yo misma, sois demasiado jóvenes. Si alguno de tus enemigos decidiera atacarnos, seríamos presa fácil. Es preciso buscar un protector.

—Podemos defendernos solos —asentó Temujín.

—No, no podemos, tú sabes que no podemos. ¿Cuántos de esos jóvenes han luchado alguna vez? ¿Crees que tus inexpertos compañeros podrían vencer a guerreros forjados en cien batallas?

Temujín reflexionó unos instantes. Desde la puerta de la tienda podía ver a muchos de los componentes de su campamento corretear alegres y despreocupados, jugando a la pelota o retozando sobre la hierba. No eran sino adolescentes que nunca se habían enfrentado a la muerte en un campo de batalla.

—Tienes razón, madre. Todavía no estamos preparados.

—Me alegra tu sensatez y tu prudencia. Un jefe debe comprender cuándo necesita ayuda. Tu padre era anda de Togril, el kan de los poderosos keraítas. Varias veces lucharon juntos y le debía muchos favores. Dirígete a él y ponte bajo su protección. Recuérdale la amistad que lo unió a tu padre y firma un pacto de alianza.

Temujín antepuso la defensa de su campamento a su orgullo y, aunque a regañadientes, decidió ir al encuentro de Togril.

—Necesitamos un aliado que nos proteja y al cual poder recurrir en caso de ataque de nuestros enemigos. Hace dos años que no hemos sufrido ningún contratiempo serio, pero entre los tártaros y los merkitas se adivinan signos de inquietud. No me extrañaría que pronto volvieran a considerarnos como su objetivo. Saben que tienen que deshacernos antes de que logremos recuperarnos; si no lo hacen y nos dejan crecer, seremos para ellos un enemigo formidable de nuevo. La mayor parte de los mongoles no ha olvidado la derrota y somos muchos los que esperamos el dulce momento de la venganza —dijo Temujín a Belgutei, a Kasar y a Bogorchu, que se habían convertido en inseparables y en sus principales consejeros.

—Pero no podemos presentarnos con las manos vacías. Nosotros somos muy pocos, un grupo insignificante para quien gobierna todas las tierras entre el Tula, el Kerulén y el desierto del Gobi. Quizá no baste con decir que nuestro padre fue su anda —objetó Kasar.

—En una ocasión, poco antes de morir, padre me dijo que si alguna vez necesitaba ayuda acudiera a Togril, pues aseguraba que nunca me la negaría, y madre me ha convencido de que es el momento de hacerlo. Ahora no la necesitamos, pero estoy seguro de que nos hará falta en el futuro. Togril fue anda de nuestro padre y será como un padre para nosotros. Su apoyo es esencial para nuestra supervivencia; si nos acoge bajo su protección nadie osará atacarnos —añadió Temujín.

—Cualquiera que se atreva a medir sus armas con las nuestras aprenderá enseguida que somos los más fuertes. ¿Qué falta nos hace la alianza de ese Togril? —inquirió Bogorchu.

—Hay ocasiones en la vida de un hombre en que la fuerza no lo soluciona todo. Piensa un poco Bogorchu: ¿qué posibilidades tendríamos de sobrevivir a un ataque de mil jinetes tártaros o merkitas?; ¿acaso podríamos contenerlos durante mucho tiempo? —preguntó Temujín a la vez que colocaba su mano sobre el hombro del amigo.

—Tú te enfrentaste con los tayichigudes y los venciste —aseguró Bogorchu.

—No fue exactamente así. Tuve suerte y además me ayudó un antiguo amigo de mi padre. Sin su colaboración nunca hubiera conseguido librarme de aquel yugo anclado a mis hombros como las montañas a la tierra.

—Posees algo que puede abrirnos la puerta de esa alianza —aseguró Kasar.

—¿Qué es? —inquirió Temujín.

—La capa de marta cibelina negra que te entregaron como dote de tu esposa.

—No me gustaría desprenderme de ella, no existe una capa igual —resaltó Temujín.

—Tendrás cuantas quieras si logras ser kan de los mongoles. Y para ello te hace falta el apoyo de Togril.

—De acuerdo: la capa por su alianza. Mañana partiremos en busca de Togril. Belgutei y Kasar vendréis conmigo. Tú, Bogorchu, te quedarás al mando del campamento con Muhuli y Jelme —finalizó Temujín.

***

Los tres hermanos emprendieron el camino hacia el sureste. El kan keraíta había establecido su campamento de verano en el Bosque Negro, a orillas del río Tula, donde solían pastar sus rebaños durante el estío, cuando las inmediaciones del Gobi se secaban y los pastos quedaban agostados por el intenso calor estival.

Se cruzaron en el camino con varios campamentos keraítas y en todos ellos los acogieron con hospitalidad. Todavía recordaban algunos veteranos de las pasadas guerras cómo los había ayudado el valiente Yesugei en las duras batallas contra tártaros y jürchen. La fama de Temujín ya había llegado hasta la región de los keraítas y su presencia despertaba tal curiosidad que se convertía en respeto y admiración cuando contemplaban sus largas trenzas pelirrojas, sus almendrados ojos verdosos y su limpio rostro reluciente.

Cuando los hijos de Yesugei se presentaron ante Togril, el kan de los keraítas los recibió en su tienda de fieltro gris. En la puerta destacaba un estandarte rojo con una cruz bordada en plata.

—Sed bienvenidos, hijos de Yesugei. Lamenté mucho la muerte de mi anda. Esos traidores tártaros sólo merecen el exterminio. Algún día recibirán el castigo que merecen —les dijo desde su trono de madera laqueada.

—Hemos venido a pedirte ayuda. Tú eras anda de nuestro padre. Ahora él no está con nosotros, a ti es a quien consideramos como tal. Acéptanos como a tus propios hijos y otórganos tu protección. Hace poco que acabo de tomar esposa. Ella aportó como dote a nuestro matrimonio un precioso objeto —Temujín hizo una indicación a Kasar y éste sacó de una gran bolsa de cuero la capa de piel de cibelina, y continuó—: Esta capa de marta, la mejor que puedas poseer, te la ofrezco como señal de amistad y como garantía de nuestra alianza.

Togril se incorporó de su trono y se acercó a tocar la capa. Era suave y fina como la piel de la más hermosa mujer y de un negro brillante y profundo como los ojos del halcón.

—Ciertamente es magnífica. Tu regalo merece toda mi consideración. Bien valoras mi amistad cuando por ella eres capaz de desprenderte de esta verdadera maravilla. Ahora disfrutad de la hospitalidad de nuestro campamento. Esta noche celebraremos una fiesta para sellar nuestra alianza.

Dos esclavos instalaron a los tres hermanos en una tienda de fieltro y les sirvieron comida y bebida en abundancia. Temujín y Belgutei decidieron dar una vuelta por el campamento en tanto Kasar se ocupaba del acomodo de los caballos. Les llamó la atención que delante de muchas tiendas hubiera cruces de madera a la puerta. Belgutei comentó a Temujín que no conocía aquella costumbre de los keraítas, pero que tal vez se usara para señalizar las tiendas de los enfermos, igual que hacían los mongoles colocando a la entrada de la tienda una lanza con la punta hacia el suelo.

—No creo que sea lo mismo. Más de la mitad de las yurtas tienen una cruz de madera, no pueden estar más de la mitad de los hombres enfermos —alegó Temujín.

—Tienes razón, joven mongol —dijo un extraño personaje que había oído los comentarios de los dos hermanastros—. Esas cruces son el símbolo de Cristo.

—¿Cristo? ¿Es acaso un rey, ese Cristo? —preguntó Temujín.

—Tú lo has dicho: es un rey.

—En ese caso, ¿cómo permite Togril que en su campamento la mayor parte de las tiendas se señalen con el signo de otro rey? E incluso en la puerta de su misma tienda he visto un estandarte con esa misma señal —añadió Temujín.

—Porque Cristo no es un rey de este mundo. El reino de Cristo está en los cielos. Nuestro kan también es cristiano.

—¡Ah!, a ése que tú llamas Cristo nosotros lo llamamos Tengri. Es el Dios Eterno, el que reina en el Azul infinito. ¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Tomás y soy un monje cristiano.

—Nunca he oído un nombre como el tuyo. No eres keraíta y tampoco chino. Tu rostro es muy extraño, tal vez procedas de ese misterioso y lejano Occidente del que hablan algunos mercaderes.

—En efecto, vengo de más allá de las grandes montañas que forman el techo del mundo, de una tierra rica en jardines y en flores, de hermosas fuentes y prósperas ciudades. Mi país se llama Persia. Allí gobiernan los musulmanes, una secta de herejes que no cree en el verdadero Dios y que adora a un demonio llamado Muhammad. He venido hasta la corte del kan keraíta para unirme a mis hermanos cristianos. Entre los keraítas hay muchos seguidores de la doctrina de Cristo que aquí sembraron hace algún tiempo otros monjes enviados por el obispo de Merv y el patriarca de Bagdad. En las costas del mar de Occidente hace años que desembarcaron cristianos venidos de más allá del océano. Conquistaron algunos castillos y derrotaron a los musulmanes. Si conseguimos que en estas tierras triunfe el cristianismo, los musulmanes se encontrarán atrapados entre dos Estados cristianos y acabarán siendo derrotados; esa secta diabólica desaparecerá y la cruz de Cristo alumbrará su luz sobre toda la tierra.

—¿Dices que hay tierras más allá del mar de Occidente? —inquirió Temujín.

—Sí, a varias semanas de navegación se encuentra la ciudad de Rum, donde gobierna el papa de los cristianos.

—Creo que todo eso que dices son invenciones tuyas. Todos sabemos que no hay nada más allá de las costas del mar occidental. Nuestros antepasados dominaron todo el mundo y viajaron hasta la playas de ese mar. Más allá de esas costas sólo hay agua y más agua. Dices cosas muy extrañas, no deberías beber tanto kumis —replicó Temujín entre risas.

—¡Tierra más allá de la tierra! Eso no puede ser cierto —alegó Belgutei.

—No. Nuestra leyenda lo dice bien claro: «Un solo kan en la tierra bajo el único sol» —aseguró Temujín dando por zanjada la discusión.

La alianza se acordó al día siguiente. Togril proclamó desde su trono de madera lacada, colocado en el exterior de la tienda y en presencia de una multitud de keraítas, que Temujín y los demás hijos de Yesugei estaban bajo su protección.

Cuando regresaron a su campamento, la noticia de que los keraítas se habían aliado con el clan de los borchiguines había llegado antes que ellos. A pesar de las largas distancias, ciertas noticias corrían por la estepa con la velocidad del viento. Los tres hermanos fueron recibidos con muestras de alegría por la familia. La gente de Temujín ya no estaba desamparada como hasta entonces, a expensas de que cualquier enemigo pudiera caer sobre ellos. Eran los aliados del más poderoso señor de las estepas, que había prometido protegerles de sus enemigos. Pero el pacto firmado con Togril causó un efecto contrario al esperado. Los merkitas, atentos siempre a las evoluciones del clan de los borchiguines, cuyo jefe Yesugei los había ridiculizado al robarles a la esposa de uno de sus jefes, decidieron vengarse antes de que el poder de Temujín creciera y se convirtiera en un peligro para ellos. Organizaron una partida de tres centenares de jinetes y recorrieron en tan sólo seis días la distancia que separa el Selenga del Kerulén.

El campamento de Temujín estaba en silencio aquella madrugada, poco antes de amanecer. El día anterior se había celebrado una de las muchas fiestas que en aquel campamento de jóvenes se organizaban por cualquier motivo. El kumis había corrido en abundancia y todos se habían retirado a sus tiendas bien entrada la noche con la cabeza abotagada a causa de la bebida. Nadie velaba la madrugada, todos dormían confiados en que ya no tenían nada que temer de sus enemigos. Sólo la anciana Jogachín dormitaba junto a la entrada de la tienda de Hoelún. Pese a su edad, el oído de la anciana era excelente, y en el duermevela que nos invade a los viejos pudo identificar un lejano sonido apenas perceptible. Se incorporó de su lecho y salió al exterior de la tienda. Todavía era de noche, aunque el horizonte oriental comenzaba a teñirse levemente con una luz grisácea. Atisbo alrededor aguzando su vista y su oído, pero no distinguió nada. Se agachó y colocó su oreja sobre el suelo. Entonces identificó con claridad el sonido que había entreoído en sueños.

—¡Madre Hoelún, madre Hoelún! —gritó despertando a su dueña—. ¡Se acercan muchos jinetes, he sentido cómo retumbaba el suelo bajo las pezuñas de sus caballos! ¡Serán los temibles tayichigudes que buscan de nuevo a Temujín!

—¡Despierta a mis hijos, rápido!

La anciana se dirigió corriendo y gritando hacia las tiendas donde dormían Temujín y Bortai, Kasar, Jachigún y Temuge, Belgutei, Muhuli, Bogorchu, Jelme y los demás jóvenes compañeros. Hoelún cogió de la mano a la pequeña Temulún y salió al exterior de la tienda en busca de los caballos. El ruido era ahora netamente perceptible. El tronar de los cascos golpeando el suelo de la pradera llegaba del otro lado de la loma. No tardarían mucho en aparecer sobre la cima los jinetes que se anunciaban con aquellos retumbos.

Bortai no se encontraba demasiado bien. En los últimos días había sufrido fuertes mareos y fiebre. Apenas tenía fuerzas para levantarse, y menos para montar a caballo e iniciar la huida.

—Tenemos que marcharnos de aquí. Nos han descubierto y no tardarán en llegar. Debes hacer un esfuerzo —le dijo Temujín.

—No, sería una pesada carga para vosotros y os alcanzarían enseguida. Si os acompaño estaréis perdidos. Marchad sin mí. No me harán nada. Jogachín tampoco puede cabalgar. Se quedará conmigo. Más tarde volveremos a encontrarnos —alegó Bortai.

—No pienso dejarte sola —protestó Temujín.

—Sean quienes sean, es a ti a quien buscan. Escapa ahora que estás a tiempo. Si no lo haces nunca volverá a haber esperanza para los mongoles; bien lo sabes.

—Bortai tiene razón —asentó la anciana Jogachín—. Ayudadme a subirla a un carro. La ocultaremos con unas mantas y yo me dirigiré hacia esos jinetes. No creo que me detengan y si lo hacen los entretendré algún tiempo. Si no registran el carro podremos marchar sin problemas y reunimos más tarde, cuando haya pasado el peligro. Vamos, decídete, no hay tiempo para dudas.

Temujín levantó la cabeza hacia la cima de la colina y oyó con nitidez los cascos de los caballos que se acercaban con el alba: no tardarían en aparecer.

—De acuerdo. Te esconderemos en el carro. Y tú, Jogachín, procura que no sospechen que llevas oculta a mi esposa.

Salvo Bortai y Jogachín, todos los demás subieron los caballos y huyeron al galope en busca de refugio en los bosques del Burkan Jaldún. Entre los jóvenes compañeros de Temujín se produjo una desbandada tal que tiendas, armas y ganado quedaron abandonados en medio del desolado campamento.

Jogachín arreó al buey que había uncido para tirar del carro y se dirigió hacia donde procedía el retumbo. Antes de que alcanzara la cresta de la colina, los jinetes aparecieron en la cima. Se acercaron al carro y preguntaron a la anciana quién era.

—Soy una vieja esclava de Temujín. Vengo de trasquilar ovejas en la tienda grande. Ahí llevo la lana.

—¿Está allí Temujín? —preguntó el que parecía ser el jefe.

—No lo he visto.

—¿Está muy lejos esa tienda?

—No, queda cerca, en aquella dirección.

Los jinetes arrancaron al galope hacia donde les había señalado la anciana.

Cuando pasaron todos, Jogachín golpeó al buey con tanta fuerza que el animal arrancó al trote ladera arriba.

—¿Se han marchado ya? —susurró Bortai oculta entre la lana.

—Sí, pero no eran tayichigudes, sino merkitas. Esto es mucho peor. Seguro que buscan vengarse de Temujín por la afrenta que les causó su padre —contestó la anciana que siguió arreando con el látigo en los lomos del buey que, dolorido por los reiterados golpes, mantuvo una marcha tan rápida que al cruzar una zona pedregosa el eje del carro se partió.

Poco después regresaban los jinetes merkitas. Uno de ellos llevaba cruzada sobre el lomo de su caballo, con las piernas colgando a un lado, a Sochigil, la madre de Belgutei. La mujer había salido al galope huyendo con los demás miembros de la familia, pero su caballo se había golpeado una pata y los merkitas la habían alcanzado con facilidad.

—Mala suerte, anciana. No debiste forzar tanto el carro —dijo el jefe, y ordenó a dos de sus compañeros que registraran la carga.

Descubrieron a Bortai escondida entre un montón de lana y unas mantas. Para entonces ya había amanecido y el rastro de Temujín y los demás quedaba claramente marcado en la hierba. Los merkitas decidieron rastrear esas huellas para ver si podían atrapar al joven caudillo de trenzas rojas.

Durante algunos días siguieron a Temujín y los suyos. Se habían ocultado en los bosques del Burkan Jaldún, un territorio que conocían palmo a palmo. Allí el bosque era tan tupido que apenas permitía la entrada de un hombre a caballo. Si no se conocía el lugar a la perfección podía caerse en una de las ciénagas que de vez en cuando se abrían en el bosque y ser tragado por el barro y las arenas movedizas. Aquella partida estaba formada por miembros de los tres clanes más notables de los merkitas, dirigidos por sus tres caudillos: los uduyides de Togtoga, los uúes de Dayir Usún y los jagades de Jagatai Darmala. Tras varios días de asedio infructuoso, los merkitas optaron por abandonar la persecución. No habían logrado capturar a Temujín, pero tenían cautivos a su esposa, a una de las dos esposas de Yesugei y a varios muchachos y muchachas.

—Hemos vengado a nuestro jefe Yeke Chiledu. Yesugei le robó a Hoelún; nosotros hemos robado a su hijo dos mujeres: su propia esposa y una de las esposas de su padre. Nuestra venganza se ha cumplido, nadie podrá acusarnos nunca de dejar ese agravio sin respuesta —dijo Togtoga, y ordenó regresar a su territorio.

Oculto entre los pinos, Temujín observó la retirada de los merkitas. Cuando se hubieron alejado indicó a Belgutei, Bogorchu y Jelme que los siguieran a cierta distancia para comprobar que no era una estratagema para hacerlos salir y caer por sorpresa sobre ellos. Pero los merkitas se habían retirado de verdad, su marcha no era un engaño.

Una vez más, la montaña sagrada de Burkan Jaldún había salvado a Temujín de sus enemigos. El mongol lloró por el rapto de la esposa, pero enjugó sus lágrimas y sobre la cumbre prometió a Tengri que todas las mañanas mientras estuviera a la sombra del monte sagrado le haría una ofrenda al soberano del cielo. Y allí mismo se puso cara al sol, colgó el cinturón de su cuello, se despojó del gorro de piel y fieltro, llevó su puño al pecho y, tras arrodillarse nueve veces hacia el sol, derramó unas gotas de leche de yegua sobre la tierra y rezó una oración a Tengri, al Eterno Cielo Azul.