Temujín no esperó siquiera a narrar las penalidades que le habían acontecido durante los meses de cautiverio. Apenas desmontó de la yegua y abrazó a su familia, les indicó que levantaran el campamento pues debían ponerse en camino sin tardanza. Se dirigieron hacia el lago Azul, al pie del monte Jara Jiruguen, en las orillas del río Sengur. Durante dos años anduvieron escondidos, rehuyendo la proximidad de cualquiera que se acercara. Se desplazaban de noche y buscaban los lugares más ocultos e inaccesibles para acampar. Merodeaban por las laderas del Burkan Jaldún, la montaña sagrada a la que Temujín ascendiera con su padre, a cuya cumbre subiría de vez en cuando para contemplar el mundo y hablar al todopoderoso Tengri.
Temujín los dirigía como un estratega dispone sus tropas antes de la batalla. Cada movimiento de la familia era planeado inspeccionando antes la ruta a seguir y el lugar donde instalarse. Sus bagajes se redujeron a los mínimos; tan sólo disponían de dos tiendas, nueve caballos, sus ropas y algunas armas. Su alimento era cualquier animal que se pusiera al alcance de sus arcos, incluso ratas y marmotas, con cuyas pieles preparaban vestidos y mantas. Cazaban, pescaban y recolectaban cuanto podían. Durante la primavera, cuando la caza es abundante, hacían el mayor acopio posible de provisiones y secaban la carne al sol o la maceraban colocándola entre la silla de montar y el lomo de los caballos. En el crudo y terrible invierno de Mongolia, sobrevivían con los restos de carne seca que les quedaban y los escasos animales que cazaban sobre los suelos nevados o las aguas heladas, tal como les había enseñado Jamuga. En ocasiones el hambre los atenazaba de tal manera que para calmar sus doloridos estómagos masticaban trozos de cuero y bebían la sangre de sus caballos abriéndoles una grieta en una vena que después cerraban con una pinza de caña.
Durante ese tiempo, el instinto de Temujín se desarrolló tanto como sus sentidos. Aprendió a estar siempre alerta para poder detectar la presencia de un intruso. Supo agudizar su vista hasta tal extremo que era capaz de distinguir el rostro de un hombre a dos mil pasos de distancia. Afinó su oído con tal precisión que ningún sonido, por débil que fuera o lejano que se produjese, escapaba a su percepción. Desarrolló su olfato y aprendió a distinguir los diferentes olores de los animales y sus excrementos a fuerza de ir tras sus huellas para darles caza. Alcanzó tal capacidad para seguir un rastro que nada ni nadie podía despistarlo y consiguió tal agilidad de movimientos que podía penetrar de noche en un campamento, saquear parte de sus objetos y huir sin dejar el menor vestigio de su paso. Con tan sólo quince años, y debido al constante ejercicio a que sometía a su ya de natural fuerte cuerpo, adquirió el vigor y la fortaleza del más fornido de los hombres y la resistencia y la dureza del más esforzado de los caballos. Era capaz de pasarse días enteros sin probar bocado, tan sólo ingiriendo algunas raíces y sorbiendo el agua atrapada en las hendiduras de las rocas. Sus piernas y brazos se fortalecieron de tal modo y su pecho, hombros y espaldas se ensancharon tanto que más que un hombre parecía una de esas esculturas que nuestros artistas han copiado de modelos venidos del lejano Occidente.
Su piel, en principio clara y pálida, fue adquiriendo un tono tostado, curtida por el sol, el hielo, el viento y el polvo de las praderas. Sus ojos, algo distantes entre ellos, con su iris verde rodeando unas pupilas agrisadas, brillaban como esmeraldas metálicas bajo una frente despejada y amplia, en un plano ligeramente oblicuo que todavía destacaba más su mirada fría y terrible, como un destello de sol sobre una espada del mejor acero. Los contornos de sus ojos eran almendrados, no tan sesgados como los orientales, aunque tampoco redondos como cerezas, cuales son los de los hombres de poniente. Su cabello, rojo como el fulgor de las brasas en una noche sin luna, caía sobre sus anchas espaldas recogido en dos trenzas que adornaba con sendas plumas de halcón. Su rostro era franco y limpio, y así se mantenía aun después de una larga cabalgada en pleno verano o en medio de una tormenta de nieve en el invierno. Siempre clara y despejada, su cara relucía casi tanto como sus brillantes e inconfundibles ojos verdosos.
El muchacho que fuera condenado a portar el kang sobre sus hombros por sus propios parientes tayichigudes era ya un hombre. Desde que escapara de su cautiverio de manera tan intrépida, no eran pocos los que lo admiraban. Pronto corrieron distintas versiones sobre su fuga. En algunas se decía que el muchacho de trece años había vencido a tres hombres a pesar de haber tenido el cuello y las manos uncidos a la rueda de madera. Otros contaban que había cruzado valles y montañas elevándose sobre la tierra como un águila. Algunos comenzaban a pensar si no sería Temujín el héroe que tanto tiempo andaban esperando para liberar al pueblo mongol de los enemigos que lo acechaban por todas partes.
Así fue como comenzó a forjarse su leyenda. De boca en boca, de campamento en campamento, por todos los clanes se extendió la creencia de que el hijo de Yesugei había sido el elegido por Tengri para devolver la unidad a la nación mongol.
Un nuevo acontecimiento vino a reforzar la aureola legendaria que rodeaba al heredero de los borchiguines.
A finales de la primavera, ocho de sus nueve caballos pastaban delante de las dos tiendas. Temujín y Kasar habían ido a pescar al río y Belgutei con el noveno caballo, un robusto alazán tostado, se había adentrado en el bosque a cazar marmotas. En el campamento sólo habían quedado las mujeres y los niños pequeños. Jachigún, de doce años, era el mayor de ellos. Sobre la cima de la colina aparecieron de improviso unos veinte jinetes que, galopando hacia los caballos en una estudiada maniobra envolvente, lograron encerrarlos y captúralos a todos. El joven Jachigún nada pudo hacer para evitar el robo. Dos hombres lo mantenían en la mira de sus arcos, con sendas flechas listas para disparar en cuanto el muchacho se moviera.
Cuando regresaron los tres mayores, Belgutei quiso partir de inmediato en busca de los caballos en su alazán.
—Voy tras ellos, sin nuestros caballos estamos perdidos. No sobreviviremos.
—No —le interrumpió Kasar—, yo soy el mejor con el arco. Puedo acercarme a ese grupo de ladrones y abatirlos a flechazos uno a uno.
—No hace falta que demostréis vuestro valor; bien sé que os sobra. Recuperar los caballos es cosa mía. Yo soy el jefe de la familia y a mí me corresponde correr el riesgo. No manejo el arco con tu precisión, Kasar, pero conozco mejor estas tierras. Seré yo quien vaya a por lo que nos han robado. Vosotros dos quedad al cuidado de la familia. Recogeos en el monte Gurelgu, frente al Burkan Jaldún, allí acudiré cuando recupere nuestros caballos.
Cuando Temujín daba una orden nadie osaba contradecirle. Guardó en una bolsa de cuero varias tiras de carne seca, queso y algunas bayas y un boto de leche de yegua. Colgó a su espalda dos arcos y un carcaj lleno de flechas y partió con el alazán tostado tras las huellas de los jinetes que le habían robado. Los ladrones le sacaban casi medio día de ventaja y además tenían monturas de refresco, lo que les permitiría ir rápidos, sin apenas detenerse salvo para alimentar a sus rocines. Siguió su rastro durante tres días y al amanecer del cuarto cruzó un extenso valle en el que pastaba una nutrida caballada. Allí las huellas de los jinetes a los que perseguía se confundían con otras. Junto a un arroyo vio a un joven que ordeñaba una yegua y se dirigió a él.
—Buenos días. Mi nombre es Temujín, soy el jefe del clan de los borchiguines. Desde hace cuatro días persigo a un grupo de jinetes que han robado ocho caballos de mi campamento. Su rastro me ha conducido hasta aquí. Tu rostro denota nobleza y gallardía, y tus ojos inspiran confianza; es por eso que soy franco contigo. ¿Acaso los has visto?
—Sí, han pasado por aquí al amanecer. Ven, te enseñaré sus huellas —respondió el muchacho—. Mas espera, tu caballo está cansado, lo has forzado demasiado persiguiendo a esos hombres. Déjalo aquí pastando y coge ese blanco con la raya negra al lomo, es mío. Si lo deseas te acompañaré.
El muchacho recogió la jarra con la leche y el odre en el que guardaba la que ya había ordeñado y corrió a esconderlos en un bosquecillo cercano. Recogió una bolsa de cuero con mantequilla y carne, montó un caballo pardo de patas finas y fibrosas, con aspecto de ser muy veloz, y se colocó junto a Temujín.
—Mi nombre es Bogorchu —que en mongol significa «el Infalible»—. He oído hablar de tu hazaña cuando huiste de los tayichigudes. Nadie se explica cómo pudiste hacerlo. Desde que un viejo pastor nos contó tu historia al abrigo de una hoguera he deseado conocerte; ha sido el destino el que te ha traído hasta aquí. Si quieres recuperar tus ocho caballos necesitas ayuda. Yo te la brindo. Mi padre es Naja, aunque todos lo apodan el Rico. Es el jefe del clan de los árulates y dueño de medio millar de caballos y muchas más ovejas, camellos y yaks. Yo soy su único hijo varón. Estoy cansado de que me trate como a un niño y sólo me permita ordeñar yeguas. Ya he cumplido catorce años, es hora de que me convierta en un hombre.
—Eres valiente, Bogorchu, pero no voy a un juego. Lo que pretendo conseguir es muy peligroso —objetó Temujín.
—No me importa el peligro. Manejo el arco mejor que nadie. Soy capaz de atravesar el cuello de un hombre a cien pasos de distancia. Te hago falta. Déjame ir contigo.
Temujín permaneció un instante observando los ojos de Bogorchu. Su mirada era franca y altiva, sus labios finos y su expresión serena.
—De acuerdo, pero ya te he advertido que es arriesgado.
—¿Y qué sería la vida sin peligro? —agregó Bogorchu sonriente mientras enfilaba su rocín pardo hacia el rastro que habían dejado los ladrones de caballos.
Durante tres días siguieron las huellas hasta que alcanzaron a divisar un pequeño círculo de tiendas en cuyo borde pastaban los ocho caballos. El sol estaba a punto de ocultarse tras unos montes cercanos. Temujín, que de inmediato se dio cuenta de la situación, le dijo a Bogorchu:
—Bien, ahora es cosa mía. Te agradezco que me hayas acompañado, pero quédate aquí. Voy a ir a por mis caballos.
—Ni hablar. No he venido para ver cómo peleas tú solo, sino para compartir la gloria contigo.
—De acuerdo, pero ahora escucha: no tardará mucho en ponerse el sol; dentro de poco será noche cerrada. Todos los hombres del campamento han desensillado sus monturas y comienzan a recogerse en las yurtas. Éste es el momento preciso para dar un golpe sorpresa. Bajaremos a todo galope y arrearemos a mis caballos para que vengan en esta dirección. Los del campamento tardarán algún tiempo en reaccionar. Si nos persiguen sin esperar a ensillar sus corceles no podrán disparar sus arcos con precisión y si se entretienen en colocarles las sillas habrán perdido un tiempo precioso. Además tenemos el sol a nuestra espalda, por lo que cuando nos sigan, su luz rayando en el horizonte les dará de frente en los ojos y les molestará la visión. Si actuamos rápidamente y sin titubeos tendremos alguna posibilidad de éxito. Ten preparado el arco y listas las flechas, nos van a hacer falta.
—Toda la estepa hablará de esta hazaña durante años, ¿qué digo años?, durante generaciones —proclamó orgulloso Bogorchu.
Temujín esperó a que el sol cayera justo a la altura en la que sus rayos molestaran más, se ajustó su cinturón y apretó las cintas que cerraban las mangas de la chaqueta en las muñecas y los pantalones en los tobillos, y con un gesto de su brazo indicó a Bogorchu el comienzo de la maniobra.
Los dos jóvenes jinetes descendieron la ladera como empujados por una ráfaga de viento y en unos instantes estaban arreando a los caballos de regreso hacia la cima de la colina. Los del campamento salieron raudos de sus tiendas, pero sólo uno de ellos lo hizo con la suficiente celeridad como para perseguir de cerca a los dos jóvenes. Montaba un soberbio trotón blanco y empuñaba una jabalina en cuyo extremo pendía amenazador un lazo, el urga, que usan para sujetar a los caballos.
—Ése se acerca muy rápido —dijo Bogorchu—, yo lo detendré.
—No. Mantén agrupados a los caballos y sigue adelante, yo me encargo de él.
—Vaya, bien temía que no me dejarías combatir —protestó Bogorchu.
—Maldita sea, deja de discutir y obedece —clamó Temujín.
Bogorchu siguió cabalgando a regañadientes y Temujín hizo volver grupas a su montura enfrentándose al jinete del caballo blanco. Éste, al ver la maniobra del joven mongol y su arco dispuesto para disparar, se detuvo a la espera de que llegaran algunos de sus compañeros que ascendían por la ladera. Temujín se mantuvo firme frente a ellos, con el arco en posición de disparo. Una leve brisa agitaba sus pelirrojas coletas y su silueta se recortaba sobre el disco rojo e inmenso del sol poniente. Los perseguidores, impactados por el aplomo de aquella imponente figura, titubearon por un momento y dudaron si proseguir hacia arriba. Dos de ellos arrancaron aullando como lobos hambrientos. Dispararon sus flechas hacia Temujín, pero éste estaba en alto y las dos saetas no alcanzaron su objetivo. El borchiguín tensó su arco y el primero de los dos jinetes cayó al suelo con la garganta atravesada por un virote de hueso. El segundo retuvo a su corcel pero, antes de que pudiera cargar de nuevo su arco, otra flecha se le hundió en el rostro lanzándolo hacia atrás por encima de la grupa de su caballo. Una tercera saeta derribó al jinete del lazo y los demás perseguidores frenaron sus caballos sorprendidos por la apostura de aquel joven guerrero cuya figura enmarcaba el sol poniente. Todos se congregaron en torno a los caídos y ninguno se atrevió a reanudar la persecución. El sol en el horizonte dibujaba tan sólo un pequeño arco de su circunferencia y la oscuridad inundaba las laderas orientales de la colina. Temujín miró hacia la cima y observó que Bogorchu había ganado la otra vertiente; a mitad de la ladera el resto de sus perseguidores se había detenido y titubeaba al ver cómo habían sido derribados sus tres compañeros; espoleó a su caballo y se perdió entre las primeras brumas de la noche.
Tres días más cabalgaron los dos jóvenes conduciendo los ocho caballos de regreso hacia donde se habían encontrado. Durante ese camino, Bogorchu escuchó de Temujín las hazañas que éste había realizado y su admiración por aquel joven mongol de coletas pelirrojas se convirtió en veneración. Mientras avanzaban, Temujín permanecía siempre alerta, oteando el horizonte y revisando las huellas que encontraban a su paso. Al fin llegaron al campamento de Naja el Rico. A la vista de las tiendas, Temujín le dijo a Bogorchu que sin su ayuda nunca hubiera podido recuperar sus caballos.
—Dime cuántos caballos quieres, te los has ganado.
—¿Qué dices? —preguntó extrañado Bogorchu—. No te he seguido para conseguir ningún botín. Esos caballos son tuyos. Yo te he ayudado como fiel compañero y amigo. ¿Qué clase de amigo reclamaría, por su ayuda a un compañero, parte en el botín que sólo a él le pertenece? No deseo ninguna recompensa.
—Coge la mitad, lo mereces.
—No. Soy hijo de un hombre rico, no me hace falta nada. Vayamos a la yurta de mi padre. Será mejor que aguante cuanto antes la terrible regañina que me espera.
Entraron en la tienda de Naja y éste, al ver a su hijo sano y salvo, lloró y rió a la vez. Durante los días en que Bogorchu había desaparecido, Naja se había sentido enormemente afligido. Había llegado a pensar que nunca más vería a su heredero. Naja abrazó a Bogorchu y le besó en las mejillas. El Rico era de pequeña estatura y de gruesa talla; tenía unos finos bigotes y sobre su pecho relucía un enorme medallón de oro. La tienda era lujosa y confortable y estaba llena de cofres de madera y de sacos de cuero.
—Éste es mi compañero Temujín, el fabuloso guerrero que se libró del cepo de madera —dijo Bogorchu—. Nos conocimos hace siete días y necesitaba ayuda. Tú me has enseñado —continuó dirigiéndose a su padre— que la amistad es el más importante de los sentimientos para un mongol. Temujín es mi amigo y tenía que ayudarlo. Pero tampoco he olvidado mis obligaciones.
Bogorchu salió de la tienda y regresó al poco tiempo con la jarra de leche que había escondido en el bosquecillo antes de partir. Naja, para festejar el retorno de su hijo, sacrificó a su mejor cordero. Aquella noche celebraron un banquete. Las patas y las costillas del cordero se asaron en espetones y el resto de la carne se coció en una olla de hierro. Bebieron abundante kumis y una botella de licor de arroz que Naja había comprado a un altísimo precio a unos mercaderes uigures que se habían aventurado hasta los límites de los pueblos de la estepa.
Durante la cena, Bogorchu narró con admiración la hazaña que había protagonizado junto a Temujín.
—Caímos sobre ellos como dos rayos en medio de la tormenta. Recuperamos los caballos y nos retiramos. Algunos intentaron seguirnos, pero Temujín los detuvo. Teníais que habernos visto: nosotros dos solos contra aquellos bandidos —declamaba orgulloso Bogorchu.
Entre tanto, Temujín contemplaba la fina botella de porcelana blanca decorada con flores azules y rojas que contenía el preciado licor de arroz. Nunca había visto nada parecido.
—¿De dónde dices que procede esta botella? —preguntó Temujín interrumpiendo la vehemente exposición de Bogorchu.
—De China —respondió Naja.
—¿La tierra de los jürchen?
—Sí, el Imperio del Centro.
—Los jürchen son enemigos del pueblo mongol —asentó Temujín.
—Sí, lo son. Unos enemigos muy poderosos. Yo nunca he estado en su país, pero algunos viajeros me han dicho que está lleno de grandes ciudades. La tierra se cultiva y los hombres viven siempre en el mismo lugar.
—¿Ciudades?, en una ocasión oí a un viajero hablar de ellas, ¿qué son ciudades? —inquirió Temujín.
—Son grandes aglomeraciones de yurtas construidas de piedra y ladrillo en vez de fieltro y piel en torno a enormes edificios que llaman palacios, donde viven sus reyes, y templos, donde rezan a sus dioses, y que se rodean con murallas de barro y piedra. Algunas son tan grandes que en una sola cabríamos todos los mongoles.
—¿Está lejos ese reino?
—Sí, muy lejos, a unos cincuenta días de camino hacia donde sale el sol. Allí se levanta una gran muralla que tiene la altura de seis hombres y un espesor tal que por la parte superior pueden cabalgar cuatro jinetes en paralelo. Dice una vieja leyenda que esa muralla la construyeron los dioses de los chinos para defender su país de nuestros demonios. A los nómadas de este lado del desierto nos consideran salvajes; quizás hayan olvidado que hace tiempo ellos también fueron nómadas —observó Naja.
—Mi padre luchó contra los tártaros y contra esos jürchen, que son sus aliados. Murió por una traición de los tártaros.
—Conozco la historia de la muerte de Yesugei el Valiente; todos los mongoles la conocemos. Sé que tú eras el destinado a sucederle. Tienes la mirada franca y el rostro noble, y tu valor ha quedado bien patente. Tu padre estaría orgulloso de ti —añadió Naja—. Eres ambicioso, Temujín. Pero la tarea que te propones no es fácil. El Imperio kin dispone de un millón de guerreros perfectamente equipados. Yo mismo he visto alguna vez sus armas y son realmente formidables. Poseen corazas de escamas de hierro y cuero tan duras que ninguna flecha es capaz de perforarlas, empuñan espadas elaboradas en acero de la mejor calidad y cabalgan sobre grandes percherones, los caballos celestiales, criados en los ricos pastos del oeste. ¿Qué podríamos hacer frente a ellos? —inquirió Naja.
—Si nos uniéramos, si un solo caudillo dirigiera a todo el pueblo mongol, seríamos invencibles. Mi padre me enseñó que la unidad de un pueblo lo hace indestructible —aseveró Temujín.
—Yo he visto combatir a Temujín —intervino Bogorchu—. Es capaz de cualquier cosa que se proponga. Si hay alguien capaz de derrotar a esos jürchen, sin duda es él.
—Me temo, hijo mío, que conquistar el Imperio kin es más complicado que recuperar un puñado de caballos de manos de unos bandidos.
A la mañana siguiente, cuando despertó Bogorchu, Temujín ya se había preparado para partir. Naja le entregó una bolsa con carne cocida y una bota con leche agria.
—Quédate algún tiempo con nosotros —le rogó Bogorchu.
—No puedo. He de volver al lado de mi familia cuanto antes. Corren un serio peligro y sin los caballos están a merced de cualquier ataque. Te agradezco de nuevo tu ayuda y vuestra hospitalidad —agregó Temujín.
—Habéis labrado una hermosa amistad. Sois jóvenes y estáis llenos de ilusiones. Mantened siempre atados los lazos que os han unido, nunca os traicionéis —añadió Naja.
Temujín abrazó a Bogorchu, quien con lágrimas en los ojos exclamó:
—¡Fue magnífico combatir a tu lado!
—Te portaste como un valiente. Nunca he conocido a nadie más valeroso que tú.
—¿Es eso cierto? —le preguntó Bogorchu.
—Tan cierto como nuestra victoria.
Temujín se puso en marcha hacia las tierras donde había dejado a su familia. Montaba el alazán tostado con el que había salido en busca de sus caballos, que le seguían detrás.
—¡Vuelve pronto! —exclamó Bogorchu.
Pero el joven mongol ya estaba demasiado lejos como para oír lo que le gritaba su amigo.