Munglig partió en busca de Temujín hacia el campamento de Dei el Sabio. Cuando llegó al lugar que le había indicado Yesugei, las tiendas de Dei habían sido levantadas y unas huellas se dirigían hacia el sur. Munglig no iba preparado para un largo viaje y regresó para volver dos semanas después con dos familiares. Tras una intensa búsqueda que duró tres meses, Munglig localizó a los ungarides acampados junto a un menguado riachuelo azul que discurría entre dos colinas. Se presentó ante Dei el Sabio, a quien conocía, pero no le dijo que Yesugei había muerto. Tan sólo le hizo saber que el jefe de los mongoles echaba mucho de menos a su hijo y heredero y que quería que regresara junto a él. Dei, bien a su pesar, consintió en dejar marchar a Temujín.
Durante las semanas en que Bortai y Temujín permanecieron juntos se había creado entre ambos una estrecha relación. Eran sin duda demasiado jóvenes para que el fuego del amor prendiera en sus corazones, pero sus espíritus se encontraban a gusto uno con otro. Si al principio Bortai tomó a broma las leyendas que su prometido le contaba acerca del origen divino de su clan, la rotundidad y seguridad con que el muchacho lo afirmaba acabaron por convencerla y entonces vio en Temujín a un joven decidido a cumplir el destino que Tengri, el dios del cielo, le había encomendado. Ni por un momento dudó que acabaría siendo la esposa de aquel orgulloso y valiente mongol.
Temujín y Munglig se despidieron de Dei el Sabio y de su hija Bortai.
—Aquí tienes mi amuleto de la suerte; es una taba de bronce de China. Guárdala y recuérdame cada vez que la mires —le dijo Bortai.
—Debo regresar junto a mi padre, pero volveré a por ti. Te he elegido como esposa y ahora estamos unidos los dos.
Dirigiéndose a Dei, continuó:
—Gracias por tu hospitalidad, Dei, cuida de tu hija hasta que regrese a por ella.
El hijo pequeño de Dei, llamado Anchar, corrió hasta Temujín y lo abrazó llorando. Durante las semanas que el heredero de Yesugei había pasado en ese campamento habían compartido tienda y juegos.
—Nunca te olvidaré, Temujín —dijo Anchar.
—Espero que algún día seamos compañeros en las batallas —le replicó Temujín.
Los cuatro jinetes, Munglig, sus dos compañeros y el joven Temujín, arrearon a sus caballos y partieron al galope. A mitad de camino, Munglig decidió que era hora de contar lo sucedido. Se habían detenido para pernoctar en una vaguada, al abrigo de unos pinos. Temujín estaba preparando su manta de pieles para dormir cuando Munglig dijo que quería hablarle.
—Escucha. Lo que vas a oír es algo terrible, pero debes saberlo enseguida. No he ido a buscarte por lo que le he contado a Dei, sino porque tu padre me lo pidió antes de… —hizo una breve pausa—, antes de morir.
—¿Qué dices, Munglig, mi padre muerto? —preguntó Temujín entre sollozos.
—Sí, murió a manos de unos tártaros a los que encontró en su camino de regreso tras dejarte con Dei. Lo invitaron a comer y lo envenenaron. Pretendían así vengar las derrotas que tu padre les propinó. Ahora eres el jefe del clan de los borchiguines y el caudillo del más importante grupo de nuestra raza. Has dejado de ser un niño para convertirte de repente en un guerrero, en el jefe de los guerreros. Tu destino parece que va a cumplirse antes de lo previsto, o quizás estuviera escrito en las estrellas, sólo Tengri lo sabe.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No quería que Dei se enterara de que Yesugei había muerto. Tu futuro suegro era amigo de tu padre, pero no me fío de nadie. Quién sabe si te hubiera utilizado como rehén. Ahora tú eres el jefe del clan, tu persona es mucho más valiosa que antes. He creído más prudente no decir nada hasta que nos alejáramos de su campamento; incluso el más honesto de los hombres puede ser tentado en cualquier momento por la ambición.
—Creo que has obrado con prudencia —dijo Temujín antes de romper a llorar desconsolado.
Aquella noche no pudo conciliar el sueño. Revivió una y otra vez todos y cada uno de los momentos que había compartido con su padre: la práctica de la equitación, el manejo del arco, las largas cabalgadas por las praderas inspeccionando el ganado y sobre todo la ascensión al Burkan Jaldún, aquellos dos días pasados a su lado en los que Yesugei le descubrió que había sido elegido por Tengri para dominar el mundo. Sentimientos contradictorios se acumularon en su cabeza: el amor hacia el padre muerto, el odio y los deseos de venganza hacia sus asesinos, el orgullo de sentirse jefe de un clan, el miedo a no saber responder a sus nuevas responsabilidades. En un momento toda su vida había cambiado; había dejado de ser un muchacho inquieto, sólo preocupado por aprender a cazar, a montar a caballo y a tirar con el arco para ver cómo caía sobre él la pesada carga de encabezar a los yakka mongoles, de dirigir a un pueblo maltrecho que vagaba en busca de su identidad, rodeado de poderosos enemigos y asolado por un sentimiento colectivo de humillación y derrota.
Al atardecer de un grisáceo día, Temujín y Munglig regresaron al campamento. El otoño declinaba y las cumbres de las montañas comenzaban a cubrirse con las primeras nieves. Temujín entró en la tienda donde su madre descansaba arropada entre gruesas mantas de piel de yak. En el centro ardía un fuego alimentado con estiércol. Hoelún abrió sus brazos para recibir al hijo primogénito, que lloró asido a su madre. Junto a ella estaban todos sus hijos: el hábil Kasar, que a sus siete años manejaba el arco como el mejor de los guerreros, los pequeños Jachigún y Temuge, que adoraban a su hermano mayor, y Temulún, tan pequeña que apenas sabía andar.
—Ahora eres tú el jefe de este ulus, Temujín. Tu padre te señaló como su sucesor. Todavía no eres un hombre, pero tus venas contienen la sangre de los borchiguines, sé fiel a tu linaje y cumple con tu deber.
La situación se había alterado notablemente. Al desaparecer el indómito y orgulloso caudillo, los que lo habían seguido al amparo de su resolución y su fortaleza, en busca del cobijo que les proporcionaba, dudaban de que un muchacho de nueve años pudiera mantener la cohesión de los clanes que configuraban el ulus de Yesugei. Eran muchas las voces que se alzaban contra Temujín, suponiéndole incapaz de sostener lo que su padre había logrado unir con tanto esfuerzo y coraje. Un chamán, realizando una práctica de espatulomancia en una paletilla de cordero quemada, avisó a Targutai Kiriltug, el jefe de los tayichigudes y nieto de Ambagai que albergaba el deseo de ser elegido kan, que Temujín aparecía como su principal rival. Los orgullosos jefes, que habían acatado la autoridad de Yesugei tan sólo amedrentados por su valor y su fuerza, se veían ahora libres del vasallaje a que habían estado sujetos y no admitían colocarse bajo las órdenes de un niño. La ansiada unidad que Yesugei había estado a punto de lograr se resquebrajaba con su muerte antes incluso de conseguirse. Durante todo aquel invierno, que fue extremadamente duro, los clanes permanecieron juntos, pero al despuntar la primavera; la mayor parte de ellos decidió abandonar a Temujín.
Para hacer manifiesto su deseo de no seguir bajo la autoridad de la familia de Yesugei, las esposas del kan Ambagai, las katunes Orbei y Sojatai, comenzaron la fiesta de las ofrendas a los muertos que los mongoles celebran cada primavera sin esperar a que acudiera Hoelún. Avisada de ello, se dirigió hacia el lugar donde se realizaba la ofrenda, pero llegó demasiado tarde, toda la carne sacrificada ya había sido repartida y nada quedaba para la familia de Yesugei.
Hoelún se dirigió a las katunes diciéndoles:
—Yesugei ha muerto y su hijo Temujín y sus hermanos son demasiado pequeños todavía y no pueden valerse por sí mismos; por eso nos habéis apartado de la fiesta de las ofrendas y no habéis contado con la familia de vuestro caudillo. Cualquiera de estos días levantaréis el campamento y marcharéis sin decirnos nada, quebrando así la fidelidad que prometisteis a Yesugei.
—Tú te crees con todos los derechos por ser tan sólo la mujer de uno de los jefes —dijo Orbei—. Nosotras somos más que eso, somos katunes, las esposas de un kan, de un verdadero kan, no como tú, tan sólo la segunda esposa de un jefe. Tu esposo nunca fue elegido kan, nunca ocupó la jefatura suprema de todos los mongoles yakka. Nosotras representamos más que tú para nuestro pueblo. Nuestros hijos tienen más derechos al kanato que los tuyos, son hijos de un kan y de sus katunes; los tuyos son tan sólo los cachorros de un guerrero que ya no existe y de una mujer robada en medio de la estepa.
—Orbei habla con justicia —prosiguió Sojatai, la otra katún de Ambagai—. Te presentas aquí sin que nadie te haya invitado y te arrogas derechos que nadie te ha otorgado. Si crees que puedes coger cuanto te apetezca sin pedir permiso a nadie, que puedes comer de nuestra comida y beber de nuestra bebida sin rogarlo, estás equivocada. Marcharemos de aquí sin ti y sin tu familia; levantaremos el campamento y nos iremos sin vosotros. Los tayichigudes somos los verdaderos herederos del kanato mongol. Nuestros hijos serán los que continúen el linaje de los kanes.
Tras las palabras de las dos katunes, cuantos habían acudido para la ofrenda a los muertos abandonaron silenciosos el lugar. Hoelún gritaba a cada uno de ellos, llamándolos por sus nombres, si habían olvidado lo que Yesugei había hecho por la tribu, pero nadie le contestaba, nadie respondía a sus requerimientos demandando para su hijo Temujín la fidelidad que habían prometido a Yesugei.
Un amanecer, los jefes de los tayichigudes, Targutai Kiriltug y Todoguen Guirte, nietos del kan Ambagai, dieron orden a la caravana de partir río Onón adelante. Los carros se pusieron lentamente en marcha. Al frente de la comitiva desfilaban los chamanes, con sus pesadas vestimentas blancas con ribetes azafranados, cantando monocordes melodías en una extraña jerga que sólo ellos comprendían.
El anciano Charajaí, padre de Munglig, se compadeció de Hoelún y de sus hijos. Se dirigió a Todoguen Guirte, que guiaba la caravana, y lo alcanzó al galope sobre un poni gris:
—No abandones a la familia de Yesugei, un guerrero mongol nunca dejaría desasistidos a mujeres y niños indefensos.
—¿Qué vienes tú a reprocharnos? —le increpó Todoguen.
El anciano, apesadumbrado por el trato que le daba su joven pariente, detuvo su montura y dio media vuelta. Todoguen se giró entonces y le atravesó la espalda con su lanza entre sonoras carcajadas. El anciano cayó sobre el cuello del poni pero pudo asirse a las crines con la poca fuerza que le quedaba. La lanza le había atravesado de parte a parte y la punta de hueso le asomaba por el pecho, entre las costillas. Consiguió espolear a su montura y llegó al trote hasta la tienda de Hoelún. En la entrada cayó al suelo y todavía vivo fue llevado al interior y colocado sobre un lecho.
Temujín estaba a su lado. El anciano lo miró y con palabras entrecortadas que apenas podía emitir por su boca ensangrentada balbució:
—Los tayichigudes han marchado con los que unió tu padre. Esa gente era todos nosotros, ellos son nosotros y nosotros somos ellos. Les he reprendido por lo que han hecho y mira cómo me han respondido, partiéndome el corazón de una lanzada, así es como los traidores pagan sus deudas. Tú eres el hijo de Yesugei Bahadur, no dejes que la traición y el crimen queden impunes.
Y dichas estas palabras, el viejo Charajaí expiró. Temujín sostuvo la cabeza de su viejo defensor entre las manos y rompió en llanto sobre el anciano. Hoelún salió rauda, cogió el estandarte que siempre permanecía clavado a la puerta de la tienda de Yesugei, montó sobre un rápido alazán blanco y salió a todo galope hacia la caravana que apenas se atisbaba ya en lontananza.
Al ver acercarse a Hoelún con el bunduk blanco de nueve colas agitado al viento, muchos de los que habían seguido al clan de los tayichigudes dudaron en continuar adelante. La presencia de aquella resuelta mujer, bella como ninguna pese a sus cinco partos, con sus trenzas flotando en el aire, su vestido ceñido por un cinturón blanco y sus radiantes ojos melados, con el estandarte en su mano izquierda alzado al cielo, turbó a muchos de los que se marchaban. Pero Targutai la increpó advirtiéndole que regresara al campamento o en caso contrario acabaría con su vida y con la de sus hijos. La acusó de alterar la buena armonía de la tribu y de haber hechizado con sus embrujos a Yesugei y la conminó a que se retirara amenazándola con su arco. Los que habían dudado obedecieron las órdenes del caudillo tayichigud y continuaron su camino. Hoelún, erguida sobre su montura, los vio alejarse entre una densa nube de polvo; poco después no eran sino un fino hilo amarillo perdido entre las colinas.
Unos días más tarde el campamento otrora próspero y repleto de abundantes tiendas estaba casi desmantelado. Nueve de cada diez familias habían seguido las instrucciones de las dos katunes y de los jefes del clan de los tayichigudes, los hijos del kan Ambagai, y habían plegado sus tiendas poniendo rumbo a otra región. Hoelún, Sochigil y los hijos de las dos esposas de Yesugei el Valiente quedaban abandonados a su suerte. Pocos eran los que creían que dos mujeres, algunos criados, un puñado de débiles familias y media docena de niños pequeños pudieran sobrevivir solos en medio de las estepas.
Comenzó entonces una difícil etapa para Hoelún y sus hijos. Rechazados por su pueblo, se vieron obligados a vagar por las riberas del Onón. Los pocos fieles que se habían mantenido en un primer momento con ellos no tardaron también en abandonarlos; sobre todo cuando Daritai, el tío de Temujín, y Munglig, el hijo del asesinado Charajaí, regresaron de sus tierras del norte y no hicieron nada por defender los derechos de Temujín.
—¿Tú también nos dejas, Daritai? —le inquirió Hoelún.
—No puedo quedarme con vosotros, moriríamos todos. Tu hijo es demasiado joven para dirigir una tribu.
—Él te adora y tú siempre lo has protegido. Te debe la vida; sin ti los mastines lo hubieran devorado cuando era niño.
—No puedo quedarme. Mi familia necesita la protección que sólo un caudillo fuerte puede proporcionarnos.
—Y tú, Munglig, ¿no vas a vengar la muerte de tu padre? —le preguntó Hoelún.
—No puedo hacerlo. Y creo que Daritai tiene razón —argüyó Munglig con la cabeza gacha y el semblante avergonzado.
Daritai y Munglig se marcharon con sus familias y siervos pradera adelante sin despedirse de Temujín. El joven mongol los vio alejarse desde lo alto de una colina. En el campamento sólo quedaban ya las dos viudas, sus hijos y la fiel Jogachín, demasiado anciana para ir a ninguna parte. Durante dos años recorrieron todo el valle del Onón, subiendo y bajando por sus orillas en busca de frutos que recolectar y raíces con las que alimentarse. Las dos mujeres recogían frutos silvestres y bayas y los niños cazaban tejones, ratas, mangostas y liebres y pescaban cuantos peces se ponían a su alcance. Temujín se había convertido en un verdadero experto en el arte de pescar. Fabricaba con hueso sus anzuelos y sabía esperar con paciencia infinita hasta que un pescado mordía el cebo y quedaba atrapado en el hamo. Kasar demostraba un dominio inigualable del arco; practicaba constantemente y era capaz de abatir a cualquier pájaro a cien pasos de distancia.
Begter seguía odiando a Temujín. Desde que su padre se lo prohibiera bajo durísimas amenazas no había vuelto a inquietarlo, pero ahora que era ya un muchacho fuerte y curtido y que su padre había muerto, nada le impedía volver a afrentar a su hermanastro. Comenzó hostigándole con pequeñas cosas, con insinuaciones sobre su origen, sobre las artes que su madre había empleado para conquistar a su padre y arrebatarle la primogenitura y robándole algunas piezas de caza o algunas armas y utensilios. Temujín nada le decía a su madre y prohibía a Kasar que le fuera a contar las molestias que le causaba Begter. Pero un día en que los cuatro hermanos estaban pescando en las orillas del río, Temujín consiguió atrapar un enorme pez cuyas escamas resplandecían como la luna en plenilunio. Nunca habían visto nada parecido a aquella maravillosa pieza. Begter y Belgutei se acercaron y le pidieron el pescado. Como Temujín se negara a dárselo, Begter amenazó con lanzarlo al río y ahogarlo, lo empujó y le arrebató su presa. Kasar no pudo más y salió corriendo hacia la tienda de Hoelún, con Temujín siguiéndole los pasos. Kasar contó a su madre lo sucedido y ésta, viéndose sola y desamparada, creyó que lo más conveniente era apaciguar a sus hijos y restar importancia al incidente.
—¡Basta! —les ordenó Hoelún—. No debéis pelear entre vosotros. ¿No recordáis la historia de los hijos de madre Alan la Bella? Nos enseñó que sólo seremos fuertes si permanecemos unidos como el haz de flechas que nadie puede quebrar. No somos dueños ni de nuestras propias sombras y sólo si permanecemos unidos podremos sobrevivir a esta dura situación que nos han impuesto. Sólo así vengaremos la afrenta que nos hicieron los tayichigudes, pero si continuáis disputando entre vosotros, todos estaremos perdidos.
Entonces habló Temujín:
—Madre, hasta ahora he estado callado e incluso he prohibido a Kasar que te contara lo que sucedía. Nunca me he quejado de las maldades a que nos ha sometido ese cobarde de Begter, pero ya va siendo hora de que cambie esta situación. Nos roba lo que cazamos, se burla de nuestro origen y estoy seguro de que cuando se le presente la oportunidad no dudará en matarme. O Begter o yo; uno de los dos sobra. No podemos vivir bajo el mismo cielo, sólo cabe un sitio para uno de nosotros dos bajo la luz del sol.
Sin dejar replicar a su madre, Temujín hizo un gesto a Kasar con la cabeza y salieron de la tienda.
Begter estaba sobre un pequeño altozano, sentado entre la alta hierba, vigilando cómo pastaban los nueve caballos que todavía conservaban. Temujín y Kasar habían preparado sus arcos y se aproximaron reptando hacia donde se encontraba Begter. Kasar se acercó por delante y Temujín lo hizo por su espalda. Cuando se situaron a la distancia de un tiro de flecha, los dos hermanos se levantaron y se mostraron a la vista de Begter. Éste vio las flechas cargadas en sus arcos e incorporándose comenzó a gritarles que los tayichigudes los habían agraviado y que eran aquellos los verdaderos enemigos. Les recordó las enseñanzas de su padre, cómo les había ordenado que mantuvieran la unidad frente a los rivales como única manera de ser fuertes. El rostro de Temujín parecía una roca. Sus finos labios se mantenían apretados con firmeza y sus verdes ojos atigrados no perdían detalle de lo que hacía Begter, que lo miraba de soslayo.
—No quiero ser un estorbo para ti —siguió gritando Begter—. Te ayudaré a vengarte de nuestros enemigos, recuerda que eres mi hermano, que somos hijos del mismo padre.
Pero el rostro de Temujín siguió inalterado, como si estuviera esculpido en piedra.
—Bien —continuó—, si quieres matarme, hazlo, pero deja en paz a mi hermano Belgutei, él no es culpable de nada, sólo hace lo que yo le ordeno. Me tiene miedo y por eso obedece.
En tanto decía esto, Begter aprovechó para agacharse e intentar coger el arco que descuidadamente había dejado cerca de él, pero no tuvo tiempo para alcanzarlo. Dos flechas rasgaron el aire y se clavaron en la espalda y en el pecho del hijo mayor de Yesugei. La de Kasar le penetró por el pecho partiéndole el corazón y la de Temujín le atravesó de parte a parte las costillas perforándole los pulmones. Begter cayó al suelo como fulminado por un rayo. Murió sin emitir un solo sonido, como si una guadaña le hubiera cercenado de cuajo la garganta.
Regresaron al campamento y nada más entrar en la tienda Hoelún intuyó lo que había sucedido.
—¿Qué habéis hecho?, ¿qué le ha pasado a Begter? —les preguntó.
—Ha recibido lo que merecía. Está muerto —respondió secamente Temujín.
—Eres feroz. Cuando naciste tenías encerrado en el puño un grumo de sangre; todos interpretaron que era la señal de que serías un poderoso señor, pero se equivocaban. Era un signo de tu carácter sanguinario y cruel. Eres como una hiena que se come su propia placenta tan sólo por el gusto a la sangre, como la pantera que se lanza desde lo alto para desgarrar a su presa por el mero placer de destrozarla entre sus uñas, como el tigre saciado que quebranta a las gacelas incapaz de dominar su furia, como la serpiente pitón que traga enteras a sus presas para sentir en su interior cómo se quebrantan sus huesos, como el gerifalte que ataca a cualquier cosa que se mueva, como el pez grande que devora al pequeño aunque no esté hambriento, como el camello que muerde las patas de su cría para que no le dispute el agua de la charca, como el lobo que acecha en la ventisca en espera de poder saborear la sangre de su víctima, como el ánsar que desnuca a las crías que no pueden seguir su marcha, como el chacal que lucha en manada contra enemigos mayores que él aprovechando su ventaja, como el león que no vacila en matar por el mero placer de ver muerto a un animal entre sus garras, como el yak enloquecido que se lanza a testarazos contra la mano que lo alimenta. Serías capaz de atacar a tu propia sombra si no tuvieras otra cosa que destruir.
»Ahora que deberíamos pensar tan sólo en sobrevivir y en cómo vengar el agravio de los tayichigudes, nos matamos entre nosotros, nos despedazamos como fieras hambrientas y nos olvidamos de quiénes son nuestros verdaderos enemigos.
—No, madre, no he olvidado nada de eso. Pero, sépalo el Cielo, que se trataba de Begter o de mí. Uno de los dos tenía que morir y ha sido él. Desde ahora reinará la paz entre nosotros dos.
La noticia de la muerte de Begter llegó hasta el campamento de los tayichigudes. Sochigil había llorado amargamente la muerte de su hijo y se la había comunicado a algunos de sus parientes que la difundieron por todos los campamentos.
En los días siguientes a la muerte de Begter, Belgutei se mostró silencioso y huraño. Su hermanastro había matado a su hermano mayor y ahora sentía una doble y contradictoria sensación. Por un lado extrañaba la fuerza y la intrepidez de Begter, en cuya compañía se había sentido seguro, pero de otra parte le parecía como si se hubiera liberado de un enorme peso.
—Creo que deberías hablar con Belgutei. Se siente solo y desamparado. Él es distinto a como era Begter; su carácter es bondadoso y amable y no es ni mucho menos un cobarde. Su hermano mayor lo mediatizaba e influía demasiado en su comportamiento. Necesita un amigo y ése has de ser tú; sólo así puedes restañar el daño que le has hecho —le dijo Hoelún a su hijo Temujín.
Temujín buscó desde entonces la compañía de Belgutei. Con frecuencia cazaban juntos y practicaban equitación y tiro con arco. Temujín le hacía abundantes regalos y cuando cazaba una buena pieza siempre la reservaba para su hermanastro.
Así fue como se ganó su amistad y su confianza. Al poco tiempo de la muerte de su hermano Begter, Belgutei era ya el admirador más incondicional de Temujín.
Un jinete solitario se acercaba atravesando una ladera salpicada de abetos frente al campamento de Temujín. Belgutei vigilaba los caballos y al contemplar al intruso dio la voz de alarma. Temujín salió de la tienda como un rayo, con su arco listo para disparar. Vio que era un solo jinete el que se acercaba y que lo hacía de manera indolente, con las armas colgando de su silla de montar, sin aparente intención hostil.
El jinete llegó por fin ante los jóvenes mongoles y se presentó.
—Os saludo, amigos. Mi nombre es Tamuga, hijo dejara Jadahán, que fuera jefe del clan de los yaradanes.
—Yo soy Temujín, jefe del clan de los borchiguines, y éstos son mis hermanos Belgutei y Kasar. Si eres un yaradán perteneces al mismo linaje que nosotros los borchiguines, aunque de menor rango en nobleza.
—La nobleza no sólo la da el linaje, también se consigue en el campo de batalla. Mi clan es uno de los más poderosos de la estepa y por ello es uno de los más nobles.
—Pero tu clan no pertenece al linaje de los kanes; por tus venas no corre la sangre de ningún kan. Por el contrario, en las nuestras fluye la sangre de los cuatro kanes. Nuestro padre Yesugei era el más noble de todos los mongoles —alegó Kasar.
—Eso mismo he oído decir a otros muchos que pretenden para sí el kanato.
—Nadie tiene más derecho que yo —asentó Temujín.
—También he oído eso de muchos labios —reiteró irónico Jamuga.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó Temujín cambiando de tono.
—Voy de caza.
—¿Tú solo? ¿Acaso eres un chamán?
—No, no soy chamán. Me gusta cazar solo. Hace días que persigo a un oso y su rastro me lleva hacia esas montañas. Quiero abatirlo antes de que se refugie en una cueva para invernar, y así demostrar a mi clan que seré un digno jefe del clan.
Temujín quedó impresionado por la valentía que demostraba el joven Jamuga. Un oso era la pieza de caza más valiosa para un mongol y eran muy pocos los que tenían el valor suficiente como para enfrentarse con una fiera de semejante tamaño y fuerza. Algunas leyendas recogían heroicas luchas entre hombres y osos y los escasísimos guerreros que habían conseguido vencer pasaban a formar parte del elenco de héroes.
—Puedes comer con nosotros. Seguro que hace días que no ingieres ningún alimento caliente. Mi madre está asando unos peces, podemos compartirlos —le sugirió Temujín.
—¿Peces? Un noble mongol debe alimentarse de carne y de kumis. Los peces son para los siervos —ironizó Jamuga.
El rostro de Temujín se ensombreció avergonzado, pero le reiteró la invitación.
—De acuerdo, comeré esos peces que me ofreces —asintió al fin Jamuga intentado disimular el hambre que le atenazaba el estómago.
Sentados alrededor del fuego, los jóvenes, las dos viudas y la anciana Jogachín daban buena cuenta de una docena de pescados asados sobre una losa colocada en el centro del brasero.
—Para ser una comida de siervos la engulles con avidez —dijo Belgutei a Jamuga.
—No es carne, pero estos peces son más sabrosos de lo que imaginaba —asintió Jamuga con la boca llena de un buen pedazo de lomo de carpa.
—Toma, esta hidromiel la hacemos nosotros mismos, es dulce y muy nutritiva —añadió Kasar alargando una bota.
—Yo prefiero el kumis, pero me contentaré con esa hidromiel —recalcó Jamuga un tanto ufano.
Durante la comida Jamuga no paró de hablar de sus aventuras. Tenía dieciséis años y desde los catorce se había acostumbrado a vagar solo por la estepa, regresando a su campamento cargado con las pieles de los animales que cazaba. Esa vida solitaria lo había convertido en un ser autosuficiente, conocedor como ningún otro de las estepas que se extendían entre los grandes bosques del norte y el desierto del sur. Hablaba de los lobos, los zorros, los osos, los ciervos y los halcones como si fueran sus compañeros de viaje y describía sus costumbres y hábitos como nadie.
—Si lo deseas puedes quedarte con nosotros una temporada. El invierno acaba de comenzar y no tardarán en caer las primeras nevadas —le dijo Temujín.
Jamuga miró el fuego que ardía en el centro de la tienda. El calor de las llamas era una tentación demasiado fuerte para rechazar la oferta de Temujín.
—Aquí no abunda la comida, y menos en invierno, pero sabemos sobrevivir. Podemos ayudarnos mutuamente si te quedas —insistió Temujín.
—Me quedaré —dijo Jamuga sin pensarlo.
—¡Estupendo! —exclamó Kasar.
—Pero sólo hasta que los primeros rayos de sol de la primavera comiencen a fundir los hielos.
Jamuga demostró ser un cazador excelente. Era capaz de rastrear cualquier pista y seguirla hasta dar con la presa. Por la noches, a pesar del frío, se apostaban sobre las ramas de los árboles que Jamuga les indicaba y esperaban en silencio el paso de algún animal que acababa asaeteado por las flechas de Temujín, Kasar, Belgutei y el propio Jamuga. Durante aquel invierno no faltó carne fresca; los jóvenes hermanos aprendieron del joven yaradán toda una serie de recursos que los convirtieron en expertos cazadores.
Una mañana de mediados de invierno el río Onón se había helado y sobre su superficie cristalina patinaban los alegres muchachos envueltos en gruesos abrigos de piel. Agotados por el ejercicio, Jamuga y Temujín se sentaron en la orilla junto a unas rocas.
—Nunca he conocido a nadie como tú —le dijo Jamuga—. En mis viajes por las praderas me he encontrado con muchos hombres, los he visto de todos tipos y colores, pero jamás conocí a ninguno a quien le brillara el rostro como a ti.
Jamuga alargó su mano y acarició las mejillas de su amigo.
—Para un mongol hay un sentimiento que está por encima de cualquier otro: el de la amistad. Un amigo es el mejor tesoro que un hombre pueda poseer, pero yo no tengo amigos. Vagar por la pradera como un lobo solitario te enseña a saber cuidar de ti mismo, a sobrevivir, pero te relega a la soledad. Hasta ahora no había encontrado a nadie con quien me sintiera tan a gusto como contigo. Me gustaría que fuésemos andas.
Jamuga buscó entre su ropa y encontró una taba de corzo con la que solía jugar en los ratos de ocio.
—Toma, es mi regalo. Es tan sólo un hueso pero me ha dado mucha suerte. Esta taba pertenecía al primer corzo que cacé, hace ya algún tiempo. Para mí es el objeto más valioso. Te la ofrezco como prueba de mi amistad.
Temujín cogió la taba de corzo, la puso en la palma de su mano y la miró fijamente. El astrágalo estaba amarillento y el roce con la ropa lo había dotado de una superficie pulida y brillante, con destellos ambarinos.
—Me honras con tu amistad —le respondió Temujín—. Ser andas es mucho más que ser hermanos. Dos andas son una misma cosa, una misma alma dividida entre dos cuerpos que comparten el mismo espíritu.
Temujín sacó de una pequeña bolsa que colgaba de su cinturón una taba de bronce y se la entregó a Jamuga.
—Esta taba de bronce procede del Imperio de los kin; con ellas juegan los muchachos chinos. Me la entregó la muchacha con la que estoy prometido; se llama Bortai y algún día no muy lejano será mi esposa.
Jamuga cogió la taba, la besó y la guardó. Su rostro se entristeció al oír que su amigo estaba prometido a una joven. En el fondo de su corazón, algo le decía que el amor de Temujín estaba ya comprometido.
El invierno transcurrió como un suspiro. Otros inviernos habían parecido largos y penosos, pero en esta ocasión la presencia de Jamuga lo había hecho mucho más llevadero.
El comienzo de la primavera llegó repentinamente. Una mañana, cuando todavía dormían, oyeron unos crujidos como de cañas quebrándose que procedían del río. El deshielo había comenzado y las duras placas que cubrían el río Onón comenzaban a agrietarse. El agua surgía victoriosa por todas partes y el hielo se fundía bajo los rayos de un brillante sol.
Temujín recordó que Jamuga había dicho que se marcharía en cuanto se deshelara el río y esperaba con inquietud el momento en que su anda partiera lejos de allí.
—El espíritu del río ha despertado —oyó decir Temujín a su espalda.
Se volvió y observó a Jamuga que había salido desnudo de su tienda.
—¿Te vas a marchar? —le preguntó inquieto Temujín.
—Todavía no.
Aquella primavera los dos jóvenes andas cabalgaron por las verdes praderas cazando animales, muy numerosos en esta estación. Era sin duda la mejor época del año. Todo crecía y abundaba a orillas del río, el ganado daba leche espesa y los caballos disponían de pastos frescos y tiernos para alimentarse. Durante el invierno habían fabricado unos excelentes arcos de madera y cuerno que decoraron con grabados al fuego pintados con tintes vegetales en rojo, azul y verde. Kasar, quien rara vez fallaba un blanco, era el mejor con el arco, ni siquiera Jamuga era capaz de lanzar las flechas con tanta precisión.
Un mongol errante apareció un día procedente del oeste. Conducía un carro en el que viajaba su familia: una esposa oronda de regordetes carrillos brillantes como perlas y redondos como manzanas y seis hijos pequeños. Los invitaron a compartir la comida y les preguntaron si había alguna noticia de interés que recorriera la estepa.
—Este invierno se han producido algunas novedades. Los tártaros se han desplazado hacia el oeste hasta las mismísimas fronteras de] Imperio kin y en el reino de Hsi Hsia se están construyendo enormes fortalezas con altos muros de piedra. Pero lo más importante para nosotros los mongoles es que Targutai Kiriltug, el nieto de Ambagai Kan, se ha autoproclamado a sí mismo pretendiente al kanato. Dicen que está esperando la ocasión propicia para reunir a los jefes de todos los clanes en un kuriltai para ser investido kan.
Al oír aquellas palabras, el joven Temujín se incorporó como impulsado por un resorte y sus ojos verdes y atigrados parecieron despedir llamas.
—Sólo yo tengo derecho al kanato mongol. Yo soy el heredero de los borchiguines, nadie me arrebatará nunca mi herencia, ¡nadie y nunca!
La firmeza con la que aquel muchacho de apenas doce años pronunció esas palabras dejó entusiasmado a Jamuga.
—No esperaba menos de ti. Tu decisión es tan indomable como tu espíritu. No tengo duda de que alguna vez todos los mongoles cabalgaremos a tus órdenes tras la silla de tu caballo —añadió Jamuga.
Aquel día la caza fue muy abundante; abatieron un ciervo y su carne era un verdadero festín. Hacía algún tiempo que no probaban un bocado tan exquisito, pues durante las últimas semanas se habían contentado con algunas marmotas y zorros. Hoelún y Sochigil habían asado las partes más sabrosas y delicadas del ciervo entre las brasas y el resto lo habían cocido o secado. Toda la familia se deleitaba con aquel delicioso manjar cuando Jamuga les dio la noticia que hacía semanas temían oír.
—Mañana me marcharé. Me estoy entreteniendo más tiempo del previsto; he de regresar a mi campamento.
—Algún día tenía que suceder esto —lamentó Temujín.
—Quédate unos días más —intervino Kasar—, sólo unos días.
—Ya me he quedado mucho más de los que os dije; mi clan me estará esperando.
Acabada la cena, los dos andas se sentaron a la entrada de la tienda, con sus miradas puestas en la tenue luz púrpura que todavía restaba tras las colinas en las que hacía un rato se había puesto el sol.
—Cuando llegué a tu campamento —dijo Jamuga tras un largo silencio—, ya había oído hablar de ti. Un viajero me contó que un joven llamado Temujín, hijo del valiente Yesugei, había matado a su hermanastro para que nadie le discutiera sus derechos a la jefatura de los borchiguines. Cuando escuché aquella historia admiré tu resolución. Algunos de los miembros de mi clan han luchado al lado de tu padre y muchos de ellos incluso vivieron en el campamento de Yesugei cuando mandaba sobre miles de yurtas. Todos coincidían en que tu hermanastro Begter era un malvado. ¿Es cierto todo esto?
Temujín se mantuvo callado un largo rato con sus ojos fijos en el horizonte. Por fin se volvió hacia Jamuga y le dijo:
—¿Qué es cierto y qué es falso? Cada uno de nosotros ve la realidad de un modo diferente. Cuando el halcón abate a la paloma tal vez crea que eso es justo, pero la paloma tendrá un sentido distinto de la justicia. Dos hombres pueden ver la misma acción de manera bien dispar y lo que a uno le parece cierto, para otro es una falsedad. ¿Quién es capaz de discernir cuándo la palabra de un hombre dice la verdad o cuándo miente? Yo maté a Begter y para mí fue justo, lo demás no importa demasiado.
Jamuga se levantó antes del amanecer, recogió todas sus pertenencias y las guardó en dos bolsas de cuero. Cuando salió el sol sobre el valle del Onón ya estaba listo para partir. La anciana Jogachín preparó un consistente desayuno a base de caldo de carne y yerbas, leche cuajada y carne cocida. Todos comieron en silencio.
—Habéis sido muy amables conmigo, nunca olvidaré vuestra hospitalidad —dijo al fin Jamuga.
—No hemos hecho sino cumplir con lo que exige la tradición de todo buen mongol —repuso Temujín.
Jamuga se despidió uno a uno de todos los miembros de la familia y dejó para el final a Temujín.
—Tú y yo somos andas; aunque nuestros cuerpos se alejen uno del otro, nuestros corazones nunca se separarán: somos un solo espíritu, una misma alma.
Los dos jóvenes se fundieron en un abrazo y las lágrimas corrieron por sus mejillas. En el momento de marchar renovaron su anda. Jamuga entregó a Temujín una punta de flecha labrada del cuerno de un becerro y Temujín le regaló la flecha de madera de ciprés con la que había abatido a su primera pieza importante. Jamuga se alejó como había llegado. Belgutei y Kasar corrieron hasta su lado acompañándolo un buen trecho del camino. Sobre la cima de una colina lo dejaron solo y lo siguieron con la vista hasta que tan sólo fue una mota oscura perdiéndose en el horizonte.
Temujín era el guía de la familia y nada se hacía sin que él lo decidiera. Tenía tan sólo trece años cuando se enfrentó con la ayuda de Kasar, de once, a tres jinetes que merodeaban por los alrededores de su campamento. Los dos muchachos lograron rechazar a los tres hombres con sus arcos. Estos tres jinetes eran una patrulla que Targutai Kiriltug había enviado para comprobar el estado de las viudas y de los hijos de Yesugei.
El jefe de los tayichigudes, alertado por la leyenda que comenzaba a forjarse en torno a Temujín, de quien se decía que podía fulminar a un hombre con sólo mirarlo fijamente a los ojos, creyó que era hora de acabar de una vez con el heredero del clan de los borchiguines. Hasta él había llegado la afirmación que le había hecho al mongol errante asegurando que nadie podría discutirle nunca sus derechos a encabezar a todos los mongoles. Obsesionado por la predicción de los chamanes, que anunciaban que un descendiente del clan de los borchiguines sería el kan de todos los clanes, organizó una partida con los mejores soldados de su campamento y decidió que era tiempo de ir en busca de su joven rival. Durante algunos días recorrió las orillas del Onón por donde era frecuente ver a Temujín y a su familia en busca de caza y pesca. Por fin avistó su pequeño campamento al pie de una montaña coronada de tilos y robles.
Belgutei vio que los tayichigudes se acercaban a todo galope. Dio enseguida la voz de alerta y las tres mujeres y los niños pequeños corrieron a refugiarse entre la espesura del bosque. Temujín, Kasar y el propio Belgutei decidieron hacerles frente, pese a que tan sólo eran tres muchachos contra dos docenas de curtidos guerreros. Desde la protección de los árboles dispararon varias flechas contra los tayichigudes y consiguieron herir a tres de ellos. Los sorprendidos asaltantes se retiraron a una distancia que los hijos de Yesugei no podían alcanzar con sus arcos y dijeron a grandes voces que no deseaban hacerles daño, que al único que querían era a Temujín.
—¡Vienen por ti, hermano! —exclamó Kasar.
—No consentiremos que te apresen. Lucharemos hasta la muerte si es necesario —añadió con valor Belgutei.
—No, hermanos. No tenemos ninguna posibilidad de vencer a esos hombres. Tarde o temprano acabarán doblegando nuestra resistencia; esperarán a que caiga la noche y entonces nos atraparán. Pero podemos ganar tiempo. Escuchad: Hoelún, Sochigil y Jogachín, con los tres pequeños se esconderán en la cueva del barranco en el que solemos esperar el paso de los corzos para abatirlos. Si permanecen quietos nadie dará con ellos. Vosotros os quedaréis aquí protegiendo su retirada hasta que podáis ir a refugiaros a la misma cueva. Entre tanto, yo entretendré a los tayichigudes —dijo Temujín.
—Espera, ¿qué piensas hacer? —preguntó Kasar.
—No hagas preguntas y cumple exactamente lo que he dicho —asentó tajante Temujín—. Entretenedles hasta que prepare mi caballo, que se muestren confiados.
Mientras Temujín ensillaba su montura, Kasar y Belgutei hacían preguntas dilatorias a los perseguidores.
De repente, como empujado por un soplo del cielo, un caballo tordo sobre el que galopaba un joven jinete de trenzas rojas saltó de entre la espesura del bosque y se lanzó a todo galope a campo abierto cruzando por delante de las posiciones de los tayichigudes que, pasmados, tardaron unos instantes preciosos en reaccionar.
—¡Es él, es él! ¡Es Temujín, el hijo de Yesugei! —gritó uno de ellos.
La partida completa, ignorando a los que quedaban ocultos en la arboleda, arrancó al galope siguiendo la estela de polvo que levantaba el alazán del fugitivo. La persecución continuó durante varias horas. Temujín, que había elegido el caballo más resistente para huir, veía cómo sus perseguidores no conseguían acercarse a más de cuatro o cinco tiros de flecha. Pero era consciente de que los hombres que lo acosaban eran expertos rastreadores y que no sería fácil dejarlos atrás. Sabía que en campo abierto acabarían por alcanzarle, pues aunque su peso era inferior al de un hombre y su caballo era muy resistente, los tayichigudes podían turnarse en la persecución sin descanso con sus monturas de refresco y acabarían por darle caza. Pensó en una mejor solución y se encaminó hacia el monte Tergune, que se encontraba cerca de allí. Esta montaña estaba cubierta por un espeso bosque de abedules y la densidad de la vegetación era tal que un grupo de hombres a caballo no podía penetrar en bloque. Se verían obligados a hacerlo de uno en uno, y tal vez entonces tuviera alguna oportunidad. Al alcanzar el bosque, desmontó y se adentró en el follaje. Sus perseguidores llegaron poco después. Pero en contra de lo que esperaba Temujín, no penetraron entre los árboles, sino que se quedaron en el linde de la espesura. Sin duda habían aprendido la lección al ser abatidos tres de sus compañeros por las flechas lanzadas desde el abrigo de los árboles por los tres hermanos. Optaron por mantener la guardia en torno a la montaña y esperar a que su presa, acosada por el hambre o por las fieras, se viera obligada a salir.
Durante tres días el valeroso muchacho permaneció escondido entre los árboles, subido sobre las ramas, y durmiendo oculto bajo montones de hojas. Al tercer día, comoquiera que sus perseguidores no daban señales de continuar allí, creyó que se habían marchado y decidió salir a campo abierto. Cuando iba a hacerlo y tenía a su caballo sujeto por la brida, la silla se soltó y cayó al suelo. Temujín pensó que las correas se habían roto, pero las revisó y comprobó que estaban intactas. Imaginó entonces que aquélla era una señal del cielo para que no dejara el bosque y decidió continuar oculto en él. Discurrieron otros tres días con sus noches e intentó salir, pero de nuevo, cuando descendía por una barranquera y estaba a punto de quedar al descubierto, una enorme piedra blanca se desprendió y cayó rodando hasta el centro de la senda. Entendió que aquél era otro aviso de Tengri indicándole que no saliera y regresó a ocultarse en el interior del follaje. Allí permaneció otros tres días más sin nada que comer salvo raíces, bayas e insectos. Habían transcurrido nueve días desde que se ocultara en el bosque del monte Tergune y su estómago no resistía más privaciones. O se arriesgaba a salir o moriría de hambre. Decidió que era preferible morir luchando y que se le recordase como un valeroso guerrero que se enfrentó él solo a veinte hombres que fenecer sin nombre, perdido en aquel bosque con su cadáver devorado por las alimañas. Regresó al sendero en el que la piedra blanca había interceptado el camino y siguió adelante. Tuvo que utilizar su cuchillo para cortar algunas ramas que le interrumpían el paso hasta que al fin alcanzó el límite del bosque. Montó en su caballo y salió al trote. Miró en todas las direcciones en busca de sus enemigos pero no vio a nadie. Por un momento creyó encontrarse a salvo, pero una extraña sensación le recorrió la espalda. Todo estaba demasiado tranquilo. Ningún ave volaba en el cielo y un sonoro silencio se extendía por la estepa. Se alejó del bosque por una vaguada y comenzó a ascender la loma de una colina. En un momento, como si los escupiera la tierra, decenas de jinetes surgieron por todas partes. Temujín intentó huir, pero todas las salidas estaban cortadas. El cerco de jinetes fue cerrándose a su alrededor y supo que estaba atrapado. Por su espalda, un lazo de cuerda voló hacia su cuello. Había sido amarrado como una res y arrojado al suelo. Varias cuerdas más lo sujetaron por los hombros y las piernas y en unos instantes se encontró totalmente inmovilizado. Dos fornidos tayichigudes lo levantaron en vilo y otros dos le colocaron una rueda de madera sobre sus hombros. La canga se ajustó a su cuello de tal manera que apenas podía mover la cabeza. En dos pequeñas aberturas le sujetaron ambas manos y cerraron el yugo con gruesos cerrojos de hierro.
Temujín quedó de pie en medio de un círculo de jinetes que lo observaban amenazadores. Uno de ellos se adelantó hasta colocarse frente al joven mongol.
—He aquí al jefe de todos los mongoles —ironizó riendo Targutai Kiriltug, el caudillo de los tayichigudes.
Todos los jinetes rieron prorrumpiendo en sonoras carcajadas y burlas hacia el joven pelirrojo.
—No eres nadie, no eres nada. Podría ordenar que te degollaran como a un cordero y arrojar tus despojos entre las rocas para que los devoraran los buitres. Pero no voy a hacerlo —continuó Targutai—. Tu padre nos causó demasiadas afrentas y ése sería un final demasiado dulce para un cachorro de chacal como tú. Te llevaré a mi campamento y ya decidiremos qué hacer contigo. Por el momento cargarás con ese kang al cuello para evitar que te escapes. Será el signo de tu realeza, tu collar —acabó diciendo entre carcajadas.
Durante el trayecto hasta el campamento de los tayichigudes, Temujín caminó atado a la silla de un caballo con la canga de madera al cuello. De vez en cuando caía al suelo y era arrastrado durante varios pasos hasta que lograba incorporarse y seguir caminando. Cuando penetraron en el círculo de tiendas tayichigudes, Temujín tenía ulcerados el cuello, las muñecas y los pies y erosionados los codos y las rodillas. Apenas sentía sus piernas y los hombros le dolían como si una montaña de rocas se hubiera derrumbado sobre ellos.
Targutai ordenó a sus hombres que lo vigilaran por turnos, cada uno una noche. El heredero de Yesugei iría de tienda en tienda y el dueño de la yurta sería el encargado de custodiarlo respondiendo con su vida. Pero la primera guardia, para humillar la altivez de Temujín, no la haría un guerrero, sino un muchacho. El jefe de los tayichigudes se apercibió enseguida de que su rehén era fuerte y valeroso y su mirada irradiaba una nobleza como nunca antes había visto. Quizá fueron esas razones las que le hicieron cambiar de opinión y no asesinar a Temujín. Por otra parte, Sochigil, la primera esposa de Yesugei Bahadur, el padre de Temujín, era una tayichigud; el que Yesugei la hubiera relegado a un segundo plano cuando convirtió a Hoelún en su primera esposa había sido considerado por este poderoso clan como una ofensa y querían vengarse en las carnes de su hijo.
Durante los días que siguieron a su captura, los tayichigudes no cesaron de molestar al joven mongol. Durante el día permanecía atado a un poste de madera clavado en el centro del campamento siendo objeto de la mofa de los chiquillos, que se divertían arrojándole pellas de estiércol, piedras y palos. A media mañana le servían una ligera comida en un cuenco de madera al que apenas podía acceder. Al estar sus manos sujetas al kang, se veía obligado a hundir su cara en el plato y comer como un animal. No podía bajarse los pantalones de cuero para hacer sus necesidades fisiológicas por lo que, si nadie lo ayudaba, se las hacía encima. Entre tanta suciedad y polvo, a las úlceras anteriores se sumaron nuevas heridas en las ingles y en los labios. De noche dormía junto a la entrada de la tienda a cuyo dueño tocaba el turno de guardia, sujeto a un poste con una cadena de hierro. No importaba que lloviera, nevara o cayeran granizos del tamaño de un huevo de paloma, Temujín quedaba a la intemperie, apenas cubierto por sus deshilachadas ropas y por alguna vieja y sucia manta que los más caritativos le arrojaban para que se guareciera bajo ella. Tan sólo la familia de Sorjan Chira se compadeció de él.
Sorjan era un respetado guerrero que había combatido muchas veces junto a Yesugei contra los tártaros. En una ocasión el propio Yesugei le había salvado la vida durante una de las batallas. Pese a ello, había optado por abandonar a la familia de su antiguo caudillo y unirse a los tayichigudes. La noche que le tocó custodiar a Temujín, le permitió dormir en el interior de su tienda y, sin tener en cuenta las órdenes al respecto, consintió que sus dos hijos varones, llamados Chimbai y Chilagun, y la pequeña Jadagán le quitarán el kang. Fue la única vez durante todo su cautiverio en la que se vio libre de su pesado yugo.
Aquellos meses fueron sin duda los más largos y tormentosos vividos hasta entonces por el futuro kan. Al final de su vida, cuando era señor de reinos y coronas y todo el mundo se arrastraba a sus pies, en más de una ocasión me confesó que algunas noches todavía seguía soñando con aquellos terribles días; a veces se despertaba agitado intentando quitarse del cuello la canga que le oprimía la garganta y apenas le dejaba respirar. Transcurrieron semanas llenas de dolor y sufrimiento, pero contribuyeron a forjar una voluntad de hierro. Temujín sabía que si lograba vencer aquella prueba y salir vivo de esa situación sería capaz de superar cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. Fue entonces cuando aprendió a superar el dolor y el hambre, a dominar el sufrimiento y la enfermedad, a imponer su voluntad de resistencia y victoria ante cualquier contingencia. Su cuerpo era vigoroso, joven y pleno de vitalidad, pero todavía lo eran más su mente y su corazón. En aquellas noches bajo las estrellas, en las que el hielo y el viento cortaban la piel de hombres y bestias, en las que un frío glacial congelaba los huesos y la sangre, Temujín resistió todo cuanto un hombre es capaz de aguantar. Sólo su mente indomable y su voluntad firme y decidida fueron capaces de vencer a una muerte que parecía inevitable. Durante varios meses permaneció uncido a la rueda de madera como un buey al yugo. Y poco a poco se fue acostumbrando a convivir con su pesado cepo. No protestaba por nada, no se rebelaba ante las vejaciones, no se quejaba por los malos tratos, no respondía a las burlas ni a los insultos. Consiguió hacer creer a todos que se había resignado a su suerte y que había admitido convivir con su kang ceñido al cuello como el cojo con su cojera o el ciego con su falta de visión. Así fue como logró que fueran perdiendo el interés por molestarlo y sobre todo que relajaran la guardia y la atención en su custodia. ¡Cuánto tuvo que ayudarle la paciencia que tanto había necesitado para atrapar un pez o capturar una marmota!
—¡He ahí al que quiso ser kan de los mongoles! —gritaban irónicos algunos al verlo postrado a la puerta de alguna tienda o caminando cargado con su canga y arrastrando cadenas por el campamento.
Habían transcurrido dieciséis jornadas desde la primera luna del verano cuando amaneció el «Día del Círculo Rojo». Es el día más largo del año, el que señala la plenitud del sol, cuando la luz alcanza su cenit y triunfa sobre las tinieblas. Coincide además con el momento en el que los ganados son más abundantes y están mejor cebados, la hierba más alta y frondosa, las yeguas, las ovejas y las camellas dan más y mejor leche y las aguas de los ríos y arroyos bajan más limpias, crecidas y transparentes. La primavera ha terminado, pero los calores del verano aún no han comenzado a agostar las flores y los pastos. Los potrillos recién nacidos realizan sus primeras cabalgadas por las praderas y la naturaleza parece dotada de bienes inagotables. Ese día tan señalado por la naturaleza, en el que el sol poniente es más grande y rojo que en ningún otro día del año, es festejado por los pueblos de la estepa de forma especial.
Todos los componentes del campamento de los tayichigudes se acercaron a la ribera del río Onón a celebrar el festival que llaman ikhudur. Varios carneros daban vueltas ensartados en grandes espetones sobre hogueras en las que ardían todo tipo de materiales combustibles, desde bostas de estiércol a gruesos troncos de centenarios pinos. El agrio e inevitable kumis fluía sin cesar de las grandes botas de piel que hombres y mujeres se pasaban constantemente sin dar tiempo al reposo. En medio de algunos corros, juglares y bardos recitaban viejas leyendas de héroes en las que se recordaban hazañas guerreras o historias jocosas y chanzas burlescas. Al sonar de timbales y platillos algunas muchachas se atrevían a improvisar unos pasos de baile entre palmas descompasadas. Los chamanes invocaban al cielo ininteligibles conjuros pidiendo a Tengri pastos frondosos, ganados abundantes y caza copiosa. Temujín permanecía sentado contemplando la fiesta, siempre con su inseparable canga al cuello, lo suficientemente cerca como para disputar a los perros, olvidando el temor que les tenía desde que siendo niño casi lo devoraron los dos mastines azuzados por Begter, los huesos que los cada vez más ebrios comensales les arrojaban entre grandes alaridos.
El mongol es un pueblo de contrastes; sus hombres son capaces de aguantar semanas enteras con tan sólo un pedazo de carne seca y ahumada y una pequeña bota de kumis, pero en cuanto se les presenta la ocasión pueden devorar de una sentada una cantidad de comida tal que bastaría para alimentar a una familia durante toda una semana. Yo mismo he sido testigo en numerosas ocasiones de proezas tales en cuanto a la ingestión de alimentos que si alguien me las hubiera narrado lo hubiera tomado por fábula.
El declive del sol era el momento indicado para el fin de la fiesta. Cuando se ocultaba tras las montañas amarillas al oeste del Onón, los embriagados tayichigudes comenzaron a recogerse en sus yurtas. Quien más quien menos estaba tan ebrio que apenas podía sostenerse sobre sus pies. La mayoría había dado buena cuenta de grandes raciones de kumis y la leche de yegua fermentada comenzaba a surtir efecto. Aquella noche la vigilancia de Temujín le había correspondido a un hombrecillo de baja estatura y constitución enjuta. Pese a sus obligaciones como guardián del heredero de los borchiguines no había querido perderse una de las fiestas principales del calendario anual y, desde luego, en la que se ofrecía una mayor cantidad de comida y bebida a los participantes. Además, nadie recelaba ya de Temujín; todos creían que los largos meses ceñido a la rueda de madera habían quebrado su voluntad de resistencia y su capacidad de lucha. Se equivocaban. En ningún momento había perdido la esperanza de escapar. Hasta ahora no se le había presentado la ocasión; sus guardianes siempre estaban atentos y alrededor del campamento patrullaban sin cesar decenas de jinetes en varios círculos concéntricos. Aunque hubiera sido capaz de burlar la vigilancia y huir, no habría podido despojarse del cepo de madera que le atenazaba brazos y cuello, y con esa rueda sobre sus hombros hubiera sido capturado de nuevo en cuanto se hubiera dado la voz de alarma. Pero aquel día ni tan siquiera las escasas posibilidades de conseguir escapar lo detuvieron. Los últimos participantes en el jolgorio se retiraban cuando el guardia de turno se acercó hasta él para conducirle a la puerta de su tienda. Agarró la cadena que se sujetaba al kang y, con la voz entrecortada y áspera por el alcohol, ordenó a Temujín que lo siguiera.
El hombrecillo caminaba delante, portando la cadena apenas apretada en su mano; arrastraba los pies y tenía la cabeza inclinada hacia el suelo. De vez en cuando alzaba el cuello para hipar y después eructaba entornando sus rasgados ojos que eran ya una fina raya entre sus párpados. Temujín miró a su alrededor y comprobó que no había nadie cerca de ellos. Tan sólo algunas figuras se perfilaban a lo lejos, caminando pesadamente como sombras en la penumbra que comenzaba a enseñorearse del campo. Temujín se detuvo un momento. El hombrecillo sintió que la cadena se tensaba y alzó lentamente la cabeza girándola hacia atrás para ver qué ocurría; no tuvo tiempo para nada más. El joven mongol se lanzó como una pantera con los hombros hacia adelante y golpeó con el borde de la canga, con toda la fuerza de que fue capaz, la frente de su guardián, que cayó al suelo fulminado por la contundencia del impacto. Ya estaba Temujín preparado para golpear de nuevo cuando se apercibió de que no hacía falta. El hombrecillo enjuto yacía tumbado sobre unas piedras como dormido; un hilillo de sangre salía de su sien y le recorría la cara hasta perderse detrás de la oreja. Comprobó que no estaba muerto porque su pecho se movía al compás de una convulsa respiración.
Al verse libre, al menos de su guardián, hizo intención de correr hacia el bosque que se extendía al otro lado del campamento, en la ladera de la colina, pero enseguida comprendió que ése sería el primer lugar al que irían a buscarlo cuando se descubriera su fuga. Pensó después en encaminarse hacia los caballos y escapar al galope sobre uno de ellos, pero se apercibió de que con la canga sujetándole el cuello y las manos le sería imposible tan siquiera montar. Volvió la vista hacia el prado donde se había celebrado la fiesta, a orillas del río, y contempló las crecidas aguas del Onón deslizándose por el valle como una cinta de luna. No lo pensó dos veces y corrió hacia allí. Apenas había alcanzado la orilla cuando oyó una voz que pedía socorro y alertaba de su fuga. Penetró en la corriente y se deslizó hasta unos cañaverales entre los que se ocultó dejando a flote tan sólo su cabeza. A lo lejos contempló cómo se encendían antorchas y se movían inquietas de un lado para otro. Al tiempo, tal y como había supuesto, la mayor parte de las antorchas se dirigieron hacia el bosque. La última claridad teñía de malva el horizonte y una luminosa luna alumbraba como un farol de plata. Permaneció largo tiempo inmóvil dentro del agua hasta que vio acercarse a uno de los que lo buscaban. Estaba tan cerca de él que casi podía sentir su respiración. El hombre bajó su antorcha hacia la corriente del río y entonces sus ojos y los de Temujín quedaron frente a frente. El hijo de Yesugei creyó que era su final; si aquel hombre daba la voz de alarma, en un momento estaría rodeado y sería una presa tan fácil como un cervatillo cojo para una pantera. Contuvo la respiración unos instantes y observó el rostro de quien lo había descubierto; se trataba de Sorjan Chira, el antiguo compañero de armas de su padre.
Sorjan Chira miró a Temujín, alzó su antorcha y gritó a dos compañeros que se acercaban:
—Por aquí no está. Ha debido de huir hacia el bosque; es el único lugar donde tiene alguna posibilidad de escapar.
Antes de marcharse, Sorjan Chira se acercó hasta la orilla y le susurró:
—Permanece ahí oculto. No diré que te he visto. Esto lo hago en recuerdo de tu padre, que siempre fue un buen amigo.
Pero uno de los dos hombres se dio la vuelta y vio que Sorjan Chira permanecía agachado junto a la orilla.
—¿Qué haces ahí, acaso has visto algo? —le preguntó.
—No, nada, sólo estoy comprobando que no está por aquí.
A los dos hombres se sumaron varios más que venían desde el campamento.
—Cuidado —bisbiseó Sorjan—, se acercan tus parientes tayichigudes. No te muevas, trataré de despistarlos. Permanece quieto y confía en mí.
Era el propio Targutai quien encabezaba el grupo que había estado registrando el bosque y que se disponía a inspeccionar las orillas del Onón.
—Vamos, revisad las orillas del río, no puede estar lejos —ordenó Targutai.
—Ya lo hemos hecho nosotros —dijo Sorjan Chira—, y nada hemos encontrado.
Los dos primeros hombres que se habían acercado asintieron con la cabeza.
—Además —insistió—, si no hemos sido capaces de avistarle cuando aún quedaban restos de la luz del crepúsculo, ¿cómo vamos a hacerlo ahora que está entrada la noche?
En ese preciso momento la inmensa luna se ocultó tras las nubes oscureciendo por completo el valle. Aquello pareció una señal del cielo y Sorjan añadió:
—Vayamos a descansar. Todos estamos muy fatigados por la fiesta y ni nuestras cabezas ni nuestros cuerpos están preparados para continuar la búsqueda. En cuanto amanezca proseguiremos rastreando y sin duda que lo encontraremos; no puede ir muy lejos con el kang al cuello. De todos modos, comprobemos cada uno el lugar que ya hemos inspeccionado, y si no lo encontramos será mejor ir a descansar a nuestras tiendas y proseguir mañana.
Todos se mostraron de acuerdo. La mayoría de aquellos hombres había consumido demasiado kumis y su único deseo en ese momento era dormir la borrachera.
Sorjan se dirigió hacia donde estaba oculto Temujín y le dijo:
—En cuanto se recojan todos en sus tiendas, huye junto a tu madre y tus hermanos y no digas a nadie que te he visto. Espero que logres escapar.
Temujín permaneció durante un buen rato oculto entre los juncos, con el agua hasta la barbilla. Había logrado librarse por el momento, pero con aquella rueda de madera al cuello no podía ir muy lejos. Sólo tendría éxito si lograba quitarse el cepo. Pasada la media noche, la calma en el campamento era absoluta. Ni siquiera los perros merodeaban por los alrededores de las tiendas. El joven mongol salió del agua y con suma cautela se dirigió hacia la tienda de Sorjan Chira. No tardó en encontrarla. Sin aviso, penetró en el interior. Sorjan Chira dormía al fondo junto a su mujer; su hija Jadagán lo hacía en una cama al lado y un poco más allá, cerca de las brasas que relucían en el centro de la yurta consumiendo rescoldos de ramas y estiércol, se recostaban sus dos hijos varones.
—Sorjan, Sorjan, soy yo, Temujín —susurró el muchacho.
—¿Qué haces aquí? Ya te dije que marcharas en seguida junto a tu madre y a tus hermanos —contestó Sorjan alterado al ser despertado en pleno sueño.
Pero sus dos hijos varones también se habían despertado. Chimbai se incorporó de su lecho y se dirigió a su padre diciéndole:
—Temujín es como el pájaro que busca el refugio del bosque huyendo del halcón. Tú nos has narrado muchas veces las aventuras que corriste junto a su padre; ¿por qué no amparas a quien viene a pedir tu ayuda? Siempre nos has enseñado que la amistad es el principal sentimiento de un mongol, ¿acaso vas a dejar desprotegido al hijo de tu amigo?
Y sin dar tiempo a Sorjan a reaccionar, los dos hermanos se apresuraron a quitar el kang del cuello de Temujín y se deshicieron de él arrojándolo al fuego. La madera estaba hinchada y húmeda a causa del tiempo que había estado dentro del agua, pero comenzó a secarse con rapidez y a consumirse entre las brasas.
—Ahora debes ocultarte. Detrás de la tienda hay un carro cargado de lana. Métete dentro de él, ahí no te buscará nadie. Nuestra hermana Jadagán te llevará comida y agua hasta que se presente la oportunidad de huir.
Durante los tres días siguientes lo buscaron por los alrededores. No había ninguna huella, ningún rastro. Algunos comenzaron a creer que se había convertido en un águila y había salido volando. Pero Targutai no estaba dispuesto a perder a su prisionero y ordenó intensificar la búsqueda. Su hermano Todoguen, ante lo infructuoso de los esfuerzos, supuso que si no había ningún rastro quizás es que no hubiera salido del círculo de tiendas, al fin y al cabo Yesugei había sido amigo de muchos de aquellos hombres. Nadie era capaz de desaparecer sin dejar pista alguna a los ojos de tan excelentes rastreadores. Se ordenó registrar todas las tiendas en busca del fugado. Cuando tocó el turno a la de Sorjan, revolvieron todo el interior. Tenían orden de prestar especial atención a las de aquéllos que habían sido amigos de Yesugei. Al acabar el registro, salieron a la parte posterior y vieron el carro cargado de lana. Comenzaron a descargarla y al llegar a la mitad Sorjan intervino:
—¿Acaso creéis que si estuviera escondido ahí dentro hubiera aguantado el calor durante tres días? Ya estaría asfixiado.
—Tienes razón —dijo uno de los que buscaban—, nadie podría soportar tanto calor y tanto polvo.
Dejaron de revolver en la lana y se marcharon.
Sorjan respiró profundamente aliviado. Se acercó al carro y susurró:
—Han estado a punto de descubrirte. Si lo hubieran hecho yo sería ahora un montón de ceniza como ese desgraciado encargado de vigilarte cuando te escapaste. No puedes seguir aquí, tarde o temprano acabarán por encontrarte y nos matarán a todos. Esta noche te prepararé una yegua blanca, carne cocida, dos odres con leche de yegua y un arco y flechas. No puedo dejarte pedernal para que hagas fuego, eso te delataría. Vete con tu familia y ocúltate por un tiempo, que nadie sepa dónde te escondes. Desaparece como un espectro que se difumina entre las sombras del crepúsculo.
Aquella noche no había luna. Temujín salió de su escondite dentro de la lana y se deslizó sigiloso hacia donde Sorjan le había indicado. Allí, cerca del río, ocultos tras unos arbustos, lo esperaban Chimbai, Chilagún y la pequeña Jadagán. Abrazó a los tres y les dio las gracias por la ayuda y la amistad.
—Nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí —les dijo.
Montó la yegua y partió en silencio. Varios días más tarde encontró el lugar donde meses atrás había acampado cuando fue capturado. Halló las empalizadas deshechas, pero pudo localizar el rastro de su familia. Lo siguió hasta donde el Onón se junta con su afluente el Kimurga. Continuó después ascendiendo por el valle del Kimurga hasta el pie del monte Jorchujui. Al abrigo de unos peñascos, cerca de la ladera de la montaña, contempló la tienda de su madre. Del agujero del techo salía un denso humo gris y cerca de la puerta correteaban Temuge y Temulún. Kasar y Belgutei venían desde el río portando varios peces colgando de un haz de juncos. Al lado del bosque pastaban ocho caballos bajo la atenta mirada de Jachigún. Temujín observó el horizonte en todas las direcciones, alzó los brazos al cielo y espoleó a la yegua blanca. Jachigún fue el primero en darse cuenta de que era su hermano mayor quien descendía la ladera de la colina al galope y, gritando como un poseso, inició una desenfrenada carrera hacia él.
—¡Temujín, Temujín! ¡Ha vuelto, ha vuelto! —gritaba sin dejar de correr el tercero de los hijos de Yesugei.
Sus gritos alertaron a los demás, que corrieron también hacia el jinete que se aproximaba.
Temujín saltó de la yegua y se abrazó a sus hermanos, que lloraban alegres. En la puerta de la tienda apareció Hoelún. Madre e hijo se tomaron las manos y se fundieron en un abrazo.
—Temujín… —suspiró la mujer acariciándole las mejillas—, creí que te había perdido para siempre.
—No, madre, estoy aquí y te prometo que nunca más volverán a cogerme… vivo.