Yesugei fue aclamado como jefe de un ulus, es decir, de un importante grupo de clanes, pero el mongol seguía siendo un pueblo de segunda fila entre los que apacentaban sus ganados en las amplias estepas del centro del mundo. Al suroeste de la región originaria de los mongoles, entre los valles del Orjón y del Tula, estaban establecidos los keraítas, una poderosa nación de nómadas que había plantado cara al Imperio de los kin. Yesugei, ansioso de venganza contra los tártaros y los jürchen, cuya alianza había destrozado a su raza, buscó la ayuda de los keraítas para alcanzar sus propósitos.
El kan de los keraítas era un poderoso señor llamado Togril, dueño de inmensos rebaños que pastaban en el borde septentrional del gran desierto de Gobi. Yesugei se convirtió en su vasallo y pactaron una sólida alianza. Los dos caudillos tenían enemigos comunes, los tártaros y los jürchen, y ambos habían jurado vengarse de las afrentas que antaño habían recibido de ellos. Se juraron amistad eterna, se intercambiaron regalos y se hicieron andas, lo que para un mongol significa más que un hermano; dos andas son como una misma persona, como una sola alma dividida en dos cuerpos. Temujín crecía al abrigo de su madre en las tierras que lo vieron nacer, el ordu en torno a las colinas de Deligún. Al poco tiempo de nacer Temujín, la primera esposa de Yesugei le dio un segundo hijo varón al que llamó Belgutei y, dos años más tarde, el matrimonio formado por Yesugei y Hoelún tuvo otro hijo también varón al que llamaron Kasar, y poco después un tercero de nombre Jachigún. Yesugei pasaba largas temporadas lejos de su ordu, bien cazando, bien guerreando contra los tártaros, bien ayudando a Togril a mantener su kanato. Para que su aspecto fuera feroz y así poder amedrentar a sus enemigos, se había afeitado la cabeza, dejando tan sólo una larga trenza que surgía de un grueso mechón en la parte superior de la nuca. Cuando faltaba Yesugei, era su hermano Daritai quien se encargaba de la custodia de las mujeres y los niños. Daritai sentía una especial atracción hacia su nuevo sobrino, quizá porque se había enamorado de Hoelún cuando su hermano la raptó. Siempre que le era posible dedicaba su tiempo a enseñar al pequeño Temujín a montar a caballo, a disparar con el arco y a aprender a seguir los rastros de los animales salvajes. El niño se mostraba muy interesado en todo cuanto le enseñaba su tío y aprendía con rapidez.
En el campamento convivían las dos esposas de Yesugei y todos sus hijos. El primogénito, el taimado Begter, no dejaba pasar ninguna ocasión para molestar a su hermanastro. Sentía unos celos terribles hacia Temujín, pues su cabello pelirrojo, sus profundos ojos verdes y su rostro limpio y luminoso hacían del joven mongol una figura deslumbrante. Todos en el campamento alababan su energía y la nobleza de su porte, aun siendo todavía un niño. Yesugei no se había percatado de la animadversión que estaba surgiendo entre sus dos hijos mayores, pues cuando permanecía en el campamento no hacía otra cosa que comer, beber, amar a sus esposas y dormir. La educación de sus hijos quedaba en manos de las dos mujeres; Yesugei entendía que un noble mongol debía dedicarse exclusivamente a la caza, a la guerra y a gozar de los placeres de la comida, la bebida y las mujeres. Temujín soportaba con resignación las molestias que su hermanastro mayor le ocasionaba. Begter aprovechaba los momentos en los que se encontraba a solas con él, lejos de la protección de Hoelún o de Daritai, para pegar al pequeño, insultarlo o hacerle daño.
Un atardecer, cuando el sol se ocultaba, el pequeño Temujín salió de la tienda para recoger estiércol seco, el argal, con el que alimentar el fuego del hogar durante la noche. Begter hacía lo propio acompañado por dos mastines que a él y a su hermano Belgutei les había regalado su padre. Begter contempló cómo Temujín se alejaba de la tienda de su madre entre las primeras sombras que caían sobre el campamento. Alzó la cabeza y atisbo a su alrededor. No vio a nadie; las puertas de las yurtas permanecían cerradas y tan sólo finas columnas de humo salían por los respiraderos superiores. Con un peculiar silbido llamó a sus dos mastines, les señaló en dirección a Temujín y les dio la orden de atacar. Los dos perros se lanzaron a la carrera hacia el pequeño, que al verlos venir arrojó al suelo la cesta en la que recogía las bostas secas y salió corriendo hacia su tienda. La distancia era mucha y, antes de que alcanzara la seguridad de la yurta, el primero de los mastines saltó sobre el niño y lo arrojó al suelo. De inmediato llegó el segundo perro, que atrapó a Temujín por un brazo sujetándolo entre sus fauces. La fuerza del animal lo mantenía tumbado en el suelo. El primero de los mastines estaba preparado para lanzar un nuevo ataque. Temujín contempló horrorizado las enormes mandíbulas del animal y sus amarillentos colmillos empapados en una saliva espumosa. Los ojos del mastín brillaban como dos ópalos negros y sus músculos estaban tensos, listos para impulsar a la fiera hacia adelante. Sujeto por el segundo perro, el niño sólo podía esperar ser devorado.
Un silbido rasgó las sombras y una saeta atravesó el cuello del mastín que se aprestaba a volver a saltar sobre el joven mongol. La fiera cayó al suelo como fulminada por un rayo silencioso e invisible. El perro que tenía sujeto a Temujín lo soltó de inmediato e inició la huida hacia donde estaba Begter. Apenas había dado tres o cuatro zancadas cuando una segunda flecha se clavó en su lomo. Emitió un aullido de dolor y se curvó violentamente buscando el lugar donde se había producido el impacto. Arrastrando sus cuartos traseros intentó seguir huyendo, pero una nueva flecha le destrozó el cráneo y cayó muerto sobre la hierba. Temujín se incorporó dolorido y tembloroso, con la manga de su chaqueta rasgada por las dentelladas del mastín. Frente a él, a unos cincuenta pasos, una figura que portaba un arco en las manos se recortaba sobre el azul oscuro del cielo. Daritai y Temujín corrieron el uno hacia el otro. El hermano de Yesugei cogió a su sobrino y lo apretó contra su cuerpo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Daritai.
—Me duelen el brazo y las costillas —contestó Temujín entre sollozos.
—Esos dos perros eran de Begter y de Belgutei, los obedecían como dos corderillos a su madre; espero que tus hermanastros no hayan tenido nada que ver con esto.
Begter se había ocultado tumbándose sobre una zona de alta hierba en cuanto vislumbró a Daritai quien, alertado por los ladridos, había salido de su tienda a ver qué ocurría. El buen oído de su tío había salvado a Temujín de ser devorado entre las fauces de los mastines.
—Mañana comeremos perro —dijo el hermano de Yesugei—. No creo que le haga mucha gracia a Begter, pero no podemos desperdiciar una carne como ésta.
Cuando Yesugei se enteró de que uno de sus hijos había estado a punto de ser devorado por los perros de Begter y de Belgutei interrogó a los dos, pero ninguno de ellos dijo saber nada de ese asunto. La estrategia de Begter para acabar con su hermanastro había fallado. La intromisión de Daritai había desbaratado su plan. Ahora ya no disponía de sus perros, por lo que debería esperar a que volviera a producirse otra situación propicia para acabar con Temujín.
Semanas después de sufrir el ataque de los dos mastines, al poco de cumplir seis años, Temujín jugaba en la pradera con su hermano Kasar, iniciándose en la equitación cabalgando sobre los lomos de las ovejas, como hacían todos los niños mongoles. Begter y Belgutei los observaban recostados a la sombra de un árbol.
—Vamos a darles una lección a esos dos mocosos —propuso Begter a su hermano.
—Ya sabes que madre dice que no debemos meternos con ellos, que padre se molesta —alegó Belgutei.
—¿Acaso estás ciego? ¿No te das cuenta de que nuestro padre siente una especial predilección hacia el hijo mayor de su otra esposa? Nosotros somos los hijos de su mujer principal, y por tanto tenemos derecho a heredar los títulos que nos corresponden. Algún día nuestro padre será proclamado kan de todos los mongoles y entonces nosotros seremos los príncipes y cuando padre muera yo seré su sucesor y tú mi lugarteniente. Pero si Temujín sigue creciendo y se convierte en un joven fuerte, es probable que alguna vez pretenda usurpar mi herencia y disputármela. Eso provocaría una guerra entre nosotros, y padre siempre ha dicho que nuestra fuerza ha de fundamentarse en la unidad de nuestra nación bajo un solo caudillo.
Belgutei entornó los ojos y, a regañadientes, siguió a su hermano mayor hasta el rebaño de ovejas junto al que jugaban Temujín y Kasar.
—Vaya, vaya —dijo irónico Begter—, he aquí a dos corderillos retozando con su madre la oveja.
—¿Qué buscas aquí, Begter? —preguntó Temujín a su hermanastro.
—Sólo divertirme.
Los dos estaban enrostrados. Temujín se había plantado entre sus hermanastros y el pequeño Kasar, encarándose con valentía ante Begter que le sobrepasaba una cabeza de altura. Su rostro estaba serio pero sereno, y de sus ojos emanaba tal fuerza que impactó a Begter. Sabedor de su superioridad física, no en vano Begter tenía tres años más que Temujín, dio un paso hacia adelante para llegar hasta su alcance, y sin más palabras le propinó un violento empujón que hizo caer a Temujín de espaldas contra el suelo.
—Vamos, cobarde —le increpó Begter—, levántate y pelea conmigo, si es que te atreves.
Temujín se incorporó como impulsado por un resorte y cargó con la cabeza contra el estómago de Begter. Ambos cayeron sobre la hierba y rodaron durante un buen trecho intentando dominar al contrario. Entre tanto, Kasar, que había intentado ayudar a su hermano, había sido sujetado por Belgutei que, tras retorcerle un brazo y obligarle a colocar una rodilla en tierra, lo había inmovilizado sentándose sobre su espalda. Kasar apenas podía ver entre la hierba la pelea que su hermano y su hermanastro disputaban pocos pasos más allá.
Tras el forcejeo, el mayor peso y talla de Begter se impusieron y consiguió someter a su rival; había logrado sujetar los brazos del pequeño con sus rodillas y sentarse sobre su pecho. Temujín yacía postrado boca arriba a merced de su hermanastro.
—No pareces ahora tan altivo —rió Begter a la vez que le propinaba un fuerte golpe en la boca.
Desde su posición Kasar sólo veía la parte superior del tronco de Begter, pero no le hacía falta nada más para comprender que su hermano, a quien adoraba, había sido vencido por aquel canalla. Begter golpeó por segunda vez a Temujín, de cuya boca no salió ni un grito, y una tercera, y así siguió castigando el rostro de su hermanastro gritándole que llorara y que le suplicara piedad. Temujín sangraba con profusión por la boca y las narices y sus pómulos estaban tumefactos a causa de la cantidad y violencia de los golpes recibidos, pero sus labios se mantenían herméticos y su garganta no emitía el menor sonido.
—¡Basta ya, Begter, basta! —exclamó Belgutei soltando a Kasar.
Al oír la orden de su hermano, Begter detuvo la lluvia de golpes que estaba propinando a Temujín.
—Creo que es suficiente —reiteró Belgutei.
—Sí, tienes razón, es suficiente… por hoy —repitió Begter remarcando las dos últimas palabras—. Pero vete acostumbrando —amenazó con el puño mientras se alejaba—, habrá muchos días como éste.
Hoelún, arrastrando del brazo a su hijo, irrumpió en la tienda de Sochigil hecha una furia.
—¡Mira lo que le ha hecho ese malvado de tu hijo al mío! —exclamó señalando el túmido rostro de Temujín—. O le ordenas que ponga fin a sus abusos o tendré que decirle a nuestro esposo que sea él quien enseñe a esa bestia de Begter cómo debe de comportarse con los miembros de su propia familia.
—Sabes que he reprendido muchas veces sus acciones, pero no consigo hacerme con él. Ya es un adolescente y su carácter es demasiado violento. Belgutei intenta apaciguarlo, pero no siempre lo consigue. Está en una edad muy difícil; es demasiado joven como para acompañar a los hombres en sus expediciones guerreras y demasiado mayor como para jugar con los niños a cabalgar sobre las ovejas —alegó Sochigil.
—No me importa cómo lo hagas —le replicó Hoelún—, pero acaba con esta situación.
Pocos días después del incidente, Kasar regresó solo ante su madre.
—¿Dónde está Temujín? —le preguntó.
—Se ha ido al río —respondió cabizbajo el pequeño.
—Ha sido ese chacal de Begter, ¿verdad? ¿Ha vuelto a pegar a tu hermano?
—Estábamos cazando entre las rocas cuando Begter y Belgutei se acercaron sin que los viéramos. Habíamos dejado nuestros arcos sobre una piedra y nos disponíamos a preparar unas trampas; estábamos agachados y de pronto sentimos sobre nuestras espaldas unos terribles golpes. Begter y Belgutei cayeron sobre nosotros golpeándonos con palos. Belgutei no ha seguido pegándome, pero Begter se ha cebado con Temujín. Me ha dicho que volviera y que no te dijera nada, pero lo he visto muy dolido. Sangraba por la boca y tenía una brecha en la cabeza. Ha ido al río a lavarse y me ha dicho que volvería de noche para que no le vieras las heridas.
Hoelún salió de la tienda con pasos presurosos y atravesó el campamento hasta la tienda de Sochigil. Sentados junto al umbral estaban Begter y Belgutei limpiando dos pequeños arcos; la mujer se apercibió enseguida de que eran los que Yesugei había regalado a Temujín y a Kasar.
—¡Begter! —gritó Hoelún—, ¿dónde está tu madre?
El muchacho levantó la cabeza, la miró con indiferencia y siguió limpiando el arco.
—¡Te he hecho una pregunta! —asentó.
—Está dentro —respondió Belgutei.
—Le he preguntado a Begter —insistió de nuevo.
Begter levantó su arco, apuntó hacia Hoelún e hizo ademán de lanzarle una flecha. En sus labios se dibujó una pérfida mueca entre el desprecio y la burla.
—Si así lo quieres, de acuerdo. Será tu padre el que se encargue de ti.
—Si no pones remedio a las tropelías de Begter, acabará matando a Temujín. Y si no lo hace, será Temujín quien cuando pueda mate a Begter.
Acostados en el lecho, Hoelún y Yesugei acababan de hacer el amor. Yesugei había regresado después de varias semanas ausente en las que había dirigido tres incursiones contra los tártaros encabezando un nutrido grupo de jinetes en compañía de su aliado y señor el kan de los keraítas. Aquel verano Hoelún le había dado su cuarto hijo varón, a quien llamaron Temuge.
—Begter está lleno de malas intenciones. Abusa de su superioridad y de su fuerza. Creo que no deberías consentírselo.
—Begter es impulsivo, pero no es un mal muchacho. Además es mi heredero, el destinado a sucederme cuando yo muera —alegó Yesugei.
—Quien deba sucederte será el futuro kan de los mongoles. No pasarán muchos inviernos antes de que un kuriltai te proclame como tal. ¿De verdad crees que es Begter el más adecuado para continuar la obra que tú estás creando con tanto esfuerzo? Si a tu muerte es Begter quien te sucede, no dudes que todo tu esfuerzo habrá sido en vano.
—Pero es mi primogénito, el hijo de mi mujer principal. Sochigil será katún cuando yo sea kan.
—Yo también soy tu esposa, seré katún.
—Pero la costumbre de los mongoles señala que son los hijos de la mujer principal los que heredan el kanato. Siempre ha sido así.
—Pues entonces… —Hoelún se detuvo por un instante, lo que iba a decir era demasiado trascendente como para soltarlo sin una cierta puesta en escena—, bueno, en ese caso… ¡hazme tu esposa principal!
La mano de la mujer había bajado a lo largo del cuerpo de su esposo hasta su miembro flácido y lo acariciaba con reiteración. Yesugei sintió que su columna se estremecía como atravesada por una fina aguja de plata y notó cómo la sangre acudía de nuevo en tropel a su entrepierna. Hoelún lo contemplaba desde sus atrayentes ojos melados y sus finos labios dibujaban una atrevida sonrisa.
—¿Acaso no tengo méritos para ser tu primera esposa? ¿Por qué otra mujer que no fuera yo hubieras arriesgado tu vida como lo hiciste? Para poseerme cruzaste colinas y valles, atravesaste ríos, penetraste en territorio hostil y te expusiste a peligros sin cuento. Si por conservarme no dudaste en entablar una guerra con la tribu de mi anterior esposo, ¿qué no harías ahora para complacerme? Pero eso no es todo —continuó Hoelún—; no me cabe duda de que nuestro hijo Temujín ha sido elegido por Tengri para alcanzar glorias sólo reservadas a los grandes héroes. Tú mismo fuiste testigo de que al nacer guardaba en su mano un grumo de sangre, señal inequívoca de los marcados por el destino para grandes hazañas. Ese hijo nuestro es un gran chico. Sus ojos brillan con un fulgor como nunca antes había visto, su rostro denota nobleza y fortaleza de ánimo y, pese a que sólo tiene seis años, demuestra más valor y coraje que muchos de tus guerreros. No teme a nada ni a nadie pero cuando es necesario se comporta con una prudencia y una sabiduría dignas de un gran jefe.
—Teme a los perros —susurró Yesugei.
—Eso se debe a que Begter azuzó a dos mastines contra él cuando sólo tenía cinco años. Si no hubiera intervenido tu hermano Daritai Odchigin es probable que lo hubieran devorado —alegó Hoelún.
El miembro de Yesugei estaba ya enhiesto como una lanza y palpitante como un corazón. La mujer introdujo la cabeza bajo la piel de yak que los cubría y descendió hasta alcanzarlo con los labios. Yesugei apartó la cabeza de su mujer extrañado ante aquella demostración nueva para él, pero la mujer insistió y, aunque esas prácticas no estaban admitidas en las relaciones sexuales, Yesugei se dejó hacer. Momentos después su simiente se derramaba en la boca de Hoelún.
Aquel atardecer de principios de otoño la asamblea de notables estaba reunida en una gran tienda de fieltro que los jefes de los clanes habían regalado a Yesugei por sus victorias sobre los tártaros. Yesugei había tomado la palabra para proclamar que había que insistir en la unidad de todos los mongoles antes de lanzar la ofensiva final contra los odiosos tártaros y sus aliados. No era prudente dejar sin resolver la segregación de los clanes mongoles. Si querían ser la nación dominante entre los pueblos de las estepas, antes debían dilucidar sus propios asuntos, y el de la unidad bajo un único jefe era para Yesugei lo primordial.
Pero la noticia que todos esperaban, y que por ello no causó ninguna sorpresa, fue el anuncio realizado por Yesugei de que desde ese día Hoelún pasaba a ser su esposa principal y, en consecuencia, sus hijos los herederos de su jefatura al frente de los mongoles. Yesugei lo había decidido pocos días después de aquella noche en que su esposa se lo pidiera. Había estado meditándolo e incluso había ascendido a la cima de una montaña cercana buscando alguna señal del cielo. Un día, cuando se disponía a regresar al campamento tras un largo paseo a caballo, contempló un extraordinario atardecer. El sol estaba a punto de ocultarse tras las lejanas colinas amarillas. Era una bola de fuego enorme y roja; a su alrededor, las nubes habían dibujado la forma de una mano abierta. Ante aquella vista, Yesugei recordó el coágulo de sangre que Temujín asía en su puño al nacer y le pareció que se trataba de un mensaje del cielo en el que se indicaba que era el elegido para sucederle.
Cuando regresó al campamento se dirigió a la tienda de Sochigil, con la que no se acostaba hacía varios días, y, tras yacer con ella de la forma rutinaria con que su primera esposa acostumbraba, le comunicó su decisión. Sochigil apenas se inmutó. Le dijo que si ésa era su voluntad ella no tenía otra opción que acatarla, que siempre aceptaría los deseos de su esposo y que nunca discutiría sus decisiones. Los nobles mongoles no plantearon ninguna objeción a la decisión adoptada por su jefe. Incluso los chamanes, presionados por Yesugei, dijeron que habían visto señales en el cielo que indicaban que Tengri estaba de acuerdo. Algunos se limitaron a comentar en su círculo más próximo que era un acierto, pues Hoelún poseía un carácter mucho más enérgico y decidido que Sochigil. Además, todos apreciaban al pequeño Temujín y la mayoría despreciaba la actitud provocadora y cobarde de Begter.
Hoelún dio a luz una niña, Temulún, el quinto vástago tenido con Yesugei, que se mostraba muy feliz. Tenía dos esposas, seis hijos varones y una hija, su autoridad era acatada por la mitad de los clanes y su riqueza en ganado aumentaba día a día. Cada primavera había un mayor número de tiendas en su campamento y no parecía ya demasiado lejano el día en el que todos los mongoles volvieran a unirse bajo las órdenes de un único jefe. Ése sería el momento para que el kuriltai lo proclamara kan y se continuara así la sucesión de Jutula, a cuya muerte se había roto la cadena de kanes que había gobernado a toda la nación.
Proclamado heredero en una asamblea, Temujín dejó de ser molestado por Begter. Ahora era el príncipe de una saga de caudillos que descendía directamente del cielo; era un bogdo, un miembro de la estirpe de los dioses. Al cumplir los nueve años, el número sagrado, Yesugei creyó llegado el momento de contarle a su hijo y heredero de dónde procedía su linaje. Aquella mañana Yesugei ordenó a Temujín que preparara el pequeño poni que le había regalado para que se iniciara en los ejercicios de equitación, indispensables para cualquier hombre que viviera en la estepa. Padre e hijo se alejaron del campamento en dirección a la montaña sagrada de los mongoles, el Burkan Jaldún. Cabalgaron durante todo el día y al anochecer llegaron al pie de la montaña. En las laderas del Burkan Jaldún brotan varias fuentes que dan origen a los ríos Onón y Kerulén, entre cuyos cursos han vivido desde hace muchas generaciones los mongoles. Aquélla es la tierra de sus antepasados y la cumbre sagrada desde donde se dirigen a Tengri, el todopoderoso señor del Cielo Eterno, dios supremo del universo.
—Acamparemos al abrigo de esas rocas —señaló Yesugei a su hijo—. Pernoctaremos aquí durante dos días; en este tiempo aprenderás cuanto debes saber acerca de nuestro pueblo, que algún día tú dirigirás.
Prepararon un fuego y tras hacer una pequeña ofrenda de carne y leche a Tengri, cenaron un poco de cecina y leche agria, luego apagaron la hoguera y se durmieron. A la mañana siguiente Yesugei despertó a su hijo, que yacía envuelto en una gruesa manta de piel de yak; a lo lejos sonaba ronco y misterioso el canto del urogallo. Le ofreció un jugoso caldo de hierbas y un puñado de grosellas y manzanas silvestres que había recolectado por los alrededores. Recogieron sus pertrechos y Yesugei hizo un sacrificio antes de iniciar la ascensión a la cumbre, pues creía que así le serían propicios los espíritus malignos que habitaban en las alturas. Desde lo alto se dominaba un amplia extensión en todas las direcciones, en algunos casos hasta más allá de donde la vista era capaz de distinguir. Al norte se elevaba una enorme cordillera que parecía una barrera infranqueable para los hombres. Yesugei y Temujín se sentaron uno junto al otro. Mientras se recuperaban del resuello que la dura ascensión les había provocado a ambos, padre e hijo permanecieron callados contemplando el infinito paisaje que yacía como postrado a sus pies. Por fin, tras un largo silencio, Yesugei habló:
—Nosotros pertenecemos a la familia de los kiyanes, la más noble del nobilísimo clan de los borchiguines. Nuestro linaje desciende directamente de los yakka, los primeros mongoles, en el comienzo de los tiempos. Cuenta nuestra historia que poco después de que Tengri creara el mundo, un lobo azul bajó del cielo y vino a unirse en la tierra con una corza blanca. Juntos atravesaron las aguas turbulentas de Tenguis, un inmenso mar interior, flotando sobre ellas como una corteza en la corriente de un río, y acamparon a la sombra de esta misma montaña, en la fuente donde nace el Onón. Aquí engendraron a Batachiján. De éste nació Tamacha y de él Jorichar, y de Jorichar, Auyam, y de Auyam, Sali, y de Sali, Yeke, y de Yeke, Sem, y de Sem, Jarchú, y Jarchú engendró al noble Boryijidai, que ha dado nombre a nuestro clan. Y Boryijidai casó con Mongolín la Bella, de la que los mongoles tomamos nuestro nombre. De ambos nació Torojolyín, que casó con Borogchín de la que nacieron Dayir y Boro. Boro engendró a Duúa, que dio origen al clan de los dorbenes, y a Dubún. Dubún casó con Alan Goa, la Bella, la mujer más hermosa de cuantas ha habido en el mundo, y con ella tuvo a Bugunutei y a Belgunutei. Alan la Bella era hija de Jorilartai el Sabio, señor de los jori tumades, y de su esposa Barjuyín la Bella, hija de Barjudai el Sagaz, señor del valle de Kol Barjuyín. Pero el matrimonio de los herederos de tan altos linajes, pese a que hubiera supuesto la primera gran unión de los mongoles, no fue aprobado por la tribu, y la pareja tuvo que marcharse a vivir por su cuenta.
»Dubún murió y Alan la Bella quedó sin marido. Sin que conociera varón, Alan la Bella dio a luz a tres hijos más, llamados Bugu Jatagui, Bagatu Salyi y Bondokar. Cuando los tres niños se hicieron mayores, quisieron saber cómo habían sido engendrados por su madre sin intervención de ningún hombre. Los dos mayores habidos del matrimonio con Dubún murmuraban a sus espaldas y acusaban veladamente a su madre de haber tomado varón sin conocimiento de nadie. Las murmuraciones de Belgunutei y Bugunutei llegaron a sus oídos y decidió explicar a sus hijos cómo habían sido engendrados los tres últimos. Alan Goa preparó un cocido de cecina de oveja, llamó a sus cinco hijos y les relató lo sucedido. Les dijo que durante las noches, cuando descansaba en su tienda, un hombre hecho de luz penetraba por el agujero del techo, se echaba sobre ella y le rozaba el vientre; despedía unos haces de luz que penetraban en su interior y la fecundaban. Después, el hombre tomaba la forma de un perro, también hecho de luz, y se marchaba subido a un rayo de luna.
»Luego, Alan la Bella cogió cinco flechas y entregó cada una de ellas a cada uno de sus hijos ordenándoles que las rompieran por la mitad. Así lo hicieron y la madre les dijo que un hombre solo era tan frágil como una flecha. A continuación tomó los diez pedazos y los ató formando un manojo. Lo entregó uno por uno a todos sus hijos indicándoles que intentaran partir ahora las flechas. Ninguno pudo hacerlo. Fue entonces cuando les recriminó que hubieran dudado de ella y les conminó a permanecer unidos para siempre. El pueblo mongol sería como las flechas: una a una es fácil partirlas, pero si se unen todas, no hay fuerza en el mundo capaz de quebrarlas. Ése fue el mensaje que nos dejó Alan la Bella, el de la necesidad de la unidad no sólo para la victoria, sino también para la supervivencia.
»El hombre hecho de luz es la causa de que nosotros, los mongoles yakka, no seamos como las tribus que nos rodean. Tártaros, keraítas, naimanes, kirguises y merkitas son de baja estatura, de cabello oscuro y ojos negros e imberbes. Nosotros los mongoles éramos blancos, altos, barbados, con pelo rubio y ojos de un gris verdoso o azulado. Ahora esas características las estamos perdiendo, aunque algunas aún quedan en nosotros, como nuestro pelo rojo y tus ojos verdosos. Al mezclarnos con mujeres de otras tribus, parte de su sangre ha pasado a la nuestra y nuestro antiguo aspecto se está difuminando hasta que un día llegue a confundirse con los demás, pero sólo nosotros somos descendientes del Cielo, los elegidos por Tengri para gobernar el mundo.
Yesugei hizo un alto en el relato. El sol casi había alcanzado su punto álgido y sus rayos calentaban tibiamente sus cabezas provocándoles una dulce somnolencia. Sacó de su bolsa de viaje una bota de piel llena de kumis, derramó unas gotas en el suelo como ofrenda a Tengri, bebió un largo trago y se la ofreció a Temujín.
—Toma, hijo, bebe. Ya tienes nueve años, es hora de que además de la hidromiel te vayas acostumbrando al kumis. Es nuestra mejor bebida; siempre que no se abuse de ella, tonifica el espíritu, despierta la mente y proporciona un caudal ingente de energía. Un guerrero mongol podría vivir despegado de todo, de todo salvo de su caballo, de su arco y de su kumis.
El jovencito apuró un trago pero apenas el líquido lechoso había llegado a penetrar en su garganta, comenzó a toser.
—Pica demasiado —protestó.
—La primera vez sí, pero poco a poco te acostumbrarás. Un mongol necesita su ración de kumis.
Yesugei recuperó el tono circunspecto y serio y continuó la narración:
—Bodonkar, que fue el más hábil de los cazadores con halcón, casó con una mujer de la estirpe de los yarchigudes, del clan de los urianjais, que eran los señores del Burkan Jaldún. Por entonces toda la tierra estuvo sujeta a una cruel sequía. Durante años enteros no cayó una sola gota de agua, los ríos se secaron, las fuentes dejaron de manar y hombres y animales murieron a millares. Pero Bondokar consiguió dominar a los urianjais, que tenían en su poder la única fuente con agua en la que ahora mana el Onón, en la cordillera del Burkan Jaldún, sobrevivió y sentó las bases de la posterior grandeza de los mongoles. Bodonkar engendró a Jabichí, conocido como el Bravo, y éste a Tumún el Numeroso, y éste a Jachi, quien, casado con Nomolún, engendró a Jaidú, el primer soberano mongol.
»Nuestro pueblo había recuperado al fin la unidad y la jefatura de un único soberano. A Jaidú le siguieron otros tres kanes: su biznieto Kabul, su nieto Ambagai y su tataranieto Jutula. Ambagai fue muerto por el clan tártaro de los yuyines. El último, Jutula, luchó varias veces contra los tártaros para vengar la muerte de Ambagai, pero esa guerra fue para nosotros la mayor de las desgracias. En una gran batalla librada poco antes de que tú nacieras, los tártaros, aliados con los jürchen, los poderosos dueños del Imperio kin, nos destrozaron.
»Algunos no han podido superar la derrota. Nuestra tribu se ha deshecho y han estallado querellas internas permanentes, pillajes, robos de ganado, caos y desorden. Los hermanos han matado a los hermanos, los hijos a los padres y los padres a los hijos. Nuestros enemigos nos cercan por todas partes —Yesugei cogió una ramita y dibujó un círculo sobre la tierra y unas flechas que lo apuntaban desde todas direcciones—. Por el sur y el este avanzan los tártaros, empujados y alentados por los jürchen; por el norte lo hacen los merkitas, en busca de revancha por antiguas derrotas, y por el oeste ganan terreno los naimanes, deseosos de apoderarse de nuestros ricos prados del Onón. Sólo los keraítas son nuestros aliados; yo mismo he ayudado a su kan Togril a conservar su reino. Todos estos pueblos están encabezados por poderosos jefes y se muestran firmes y unidos en torno a ellos.
»Yo no he podido permanecer impasible a esa situación y he decidido combatir hasta la victoria o hasta la muerte. Una asamblea formada por algunos clanes me eligió su jefe, pero todavía no me reconocen como tal todos los mongoles yakka. Hasta que eso ocurra no podré titularme kan, y sólo entonces gozaré de la autoridad y la fuerza necesaria para deshacerme de nuestros enemigos.
Yesugei hizo un nuevo alto en su relato. Se volvió hacia el joven, que no perdía detalle de cuanto le decía su padre, lo cogió por los hombros y le dijo:
—Una señal del cielo me indicó que eras tú el destinado a heredarme. No sé si podré legarte un reino, pero nunca olvides esto: no dejes de luchar hasta que nuestro honor sea restituido, hasta que nuestros enemigos estén sometidos o muertos, hasta que en las cinco partes del mundo ondee al viento el estandarte de nueve colas de caballo de nuestro clan. Júrame que así lo harás —insistió Yesugei.
—Lo juro, padre; lo juro por todos nuestros antepasados.
—Tengri, nuestro dios supremo, soberano del Cielo Eterno, ha sido testigo de tu juramento. A Él deberás responder del mismo.
Yesugei se quitó su cinturón, lo besó, se lo colocó a Temujín y le dijo:
—Este cinturón adornado con piedras preciosas es un amuleto contra el rayo y el trueno. Llévalo siempre contigo, te protegerá de esos fenómenos que tanto tememos los mongoles.
Sobre la cima de la montaña sagrada se levantó un frío viento que pronto desembocó en un verdadero huracán. Mientras descendían por las escarpadas laderas, decenas de rayos y relámpagos iluminaban un perlado cielo que se había cubierto de nubes agrisadas. Al final de un largo trueno que pareció surgir de las mismas entrañas de la tierra cayó sobre ellos un verdadero diluvio. Habían iniciado el descenso por la ladera sur, desprovista de vegetación al estar expuesta a un sol ardiente que abrasaba cualquier tipo de plantas. A su alrededor comenzaban a formarse riachuelos que arrastraban cuanto encontraban en sus improvisados cauces. Pronto la empinada ladera se convirtió en un terreno movedizo y peligroso en el que el menor descuido podía acarrear un peligro mortal. Tras un esfuerzo agotador, alcanzaron las rocas que les habían servido de refugio durante la noche y se guarecieron a su abrigo en espera de que amainara la tempestad. Los mongoles temen a los truenos y a los temporales más que a cualquier otra cosa. Y no carecen de razones para ello: yo mismo he visto cómo varios hombres caían fulminados por los rayos en medio de la estepa, donde suelen estallar tormentas con tal virulencia que por unos momentos parece como si el cielo entero se viniera encima.
Tal como había llegado se fue. En apenas unos instantes las nubes que acababan de descargar un verdadero océano de agua sobre la montaña se disiparon empujadas por el viento del oeste. El cielo se tornó de un azul intenso y el sol adquirió el brillo del oro. Unos pocos charcos eran los únicos testigos del aguacero que tan sólo hacía unos minutos había parecido amenazar con borrar todo vestigio vivo de la faz de la tierra. El hechizo del cinturón de piedras preciosas había funcionado.
El agua los había calado hasta la médula y aunque habían puesto sus ropas a secar, primero al sol y luego a la lumbre, padre e hijo sentían sus huesos húmedos y fríos. Yesugei preparó dos hogueras y se acostaron entre ambas, con la precaución de hacer que cesaran las llamas antes de que anocheciera, a fin de que alguna partida de tártaros o de merkitas que pudiera estar merodeando por allí no los localizara por el resplandor y los sorprendiera antes de regresar al campamento.
***
—Temujín es ya un hombre; va siendo hora de buscarle una esposa —sentenció Yesugei mientras contemplaba cómo Hoelún se cepillaba los cabellos con un peine de hueso.
—¡Pero si sólo tiene nueve años!
—Edad más que suficiente para que vaya tomando contacto con su futura esposa. Un joven debe conocer bien a una muchacha antes de casarse con ella.
Hoelún sonrió ante aquella aseveración de su marido.
—No hiciste tú lo mismo conmigo. Me viste, me deseaste y decidiste raptarme. ¿Por qué no esperaste un tiempo para hacerme tu esposa?
—Tú eres diferente. Basta con mirarte una sola vez para estar seguro de que no existe una mujer similar en toda la tierra. Ninguna podría competir con el brillo de tus cabellos, ni con el fulgor que desprenden tus ojos. Ninguna podría compararse con el talle de tu figura, ni con tus firmes y delicados senos. Ninguna podría ofrecer una curva similar a la de tus onduladas caderas, ni rivalizar con la tersura de tus muslos.
—Nunca te había oído hablar así. Creo que ese hijo tuyo te está transformando en un nuevo hombre.
—Quizá tengas razón. No sé qué tiene ese muchacho que me inspira una nueva savia. Es como si su presencia vivificara cuanto está a su alrededor. En cualquier caso debo asegurar mi descendencia. Partiremos hacia la región donde habitan los parientes de mi madre, allí elegiremos a una muchacha para que sea la esposa de Temujín.
Yesugei y su hijo se pusieron en camino hacia el este. Temujín nunca había ido tan lejos de su ordu. Cruzaron ríos caudalosos en cuyas orillas reposaban centenares de grullas y patos esculpidos entre verdes praderas de frondosa hierba, atravesaron los desfiladeros de rocas negras del monte Darchán y ascendieron y descendieron innumerables colinas cubiertas de hierbas secas agostadas por el sol. A orillas de un pequeño lago entre los montes Chegcher y Chijurjú, tendido sobre la hierba como una yegua baya antes del parto, avistaron un campamento formado por un centenar de tiendas. Allí los recibió Dei el Sabio, jefe del clan de los ungarides y compadre de Yesugei.
—Sed bienvenidos a mi campamento —saludó Dei a Yesugei y a Temujín.
—Que Tengri sea generoso contigo —respondió Yesugei.
—¿A qué debo el honor de tu visita?
—Sólo vamos de paso. Éste es mi hijo Temujín, acaba de cumplir nueve años y quiero que vaya pensando en elegir una esposa. Nos dirigimos hacia las tierras de los konkirates, los parientes de mi madre; en su clan hay doncellas hermosas y sanas, de entre ellas quiero elegir una para mi hijo y heredero.
Dei contempló a Temujín. El rostro del muchacho brillaba como la luz perlada del amanecer y sus ojos verdes ligeramente rasgados ardían como el sol ocultándose tras los pinos. Dei tenía varias hijas, y una de ellas tan sólo era un año mayor que Temujín. El jefe de los ungarides sabía que Yesugei podía convertirse en kan de los mongoles y una idea cruzó su mente. Invitaría a Yesugei a quedarse allí unos días y le ofrecería a Bortai como esposa para Temujín. Así, Dei emparentaría con el más noble de los linajes y quién sabe si su hija se convertiría algún día en katún y en madre de una dinastía de kanes. Se acercó hasta el caballo de Yesugei y le dijo:
—Amigo, llegas en un momento oportuno. Anoche tuve un sueño en el que un gerifalte blanco, el más grande que puedas imaginar, vino hasta mí volando. Alcé el puño y se posó sobre él, y vi que el gigantesco halcón traía entre sus garras al sol y a la luna. Toda la mañana me he estado preguntando qué podría significar este sueño y si sería un buen augurio. Entre nosotros los ungarides nacen las más bellas mujeres; nuestro clan nunca disputa con los demás clanes en busca del dominio, nosotros engendramos hijas de hermosas mejillas para que empuñen las riendas de los ornados carros en los que viajan los kanes. Este sueño y tu inesperada visita son una premonición. Tú eres nieto de un kan y en tu escudo vuela el halcón de los borchiguines. Tengri te ha conducido hasta aquí para que elijas como esposa de tu hijo a una de nuestras doncellas. Ven a mi yurta, allí tengo a una de mis hijas; se llama Bortai. Seguro que te gustará como esposa para Temujín.
En la enorme tienda las mujeres batían leche, ablandaban tiras de cuero y cosían vestidos de pieles. Dei entró seguido por sus dos invitados y los presentó a las mujeres. Chotán, la esposa principal, sirvió kumis a su marido y a Yesugei y cuajada a Temujín.
—Mi compadre Yesugei va de camino con su hijo en busca de esposa para el muchacho. Los he invitado para que conozcan a Bortai, nuestra hija más bella, y decidan si merece ser la elegida —dijo Dei el Sabio, y dirigiéndose a una de las doncellas que había en la tienda le ordenó—. Adelántate, Bortai.
Una dulce muchachita de diez años dio unos pasos y quedó de pie casi en el centro de la tienda. Yesugei la contempló durante unos instantes y miró a Temujín, quien observaba a la joven con ojos ensimismados. Sí, Bortai era realmente bella. Su rostro era fino como el de las piedras pulidas por el agua de los torrentes y su cabello negro y sedoso como las ricas telas del imperio song; su talle noble y esbelto y sus ojos rasgados denotaban voluntad y resolución firmes.
—No exagerabas, Dei —exclamó Yesugei—. Es muy hermosa y altiva. Creo que sería una buena katún, pero no me gustaría elegir sin haber visto a las muchachas konkirates.
—Bortai es la mejor que puedas encontrar para tu hijo; no hay ninguna doncella que la iguale.
—Tus palabras te honran como padre, pero debo asegurarme de que sea una buena esposa para mi hijo. ¿Y tú, Temujín, qué opinas?
Temujín tenía sus verdes ojos atigrados fijos en los de Bortai.
—¡Temujín, Temujín! —le gritó su padre zarandeándolo por el hombro—. No es de buena educación quedarse dormido con los ojos abiertos en la tienda de un anfitrión. Bueno, parece que tu hija le gusta.
—Quedaos esta noche aquí. Guisarán un cordero, beberemos el mejor kumis y celebraremos una pequeña fiesta. Los dos muchachos pueden conocerse mejor. Hay tiempo para que decidas —propuso Dei.
—De acuerdo. No podemos negarnos a tan generosa oferta —concluyó Yesugei.
Instalaron a Yesugei y a Temujín en una pequeña tienda cercana a la de Dei y les sirvieron un cuenco con carne cocida y leche hervida. Yesugei se tumbó a descansar un rato y Temujín se sentó a la puerta para contemplar el campamento de los ungarides.
—¿Tú vas a ser mi esposo?
Una voz dulce y melodiosa sonó a la izquierda de Temujín. El muchacho se levantó azorado y observó a Bortai que había llegado hasta él con sigilo. El brillante rostro de Temujín parecía ahora como encendido y sus mejillas enrojecieron como amapolas.
—Hola, Bortai —balbució Temujín.
—Estabas ensimismado contemplando nuestros caballos. Son hermosos. Aquel gris es mi favorito; algunas veces mi padre me permite que lo monte. Me gusta cabalgar por la pradera dejando que me lleve y notar las palpitaciones de su corazón agitado por el esfuerzo.
—No es muy prudente que te alejes demasiado. En estos tiempos la estepa está plagada de bandas de merodeadores en busca de fáciles presas —advirtió Temujín.
—¿Y quién te dice que yo sea una presa fácil? —replicó Bortai orgullosa.
—Eres una niña, un solo hombre podría raptarte. Ese caballo gris sería un excelente botín para cualquiera.
—Un solo hombre no podría conmigo.
—Si fuera un borchiguín, sí —aseveró Temujín.
—Vosotros los borchiguines os creéis por encima de cualquier otro clan mongol, pero nosotros los ungarides somos tan nobles como vosotros y mucho más guapos.
—¿Yo te parezco feo? —preguntó Temujín.
—Sí, me lo pareces. Tu pelo rojo y tus ojos verdes te confieren un aspecto extraño, nunca había visto a nadie como tú.
—Los borchiguines descendemos de un hombre hecho de luz y de la unión de un lobo azul y una corza blanca, por eso somos distintos al resto de los hombres.
—¿De un lobo azul y una corza y de un hombre de luz? Nunca había oído semejantes cosas. Todo el mundo sabe que los mongoles descendemos del padre Tengri, el Cielo, y la madre Etugen, la Tierra —explicó Bortai.
—Los borchiguines hemos sido elegidos por Tengri para gobernar el mundo. Mi padre pronto será kan y yo le sucederé. Plantaré el estandarte de las nueve colas de caballo en las cinco partes del mundo y mi poder se extenderá a todas las tribus.
—Antes deberás crecer mucho para lograrlo.
—Lo haré.
—Ven, quiero que me demuestres cómo vas a hacerlo. Mi padre me ha permitido que hoy monte el caballo gris. Disputemos una carrera hasta la cima de aquella loma. Mi potro gris contra tu poni.
—Eres una niña, nunca podrás ganarme.
—Lo veremos.
Bortai montó su potro gris con extraordinaria habilidad y Temujín se encaramó a su poni pardo. A una señal partieron a todo galope hacia la lejana colina. El poni de Temujín se colocó pronto en cabeza, pero a mitad de carrera el potro gris de Bortai lo adelantó y superó con suma facilidad. Cuando el muchachito llegó a la meta, Bortai lo esperaba con cara de satisfacción por la victoria.
—Parece que tu origen divino no te ha servido de mucha ayuda —ironizó Bortai.
Temujín apretó los dientes y miró a la muchacha que reía henchida de felicidad. «Sí, quizá sea una buena esposa», pensó al contemplar sus orgullosos ojos que destellaban una incontenible alegría.
Cuando despertó, Yesugei sintió como si dentro de su cabeza cabalgaran a la vez todos los caballos que pastaban en las estepas. En la fiesta de la noche anterior había bebido tanto kumis que no recordaba cómo había acabado la juerga. Salió al exterior y la luz del sol le estalló en los ojos con tanta fuerza que tuvo que tapárselos con la mano. El campamento bullía en plena actividad. Dei el Sabio estaba junto a unos caballos rodeado por otros miembros de su clan. Al ver a Yesugei en la puerta de la tienda lo saludó con la mano en alto y se acercó hasta él.
—Buenos días, compadre. Un poco más y anoche casi nos dejas sin reservas de kumis —le dijo.
—Por cómo me siento, debo de haberme bebido la leche agria de cien yeguas —masculló Yesugei—. No he visto a Temujín, ¿sabes dónde se encuentra?
—¡Ah!, se levantó temprano. Ha ido con Bortai a buscar frutos silvestres a la orilla del río; volverán pronto. No te preocupes por él, Bortai sabe muy bien lo que se hace.
A mediodía, el jefe mongol pedía a Dei su hija. Dei se la concedió diciéndole que el destino de una doncella no era envejecer en la tienda de sus padres, sino vivir al lado de un hombre creando un nuevo hogar. Le pidió a Yesugei que dejara en el campamento de los ungarides a su hijo durante un tiempo para que los dos jóvenes se conocieran mejor. Yesugei aceptó y le entregó a Temujín el más veloz de sus caballos.
—Con éste no perderás la próxima carrera —le susurró al oído.
Yesugei emprendió el camino de regreso a su ordu y al atravesar el monte Chegcher, en una llanada denominada la Estepa Amarilla, contempló a un grupo de tártaros que celebraban una fiesta. Los tártaros lo vieron acercarse y lo invitaron a participar. Yesugei estaba cansado, sediento y hambriento y, siguiendo la costumbre de los pueblos nómadas de aceptar la hospitalidad que se les brinda, se sumó al banquete. Aquellos tártaros integraban una pequeña caravana compuesta por seis carros, con unas cuarenta personas en total. Le dijeron que huían de su tierra porque el Consejo de ancianos les había proscrito por negarse a ayudar a los kin en sus luchas contra el imperio de los song. A Yesugei le pareció que no eran hostiles y se confió. Les confesó que era un mongol que se había separado de su tribu y que erraba por la estepa en busca de comida. Lo invitaron a quedarse y le ofrecieron carne y kumis. Cuando la fiesta parecía llegar a su fin, uno de los tártaros sacó de su carro una botella de porcelana. Dijo que contenía un licor de arroz, destilado en China, de un sabor sin igual y mucho más agradable y valioso que el kumis. Le ofreció un trago a Yesugei que despachó casi media botella.
Aquel tártaro había identificado a Yesugei. Lo había visto en uno de los combates que ambas tribus habían librado dos años antes y lo reconoció por su inconfundible trenza roja en su cráneo rapado y su gorra de fieltro verde. Uno de sus hermanos había caído en esa batalla muerto por la espada de Yesugei y el tártaro había decidido vengar su muerte. Fue a por la botella de licor de arroz y vertió en ella un fuerte veneno de acción lenta pero infalible. Cuando descubrió a sus compañeros quién era aquel invitado, algunos quisieron matarlo allí mismo, pero finalmente optaron por dejarlo marchar. El veneno era mortal y provocaba una terrible agonía a quien lo tomaba.
—Estás muerto, Yesugei, jefe de los kiyanes —le dijeron entre risas.
—¡Muerto, muerto! —oyó que le gritaban en tanto se alejaba del círculo de carros.
Tres días tardó Yesugei en volver a su campamento. Durante el viaje de regreso el veneno había comenzado a hacer su efecto.
***
Hoelún secaba el sudor frío y constante que la frente de Yesugei no dejaba de segregar. Había llegado tumbado sobre el cuello de su caballo, apenas sin energía para comentar lo que le había sucedido. Hacía ya dos días que permanecía en cama y sus fuerzas lo habían abandonado. Pese a que varios chamanes y una edogán, una mujer hechicera, habían realizado conjuros y le habían aplicado diversas pócimas hechas de hierbas, nada había surtido efecto. Era incapaz de asimilar cualquier comida o bebida y cuanto ingería lo vomitaba de inmediato entre terribles esputos de una sustancia verde y viscosa. Sobre el lecho habían colocado una imagen hecha de fieltro y rellena de paja que representaba a Natigai, el espíritu de los asuntos terrestres, y junto a la puerta se había clavado una lanza en el suelo, con la punta hacia abajo; la señal que indicaba que un mongol enfermo yacía en el interior.
—Hoelún, Hoelún, sé que voy a morir. Esos malditos tártaros me han envenenado y nada puede hacerse. Llama a Munglig, dile que deseo verlo —balbució Yesugei a su esposa.
Poco después entraba en la tienda Munglig. Era éste hijo de Charajaí, de quien se decía que era el más viejo de todos los mongoles. Su carácter apacible y bondadoso lo había hecho merecedor de una elevada consideración entre su gente. Pertenecía al clan de los konkotades y era sin duda uno de los mejores y más leales amigos de Yesugei y quien más lo había apoyado en la reivindicación de sus derechos al kanato.
—Munglig, mi buen amigo, quiero encomendarte mi último deseo. He sido envenenado por unos tártaros y voy a morir. He dejado a mi heredero en el campamento de Dei el Sabio; allí elegí a su hija Bortai como esposa de Temujín. No he podido culminar la obra que me propuse cuando en el kuriltai me elegisteis como jefe del grupo más numeroso de los mongoles. Hubiera deseado vivir hasta contemplar a todo nuestro pueblo unido y fuerte bajo un mismo kan; ya no podré ver cumplidos mis sueños. Mi hijo Temujín tal vez pueda hacerlo, pero todavía es un muchacho. Te encomiendo la protección de mis hijos, cuídalos como si fueran tuyos, y también a mis dos esposas. Ve en busca de Temujín y tráelo contigo a nuestro campamento. Cuéntale lo sucedido y dile que no olvide cuanto le he enseñado, que no cese de luchar hasta vengarme; aunque yo me marcho, mi corazón se queda con él. Dile que me hubiera gustado estar más tiempo a su lado y haberle enseñado a luchar contra nuestros enemigos.
Aquella misma tarde murió Yesugei el Valiente. Sus viudas, la bella Hoelún y la recatada Sochigil, lloraron amargamente ante su cadáver. Lo enterraron en la ladera del Burkan Jaldún y aunque colocaron sobre su tumba una estela de piedra con la figura de un rostro esculpido, ya nadie recuerda con exactitud dónde.