Una única esposa no bastaba para alguien como Yesugei. Por sus venas corría la sagrada sangre de los borchiguines, la estirpe que descendía de la unión del lobo azul bajado del cielo con la corza blanca. De todos los príncipes mongoles, era Yesugei quien sentía en su corazón un mayor dolor por el perdido orgullo de su pueblo.
Yesugei Bahadur era el tercero de los cuatro hijos de Bartan Bahadur, el jefe de la familia de los Kiyanes, del clan de los borchiguines, quizá la única esperanza que quedaba a los mongoles de recuperar la grandeza de los tiempos en los que los kanes Jaidú, Kabul y Ambagai señoreaban las estepas al norte del gran desierto del Gobi. La primavera anterior las fuerzas combinadas de los jürchen y los tártaros habían destruido el pequeño pero orgulloso reino mongol, cuyos miembros se denominaban a sí mismos yakka. Sus ganados, que antes pastaran por los amplios espacios de la estepa de la Mongolia central, se veían ahora recluidos a pacer entre las cabeceras de los ríos Onón y Kerulén. Todos los clanes mongoles se habían resignado humillados a un destino que los empujaba a una existencia errática y miserable. Ni siquiera los tayichigudes, la amplia estirpe del tercer kan Ambagai, habían sido capaces de retomar el cetro que dejara libre a su muerte Jutula, el cuarto, y último hasta entonces, kan mongol.
Por la ladera de la empinada colina cubierta de hierba que amarilleaba ante lo avanzado del otoño cabalgaban tres de los cuatro hermanos del linaje de Bartán el Valeroso. El viento del norte anunciaba la inmediata proximidad del invierno y soplaba sobre sus cabezas protegidas por sendos gorros de piel que sujetaban al cuello con una fina tira de badana. Nekún Taisi y Yesugei mascaban duros pedazos de carne seca mientras, Daritai tarareaba una vieja canción en la que se narraba una triste historia de dos enamorados.
—Una esposa es poco, hermanos. Para un jefe yakka las mujeres son como los caballos: no es posible tener uno solo. Nuestro pueblo necesita jóvenes valientes que lo devuelvan al lugar entre las naciones de la estepa que tártaros y jürchen nos han arrebatado, y para eso hacen falta guerreros, muchos guerreros, y los guerreros nacen de las mujeres —dijo de pronto Yesugei dirigiéndose a sus dos hermanos sin detener el lento trote de su corcel.
—Nuestro pueblo tiene pocas mujeres —comentó Daritai interrumpiendo su reiterativo canturreo.
—Por eso debemos apoderarnos de las de los demás, hacerlas nuestras esposas, plantar en ellas nuestra semilla y rogar a Tengri para que den como fruto vigorosos hijos para el pueblo yakka mongol.
Nekún volvió su rostro hacia su hermano, se atusó sus finos bigotes y atisbo una irónica sonrisa en sus afilados labios.
—Creo que estás maquinando algo —dijo.
—Tengo un plan para conseguir otra mujer. Escuchad: Hace varios días asistí por casualidad a una boda que se celebraba entre Yeke Chiledu, jefe de un clan de la tribu de los merkitas, y una joven de la tribu de los olqunugutes. Había acudido al campamento merkita con los jefes de los clanes mongoles que estaban pactando los nuevos territorios para la caza y para los pastos después de nuestra derrota. Salí del campamento para cazar y fue entonces cuando contemplé a Hoelún, la desposada. Mis ojos se clavaron en los suyos como los del halcón en la presa y apenas pude distraerlos un instante. Es tan bella que he decidido hacerla mi esposa y nada ni nadie va a ser capaz de impedírmelo. Durante varios días he seguido la caravana de Yeke Chiledu hasta las orillas del río Onón, donde ha acampado. Dentro de un par de jornadas continuará su viaje hacia el oeste, a las tierras en las que pastorean los rebaños de su tribu. En ese momento se quedarán los dos solos y será mi oportunidad para acabar con el merkita, capturar a la hermosa Hoelún y hacerla mía.
»Para ello me hace falta vuestra ayuda, por eso he ido a buscaros a nuestro campamento y os he pedido que me siguierais sin hacer preguntas. Si todo sale bien, dentro de un par de días tendré una segunda esposa y podré fundar un verdadero clan, con muchos hijos, los futuros guerreros que restauren nuestro honor.
Pasaron la noche al abrigo de unas rocas y a la mañana siguiente alcanzaron a contemplar el campamento de Yeke Chiledu. Apostados entre unos arbustos, siempre de cara al viento para evitar ser olfateados, y tras dos días de interminable espera, los tres hermanos contemplaron cómo la pareja de recién casados se despedía del resto de componentes del campamento y, sobre un carro tirado por dos caballos al que seguía otro pardo atado a la parte posterior, vadeaba el Onón rumbo hacia el noroeste.
—Esperaremos un día más a que estén lejos y entonces iremos por ellos —susurró Yesugei a sus hermanos.
—Han atravesado el río y ahora se encuentran en territorio merkita, si los atacamos allí incumpliremos el acuerdo pactado esta primavera —objetó Nekún.
—No reconozco ese acuerdo con los tártaros y los jürchen, y mucho menos con los merkitas; hacia ellos sólo hemos de manifestar odio y buscar venganza.
Yesugei no era el mayor de sus hermanos, pero todos lo reconocían como el verdadero caudillo de la familia. A pesar de la terrible derrota sufrida por su pueblo meses atrás ante los tártaros y los jürchen, Yesugei había decidido seguir combatiendo. Su orgullo le impedía aceptar el fracaso y, como miembro del clan de los borchiguines, se consideraba llamado por el cielo a devolver la antigua grandeza a su pueblo. La mongol nunca fue una nación tan grande y poderosa como ellos mismos querían creer. Es cierto que antes de la derrota ante los tártaros dominaban muchas más tierras, pero siempre habían sido una nación más de las varias que vivían entre las heladas tierras de Siberia y el abrasador desierto de Gobi.
Entre esos pueblos corrían antiguas leyendas, algunas milenarias, que narraban pasados acontecimientos en los que una tribu de la estepa mandada por un jefe valeroso y decidido había conquistado el mundo. En algunas canciones se decía que veinte generaciones atrás los caballos de los antepasados de los mongoles habían hundido sus pezuñas en las doradas playas del mar de Occidente, allá donde se acaba el mundo, y que desde China hasta esas remotas y olvidadas regiones toda la tierra había obedecido a un solo señor bajo un único sol. Las viejas leyendas nada decían sobre el nombre de aquel caudillo. En el clan de los borchiguines todos sus miembros sabían de memoria la genealogía completa de su linaje. Desde que el lobo azul y la corza blanca engendraran a Batachiján, el primero de los mongoles, le habían sucedido casi una docena de caudillos, de los que la tradición sólo recordaba sus nombres, hasta que Dubún contrajera matrimonio con Alan Goa, la mujer que diera origen a la dinastía de los kanes. Yesugei estaba seguro de que había sido uno de aquellos caudillos el que había conquistado el mundo. Creo que fueron esas leyendas repetidas una y otra vez por los ancianos, en las largas veladas invernales pasadas al abrigo del fuego dentro de las tiendas de fieltro, las que calaron en el corazón de Yesugei y le hicieron soñar con ser la reencarnación de aquel héroe mongol de las viejas narraciones que hiciera de su pueblo el dueño del mundo.
Nekún, Yesugei y Daritai siguieron a distancia el carro de Yeke Chiledu. Tomaron todas las precauciones para evitar ser vistos, e incluso comprobaron que ninguno de los familiares de Hoelún seguía a los recién casados. Como panteras al acecho de su presa, los tres jóvenes esperaron el momento más oportuno para atacar.
Era casi mediodía. El carro de Yeke había descendido una suave ladera y rodaba por un amplio valle entre onduladas colinas. El jefe merkita asía las riendas sin dejar de atisbar a uno y otro lado. Un hombre y una mujer solos en la estepa en un carro en el que portaban todas sus posesiones eran un botín demasiado atractivo para cualquiera. Una sensación extraña le hizo volver la cabeza hacia la izquierda y observó la amenazadora figura de un jinete que se recortaba sobre una de las colinas. Su rostro se contrarió y recorrió con sus ojos todo el horizonte. De pronto apareció a su derecha, también sobre una cima, un segundo jinete y todavía un tercero en la lejanía, justo detrás del carro. Todos portaban el arco en su mano izquierda y se encontraban en posición de iniciar un ataque inmediato.
Yeke Chiledu comprendió que aquellos hombres iban a por él. Uno de los jinetes alzó su arco y ésa fue la señal para que al unísono, los tres se enfilaran al trote hacia el fondo del valle en dirección al carro. El merkita supo que no tenía ninguna posibilidad de salvarse ante la carga combinada de tres jinetes que lo habían cogido por sorpresa. En pocos instantes estaría al alcance de sus flechas y no le quedaba tiempo para organizar una defensa que, por otra parte, sería inútil. El jefe merkita frenó su carro, dirigió unas rápidas y apresuradas palabras a su esposa y de un salto descendió corriendo hacia el caballo pardo atado en la parte posterior. Con un certero golpe de cuchillo cortó la cuerda que lo asía, montó y se encaró hacia sus perseguidores. Fue un vano intento por amedrentarlos, porque enseguida comprobó que aquellos hombres estaban firmemente decididos a atacarlo. Dio media vuelta y se dirigió hacia su esposa. Hoelún se quitó su camisa y se la entregó para que con ella recordara su olor. Yeke la contempló durante un instante sabedor de que quizá lo hacía por última vez. Colocó la camisa dentro de su chaqueta de cuero y espoleó a su corcel pardo que partió a todo galope huyendo de los tres mongoles. Nekún, Yesugei y Daritai pasaron a los lados del carro y persiguieron la estela de polvo que levantaba Yeke Chiledu, pero no tardaron en detenerse.
—No sigáis —gritó Nekún a sus hermanos—. Ha cogido el caballo de refresco, nunca podríamos alcanzarle. Los nuestros han soportado nuestro peso durante varios días y el que monta el merkita está totalmente descansado. Volvamos atrás.
Hoelún había saltado del carro y se había lanzado a una desenfrenada fuga hacia una de las colinas. Yesugei indicó con un gesto a su hermano menor Daritai que se hiciera cargo de la carreta en tanto él salía en persecución de la joven. Apenas en unos momentos el rápido caballo del mongol la alcanzó. Yesugei asió con fuerza a la muchacha por los cabellos y la arrastró durante unos pasos; por fin, la soltó y la joven cayó al suelo entre gritos de dolor y de ira. Recostada sobre la hierba, la olqunugut, envuelta en polvo y sudor, se arrostró hacia Yesugei; sus ojos denotaban más odio que miedo.
—Ahora eres mi mujer —sentenció solemne y orgulloso Yesugei desde lo alto de su montura acariciándose su rala perilla.
Hoelún se abalanzó sobre su raptor y como una fiera desbocada le propinó un fuerte mordisco en la pantorrilla. Yesugei rugió de dolor y con el dorso de la mano golpeó el rostro de la muchacha, que cayó de bruces entre las patas del caballo. En ese momento se acercaron Nekún y Daritai con el carro que habían capturado. Entre las risas de sus hermanos, Yesugei logró reducir al fin a la joven, que no cesaba de patalear y de lanzar puñadas y mordiscos. Le ató las manos a la espalda y la colocó sobre el carro. Sintiéndose impotente, Hoelún comenzó a llorar profiriendo lamentos y gemidos tan profundos que las colinas parecieron estremecerse. Daritai intentó consolarla con dulces palabras. Le dijo que aquél a quien antes abrazaba estaba ya muy lejos y que aunque aullara con la fuerza de una loba, sus lamentos no llegarían a sus oídos. Le recomendó que guardara calma y que dejara de llorar. Las palabras de Daritai calaron en el corazón de la joven, que, resignada a su suerte, calló y se acomodó en el fondo del carro. Daritai tomó las riendas de la carreta y los tres hermanos giraron sobre sus pasos al encuentro de las aguas del Onón.
Sin detenerse un momento, atravesaron el río en dirección contraria a la que habían tomado días atrás y pusieron rumbo a su ordu, que es como llaman a su territorio de origen, donde siempre regresan a plantar su tienda, algo similar a lo que los sedentarios identificamos con el hogar. Yesugei estaba contrariado porque el merkita había logrado escapar, pero la proximidad del invierno haría imposible que pudiera preparar un intento de rescate de Hoelún antes de primavera y Yesugei estaría preparado para rechazar cualquier ataque. Además, para entonces quizá su nueva esposa estuviera ya embarazada y nadie podría discutirle sus derechos sobre ella. Atravesaron el Onón aguas arriba de donde se había establecido el campamento de los olqunugutes y, tras varias jornadas de viaje, avistaron las tiendas mongoles.
Begter, el hijo que Yesugei tenía de su primera esposa, la recatada Sochigil, corrió hacia su padre en cuanto identificó su figura a lo lejos. Ante la tienda de fieltro esperaba en pie, silenciosa como siempre, la esposa de Yesugei. El jefe mongol abrazó al chiquillo y lo alzó a lomos de su caballo. Cuando llegó ante su tienda descendió de su montura, saludó a su esposa y señalando hacia el carro que conducía Daritai, a cuyo lado, con rostro severo y contenido, viajaba Hoelún, dijo:
—Esta es Hoelún-eke, una olqunugut. Estaba casada con el merkita Yeke Chiledu; desde ahora es mi segunda mujer.
—Sé bienvenido, esposo —musitó Sochigil a la vez que se adelantaba para ofrecer a Yesugei un vaso de kumis, la agria leche de yegua fermentada y batida que tanto aprecian los nómadas.
Yesugei, tras derramar unas gotas en homenaje a los espíritus, despachó de un trago el vaso que le ofrecía su esposa, quien volvió a llenarlo y lo entregó a su cuñado Nekún, repitiendo la operación con Daritai.
—Estamos hambrientos como lobos. Cuece un cordero; daré un banquete para celebrar mi segundo matrimonio.
—El Consejo de ancianos no aprueba tu conducta —sentenció rotundo el viejo Jadagán, uno de los jefes que gozaba de mayor prestigio en la tribu—. Con tu acción al robarle la esposa a un jefe merkita has metido a nuestro pueblo en el sendero de la guerra, cuando todavía no nos hemos recuperado de la derrota causada por los jürchen y los tártaros. Si los merkitas se vuelven contra nosotros, estaremos perdidos, nuestro pueblo desaparecerá para siempre y nuestras mujeres pasarán a formar parte de las yurtas de nuestros enemigos. Y eso será por tu irresponsable actitud.
El Consejo de ancianos gobernaba a los mongoles yakka desde que muriera el último de los kanes. Estaba formado por representantes de los clanes más notables de entre los que configuraban el pueblo mongol. Allí estaban los dorbenes, descendientes del legendario Duña, del que se decía que había nacido con un ojo en medio de la frente con el cual podía ver lo que acontecía a una distancia de tres días a caballo, los bugunudes y los belgunudes, descendientes de los dos hijos del caudillo Dubún, los salyigudes, los kataguines, los yaradanes, los bagarines y los propios borchiguines, junto con los tayichigudes, el clan principal y más notable.
—Has quebrantado nuestras leyes —continuó el anciano—. Sabes que todos dependemos del clan y de la tribu, que el individuo debe cumplir sus obligaciones con el grupo si quiere tener su apoyo.
Yesugei se alzó ante el Consejo, apretó los puños y dijo:
—Yo sólo pretendo que el pueblo yakka recupere su dignidad. Ahora somos una nación sin honor que se arrastra a los pies de sus enemigos victoriosos. Por el momento nos dejan comer las migajas que caen de sus bigotes, pero pronto nos pisarán el cuello hasta asfixiarnos. Hemos de tomar la iniciativa y atacarles cuando menos lo esperen, antes de que animados por su éxito decidan darnos el golpe definitivo. Has hablado de nuestra ley, y has hablado bien, pero nuestra ley también dice otras cosas. Nuestro pueblo ha respetado la autoridad de sus nobles porque siempre hemos cumplido con nuestros deberes. Nosotros, los miembros de la aristocracia yakka, nos arropamos con calificativos brillantes y gloriosos; todos los jefes de clan nos hacemos llamar bahadur, «el valiente», noyan, «el señor», sechen, «el sabio», o taisi, «el príncipe». Nuestra tarea, es decir, nuestra razón de existir, ha sido la de conseguir pastos para que crezca nuestro ganado y alimente a nuestro pueblo. Me pregunto si esos títulos que tan ufanamente ostentamos son indicadores de la realidad. ¿Alguien puede sostener que desde que nos han derrotado los tártaros y los jürchen seamos valientes, señores, sabios o príncipes?
»A pesar de que nuestras praderas son anchas, sólo nos restan dos opciones para elegir. La primera es la que nos señalan nuestros enemigos: someternos a su voluntad, acatar sus decisiones y esperar el momento en que decidan acabar con nosotros; este camino conduce a la muerte, o, lo que es peor, a la esclavitud. La segunda debemos trazarla nosotros mismos, luchando por nuestro pueblo, por nuestro honor y por el orgullo de pertenecer a la raza más noble de todas cuantas cabalgan por las estepas; ésta es dura y difícil, pero conduce a la gloria y a la libertad. Yo he elegido la segunda. Espero del noble y valeroso pueblo yakka mongol que decida lo mismo. Siempre hemos sido un único pueblo, una única raza, ésa ha sido la razón de nuestra fuerza y de nuestro poder. Nunca nos hemos rendido ante nadie. Si un mongol cae del caballo, se levanta y vuelve a cabalgar, pero nunca se queda tendido en el suelo esperando a que lo rematen como a una alimaña, al menos mientras quede una gota de sangre en sus venas.
—Otros han pensado antes como tú y han desafiado al Consejo de ancianos, ignorando sus resoluciones. Son ésos a los que llamamos utu duri, «gente de voluntad larga», los que a sí mismos se denominan con grandilocuencia yin guun, «hombres de condición libre». Su destino los ha obligado a saquear caravanas y campamentos, y siempre acaban de manera poco honorable. Tan sólo a eso conduce el separarse de la tribu —sentenció el anciano Jadagán.
El consejo se había reunido junto a un enorme roble. Ante dos grandes hogueras, más de trescientos nobles asistían entre murmullos al terrible combate incruento que, usando las palabras como únicas armas, libraban el viejo Jadagán y el impetuoso Yesugei. Del resultado del mismo dependía sin duda el futuro de toda la nación.
—¡Honor y libertad o sometimiento y muerte! ¡Sépalo el Cielo! Sólo eso hay que decidir —gritó Yesugei con voz atronadora.
Un murmullo que pronto se convirtió en clamor acogió las palabras de Yesugei. Por todas partes comenzaron a alzarse voces en su apoyo y el sentimiento en su favor se hizo casi unánime. En esa asamblea, Yesugei Bahadur fue reconocido como caudillo por la mayor parte de los clanes. El heredero del linaje de los borchiguines estaba exultante; había logrado dar el primer paso hacia lo que desde niño siempre había soñado, convertirse algún día en el kan de todos los mongoles. Ahora aquel sueño comenzaba a cumplirse.
Yesugei levantó una tienda para su segunda esposa y le dio caballos, yaks y ovejas y a su esclava Jogachín como sierva. Realmente Hoelún era muy bella. Su figura resplandecía entre el resto de las mujeres de la tribu. Sus cabellos eran castaños con mechas cobrizas y con el sol destellaban intensos reflejos dorados. Su rostro era alargado y sus ojos, más grandes de lo habitual entre los de las mujeres de las estepas, hacían palidecer por su brillo al del rocío después de la lluvia en primavera. Tras esperar a que tuviera el período y así asegurarse de que no estaba embarazada del merkita, Yesugei se encerró en la tienda de Hoelún. Al amanecer del tercer día la puerta de la yurta se abrió y Yesugei apareció tras ella con el rostro adormecido pero satisfecho.
Aquel invierno fue especialmente crudo. El helador viento del norte azotó sin cesar el campamento mongol. Hombres y mujeres apenas salían de sus tiendas a otra cosa que no fuera cumplir los turnos de vigilancia, guardar el ganado o recoger estiércol seco para alimentar el fuego. Yesugei dividía su tiempo entre los hogares de las dos esposas, aunque pasaba más tiempo con Hoelún, cuya presencia le resultaba más placentera y agradable. La propia Hoelún olvidó que su actual marido la había conseguido raptándola como si se tratara de una simple yegua y, aunque no cesó de llorar y gemir en las primeras semanas, pronto dejó de mirarlo con frialdad para mostrar ciertos deseos hacia él.
La vida de las mujeres de la estepa, aun gozando de mayor libertad que las de las ciudades, está llena de sufrimientos y sobre todo de privaciones. Nada deciden; el destino o la voluntad de sus familiares son los que trazan su futuro. Ellas sólo pueden esperar y rogar a la Madre Tierra Etugen que su esposo no sea cruel y que sus hijos nazcan y crezcan sanos. Hoelún asumió su suerte y decidió acomodarse a su nueva situación. Al fin y a la postre era la segunda esposa del jefe del clan, un hombre valeroso y admirado, temido y respetado. Si obraba con astucia, sus hijos podrían ser algún día jefes y quién sabe si uno de ellos llegaría a encabezar a todos los mongoles. Sí, esa sería la razón de su vida, pero para ello necesitaba darle cuanto antes un hijo a Yesugei. Durante las primeras semanas, cuando su marido la visitaba para acostarse con ella, Hoelún se limitaba a dejarse penetrar y en cuanto Yesugei se retiraba, la mujer se levantaba y, sin que su esposo se apercibiera, limpiaba el semen del interior de su vagina. Algunas mujeres de su tribu le habían dicho que ese sistema no evitaba por completo las posibilidades de embarazo, pero las reducía mucho.
Pero desde aquel día en que tomó la decisión de hacer de sus hijos los caudillos del pueblo mongol, actuó en la cama de forma bien distinta. Tras la eyaculación de su marido permanecía acostada, cerrando las piernas para que la simiente de Yesugei no escapara de su interior. Habían transcurrido tres ciclos completos de la luna desde su gran decisión y seguía sin manchar sus ropas íntimas. Consultó esta circunstancia con la vieja esclava que Yesugei le había asignado para servirla y ésta le confirmó que estaba embarazada. Hoelún estalló de júbilo y comenzó a danzar alrededor del fuego ubicado en el centro de la tienda. Dulces melodías que recordaban ancestrales canciones infantiles surgieron de su garganta; el primer paso hacia la consecución de los objetivos que se había marcado estaba dado.
Yesugei brincó de alegría cuando su esposa le comunicó la noticia. El caudillo mongol ya tenía un hijo varón, de su esposa principal, la callada Sochigil. Ahora su segunda mujer le iba a dar un nuevo hijo; eso lo convertiría en cabeza de un gran clan, el primero de una estirpe destinada a gobernar el mundo. Montó y arrancó a todo galope hacia lo alto de una colina cercana, desde cuya cima podía contemplarse una amplia extensión tan sólo interrumpida por agudas montañas que se perfilaban hacia el norte, en el lejano horizonte azulado. Alzó sus brazos al cielo, gritó jubiloso y se dejó arrastrar por el galope del caballo, que inició una carrera hacia el infinito.
En cuanto se anunció la primavera, Yesugei decidió que era hora de comenzar a vengar las matanzas que los tártaros habían infligido a los mongoles. Hacía tan sólo un año de la gran derrota pero el orgulloso borchiguín no estaba dispuesto a esperar. Logró reunir un nutrido grupo de hombres fieles, «los hombres de condición libre», y con ellos creó un pequeño ejército que inició una serie de escaramuzas contra los tártaros. Las fuerzas mongoles eran muy escasas, por lo que debían limitarse a rápidas expediciones de castigo dirigidas a objetivos fáciles e indefensos: asaltaban pequeños campamentos o interceptaban caravanas desprotegidas. En una de sus incursiones lograron derrotar a un grupo de jinetes tártaros bien pertrechado y organizado. En la batalla destacó una vez más Yesugei, que por sí solo logró capturar a dos jefes tártaros, cabezas de uno de los más importantes clanes de su tribu. Uno de ellos se llamaba Temujín-uke, nombre que significa «el forjador de hierro». Sus cabezas adornaron la entrada de la tienda de Yesugei hasta que se pudrieron.
Durante los comienzos del verano, los mongoles debieron hacer frente a los merkitas. El rapto de Hoelún no había sido olvidado por éstos, que consideraban la acción de Yesugei como un insulto a toda la tribu. Los merkitas organizaron varias algaradas, pero todas ellas fueron rechazadas por Yesugei, que comenzaba a insuflar nuevos ánimos y sobre todo a devolver a los mongoles la dignidad y el orgullo que creían perdidos para siempre. Una serena calma estival parecía haber sumido al campamento mongol ubicado al pie del monte Deligún, a orillas del río Onón, en un lejano sueño. El ganado pastaba en los resecos prados del valle mientras los perros buscaban ansiosos una sombra donde poder tumbarse huyendo del abrasador sol que caía como una lluvia de flechas de fuego sobre las tiendas.
Dos comadronas se afanaban para que el hijo del jefe Yesugei naciera sin dificultades. Hoelún contemplaba empapada en un baño de sudor la agitación de su vientre apenas cubierto por una amplia camisa de fina tela. Recostada sobre sus codos en una cama de pelo de yak, la esposa de Yesugei luchaba por mantener la calma y el coraje ante los fuertes dolores que le atravesaban el cuerpo como una hoja de hierro candente. Su esclava Jogachín le colocó entre los dientes un grueso pedazo de cuero para que lo mordiera y le enjugó las gotas de sudor que colmaban su frente y sus labios. Empujaba con toda la fuerza que era capaz de transmitir a sus músculos abdominales y a los de sus caderas para que la criatura que palpitaba en su interior saliera a la luz del mundo. Sintió que se despedazaban sus carnes como pétalos de una amapola aventados por una tempestad y que sus entrañas se desgarraban como la tierra abierta por un terremoto. Contempló cómo su vientre, prominente y abultado, se hundía hasta alcanzar la posición anterior a su embarazo y de entre sus piernas observó que la comadrona, una experta chamana, extraía una pequeña figura ensangrentada y sucia pero llena de vida. Entornó sus ojos, y su rostro contraído por el dolor y el esfuerzo dibujó un rictus de triunfo.
—Jefe Yesugei —anunció la comadrona al salir de la tienda ante la cual esperaba el caudillo mongol ansioso—, sois padre de un fornido muchacho.
El padre entró presuroso seguido de sus hermanos y se dirigió hacia el lecho, donde el recién nacido mamaba con la fuerza de un ternero del pecho desnudo de la madre. Yesugei tomó la manita derecha de su hijo y observó que la mantenía firmemente cerrada. Tuvo que insistir para que la abriera; en la palma apareció un grumo de sangre del tamaño de una taba. Consultado un viejo chamán, aseguró que aquélla era una señal de Tengri, el señor de los cielos. Yesugei no tuvo entonces ninguna duda: aquel ser indefenso que se amamantaba del seno de Hoelún estaba predestinado a realizar grandes obras. Quizá fuera él el caudillo que durante tantas generaciones habían esperado los mongoles para que los encabezara en la conquista del mundo.
—Lo llamaré Temujín —proclamó Yesugei—. Un mongol debe dar a su hijo un nombre que le recuerde sus hazañas, como el del jefe tártaro al que vencí y capturé la pasada primavera.
Nadie sabe qué fue ni cómo ocurrió, pero a pesar de que no había una sola nube en el cielo y el aire permanecía en calmare oyó el estallido de un trueno que recorría el aire entre la cima del monte Deligún y las aguas del río Onón. Yesugei supo que aquélla era la voz de Tengri que saludaba el nacimiento de su hijo.