PREÁMBULO

Pekín, primavera de 1242

Mi nombre es Ye-Liu Tch’u Ts’ai, aunque en la más sencilla lengua mongol se ha reducido a Yelü Chucai. Escribo este relato a comienzos del año del tigre, vacante el trono imperial. Acabo de cumplir cinco ciclos completos del calendario de los doce animales y siento que la llama de la vida comienza a apagarse en mi interior. Apremiado por el tiempo, sé que me queda muy poco, he decidido poner por escrito la historia de una época de la que yo he sido testigo privilegiado y de la epopeya del hombre más grande que hasta ahora hayan visto ojos humanos, el emperador Gengis Kan, el conquistador del mundo.

Pertenezco a un pueblo cuya historia se remonta varios siglos atrás. Generaciones antes de llegar a China, los kitanes éramos nómadas ganaderos que recorríamos la cuenca del río Siramuren, en el borde oriental de Mongolia, en busca de pastos frescos para nuestros ganados. Nuestra raza era la misma de los mongoles, pero las generaciones de kitanes que han vivido en China se han mezclado de tal manera con otros pueblos que ahora nos separan más diferencias que similitudes nos unen, aunque no renunciamos a la pertenencia a un linaje común. La proximidad al imperio milenario del Centro, gobernado por los song, y el influjo de su cultura fueron calando poco a poco en nuestras costumbres y comenzamos a imitar a los chinos para más tarde, cuando fuimos lo suficientemente fuertes, conquistarlos. Ocupamos la ciudad de Pekín y sobre ella fundamos el nuevo Estado de Liao, el nombre que los chinos daban al río de nuestra tierra de origen. En nuestra marcha hacia el sur alcanzamos la cuenca del río Amarillo y firmamos un tratado con los song, que mantuvieron parte de su imperio al sur del río. Durante más de cien años gobernamos esta tierra a la que dimos el nombre de China. Vivíamos en paz con los song y con los tangutos, que antaño habían fundado en las tierras del oeste, al sur del desierto del Gobi, el reino de Hsi Hsia. Éramos fuertes, pero nuestro vigor comenzó pronto a debilitarse. Las ingentes riquezas que atesoramos, conseguidas no con el esfuerzo del trabajo sostenido sino con la fuerza de la espada, y la influencia budista, de la que sólo tomamos la idea del «no perjudicar», fueron para nuestro pueblo una carga demasiado pesada. A ello se sumaron varios años consecutivos de una naturaleza adversa en los que se alternaron agostadoras sequías con devastadoras inundaciones. Por todas partes cundió el malestar y el hambre. Estallaron profundas disensiones en el seno de la familia imperial y la autoridad del Estado se resquebrajó. Por último, el ejército dejó de confiar en su emperador. Pero aun con todo habríamos podido restaurar nuestro país si no hubieran aparecido los jürchen. Este pueblo tungú de formidables guerreros, antaño vasallo nuestro, nos invadió desde las frías tierras del norte y firmó una alianza con los song del sur, atrapándonos en medio de una tenaza apretada por dos manos poderosas. No pudimos resistir y el reino Liao de los kitanes se hundió.

Una parte de la nobleza kitán, desesperada ante la humillación de la derrota y temerosa de las represalias que sobre ella pudieran desatar los nuevos dueños del norte de China, emigró hacia el oeste, a las tierras de los Uigures del Sinkiang, más allá de las doradas arenas del Gobi y de las montañas donde nacen los grandes ríos, y fundaron en la cuenca del río Ili un nuevo reino al que dieron el nombre de Kara-Kitán, es decir, los «kitanes negros». Fijaron su capital en la ciudad de Balasagún, al sur del gran lago Baljash, y hasta allá llevaron consigo la cultura china y la religión budista. Los que permanecimos aquí fuimos sometidos por los jürchen, quienes fundaron el nuevo Imperio kin, que significa «oro». Su poder creció tan rápidamente como las olas en la marea y pronto los reconocieron los tangutos de Hsi Hsia y los coreanos. Ávidos de poder y de tierras, rompieron el tratado que habían acordado con los song, gracias al cual habían podido conquistar China, y atacaron sus provincias del Ho-nan y el Shadong. Sin que nadie pudiera detenerles, saquearon las cuencas del río Amarillo y del Yang Tsé y obligaron a los song a reconocer su hegemonía imponiéndoles un tributo anual además de consolidar algunas de sus conquistas territoriales. Los jürchen gobernaron China hasta que los mongoles del gran Gengis Kan acabaron con ellos; de esto hace apenas unos años. Algunas familias kitanes permanecimos en China sometidas al poder tiránico de los kin. Tras los primeros momentos de terror, matanzas y expropiaciones, los kin se dieron cuenta de que necesitaban burócratas expertos para mantener la administración y conseguir que las rentas del Estado no se derrumbaran. Muchos de los funcionarios de la depuesta dinastía Liao fueron requeridos por los nuevos señores jürchen para cumplir las tareas burocráticas que ellos desconocían y para las que no estaban preparados.

Yo vine al mundo en la imperial ciudad de Pekín cuando comenzaba a correr el año del buey en el reinado del emperador Ma-ta-ku, en una época en la que se dictaron varias leyes para evitar que la cultura china siguiera impregnando la sociedad de los jürchen. Mi estirpe es noble, pues mi familia desciende de un jefe kitán que fue miembro destacado de la aristocracia de los Liao. Mi ilustre antepasado dejó fama de buen letrado y una considerable fortuna que mi familia administró con acierto. Debido a mis orígenes aristocráticos y a la dedicación de mi familia a la ciencia y a la administración, mis padres decidieron que estudiara en la Escuela de Astronomía del Sagrado Palacio, un honor reservado a un puñado de privilegiados. En China, ser astrónomo siempre ha supuesto tener la llave del conocimiento del futuro y esa facultad confiere un gran prestigio y autoridad a quien la ostenta. Cuando acabé mis estudios y aprobé el último de los durísimos exámenes preceptivos para entrar a formar parte del cuerpo superior de funcionarios imperiales, logré una plaza en la biblioteca de palacio y su director me encargó que catalogara los cientos de legajos y rollos que se amontonaban desordenadamente en una polvorienta alacena que nadie había tocado desde la conquista del país por los jürchen. Cumplí mi tarea con cierta eficacia, o al menos así se lo debió parecer a mis superiores, porque pronto me encomendaron el delicado trabajo de participar en el equipo que redactaba los horóscopos oficiales de la familia imperial, cargo al que sumé el de jefe de la Oficina de Archivos Históricos del Estado. Me fue confiada la custodia de los documentos y en ello estaba ocupado cuando mi ciudad, Pekín, fue asaltada y conquistada por los mongoles, comenzando así una nueva era para China y una nueva vida para mí.

Desde entonces han pasado veintisiete años. Cuando escribo estas líneas hace ya quince que murió Gengis Kan y va para uno que también ha fallecido su hijo, el gran kan Ogodei. El trono mundial permanece vacante y la soterrada lucha entre los hijos de los hijos del Conquistador del mundo puede estallar en cualquier momento y sumir al Imperio en un mar de sangre y destrucción. Mientras vivió el gran kan, todo parecía firme y estable. Su sola presencia sobre la tierra imponía el orden, la justicia y la disciplina de la ley, y así continuó todo bajo el gobierno de Ogodei. Pero la ausencia de ambos ha dejado huérfano al mundo. Desde su muerte, la tierra parece languidecer, la hierba de los prados es más escasa y rala, el aire menos fresco y las estrellas palidecen como candiles a los que se les acaba la mecha. Son éstos tiempos difíciles, llenos de inseguridad, repletos de trampas, mentiras y desasosiego.

Desde que Gengis Kan conquistó Pekín hasta su muerte, yo estuve siempre muy cerca de él, lo aconsejé en sus decisiones y quizá fui la persona que más influencia ejerció sobre el kan durante los últimos doce años de su glorioso reinado. Esa época la conozco de primera mano y hablaré de ella como protagonista que he sido de la misma. Pero los primeros cincuenta años de la vida del gran kan, aquéllos en los que se forjó su voluntad de hierro y su espíritu indomable, aquéllos en los que tuvo que sufrir la persecución de sus enemigos, el destierro de su familia y el desprecio y la traición de sus antiguos amigos, aquéllos en los que comenzó a construir el Imperio, he tenido que rehacerlos con cuantos escritos y testimonios he podido recoger. A veces me he basado en confesiones del propio kan y en descripciones realizadas por sus compañeros de guerra y otras en relatos y rumores que han circulado de boca en boca, pero cuando he podido he cotejado una noticia, incluso hablando con el protagonista de la misma si eso ha sido posible. No siempre he logrado discernir lo verdadero de lo falso de cuanto me han confiado. Los hombres rememoran aquello que más les ha impactado y no todos recuerdan la misma acción de similar manera. Cada ser humano es un pequeño mundo y por eso interpreta el gran mundo de modo distinto. En no pocos casos he recibido informaciones contradictorias sobre el mismo acontecimiento, bien sea por manipulación interesada o bien de buena fe, que para el resultado de la investigación que me he propuesto viene a ser lo mismo. Incluso en ocasiones, si he podido darme cuenta del engaño, he preferido una mentira, porque en ella misma radicaba una explicación interesada, a una noticia transmitida con sinceridad pero de manera equivocada, puesto que en esa situación no he tenido ninguna posibilidad de discernir lo cierto de lo supuesto. Mucho peor ha sido describir los momentos de los que no ha habido testigos, o éstos han muerto sin dejar ningún testimonio. En esos casos no he tenido más remedio que reconstruir el pensamiento de cada hombre teniendo en cuenta la propia naturaleza humana, si bien es cierto que un simple ser humano como yo nunca podrá entender por completo las ideas que bullían en la luminosa cabeza de un gigante como Gengis Kan. He tratado de huir de la extendida costumbre de escribir al dictado del amo que paga o al del hombre condicionado por lo que siente. No sé si he conseguido despojarme de mis miserias y de mi orgullo, eso deberá juzgarlo el lector en cuyas manos algún día caigan estas páginas.

No es ésta, por tanto, una «historia oficial». Todas las familias imperiales han dispuesto de excelentes cronistas para alabar sus hazañas. El gran kan Ogodei, sabedor de mi afición por el estudio del pasado, me encargó escribir una historia del pueblo mongol. Para ello comencé a recopilar material en los archivos del Imperio, pero a la muerte del gran kan, cuando mi trabajo estaba prácticamente finalizado, se encargó a una comisión imperial de la que fui excluido un nuevo libro, el que oficialmente se llama Altan Debter, es decir, El Libro de Oro. Todavía no se ha hecho público, aunque algunos ejemplares circulan desde hace unas semanas por la Corte. Yo mismo he podido leer una de esas copias. Ese libro parece bien hecho, no en vano algunos de sus autores se han formado en la Oficina de Traducción que hace casi una década fundé en Pekín para redactar en idioma mongol versiones de las obras clásicas y de las historias oficiales chinas, pero carece de la frescura de una creación inspirada por la propia voluntad. Como obra de encargo que es, adolece de ciertas virtudes que cualquier obra histórica debe contener y deja sin contestar las preguntas esenciales que todo buen historiador debe hacerse e intentar, si ello es posible, responder. Un eunuco de palacio me ha confiado que un destacado miembro de la familia imperial acaba de ultimar la redacción de otra historia de los mongoles, a la que ha titulado la Historia Secreta. No he logrado acceder todavía a ella, aunque sé que se encuentra totalmente acabada. He pedido a varios de mis ayudantes que hagan lo posible por conseguirme una copia, o al menos algunos capítulos que puedan servirme para imaginar cómo va a desarrollarse esa crónica. Por lo que he podido atisbar, parece un libro dedicado a decantar la elección del nuevo gran kan en una determinada dirección. Pronto deberá reunirse el kuriltai en el que eso ocurra y cada uno de los candidatos está tomando posiciones en espera del momento decisivo. Algunos miembros de la aristocracia incluso están dispuestos a ensombrecer el recuerdo del conquistador del mundo, ¡como si un simple mortal fuera capaz de apagar el brillo del sol soplando!

La lámpara de mi despacho parece decidida a impedir que siga escribiendo por esta noche, tal vez quiera anunciarme que esta presentación se está haciendo demasiado larga. Mis criados no han dejado ninguna de repuesto, pese a que tantas veces les he reiterado que me gusta dormir cerca de la pálida llama de una lucerna, y el aceite de la que alumbra los papeles en los que escribo es ya tan sólo una mancha oscura en el fondo del candil. A través de la ventana de mi estancia puedo ver un frío cielo estrellado en el que esta noche las constelaciones destacan como si estuviera en el centro del mundo, en las inmensas llanuras de Mongolia, y no en la contaminada y ruidosa pero adorada Pekín.