35

Mamá me abrazó en la habitación, de rodillas. Formó con sus manos una visera sobre mis ojos para mitigar el dolor que me provocó el cambio de luz.

—¿Por qué escapas? —preguntó—. ¿Por qué no nos has dicho que querías salir?

Me deshice de su abrazo sin responder. Me senté en la cama con los pies colgando, el tarro de las luciérnagas sobre mis piernas.

—Porque queréis tenerme encerrado —respondí—. Y seguir contándome mentiras.

Mamá miró a papá buscando ayuda. Él colocó un brazo por detrás de su espalda. Invitó a los abuelos a unirse al abrazo. Los cuatro me observaron como había observado yo tantas noches a las luciérnagas dentro del tarro.

—Hijo —dijo papá—, nosotros también queremos que salgas.

Parpadeé varias veces sin entender.

La boca se me abrió sola cuando la mandíbula inferior se descolgó.

—Tu abuelo va a necesitar ayuda —dijo la abuela.

Le besó en la mejilla. Dudé un segundo antes de mirar por primera vez a la cara del que está allí arriba. El hombre grillo. Mi abuelo. Descubrí un rostro tan arrugado que podría estar quemado. Aunque no lo estaba. Una bolsa de piel flácida colgaba de su mentón. Los ojos tras las gafas parecían enterrados en la carne de sus párpados.

—Ya no puedo hacer esto solo —dijo.

Sus dos cejas, blancas como la única que conservaba la abuela, se relajaron. Fue un gesto de serenidad que se reprodujo en los rostros quemados del resto de mi familia. Como si hubieran esperado mucho tiempo a que llegara este momento.

—Pero si iba a salir —dije—, vosotros me habéis parado.

—Porque queremos que salgas, no que escapes —explicó papá—. Llevamos un tiempo intentando que tomes tú mismo la decisión. Pero ni haciéndote dormir en la bañera querías irte. —Un amago de sonrisa curvó la cicatriz de pelo de papá—. Hijo, vas a tener que perdonarme muchas cosas. Sólo quería que este sitio dejara de gustarte. Para que el momento de la salida no fuera tan difícil.

—¿El momento de la salida? —Abracé el tarro intentando procesar lo que decía papá—. ¿Vais a dejarme salir?

—Yo misma te pregunté hace poco si querías marcharte —intervino mamá—. En tu cama, cuando hablamos de las mariposas verdes que sólo viven en América. Te lo preguntaba en serio, y me dijiste que no querías irte de aquí.

—Porque no quería.

—¿Y por qué intentas escapar ahora?

—Porque me he enterado de muchas cosas.

La serenidad en el rostro de papá se fracturó.

—¿A qué te refieres?

Balanceé los pies en el aire. Quería enumerarles todas las cosas terribles que había descubierto. Que papá le había metido un bebé en la tripa a mi hermana. Y que mamá y la abuela habían permitido que ocurriera y por eso lo consideraban el peor de sus pecados. Pero me mordí el labio inferior para detener las palabras. Porque pensé que lo que me estaban diciendo ahora podía ser otra trampa para mantenerme engañado. Otra mentira más para conseguir que me quedara en el sótano. Como el pollito. Como la máscara. Como las ampollas del mundo exterior.

—Quiero irme —dije—. Dejadme salir.

—Vamos a dejarte salir —dijo mamá—. Pero no de cualquier manera.

—¡Quiero irme!

El grito provocó un espasmo de sorpresa en el abrazo conjunto que formaba mi familia. También despertó al bebé en la habitación contigua.

—Dinos por qué quieres irte.

—Porque me habéis engañado —respondí mirando a los ojos de papá—. Éste no es el mejor lugar del mundo.

Él suspiró al oírme. Desenredó sus brazos de mamá y de la abuela. Se arrodilló frente a mí. Apartó el tarro de las luciérnagas sobre la cama. Me sorprendió que apenas le prestara atención.

—Quiero que sepas que lo hicimos por ti.

Arrugué la frente sin entender.

—Hacerte creer que éste era el mejor lugar del mundo —explicó. Me cogió una mano y pellizcó su dorso—. ¿Te acuerdas?

Retorció mi piel suavemente como había hecho la primera vez que le pregunté por qué no podíamos salir del sótano. Cuando me explicó que el mundo exterior estaba hecho de ampollas como la que había levantado en mi piel una quemadura de aceite. La misma noche en que me acerqué por primera vez a la puerta de la cocina.

—Claro que me acuerdo —dije.

La nariz de mamá silbó.

Él liberó el pellizco. Besó mi mano, igual que había hecho entonces.

—Por eso crees que éste es el mejor lugar del mundo. Porque teníamos que hacerte creer que lo era para que pudieras vivir feliz aquí.

Acerqué una mano a la cara de papá. Acaricié su cicatriz de pelo. Reviví la sensación agradable que tanto disfrutaba de pequeño. Detonaron con ella otro montón de sensaciones placenteras que hacían del sótano el mejor lugar del mundo. El calor de la mancha de sol en mis manos. La presión de la sábana en mi pecho mientras mamá me arropaba. Sus labios arrugados al besarme la frente. El olor de la abuela. El sabor de la crema de zanahoria. Terminé de repasar el trazado de la cicatriz. Los buenos recuerdos desaparecieron.

—Me habéis mentido —dije.

Papá bajó la cabeza.

—Lo siento.

—Es lo mejor que pudimos hacer —añadió mamá—. Un niño tiene que vivir con su familia.

Valoré sus palabras.

—Pero ¿por qué vivimos aquí?

Se produjo un silencio. Vi cómo la abuela pegaba la frente al pecho del abuelo, acurrucándose en él. Cuando papá levantó el cuello para mirarme, los pliegues de carne quemada proyectaron sombras más profundas sobre su cara.

—Porque no podemos salir del sótano.

—Nosotros —apuntó mamá—. Nosotros no podemos salir del sótano.

—Pero tú sí —añadió el abuelo—. Y ha llegado el momento de que lo hagas.

—¿Y por qué no podéis salir vosotros? —pregunté.

A papá se le desenfocó la mirada. Sus ojos me atravesaron para perderse más allá, en algún lugar lejano. En algún tiempo pasado que hubiera quedado muy atrás.

—Hay respuestas para todas las preguntas —dijo al fin—. Ya habrá tiempo.

Retiré mi mano de entre las suyas. Cogí el tarro de las luciérnagas. Me impulsé hacia atrás a lo largo del colchón, separándome de papá. Bajé de la cama por un lado.

—Quiero la verdad —dije.

—Hijo…

—¡Nunca contestáis a mis preguntas! —grité.

—Es mejor que vayas sabiendo poc…

—¡Sólo me puedo fiar de mi hermana!

La densidad del aire cambió en cuanto la mencioné. La abuela hipó. La curva en la cicatriz de pelo de papá se enderezó hasta convertirse en un afilado rasgo de ira.

—Claro —dijo lanzando las manos al techo—. Tu hermana. Ella tenía que estar detrás de esto. ¿Qué es lo que te ha dicho?

Antes de que pudiera responder a su pregunta, murmuró:

—O mejor, que nos lo explique ella.

Corrió a buscarla a mi cuarto, pero en cuanto abrió la puerta, ella apareció al otro lado trastabillándose, como si hubiera estado escuchando con la oreja pegada al metal. Nos observó uno a uno mientras recuperaba el equilibrio. Entonces corrió al armario. Papá la adelantó con una carrera explosiva. Se lanzó contra las puertas y las cerró con la espalda.

—Ni lo intentes —le dijo—. Y ponte la prótesis. Que está el niño.

—Ya sé que está el niño. Ciega no estoy. La ciega es tu madre.

—Que te la pongas.

—Ya no hace falta. —Pareció disfrutar de la silenciosa inquietud que originaron sus palabras—. ¿Verdad que no, hermanito?

Un frenético intercambio de miradas aconteció en el dormitorio. Mamá saltó a mi lado. Quiso taparme los ojos en un intento inútil de prolongar la mentira, pero me resistí sacudiendo la cabeza. Mi hermana aprovechó el desconcierto de mi padre para abalanzarse sobre el armario. Él la asió de las muñecas y, con un giro, le sujetó los brazos por detrás a modo de camisa de fuerza.

—No pongáis esa cara de susto —dijo mi hermana—. Que el niño ya sabe cómo tengo la cara. Que me obligáis a llevar la máscara porque no soportáis que a mí no me afectara el fuego.

—¿Y sabe por qué no te afectó? —preguntó papá.

Ella no respondió. Volvió a dirigirse a mí:

—¿Qué te han contado? —Tenía la barbilla elevada para aliviar la presión que ejercía papá en su cuerpo—. ¿Que en realidad lo han hecho todo pensando en ti?

No supe qué contestar.

—Fue lo mejor que supimos hacer —murmuró mamá.

—¿Lo mejor? —La sonrisa que quiso fingir acabó convertida en una mueca de dolor—. Pues mirad lo que habéis conseguido.

Mi hermana fijó sus ojos en mí. Luego los dirigió a la habitación. A todo el sótano.

—Hemos conseguido seguir juntos —le susurró papá al oído—. Les hemos dado a tus dos hermanos la familia que tú quisiste destrozar.

—Y ahora que el abuelo se muere es cuando os interesa que el niño salga.

—El abuelo no se va morir —soltó la abuela en un sollozo de negación.

Los brazos de papá se cerraron como una horca en torno al cuello de mi hermana, haciéndola callar. Pero las palabras que había dicho fueron suficientes para que yo me diera cuenta de algo.

—¿Tú lo sabías? —le pregunté—. ¿Sabías que iban a dejarme salir?

Sus ojos parpadearon entre la maraña de pelo enredado que cubría su rostro. Sus pestañas parecían moscas atrapadas en una tela de araña. Movió la boca pero no respondió.

—Claro que lo sabía —dijo papá—. Tomamos la decisión cuando nació el bebé. Antes incluso de que el abuelo bajara a contarnos lo que le pasa.

La noche que vi al hombre grillo en el sótano. Cuando me hice pis refugiado en la esquina del salón.

—Eso sólo nos obligó a intentar acelerar el proceso —continuó papá—. Pero, por lo que se ve, tu hermana pretendía adelantarse.

—Tú lo sabías —repetí a mi hermana.

Esta vez ya no era una pregunta.

—Te estaba usando para delatar el sótano —añadió papá.

Me llevé una mano a la boca.

—Nadie puede saber que estamos aquí —dijo la abuela.

—Pero ella me había dicho que podríais seguir viviendo en el sótano…

Interrumpí la frase a medias al darme cuenta de que iba a repetir palabras de mi hermana. Palabras que debían de ser falsas. Como falso había sido todo lo que me había contado sobre el hombre grillo. Ella me había impulsado a seguir adelante con el plan de fuga sin decirme quién era en realidad, aun sabiendo el miedo que me daba enfrentarme a él.

Miré a mi hermana con los ojos empañados por una nueva traición.

Ella se retorció entre los brazos de mi padre.

—¡Sus mentiras son mucho peores! —gritó.

Luchó por escapar de la tenaza que la sujetaba. Me percaté de que centraba sus esfuerzos en liberar la mano derecha. De pronto se quedó quieta. Escupió algunos pelos que se le habían metido en la boca. Entonces vislumbré en su rostro una de sus sonrisas no alegres.

—Tú sabes lo que es capaz de hacer papá —dijo.

—¿Lo que soy capaz de hacer? —preguntó él—. ¿De qué estás hablando?

Yo sí sabía de qué estaba hablando. De la noche que pasé en la bañera. De los arañazos que descubrí en su espalda mirando a escondidas detrás de la cortina.

Mi hermana lanzó al aire sus piernas desnudas. Desestabilizó a papá. Pataleó igual que en la mesa de la cocina la noche que dio a luz al bebé. Pisoteó los pies de mi padre con los talones. Atrapó con la boca uno de los brazos que la apresaban y lo mordió. Mi padre luchó por controlar al insecto rabioso en que se había convertido mi hermana. Ambos cayeron al suelo, liberando la puerta del armario.

Ella fijó en mí una mirada oscura.

—Tú sabes lo que es capaz de hacer —repitió.

Recordé la lágrima que había asomado a su máscara aquella noche. La que había caído detrás de su propia cara.

Di un paso al armario.

—¡Corre! —gritó—. ¡No te van a dejar salir! ¡Tienen que cubrir a papá! ¡Sal de este sótano y cuéntale a todo el mundo lo que pasa aquí dentro!

Papá aplastó a mi hermana con todo el peso de su cuerpo. Apresó la cara de ella entre sus manos. Las venas de sus antebrazos se hincharon. Vi cómo mi hermana intentaba recuperar de nuevo el dominio de su mano derecha, pero papá atrapó el brazo con su rodilla.

—¿Qué le has contado? —escupió entre dientes.

Las narices de ambos casi se tocaron.

Cuando di otro paso hacia el armario, mamá me cogió de un hombro.

—¡Lucha! —gritó mi hermana con los pulmones aplastados—. ¡No van a dejar que te vayas!

—Vamos a dejarte salir —dijo mamá.

—Pues demuéstralo —susurró ella—. Deja que se vaya ahora mismo.

Sacudí el brazo.

Esperaba que mamá me soltara para dejarme marchar.

Pero lo que hizo fue aumentar la presión de sus dedos.

—Lo siento —dijo—. No puedo dejarte salir así.

Tiró de mí hacia ella.

Iba a quedarme en el sótano para siempre.

Luché por mi libertad sacudiendo el cuerpo con todas mis fuerzas. Mi madre me dio una bofetada para controlarme. Me arañó la cara con aquellas uñas que mordisqueaba esculpiendo pequeñas sierras. Palpé el cálido relieve de los trazos que dibujaron en mi mejilla.

Y fue entonces cuando descubrí la mayor mentira que me había contado mi hermana.

Dejé de forcejear con mamá.

Busqué la mirada de mi hermana, escondida entre mechones de pelo, su cabeza aprisionada contra el suelo.

—Me mentiste sobre papá —dije.

Sus ojos, hundidos en su rostro humedecido por el sudor, palpitaban de rabia.

—Vete ahora… —las palabras pitaban en su garganta— o no vas a salir nunca…

—Me mentiste sobre papá —repetí—. La noche que pasé en la bañera. Me dijiste que habías ido al baño a limpiarte por papá. Que tú le habías hecho los arañazos que tenía en la espalda. Pero estuviste mucho tiempo callada antes de contármelo. Y te hiciste así en las uñas.

Imité el gesto que ella había realizado en su cama, repasándose la curvatura de las uñas con el pulgar, justo antes de colocármelas en la espalda para confesarme que papá intentaba ponerle bebés en la tripa.

—Qué niño tan listo… —susurró mi hermana haciendo esfuerzos por respirar.

—Las uñas de mamá raspan mucho más —continué—. Porque se las mordisquea. Son como pequeñas sierras.

Le señalé los arañazos que acababa de marcarme en la cara.

—Papá no te hizo nada esa noche. Y tampoco te sangró la nariz por su culpa. Te sangró por el veneno. Lo leí en la caja. Esa noche entraste al baño a limpiarte veneno. Te lo habías puesto en el pecho como hiciste luego. Por eso el bebé no se despertaba a la mañana siguiente.

—¡De qué está hablando!

Papá regó con saliva la cara de mi hermana. Las venas de su cuello se hincharon aún más que las de sus antebrazos. Un hondo quejido escapó de las profundidades del estómago de ella.

Mamá se arrodilló frente a mí.

—¿Qué es lo que te ha contado? —preguntó.

Usó su camiseta dada de sí para secarme los ojos.

—Me dijo que papá le puso el bebé en la tripa.

La abuela lloró al escuchar aquello.

—¡No habrás sido capaz! —gritó mi padre.

El perfil de ella se elevó sobre el charco de pelo que su melena formaba en el suelo. Le dedicó una sonrisa.

—¿Acaso lo dudas?

Las manos de papá saltaron a su cuello. Las apretó para impedir que dijera una palabra más. No aflojó la presión hasta que el abuelo se lo ordenó.

—Hijo, tu padre no ha hecho nada de eso —me dijo mamá.

—Pero la abuela y tú decís que el bebé es un pecado —me sorbí los mocos—, que es lo peor que ha pasado en este sótano.

—Y lo es —dijo—. Nos arrepentimos cada día de no haberlo evitado. Pero no porque fuera tu padre.

Respiré hondo antes de preguntar:

—¿Quién fue?

Un terremoto se inició en la habitación contigua. El temblor avanzó por el pasillo. Mi hermano aporreó la puerta metálica pidiendo paso. Mamá aprovechó su oportuna aparición para responder.

—El que da golpes ahí fuera.

Un velo de lágrimas apagó sus ojos.

—No está bien que una familia de mamíferos tengan hijos entre ellos —le recordé.

—No está bien que lo hagan —dijo—. Pero a veces pasa.

Eran las mismas palabras con las que me lo había explicado aquella vez en la cama.

—En el fondo piensan que me lo merezco… —dijo mi hermana en un estertor— que mi hermano me lo debía por lo que le hice yo de pequeño.

Las manos de mi padre regresaron a su cuello.

—No la escuches —susurró mamá.

Mi hermana me dedicó una última mirada que no supe interpretar.

Después cerró los ojos.

Sus brazos en tensión se relajaron bajo las rodillas de papá. Extendió las piernas flexionadas con las que trataba de desequilibrarle. Los puños se le abrieron. El cuerpo entero se relajó como el de un insecto expuesto a cianuro de potasio. La cabeza cayó a un lado.

Papá observó el proceso con la boca abierta.

En absoluto silencio.

—¿La has…? —preguntó la abuela.

La mano derecha de mi hermana serpenteó entonces como una víbora, escapando de la rodilla que papá acababa de levantar. Era la misma mano que intentó liberar antes. Entendí la razón al reconocer el mango que sobresalía de la cintura descosida de su falda marrón. El mango del cuchillo con el que papá había imitado una noche a los vaqueros de las películas, clavándolo sobre la mesa entre los dedos de su mano abierta.

—¡Un cuchillo! —grité.

Ella lo agarró antes de que papá pudiera hacer nada.

Levantó el brazo sobre la espalda de él.

—¡Voy a salir de este sótano! —gritó.

En ese mismo instante, mamá se separó de mí. El tarro de las luciérnagas se desvaneció entre mis dedos. La vi abalanzarse sobre mi hermana.

Primero detuvo el cuchillo que caía sobre mi padre.

Después elevó su brazo en dirección al techo, con el tarro en lo alto.

—¡No! —grité.

Pero mamá dejó caer el brazo con todo su peso.

La lámpara de las luciérnagas se rompió en el rostro de mi hermana.

Su nariz se hundió, convirtiendo su perfil en una mera esquina. Como siempre me habían contado que era.

Una nueva máscara de pelo y sangre cubrió su rostro.

Todas las luciérnagas salieron volando por la habitación.