Nos trasladamos del baño a mi habitación antes de que papá saliera de su cuarto. Aún en sujetador, mi hermana caminó por la habitación con las patatas en la mano, sin encontrar un lugar donde depositarlas. Se acercó al mueble a los pies de mi cama.
—Mueve eso —me dijo.
Se refería al cactus. Lo aparté. Dejó allí las tres patatas.
—No quiero esperar al hombre grillo —dije, incapaz de aceptar lo que proponía mi hermana—. No quiero que me lleve con él.
—Si haces lo que te digo, no te llevará en su carretilla.
—¿Carretilla?
Mi hermana me miró en silencio.
—Saco —corrigió entonces—. En su saco. Ven.
Tiró de mi camiseta para arrastrarme junto a la estantería de los libros. Un rizo de tela quedó marcado en la prenda cuando me soltó.
—Coge uno —dijo. Ella sacó uno al azar. Cruzó las piernas antes de sentarse, el libro abierto sobre ellas—. Vamos, coge cualquiera.
Repasé los lomos con el dedo leyendo los títulos. Tratando de decidir cuál me apetecía leer. Mi hermana tiró de mi camiseta para que me sentara frente a ella.
—Toma este mismo —dijo—. Haz como que lees.
Me pasó El maravilloso mago de Oz. El libro se abrió solo por una página que tenía doblada la esquina superior. Era la número veintisiete.
—¿Tú viste al hombre grillo? —susurró mi hermana cerca de mi cara.
—Que sí, lo vi en la cocina. —Pronuncié las palabras con énfasis, cansado de tener que defender mi credibilidad—. El hombre grillo existe de verdad.
—Claro que existe —dijo ella—. Si yo te creo.
Iba a rebatir sus palabras sin apenas haberlas escuchado.
—¿Me crees? —pregunté al procesar lo que había dicho.
—Claro que te creo.
—Mamá dice que no existe.
Mi hermana suspiró de forma sonora.
—¿Qué te he dicho yo de tu madre?
No quise responder a esa pregunta. Aparté la mirada, pero ella enderezó mi cara con un dedo.
—¿Qué te he dicho de ella? —repitió.
—Que me cuenta muchas mentiras.
—Eso es —dijo. Sus labios se estiraron tras la máscara—. Y si viste al hombre grillo es porque entró en casa, ¿verdad?
Asentí.
—Y si entró en casa tuvo que entrar por la única puerta que hay.
—La puerta de la cocina está cerrada, no se…
—Digo la única puerta real —me interrumpió ella—. ¿Cuál es la única puerta real?
Volví a esquivar la pregunta.
—¿Cuál es? —insistió.
—La del armario del cuarto de papá —respondí.
—Entonces…
Terminó la palabra en alto invitándome a que yo completara la frase. Como hacía cuando leía los factores de una multiplicación y esperaba que yo calculara el producto. Las operaciones matemáticas solía resolverlas enseguida. Esa frase no supe cómo terminarla.
—Entonces ese hombre ha entrado por el armario de la habitación de tus padres —completó ella misma tras un silencio.
Sentí un frío repentino al imaginar al hombre grillo caminando por el cuarto de mis padres. Rascando el techo con sus antenas. Merodeando alrededor de su cama, las piernas doblándose al revés a cada paso. Me froté los muslos.
—No quiero esperar al hombre grillo —dije. Alcé la voz sin darme cuenta—. Me da miedo.
—Espera —me calló—. Que no he terminado.
Sus ojos se movieron detrás del material ortopédico.
—¿Puedes quitarte la máscara? —pregunté—. Ya no me gusta verte con ella.
Mi hermana dudó. Después la empujó, dejándola sobre su cabeza, como un segundo perfil que mirara al que está allí arriba. Agradecí poder ver la piel regular de su cara.
—Pero en cuanto alguien camine por el pasillo —susurró—, me la pongo.
—Vale.
Ella retomó la conversación:
—Para que el hombre grillo haya podido llegar desde fuera al armario de tus padres ha tenido que bajar por el túnel que lleva a la superficie. Lo que quiere decir que…
—Eso no —la interrumpí—. Eso no es así.
—¿Cómo?
—El hombre grillo vive bajo tierra —expliqué—. El hombre grillo no sale a la superficie.
—¿Cómo no va a salir nunca? ¿Y qué come?
—Come niños —respondí.
—Pero tendrá que respirar —dijo—. ¿O no?
Abrí la boca para decir algo. Pero no recordé lo que contaba mi libro de insectos sobre la respiración de los grillos. Sabía que las orugas respiran a través de agujeros en su piel, pero no de qué forma lo hacían los grillos.
—Hazme caso —dijo mi hermana—. El hombre grillo baja por el túnel que hay desde la superficie. Lo cual significa que tiene que abrir la otra puerta. La del exterior. La que no podemos abrir nosotros. Esa puerta sólo está abierta mientras el hombre grillo está dentro.
Me encorvé aún más. Bajé la voz.
—¿Otra puerta más? —pregunté.
Ella sonrió.
—Te dije que hay muchas cosas que no sabes —añadió—. Es la puerta más complicada. Por eso necesitamos al hombre grillo. Sólo él puede abrirla.
Tomé impulso con el culo para acercarme a ella.
—¿Y si no vuelve? —pregunté—. Si me porto bien no tiene que venir. Se come a los niños malos.
Mi hermana enderezó la espalda. Se llevó un dedo a la boca, pensando. Tras un silencio, relajó de nuevo la columna.
—Pero vendrá —dijo en un suspiro.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque sigues guardando ese tarro en tu cajón.
Agaché la cabeza, aceptando la culpa de la acusación de mi hermana. Asumiendo también que el hombre grillo seguiría buscándome hasta que me encontrara. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mi hermana debió de darse cuenta porque se abalanzó sobre mí. Los libros chocaron entre nuestras piernas como las placas tectónicas de las que me había hablado mamá. Me rodeó con los brazos, sus pechos se aplastaron contra mi cuerpo.
—No tengas miedo —me dijo al oído—. Estaremos preparados para cuando venga. Para que el hombre grillo no te pille con sus patas.
Entonces le conté un secreto.
—Me hice pis en el salón —dije—. La última vez que vino. Casi me coge en el salón. Y me hice pis.
Mi hermana aumentó la presión del abrazo. Su cuerpo se sacudió en espasmos.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
Ella no pudo contener el ataque de risa y estalló en una carcajada.
—¡Te hiciste pis!
Se separó de mí, señalándome con el dedo mientras reía. Al principio me enfadé. Después su risa alborotada resultó contagiosa. Me golpeó en el hombro para animarme a acompañarla. Y hubo algo terapéutico en su reacción a mi secreto. Logró transmitirme la sensación de que no era un secreto del que avergonzarse. Solté una primera risotada aislada. Ella se había llevado las manos a la tripa.
—¡Pis! —gritó.
La última letra de la palabra se alargó hasta convertirse en otro acceso de carcajada. También trató de imitar el sonido de un chorro, soltando aire entre los dientes. Eso resultó gracioso de verdad. Reí de nuevo. Esta vez no pude parar. Me entregué de lleno a su carcajada.
Reímos juntos hasta quedarnos sin aire, mientras ella hacía gestos con las manos para que controláramos el volumen de nuestras risas.
Tras varias respiraciones profundas recuperamos la calma. Mi hermana recogió los libros que se habían caído al suelo, y los abrió sobre nuestras piernas. Se peinó el pelo con los dedos. Lanzó una mirada fugaz a la puerta de la habitación para asegurarse de que las risas no hubieran llamado la atención de nadie.
—No tienes que tener miedo —dijo—. El hombre grillo no te va a encontrar.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque estarás escondido en el armario de papá.
El calor de la risa se desvaneció en un instante. La momentánea crisálida de tranquilidad se resquebrajó para dejar salir una polilla negra de terror absoluto. Una esfinge de la muerte, el lepidóptero que lleva una calavera tatuada en el tórax.
Sacudí la cabeza.
Traté de levantarme. Ni siquiera quería escuchar la explicación que mi hermana pudiera dar a esas palabras. Ella me agarró de la camiseta, aprovechando el rizo de tela que ella misma había marcado antes en el tejido.
—Te esconderás en el armario antes de que llegue el hombre grillo —dijo.
Abrí la boca pero ella elevó el volumen del susurro para imponerse.
—Y cuando entre a buscarte, saldrás por el túnel. Hay un pasillo y una escalera en la pared. Todo para arriba. Cuando salgas, irás hacia las luces. Buscarás gente. Buscarás las casas. Y les dirás que quieres salvar a tu sobrino pequeño. Y les traerás aquí. —La última palabra patinó en su garganta. Sus ojos se humedecieron—. Vas a traer gente a este sótano.
Un extremo de su boca se elevó en un amago de sonrisa, pero por alguna razón se esforzó en mantenerse seria.
—¿Qué hay fuera? —pregunté.
Ella apretó los labios. Parpadeó a un ritmo mayor del habitual.
—Ya lo verás —dijo.
Me imaginé asomando la cabeza a lo que hubiera fuera del sótano, haciéndome visible para el resto del mundo. Emergiendo de las profundidades con mi lámpara de luciérnagas en lo alto. Tocando la tapa del tarro para indicarles que reprodujeran con destellos luminosos la señal de socorro en código morse que les había estado enseñando. Tres destellos cortos, tres largos, tres cortos. Ya casi se la tenían aprendida. La idea de salir al exterior hizo que me acordara de algo. O de alguien. Una emoción incontenible se originó en mi estómago. Empujó el pensamiento hasta mi boca. Las palabras se me escaparon antes de poder contenerlas.
—¡Mi pollito! —grité.
Me tapé la boca con las manos. Había dejado escapar el secreto delante de mi hermana. Con los ojos muy abiertos, observé su reacción.
—¿Tu pollito? —preguntó.
Permanecí mudo. Los ojos se me empezaron a secar por mantenerlos tan abiertos.
—Pobre… —dijo ella—. Si es que no te enteras de nada.
Me miró en silencio durante varios segundos. Después retiró las manos de mi boca. Las envolvió con las suyas.
—Ese pollito… —comenzó.
—No quería decir pollito —interrumpí en un intento tardío por negar su existencia.
—Sé de qué pollito hablas.
El cuello se me puso blando. Mi cabeza cayó hacia delante.
—Yo también estaba en la habitación esa noche, ¿recuerdas?
Recordé cómo uno de los brazos de mi hermana había emergido de debajo de sus sábanas para agarrar la máscara y ponérsela en cuanto papá entró a regañarme por haberme colado en su habitación.
Asentí.
—Escuché lo que te hizo creer la abuela —dijo.
Sus palabras me dejaron confundido.
—Pobre, qué carita se te pone. —Mi hermana apoyó una mano sobre mi mejilla—. Tiene que ser duro descubrir tantas mentiras de golpe.
Las comisuras de mis labios tiraron hacia abajo. Sentí presión encima de los ojos. Y picor dentro de la garganta. Mi barbilla empezó a temblar al pensar que mi pollito pudiera ser otro engaño.
—Mi pollito… —No supe qué más decir.
—Otra mentira —confirmó mi hermana—. Te dije que la abuela parece mejor. Pero no lo es.
—Pero yo lo vi —logré decir—. Era amarillo. Con plumas. Y piaba. —Reviví el emocionante nacimiento en el cuarto de mi abuela—. La abuela se lo puso aquí —señalé mi hombro—, y el pollito comió de su pelo. Y luego me lo pasó.
—¿Y qué ocurrió después?
—Vino papá. Enfadado porque había entrado en su cuarto —recordé sin esfuerzo—. Yo escondí el pollito detrás de mi espalda. Lo tenía en las manos. Papá me hizo enseñárselas. Y el pollito… El pollito…
Tuve que respirar por la boca para evitar llorar. Miré a mi hermana sin entender.
—El pollito no estaba —terminó ella mi frase—. Porque no existe ningún pollito. No existió nunca. La abuela te mintió. De un huevo sin fecundar no puede nacer ningún pollito.
—Pero yo lo vi…
—¿Lleno de plumas amarillas en cuanto nació? ¿Subiendo al hombro de la abuela? ¿Comiendo de su pelo? —Agudizó el tono de voz con cada nueva pregunta—. Tú no sabes cómo nace de verdad un pájaro.
Nunca lo había visto. Ni siquiera en alguna foto del montón de libros que había en el sótano. Así que negué con la cabeza.
—Nacen mojados —continuó ella—. Y torpes. Con las plumas pegadas al cuerpo. Como nació tu sobrino, pero en pájaro —añadió—. La abuela escondió el huevo debajo de su almohada. Y seguro que lo aplastó con la cabeza.
Recordé entonces cómo la abuela me había pedido que cerrara los ojos justo antes del nacimiento. «No nacen si saben que alguien les mira», había dicho. Después yo había descubierto una mancha húmeda en la almohada de la abuela, parecida a la que dejó el coágulo que cayó al suelo cuando papá me aplastó el otro huevo.
Pensé en el trozo de cáscara que guardaba en mi cajón desde aquella noche, resguardado en su nido de camiseta. Un hilo de baba se me desbordó por un lado de la boca.
—No, por favor —le dije a mi hermana—. No…
Ella me abrazó. Me acarició la cabeza, siseando al mismo tiempo. Se recolocó para acabar sentada a mi lado. Me recosté sobre su regazo.
—No te preocupes —me dijo—. Las cosas van a cambiar muy pronto.
Esa noche, esperé a la abuela en su habitación después de la cena. Permanecí asomado a la cuna del bebé, la barbilla apoyada en el filo de su pequeño refugio. Escuchándole respirar. La puerta de la habitación se abrió. La abuela se dirigió a su cama sin advertir mi presencia.
—Estoy aquí —le avisé.
Ella se volvió en dirección a mi voz, sujetándose el pecho con una mano.
—No me des estos sustos —dijo—. Al final va a tener razón tu padre con eso de que pareces un fantasma.
—No digas eso —susurré.
—¿Quieres hablar de lo que ocurrió anoche?
Negué con la cabeza.
—¿Quieres? —repitió ella.
—No.
La abuela se sentó en un lateral de su cama. Se quitó el rosario y comenzó a repasar la cuentas con ambas manos apoyadas en sus rodillas. Me coloqué frente a ella. Olí los polvos de talco. Me incliné con la intención de darle un beso, pero cambié de opinión y erguí de nuevo el cuerpo.
—¿Mi pollito sigue vivo allí fuera? —pregunté.
Pronunció aún algunas palabras de la oración antes de detenerse. Pellizcó una de las cuentas para recordar dónde había parado.
—¿Tu pollito? —preguntó—. ¿El que nació aquí?
—El del huevo que me dio mamá.
La ceja más poblada de mi abuela dibujó varias formas antes de responder.
—Claro —dijo al fin—. Estará piando feliz allí fuera.
Mi hermana tenía razón. La abuela también mentía. Alargó una mano en busca de mi tripa. Di un paso atrás para alejarme. Ella rascó el aire.
—¿Dónde estás? —preguntó moviendo el brazo.
Di otro paso atrás.
—Buenas noches, abuela —dije.
Su ceja a medio poblar se elevó. Abrió la boca para decir algo pero la puerta de la habitación golpeó la pared en ese momento. Mi hermano entró acompañado del habitual temblor en el suelo. Giró por la habitación dando pasos exagerados, elevando mucho las rodillas. Cuando comenzó a tararear su canción entendimos en qué estado se encontraba.
La abuela chistó para hacerle callar.
—Venga, Espantapájaros —le dijo—. Métete en la cama.
Mi hermano detuvo la marcha pero no bajó el volumen de su tarareo. Salpicaba un montón de saliva por la abertura de su labio inferior. Mi abuela esperó a escuchar los muelles del colchón vecino para continuar con la oración.
Me acerqué a la cuna de mi sobrino. Asomé la cabeza. Dormía en paz a pesar del canturreo del falso espantapájaros y del bisbiseo constante de la abuela al rezar. Apoyé la barbilla en el filo de la madera.
—Voy a sacarte de aquí —susurré al bebé—. Para que no te engañen como a mí.
Él respondió con un arrullo.
Ya en la puerta, me despedí de la abuela.
—Buenas noches —dije.
—¿Y mi beso? —preguntó ella, la oración detenida, una cuenta atrapada entre dos dedos.
—Buenas noches, abuela —repetí.
Cerré la puerta detrás de mí.