—Van a venir a por nosotros —dijo el hombre en el salón—. Haced algo.
La abuela, que recolocaba junto al reloj de cuco una de las lámparas derribadas, dejó escapar un hipido. El niño, junto a las piernas de su madre, soltó una desacertada risotada. La mujer se tapó la boca con las solapas de su chaqueta, como si tuviera frío. Quería acurrucarse tras ellas y desaparecer. Sabía lo que significaban las palabras de su marido.
—Lo ha contado —susurró. Lo dijo para sí misma, concluyendo en voz alta el resultado de un profundo pensamiento. Después asomó la boca por encima del cuello de lana—: Lo ha contado.
Él concedió con un largo parpadeo. Ella maldijo a su hija con palabras murmuradas que no resultaron audibles. La abuela corrió a la entrada. Giró las llaves que colgaban de la cerradura. Al volverse, mantuvo las manos contra la puerta, como conteniendo una futura embestida del exterior.
—¿Y qué hacemos? —preguntó.
El abuelo improvisó. Corrió las cortinas de las ventanas adyacentes, incluyendo la que la lámina del pozo había reventado dos meses atrás y que él mismo había arreglado. Atravesó el salón y cerró las cortinas de ese otro lado. Después se dirigió a la cocina.
—He cerrado las cortinas de la cocina también —tomó aire—, nadie puede vernos desde fuera.
Lo dijo como si aquello supusiera la solución al problema. Como si los trozos de cortina que los escondían pudieran separarles del mundo exterior. Aislarles de la verdad. La abuela oyó la respiración entrecortada de su marido. Lo vio encorvado con las manos apoyadas en sus rodillas, las gafas descolocadas sobre su nariz. Observó el cansancio de él, resultado de una idea absurda que ella misma había iniciado al bloquear la puerta. Como si dos vueltas de cerradura fueran suficientes para mantenerles cautivos en la realidad alternativa que habían inventado. Ésa en la que ninguna niña había aparecido muerta en el salón. Reconoció en sus actos, y en los del abuelo, un último intento desesperado por prolongar la mentira mantenida durante dos meses. Por seguir encubriendo el secreto de cualquier manera. Esta vez con cortinas. Sólo mirar a su marido la hizo sentir exhausta. Los dos meses de culpa, miedo y decisiones erróneas cayeron sobre ella como el montón de piedras con el que taparon el cadáver. Un suspiro se escapó desde las profundidades de su pecho.
Y entonces, casi a la vez, los demás también se dieron cuenta de lo inútil de aquella solución improvisada. Varios cruces de miradas se sucedieron en un silencio que sólo rompió el canto de un grillo.
—Ahora no… —susurró la mujer a su hijo para que pusiera fin a la imitación.
Pero descubrió que el niño tenía la boca cerrada. El grillo siguió cantando en el exterior de la casa. Un canto cíclico y repetitivo que parecía medir el tiempo que se les estaba agotando. Un tiempo de secretos y mentiras que llegaba a su fin.
La abuela fue la primera en aceptarlo.
—No podremos escondernos siempre —dijo.
—Tenemos la barca en el muelle —indicó el hombre—. Podemos huir.
—¿Y luego qué? —preguntó la abuela.
El abuelo abrazó a su esposa. Captó el significado último de las palabras de su mujer. Y secundó su decisión:
—Sabes lo que tardaríamos en llegar a la costa —dijo para disuadir a su hijo—. Estarán esperándonos allí.
—Hay otras islas —insistió el hombre—. Podemos despistarles.
Los abuelos no escucharon. Sólo se miraron a los ojos y aceptaron el fin de ese tiempo de secretos. El grillo del exterior emitió un último chirrido. Confirmando, también él, la conclusión de una era.
El abuelo repitió la frase que había pronunciado su mujer.
—No podremos escondernos siempre.
Ella sonrió. Y la repitió una tercera vez.
—No podremos escondernos siempre.
—¡Es lo que ibais a hacer conmigo! —gritó el niño, que comenzó a reír compulsivamente—. ¡Esconderme para siempre! ¡Hay una casa en el sótano!
Su madre le tapó la boca con una mano. Un silencio total sobrevino a las palabras del niño. La voz de una conciencia que habían dejado muda por agotamiento trató de hacerse oír en las cabezas de los cuatro adultos, en un intento desesperado por evitar otra decisión equivocada. Pero ninguno de ellos la escuchó. Miradas interrogantes cruzaron el salón en varias direcciones. Del hombre a la abuela. De la abuela al abuelo. Del abuelo a su nuera. Con cada una de ellas, una misma idea se fue materializando en la cabeza de todos. Cuando el hombre miró a su mujer para asegurarse de que estaban pensando lo mismo, ella concedió con un asentimiento de aceptación.
—El sótano —dijo.
La palabra flotó en el aire, dibujando en la mente de quienes lo habían visitado la imagen de la gran estancia subterránea. La abuela, que aún no lo conocía, buscó sobre su pecho el crucifijo que mecía su respiración acelerada.
—¿Podríamos bajar? —preguntó el abuelo, cubriendo con su mano el puño en el que la abuela apretaba el rosario.
—No está preparado para todos nosotros —dijo el hombre—. Pero podríamos.
La mujer tragó gran cantidad de saliva.
—¿Para siempre? —susurró apenas—. ¿Estaríamos bajando para siempre?
—Claro que no —respondió su marido sin saber si mentía—. Sólo hasta que pensemos otra cosa.
—¿Qué otra cosa?
—No lo sé —dijo al tiempo que sacudía la cabeza—. De verdad que no lo sé.
Los cuatro adultos callaron, ensimismados, valorando para sus adentros las consecuencias de una decisión capital. Poco después, el hombre preguntó:
—Pero ¿qué otras opciones nos quedan? —En su cabeza, el jurado de pensamientos había alcanzado ya un veredicto—. ¿Vamos a esperar a que vengan a por nosotros? ¿Rendirnos así? ¿Ahora?
La abuela prorrumpió en llanto.
—¿Qué harán si nos encuentran? —continuó el hombre—. ¿Qué nos pueden hacer?
—Encerrarnos —respondió el abuelo.
—Entonces, acabamos encerrados de las dos formas —concluyó su nuera—. El resultado es el mismo.
—No es el mismo —corrigió el hombre. Aprovechó una pausa para reordenar sus pensamientos—: Aquí afuera nos encerrarían por separado. Abajo estaríamos juntos.
—¡Vais a vivir conmigo! —gritó el niño.
Sus pies iniciaron un arrítmico baile que trató de acompasar con espasmódicos movimientos de cintura. También agitó los brazos de puro júbilo, lanzando los codos al techo, hasta que su madre lo detuvo con un abrazo que en realidad era una camisa de fuerza.
—Para. Por favor, no bailes.
Pero el niño siguió meneando el cuerpo entre los brazos de ella, tarareando una melodía desafinada. El canturreo continuó mientras su madre, su padre y los abuelos observaban confundidos el inesperado brote de felicidad y optimismo. Al final de la canción, el niño logró sacar un brazo de la camisa de fuerza que ahora le quedaba holgada, y se metió un dedo a la boca, con los mofletes inflados. El plop baboso que detonó en sus labios al sacar el dedo logró que su madre expulsara aire por la nariz en una tímida risotada. Y cuando la mueca que su hijo tenía por sonrisa le iluminó el rostro, la decisión se tornó de pronto de lo más sencilla.
—Yo quiero bajar —dijo la mujer.
La abuela apoyó la frente en la cara del abuelo:
—Nosotros también.
El abuelo confirmó con un asentimiento. Después movió la cabeza de su mujer para que descansara en su pecho. Dos sonrisas casi idénticas se dibujaron en sus rostros. El hombre se dio entonces cuenta de algo. Miró a los abuelos, que dialogaban sin palabras en una conversación de caricias. Observó la tierna forma en que frotaban sus cabezas, el gesto amoroso que sólo se consigue tras décadas de convivencia. Aún con las palabras formándose atropelladas en su lengua, el hombre concedió a sus padres unos últimos segundos de paz antes de hablar.
—No podemos entrar todos —dijo—. Alguien tiene que quedarse fuera.
—Nuestra hija va a quedarse fuera —recordó la mujer.
El hombre sacudió la cabeza para borrar de su mente las imágenes del pasado en el que su hija aún era capaz de creer lo que él le decía. Creer que las estrellas del cielo habían caído sobre su cara para llenarla de pecas.
—¿Tenemos una hija? —fue la pregunta que ofreció como respuesta.
La mujer agachó la cabeza.
La abuela frotó su frente contra la mejilla arrugada del abuelo. Deseó taparle la boca para impedir que dijera lo que sabía que iba a decir.
—Tengo que ser yo —dijo el abuelo.
La abuela suspiró. Con la boca abierta, los ojos nublados, separó la frente de la cálida mejilla de su marido. Él devolvió la cabeza de ella al hogar de su pecho con un movimiento repetido durante años, enmudeciendo las palabras de negación que había comenzado a pronunciar. Primero se dirigió a su nuera:
—Tú tienes que cuidar de tu hijo.
Ella confirmó que lo haría besando la coronilla del niño, quien aún escuchaba música en algún rincón de su mente.
—Y tú —el abuelo habló ahora a su propio hijo—, tú tienes que cuidarla a ella —dijo señalando a su nuera con la barbilla. Ella le devolvió una sonrisa.
El abuelo abrazó a su esposa con tanta fuerza que sintió cómo las cuentas del rosario se le clavaban en el pecho.
—Y tú tienes que cuidarlos a todos ellos —le dijo al oído—. No llores, por favor —añadió cuando empezó a temblar.
Besó el pelo blanco de su mujer en repetidas ocasiones para darse tiempo a pensar. Concentrado, pellizcó la patilla derecha de sus gafas.
—Necesitáis a alguien aquí fuera —continuó—. Voy a bajar al muelle. Voy a poner en marcha el barco y a dejarlo ir. —Se secó los labios con los dedos—. Cuando lleguen, diré que habéis huido.
El abuelo entonó su discurso dirigiendo la mirada hacia su hijo y su nuera, invitándolos a intervenir en el plan que estaba improvisando.
—Diré que yo no sabía nada. Que mi nieta miente.
—¿Te creerán? —preguntó la mujer.
—Más nos vale.
—¿Y si no te creen?
—Tendrán que hacerlo.
Todos otorgaron en silencio. Aceptando ese riesgo como estaban aceptando otros en los que ni siquiera habían pensado. Asumiendo en su precipitada decisión todas las vetas, los fallos, las fugas, los errores, los descuidos y los imprevistos que pudieran surgir en el precipitado plan de huida.
—Diré que me siento dolido —continuó el abuelo—. Traicionado por vosotros. Y por mi mujer. Diré que por eso no fui con vosotros. —Observó de nuevo los rostros de su familia. Asentían siguiendo la lógica del planteamiento—. Encontrarán el barco flotando en algún lugar. O estampado contra unas rocas. Supondrán que habéis caído al mar. Con un poco de suerte esta isla querrá borraros de su memoria después de saber lo que hicisteis con la niña.
—¿Y tú? —le preguntó su nuera—. Si te creen, si todo sale bien…
—Yo puedo volver a la costa —dijo—. A nuestra casa. Dinero no nos falta, y allí será más fácil pasar desapercibido. Conseguir todo lo que vayáis necesitando.
—No podrás venir mucho —dijo su hijo—. El pueblo no debería verte por el faro. Se preguntarán a qué vienes.
—Trabajé en este faro casi toda mi vida —respondió—. Y ahora es tuyo. Este faro nos pertenece. Tengo todo el derecho del mundo a venir para recordar a mi familia desaparecida. —Curvó un lado de la boca en algo parecido a una sonrisa—. Pero para eso tenéis que desaparecer.
La abuela sollozó.
—Vamos —la animó el abuelo—. Hay que darse prisa. Si nos encuentran aquí será peor.
—No quiero…
Una arcada de llanto interrumpió la frase de la abuela. Su marido la miró levantando las cejas, como se mira a un niño que está exagerando un berrinche más allá de lo creíble.
—Acabas de decir que querías entrar.
—Pero contigo —balbuceó ella.
El abuelo habló a su mujer muy cerca de la cara.
—Lo dejamos todo para volver aquí, para ayudar a nuestro nieto. —Tragó saliva—. Hemos hecho cosas imperdonables para protegerlo. —Una ligera inclinación de la cabeza bastó para revivir los últimos dos meses—. ¿Vas a abandonarle ahora, cuando más te necesita? —Forzó una sonrisa para disimular el temblor que afloró en su barbilla. Después introdujo una mano entre el cuerpo de ambos. Apretó el puño cerrado en el que su mujer guardaba el crucifijo—. ¿Te ha abandonado Él a ti alguna vez?
Un inminente brote de llanto quedó reducido a un cambio de intensidad en el brillo de los ojos de ella.
—Es lo que tenemos que hacer —susurró él.
—Es lo que tenemos que hacer —repitió la abuela.
Y fue entonces cuando los cuatro adultos sincronizaron una espontánea y profunda respiración, al igual que sucede tras una epifanía, por terrible que sea su significado.
—Tenemos que hacerlo ya —dijo el hombre—. Tú ve al muelle a soltar la barca.
El abuelo deshizo el abrazo con su esposa. Ella se dejó hacer. Se quedó allí de pie, con los brazos colgando, los ojos dirigidos a varios puntos del suelo sin posarse en ninguno. Como si su mirada no fuera más que pelusa. El abuelo corrió a la cocina. Antes de alcanzar la puerta, regresó junto a su nuera.
—Dame tu chaqueta —dijo.
—¿Para qué?
—Vamos, dámela —insistió.
Ella se quitó la prenda. El abuelo la arrancó de sus manos. Sus articulaciones chasquearon cuando se arrodilló junto al niño. Le bajó los pantalones del pijama, guiando sus pies para poder sacárselos.
—Buena idea —dijo el hombre—. Toma, mi reloj.
Lo desabrochó en un segundo. El abuelo lo añadió a la colecta.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó la abuela.
—Dame algo tuyo. Cualquier cosa. Lo meteré todo en la barca. Por si la encuentran.
Antes de que ella se decidiera, el abuelo arrancó un broche prendido a su blusa.
—Eso no, eso es de cuando…
La calló con un beso.
—Ahora todo da igual —le susurró—. Nada vale más que tu propia familia.
Sin darle opción a responder, el abuelo se escabulló a la cocina.
—Entonces es verdad que vamos a hacerlo —dijo la abuela.
—Vamos a hacerlo —respondió el hombre.
La abuela consultó con su nuera.
—Vamos a hacerlo —confirmó ella.
A su lado, el niño, en calzoncillos, tiritó. Su madre lo abrazó. La abuela se unió a ellos. Su mejilla arrugada por el tiempo quedó unida a la de su nuera. Un nuevo calor las arropó a ambas cuando el hombre se sumó al abrazo.
—Vamos a seguir juntos —dijo.
Y se quedaron así más de un minuto.
Disfrutando de un último momento de calma total.
Hasta que la ventana que había estallado hacía dos meses, volvió a reventarse ahora.
Una lluvia de cristales arreció contra ellos. Se separaron, confundidos. Uno de los pedazos se coló por el cuello de la camisa del hombre. La abuela miró a sus pies para descubrir qué era eso que crujía a cada paso que daba. Observó cristales encajados en las hendiduras de la madera del suelo. Otros rodaban aún impulsados por la fuerza con la que habían caído. El hombre se echó la mano a la espalda tratando de cazar el pedazo que bailaba dentro de su camisa. Agitó la prenda hasta que el fragmento cayó. La mujer tapó los oídos de su hijo.
En lo alto de la torre, su hija oyó el estrépito. Bajó intranquila la escalera de caracol. Asomó la cara entre dos de los barrotes de la puerta enrejada, sin abrirla. Afinó el oído para escuchar lo que ocurría en la planta baja.
Una repentina corriente de aire penetró por el nuevo espacio abierto en la ventana del salón. Sus ocupantes la sintieron en la piel como la caricia de un fantasma del pasado, aquel que les visitó de la misma forma una noche de tormenta de hacía dos meses.
—¿Qué pasa? —preguntó la abuela.
El hombre chistó. Se golpeó los labios con un dedo. Después saltó a la puerta de entrada. Varios cristales crujieron cuando aterrizó. Presionó los interruptores que había junto al marco.
—¡Apaga esa lámpara! —gritó en forma de susurro.
Se refería a la única con la que no había arramblado su hija. La mujer corrió al aparador en mitad del salón. El interruptor, una protuberancia en mitad del cable, bailó entre sus dedos hasta que fue capaz de controlar sus nervios. Deslizó la muesca con la uña. Al apagar la luz, un desconocido resplandor naranja brilló tras la butaca junto al reloj de cuco, al inicio de la escalera. Proyectado contra la pared, el cerco de luz se expandía y contraía, como si la fuente que lo originaba palpitara. El hombre pensó en fuego, en las cerillas que había encendido para iluminar el pasadizo secreto del sótano esa misma tarde.
Fue cuando una voz masculina entró por el agujero abierto en la ventana.
—¡Era mi hija! —gritó aquella voz. La voz del padre de la niña desaparecida, a quien el Dios en el que ya no creía no había dado fuerzas suficientes para abortar el plan que ideó al recibir la llamada—. ¡Sé que estáis ahí dentro!
Los alaridos llegaron al salón acompañados por una nueva corriente de aire. El hombre escrutó la oscuridad del salón guiado por las ráfagas de luz plateada que se colaban con cada movimiento de la cortina. Cuando llegó a la butaca, encontró lo que esperaba. El resplandor naranja procedía de un trozo de tela que ardía en el suelo. Cerca de él, una botella de cristal verde goteaba gasolina.
—Es un cóctel molotov —explicó el hombre en voz baja—. Pero no se ha roto al caer. Y la tela se ha salido.
Antes de que la abuela pudiera reaccionar a esa información, estalló la segunda ventana. Una nueva tormenta de cristal los sorprendió al tiempo que otra botella caía al salón. Lanzada con demasiada premura, la llama de la tela casi se había extinguido antes de caer al suelo, y se fue consumiendo aún más con cada giro de un envase que tampoco se quebró esta vez. Quedó reducida a una franja de poros incandescentes en el filo del tejido.
El segundo impacto inquietó aún más a la hija de la familia, que echó mano del llavero con forma de sirena para abrir la puerta enrejada. Apostada en cuclillas en lo alto de la escalera que llevaba al salón, permaneció atenta a lo que acontecía allí abajo. De pronto estallaron las ventanas de esa primera planta. Las de las habitaciones de los hermanos. Ambas botellas se rompieron al chocar contra el suelo. La hija sintió calor en la nuca. Al girarse, vio cómo una lengua de fuego se encendía desde el interior de su habitación hasta el centro del distribuidor. Impulsada por el susto, bajó a trompicones, de espaldas, hasta la mitad de la escalera.
—Mira dónde estaba —dijo su padre al verla aparecer—. Disfrutando en primera fila de las consecuencias de sus palabras.
La hija se volvió.
—Yo no quería que pasara esto —balbuceó—. Están quemando la casa.
—Y todo por tu culpa —dijo su madre.
El abuelo regresó en ese momento.
—Ya he encendido el motor y he dejado ir la barca en dirección a la costa… —La oscuridad, el olor a quemado y el frío en el salón lo interrumpieron—. ¿Qué está pasando?
—Nos quieren incendiar la casa —respondió el hombre.
—Vamos —reaccionó él—. Rápido.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó la hija.
El abuelo descubrió a su nieta en la escalera, pero no le prestó atención.
—Venga —susurró a los demás desde la puerta de la cocina—. Venid.
—¿Qué vais a hacer?
Nadie respondió a su pregunta.
—Vamos, vamos, vamos —insistió el abuelo.
Un constante crujido de cristales acompañó el movimiento de la familia, que aprovechó el resplandor del fuego para guiarse. El abuelo agarró primero la mano de su esposa. El hombre, la mujer y el niño los alcanzaron justo después. Entraron en la cocina.
La hija se quedó en el salón, parada en mitad de las escaleras, su silueta recortándose contra un fondo cada vez más naranja. Todo por tu culpa. Ésas eran las últimas palabras que le había dirigido su madre. Deseó que se convirtieran, realmente, en sus últimas palabras. Por ella, como si se quemaban todos ahí dentro. Como si se les caía el faro encima.
En la cocina, la abuela abrazó al abuelo.
—Te serviré un plato en cada comida cada día —le susurró al oído—. Para imaginar que estás conmigo.
—No tendrás que imaginar —dijo él—. Sólo prométeme que vas a ser fuerte. Fuerte como un…
—… cactus —completó ella la frase que tantas veces se habían repetido en las etapas más duras de su matrimonio—. Como un cactus.
—Vamos —dijo el hombre—. Hay que hacerlo ya.
La mujer se situó delante del niño. De la mano, fueron los primeros en bajar las escaleras que llevaban al sótano. El hombre se acercó a los abuelos. Acarició la parte baja de la espalda de su madre.
—Mamá —susurró.
Ella asintió. Besó la mejilla del abuelo. Caminó hacia la escalera sin soltarse de la mano de él.
—Mamá —insistió su hijo.
Los dedos de los abuelos se despegaron.
El hombre habló a su padre, apenas una sombra frente a él.
—Tarda lo máximo posible en salir —le dijo—. Después cuéntales lo que hemos pensado, y… —un descubrimiento repentino le cortó la respiración—. Papá, ¿y si bajan al sótano? Hay que construir la falsa pared, todavía puede verse la puerta, van a…
—Hijo —le interrumpió—. Los dos hemos visto ese fuego en el piso de arriba. Este faro se viene abajo. No van a encontrar más que escombros. A partir de ahora preocúpate sólo de lo que ocurra en el sótano. Yo me encargo de lo que pase aquí arriba. Todo va a salir bien.
Los dos hombres juntaron sus frentes, el abuelo con un mano sobre la nuca de su hijo. Respiraron en sincronía.
La puerta de la cocina se abrió entonces.
—Podéis decir que todo esto es culpa mía —exclamó la hija—, pero no fui yo la que escondió el cadáver de una niña inocente.
Su madre la escuchó desde el sótano. Le pasó el niño a la abuela y les señaló la puerta que daba acceso a la estancia principal de su nueva casa.
—Ahora vuelvo —dijo.
Subió a la cocina haciendo temblar la escalera de madera bajo sus pies.
—Pero sí fuiste tú la que acabó con la vida de otro niño inocente —gritó a su hija—. Tu propio hermano.
La escalera crujió también en su camino de vuelta al sótano.
Una última botella se estrelló contra la ventana de la cocina. Impactó como un proyectil contra la pared. Después cayó por las escaleras, la familia entera conteniendo la respiración cada vez que chocaba contra los escalones de madera. Cada vez que el cristal tintineaba sobre el cemento del suelo. La botella resistió los embistes. Seguía intacta cuando aterrizó a las puertas del sótano.
—¡Vais a pagar por esto! —dijo la voz en el exterior.
Y aunque quiso decir algo más, una sirena de policía interrumpió su discurso a lo lejos. El padre de la niña desaparecida huyó del faro por el camino de grava que atravesaba la parcela.
El hombre besó la mejilla de su padre. Pedazos de cristal que habían llovido sobre ellos se precipitaron al suelo de la cocina con el movimiento. Ni siquiera miró a su hija antes de bajar.
—No puede ser —dijo ella cuando entendió qué sucedía. En su tono canturreado se adivinaba un ánimo de burla. Apartó al abuelo para poder asomarse a la planta baja. Tan sólo la desvencijada escalera de madera la separaba de sus padres, que se volvieron al escucharla—. ¿Esto es lo que tramáis? ¿Entrar todos en el sótano? ¿Esconderos para siempre? —Fingió una carcajada contenida—. Estáis de broma.
—No tenemos otra opción.
—Vosotros y vuestras opciones —contestó—. Pero una cosa —la hija pidió silencio—: ¿Oís eso? —La sirena de policía tomaba ya la última curva antes de llegar al faro—. ¿De verdad pensáis que no voy a decir nada?
—Por favor —dijo el abuelo a su espalda—. No tienes que…
—Calla —le interrumpió su nieta. Después se dirigió a sus padres—: Pedidme que no lo cuente.
—No lo hagas —rogó su padre desde la oscuridad subterránea.
—Por favor… —suplicó su madre, que no pudo decir una palabra más porque el miedo le cortó la respiración.
La hija se rió de ellos.
—Pobres —dijo.
Y fue entonces cuando, sin que él hubiera tomado la decisión de hacerlo, el abuelo empujó a su nieta, que rodó escaleras abajo. Un hondo gemido surgió de su estómago cuando una ceja se le abrió al cortarse con el filo astillado de uno de los escalones. Ni aun oyendo los lamentos de su nieta al caer consideró el abuelo ser responsable de aquel empujón. Por eso cerró la puerta sin remordimiento alguno y abandonó la cocina por la abatible. Una ola de calor le recibió en el salón. Al descubrir el intenso resplandor en lo alto de la escalera, sonrió. Aquello les beneficiaba.
—No encontrarán más que escombros —se repitió a sí mismo.
Gotas de sudor perlaron su rostro. Oyó la sirena de policía acercarse y la madera partirse en el piso de arriba. Sintió el incremento de calor en cada rincón de su cuerpo. El sudor empapó su espalda. Humedeció sus cejas. El viento del exterior levantó las cortinas como si fuera el velo de una novia fantasma que tratara de huir por la ventana. La corriente de aire avivó el fuego en el piso de arriba. Una luz azulada tiñó el suelo. La sirena estaba al otro lado de la puerta. Un policía la golpeó. Gritó algo.
El abuelo respiró hondo para relajar el cuerpo.
Pensó en la calidez del rostro de la abuela en el pecho. Pensó en sus oraciones frenéticas, que lo habían despertado cada madrugada desde la noche que escondieron el cuerpo en el pozo. Y en el millar de suspiros que habían consumido mucho de la vida de ambos. Pensó en los dedos de ella separándose de los suyos. Y pensó que el faro se venía abajo. El faro en el que había trabajado durante años, el hogar en el que había criado a su único hijo, y en el que habían crecido sus dos nietos. Pensó en todo ello con el fin de invocar a la más profunda de las tristezas.
Fue entonces cuando avanzó en dirección a la puerta de entrada. Sintiendo el oleaje de la pena recorrer todo su cuerpo. Agarró la llave que su esposa había girado hacía no mucho. Esperó a que la marea trajera con el recuerdo una nueva corriente de puro pesar. La giró cuando su irrupción era inminente. La emoción le infló el estómago. Lo dejó estar. La barbilla comenzó a temblarle. No la detuvo. Y cuando la garganta presionó el paladar hasta doler, no contuvo el llanto. Abrió la puerta justo antes de que arrecieran las olas más feroces.
Frente al oficial, dejó escaparlo todo en un berrinche desconsolado. Senil.
Como una tempestad que estallara mar adentro.
Y aprovechó ese estado para contar su historia.
El hombre luchaba contra su hija en el suelo, frente a la puerta del sótano. La caída por las escaleras la había desorientado pero aún era consciente de lo que estaba ocurriendo. Lo que pretendían hacer con ella. Una uña se separó de la carne cuando quiso agarrarse al suelo de cemento. Gritó. Las manos de su padre se cerraron en torno a sus tobillos. Él recordó cómo había levantado de esa misma forma el cadáver de la niña desaparecida. Tiró con fuerza de las piernas de su hija. Ella pataleó. Trató de adherirse al suelo con unas palmas sudorosas que rechinaron al resbalar. Otro tirón de su padre la acercó aún más al umbral del sótano. Ella profirió un grito desesperado. La adrenalina que recorrió su cuerpo en esa descarga final de rabia le permitió alcanzar la botella que había caído antes por esas mismas escaleras. Agarró el contorno caliente del cristal mientras su padre tiraba de ella sin resistencia posible. Algunas chispas moribundas luchaban por sobrevivir en la parte seca del trozo de tela. Se la comían a pequeños bocados de ceniza. El cemento del suelo le arañó la cara en el último tramo. Olió a gasolina cuando su nariz reptó por una de las salpicaduras que había producido la botella al caer. Su mano libre trató de agarrarse al marco pero las fuerzas le fallaron.
Y la puerta se cerró con ella dentro.
El hombre giró la llave, sabiendo que quizá nunca la volvería a utilizar. No si el abuelo levantaba la pared falsa que debía construir. Después depositó el cuerpo de su hija junto a la mesa situada a la entrada del sótano. Ella palpó con satisfacción la textura curva del cristal caliente. Rogando para que su padre no la descubriera.
La abuela paseó por la estancia.
—Así que éste es el sótano —dijo.
Su hijo le echó un brazo por encima de los hombros.
—Ésta es nuestra casa.
Elevó el otro brazo invitando a que su mujer se colocara debajo. El niño corrió y abrazó a su padre de frente, apoyando la cara en el pecho de él. Los cuatro formaron un perfecto retrato familiar.
Entonces oyeron el roce del cristal contra el suelo. Y el gemido que se le escapó a la hija por el esfuerzo que le supuso realizar el lanzamiento.
El niño se dio la vuelta para mirar en dirección a su hermana.
Por eso el borde grueso de la base de la botella le golpeó en la boca. El labio inferior se le partió en dos mitades. Un chorro de sangre y saliva resbaló por su barbilla. Varios trozos de cristal abrieron bocas antinaturales en su cara.
Después sintió la humedad. La misma que sintieron sus padres y la abuela. Ella incluso llegó a tragar parte de la gasolina, abierta como tenía la boca por el susto.
Fue cuando el encaje de fuego y ceniza convirtió la humedad en calor.
Después el calor se transformó en dolor.
La hija se apartó de ellos, separándose del fuego. Quedó sentada en el suelo, la espalda apoyada contra la puerta, observando a su familia golpearse para apagar las llamas.
—¿Por qué os pegáis? —llegó a preguntar.
Permaneció hipnotizada por el baile de luz que incendiaba la ropa de su padre. La trenza de su madre. Las manos de su hermano. Y las caras de todos ellos. Vio también a la abuela dirigir una última mirada de odio hacia ella, justo antes de que el fuego convirtiera sus ojos en una gigantesca pupila negra.
Ella se tumbó en el suelo, acurrucada en posición fetal mientras su familia gritaba, rodaba por el suelo, abría grifos, corría a las habitaciones. Un destello anaranjado matizaba el iris de su mirada, dirigida al suelo.
Oyó a su padre pedirle ayuda.
—Dejadme en paz —susurró mientras su familia se quemaba a dos metros de ella—. Dejadme en paz.