Tras regresar de su primera visita al sótano, la mujer fue a buscar al niño. Encontró a su hija en la escalera, apostada todavía en el penúltimo escalón. Trató de apartarla, pero ella se escabulló como acababa de hacer la rata en el sótano. Adivinando su empeño de no permitirle el paso, la mujer sorteó a su hija como pudo. No intercambiaron una palabra.
En su habitación, el niño giraba en la silla de oficina que heredó del cuarto de su hermana. Se agarraba del escritorio para impulsarse y gritaba emocionado con cada viaje circular, las piernas estiradas, la frente pegada al respaldo para combatir el mareo. La habitación olía a pies, pero fue otra nota aromática, parecida a la lejía, la que desagradó a la mujer. Se acercó a la cama sabiendo lo que encontraría. Palpó las sábanas hasta dar con las manchas. Tiró de ellas enrollándolas alrededor de su brazo.
El niño seguía flotando por la habitación en trayectorias circulares. El genuino deleite que revelaban sus aullidos hizo sonreír a su madre, que lo observó mientras él completaba el viaje espacial que debía de acontecer en su cabeza. La mujer le concedió varios minutos para que disfrutara de la absoluta libertad de su niñez, su imaginación y su compleja inocencia. Esquivó los pies voladores para abrir la ventana y que el aire ventilara el cuarto.
La brisa que levantó el apremiante anochecer trajo consigo el canto de un grillo. El niño lanzó la mano a la mesa. Detuvo el viaje espacial en plena ignición. Rodó con la silla hasta la ventana. A causa del mareo, sus ojos describían órbitas como las que acababa de recorrer. Agarrado al marco, asomó la cara al exterior. Imitó con los labios el sonido del grillo. Al niño la cabeza aún se le movía en círculos.
—Hijo. —Lo agarró de un hombro—. Hijo, hazme caso.
El niño prosiguió con la imitación. Un tercer invitado, escondido entre la hierba, o sobre las ramas del pino, se unió a la conversación de chirridos.
—Tenemos que hablar —insistió su madre.
Él permaneció ajeno, absorto en su diálogo, aún mecido por la resaca del mareo. Y ella sintió ganas de agarrar la cabeza de su hijo. Llena de culpa, pensó en cómo la apretaría entre sus manos y le gritaría hasta quedarse sin voz que por favor dejara de ser como era. Y que fuera un niño normal. El niño que era antes de la caída.
Él detuvo entonces el bamboleo de su cabeza. Casi como si hubiera escuchado los terribles pensamientos de su madre, la miró con unos ojos que habían recuperado su ángulo habitual, igualmente desequilibrado.
—Ya sé lo que me vas a decir.
La mujer abrazó el montón de sábanas.
—¿Cómo?
—Que ya sé lo que vais a hacer conmigo.
Sin saber qué responder, la mujer simplemente arrugó la frente.
—Me vais a esconder —añadió él.
Ella dudó haber oído bien.
—¿Qué dices?
—He visto a papá y al abuelo. T… trabajan —su lengua luchó para separarse del paladar— en el sótano. Están haciendo una casa. Me vais a esconder. Debajo de la tierra. Por lo que pasó con la niña.
El niño miró a su madre, aunque sus ojos parecían no ir mucho más allá de la punta de su nariz. Ella trató de secarse las lágrimas con las sábanas sucias antes de que su hijo se diera cuenta de que estaba llorando. Él se levantó de la silla y le quitó las sábanas de las manos. Abrazó a su madre y jugueteó con los nudos de su trenza mientras sus hombros se sacudían. El pecho se le infló en pequeñas bocanadas. También se sorbió la nariz. Cuando su madre dejó de llorar, el niño se separó de ella y le secó la cara con las manos. Besó primero su ojo izquierdo y después el derecho.
—No estés triste —dijo en un pretendido susurro—. Los grillos viven debajo de la tierra. No me importa vivir como ellos.
Ella lo abrazó más fuerte. Sobre el hombro de su madre, el niño descubrió a su hermana mirándoles desde la puerta.
—Oh, qué bonito. Por momentos como éste merece la pena todo lo que estáis haciendo, ¿no?
La mujer se giró. La voz de su hija había cortado en seco el flujo de emociones.
—Déjanos en paz —le contestó.
Detrás de ella, en el distribuidor, vio aparecer a su marido, seguido de los abuelos. Regresaban de pedirse disculpas por la discusión en la cocina. Ninguno quería prolongar el enfado en la noche en que iban a bajar al niño. Era importante que todo transcurriera de la manera más amable posible.
—Vaya, todos juntos —observó la hija—. Jugando a la familia normal.
El hombre la retiró de la puerta.
—Vamos —dijo a su esposa—. Venid.
El niño tomó la mano que le ofrecía su padre. Madre e hijo pisaron las sábanas arrugadas en su camino al distribuidor.
—¿Sabes dónde te llevan, hermanito?
La mujer tapó los oídos del niño.
—Claro que lo sabe —respondió a su hija—. Tu hermano es mucho más listo de lo que crees.
—Y lo bajáis en pijama para que se sienta como en casa, ¿no?
Nadie respondió. Ella se quedó a la cola de la fila que bajó en dirección a la cocina, encabezada por el niño y su padre. La madre los seguía de cerca y los abuelos avanzaban algunos pasos por detrás. La abuela sollozaba con la cabeza apoyada en el hombro de su esposo.
—Parecéis una marcha fúnebre —gritó la hija desde atrás—. Ah, bueno, claro, que vais a enterrar a un hijo. Tiene sentido.
Le satisfizo comprobar cómo la abuela se encorvaba aún más sobre el abuelo por efecto de sus palabras. El hombre sujetó la puerta de la cocina, abriéndole paso a su nieto. Esperó también a que entrara su mujer. Ella la sostuvo hasta que llegaron los abuelos. Una vez que pasaron, la soltó. Aún en el salón, la hija vio la puerta cerrarse.
Su mirada reparó entonces en el teléfono color crema. El mismo que quiso utilizar la noche que descubrió lo que sus padres habían hecho con la niña. Maldijo el momento en que aceptó aquel chantaje. Ojalá hubiera llamado a la policía entonces. O a la familia de la niña, a la que conoció en una de las jornadas de pega de carteles. Aún sabía que podía hacerlo. Lo había deseado más de una vez. Lo había deseado todos los días. Días que pasaron, uno a uno, complicando cada vez más la justificación de su silencio. Al principio dos días parecieron muchos: la iban a considerar cómplice de su familia por no haberlos entregado en cuanto los descubrió. Después pasaron cinco días. Ya no puedo. Ocho días. Ahora sí que no. Dos semanas. Tengo que llamar. Tres semanas. Nadie va a creerme. Y así hasta los dos meses, tiempo durante el que sus padres habían llevado a cabo el plan para esconder al niño. Enterrarlo como se entierran las pruebas de un delito. Enterrarlo como enterraron el cadáver de la niña. Aunque su hermano siguiera vivo.
Mientras rememoraba los dos meses de lucha interna sus pies habían actuado por sí solos acercándola a la mesita. Ella misma se sorprendió al descubrirse junto al teléfono. Oyó el murmullo de la conversación en la cocina. Sintió rechazo hacia ese montón de personas que la habían convertido en un fantasma tras el incidente de las escaleras. Mirando siempre a través de ella como si hubiera dejado de formar parte de la familia. Podía hacerles pagar por todo eso. Levantó el teléfono.
Oyó el tono que invitaba a llamar.
Lo mantuvo descolgado hasta que la línea se interrumpió con una serie de pitidos.
Colgó el auricular.
Masajeó su cara enérgicamente, respirando entre los dedos. Dudando. Anduvo sobre la alfombra con pequeños pasos, recorriendo una y otra vez, en sentidos inversos, una línea imaginaria de no más de un metro. La falda marrón se movía al ritmo de sus piernas inquietas.
Al completar una de las vueltas, alargó el siguiente paso. Tres más la llevaron hasta la puerta abatible. De un empujón entró en la cocina.
El niño bajaba ya la escalera hacia el sótano, flanqueado por su madre.
—¿Haríais algo así por mí? —preguntó ella.
Los cinco miembros de la familia la miraron.
—¿Cómo dices? —preguntó su padre.
—Si haríais algo así por mí —repitió—. Si yo hiciera algo tan terrible como lo que ha hecho él, ¿me protegeríais de esta forma?
Se produjo un silencio. Cuando el hombre quiso hablar, su mujer alzó la voz para imponerse a su respuesta.
—Ya hiciste algo igual de terrible —contestó ella. Observó el gesto interrogante de su hija—. Metiste a tu hermano en la cama con la cabeza rota —recordó—. Y nosotros te protegimos. Te protegimos en el hospital callándonos la verdad de lo que había pasado.
La hija parpadeó dos veces seguidas. Desconocía esa información.
—Esto no es lo mismo —rebatió para mostrarse inflexible—. Él ha matado a una niña.
—Y tu hermano podría haber muerto en esa cama.
La hija examinó los rostros que tenía delante. Detuvo el recorrido en la cara de su hermano.
—Viendo cómo va a acabar —lo señaló con la barbilla—, quizá hubiera sido lo mejor.
La abuela contuvo el aliento. La mujer se llevó una mano a la boca.
—No sé quién eres. No te reconozco.
El hombre se situó frente a su hija con la mano en alto.
Ella se tapó la cara con los brazos. Cerró los ojos esperando el bofetón.
Pero no se produjo.
Cuando los reabrió, descubrió a su padre mirándola, la mano alzada aún, haciendo esfuerzos para no sucumbir a la ira. Respirando con la dificultad que impone un pecho sobrecogido por la rabia. O la tristeza. O la decepción. El hombre observó con detenimiento los ojos entornados de su hija. Esos ojos que sus pálidas mejillas cerraban casi por completo cuando sonreía. Y recordó cómo sonrió, hacía años, la noche en que miraron al cielo desde el acantilado, junto al faro, cuando le hizo creer que las pecas que moteaban su nariz eran estrellas caídas del cielo. Ella lo había celebrado levantando los brazos en señal de victoria, y él la había cargado para abrazarla mientras giraban sobre la roca, la niña pataleando en el aire de pura felicidad. Hoy las pecas habían desaparecido dejando tan sólo dos lunares. El hombre supo ahora que también había desaparecido la niña.
—No me extraña que las estrellas hayan querido irse de tu cara —le dijo.
Ella fingió una risa.
—¿Se supone que eso me tiene que hacer daño? —preguntó—. ¿Primero amenazas con pegarme y luego me dices una tontería de ese calibre?
La forma en que su hija despreció uno de los mejores recuerdos que él atesoraba de ella reavivó la ira que atenazaba su estómago. Se extendió hasta su pecho, su hombro, su brazo, su mano. Abofeteó a su hija.
Ella se llevó las manos a ese lado del rostro. Miró a cada uno de sus familiares a través de las lágrimas incipientes. El abuelo echó dos bocanadas de vaho a los cristales de sus gafas y los secó con la camisa. La abuela se persignó. Su madre negaba con la cabeza mientras acariciaba el pelo del niño, que descifraba algún tipo de código en las líneas de sus manos. Frente a ella, su padre examinaba la palma caliente, palpitante.
—Os vais a arrepentir de esto. —Escupió las palabras entre dientes, tratando de contener con los labios entumecidos la saliva que se le desbordaba por la boca. Un hilillo de baba roja, teñida de sangre, quedó colgando de su barbilla. Osciló al pronunciar cada una de las palabras que repitió—: Os vais a arrepentir.
Abandonó la cocina.
—¿Qué quieres decir con eso? —gritó el hombre a la puerta, que se cerró con su habitual vaivén.
La abuela se acercó para mirarle la mano. Palpó las zonas enrojecidas mientras él esperaba una respuesta de su hija.
—¿Qué más puedes hacernos? —vociferó. Enseguida bajó el volumen para dirigirse a la abuela—: Mamá, déjame, no es nada. —Liberó la mano con una sacudida como cuando era un niño—. ¡¿Te estoy preguntando que qué más puedes hacernos?! —Alzó aún más la voz suponiendo que su hija habría llegado ya a la primera planta.
Pero entonces un pensamiento le anudó la garganta. Un nuevo grito murió en el interior de su boca antes de existir. Casi al mismo tiempo, su mujer verbalizó ese pensamiento:
—Hay algo que puede hacer —dijo.
Los abuelos entendieron enseguida a qué se refería.
—No creo que ahora vaya a ser cap…
El hombre no esperó a que el abuelo terminara la frase. Se lanzó a la puerta abatible con la mano en alto, sin reparar en el ardor que el impacto produjo en su palma dolorida.
En el salón, encontró lo que temía.
El cable rizado del teléfono vibraba al ritmo de las pulsaciones aceleradas de su hija, que sujetaba temblorosa el auricular. La boca se le abrió al saberse descubierta. El hilillo de baba que colgaba aún de su barbilla se quebró. Una gota de sangre se precipitó al suelo. Había marcado ya el número, pero nadie atendía la llamada. Supo enseguida que no tendría tiempo de hablar antes de que su padre cruzara el salón y llegara hasta ella. Y también supo que si no aprovechaba ese momento, si no se alimentaba de la rabia que le había provocado el bofetón, nunca volvería a reunir el valor necesario para delatar a su familia. Varias alarmas se encendieron en rincones dispares de su cerebro, tratando de preocuparla por su propio futuro. No las escuchó. Actuó sin pensar. Movida por puro instinto. Colgó el auricular sobre la base, sujetando el aparato con una mano. Se agachó para buscar, a la altura del rodapié, la roseta a la que se conectaba el cable. La encontró a la primera. Tiró del hilo antes de que el hombre hubiera completado la segunda zancada. Con el teléfono desenchufado, corrió a las escaleras. Derribó las dos lámparas de pie que encontró a su paso. Una de ellas logró el objetivo buscado: hacer que su padre tropezara. Lo oyó caer con un profundo quejido, un bufido animal. Ella se lanzó escaleras arriba.
En el distribuidor, tiró de la puerta enrejada que subía a la linterna. La sacudió encajada en su marco. Un cascabeleo metálico acompañó la acción. Cerrada. Abajo oía maldecir a su padre, que parecía no encontrar en su esposa, ni en los abuelos, la ayuda que solicitaba para poder levantarse. Un nuevo impacto contra el suelo confirmó lo inútil de su asistencia. Una detonación cristalina reveló la rotura de alguna bombilla. Ella se plantó de un salto frente al cuadro que mostraba la batalla naval en noche de tormenta. De puntillas, buscó el llavero de la sirena que guardaban fuera del alcance del niño. Recorrió la parte superior del marco, su mano agitada por frenéticas sacudidas que levantaron cirros de polvo. Una de esas sacudidas golpeó el llavero. La sirena cayó a sus pies.
La punta de la llave repiqueteó alrededor de la cerradura, incapaz como era de insertarla a causa del temblor en sus dedos. El teléfono que mantenía sujeto contra la tripa comenzaba a resbalársele. Oyó un paso al inicio de la escalera. Y otro en el peldaño siguiente. Su padre estaba subiendo. Un gruñido emanó de la garganta de ella. Rasgó la faringe hasta que dolió. Logró con ello un momentáneo alivio de tensión que concedió apenas un instante de estabilidad a su pulso. Suficiente para introducir la llave. La giró. Vio aparecer a su padre en el distribuidor en el momento en que cerraba la puerta enrejada desde el otro lado. Gritó mientras volvía a introducir la llave. Trabó la cerradura con una vuelta. No dio tiempo a más. La mano de su padre atacó entre dos de los barrotes, agresiva como una piraña. Llegó a cogerla de la blusa, pero ella se zafó con un tirón que desgarró la costura de una manga.
Ascendió la empinada escalera de caracol en una trayectoria espiral tan retorcida como los acontecimientos que asolaban la vida en el faro. El hombre vio elevarse los zapatos de su hija hasta desaparecer. Cejó entonces en el empeño de atraparla. Sus brazos en tensión, estirados hasta donde había permitido el tope de la puerta enrejada, cayeron como muertos.
—Por favor —suplicó a la oscuridad de la torre, la cara encajada entre dos de los barrotes—. Somos tu familia.
La aludida no respondió. No quería escuchar nada que trastocara su decisión. Rodeó el espacio de la linterna. El brillo blanquecino de una luna desenfocada por la bruma inundaba la estancia. La dotaba de una textura fantasmagórica, llenándola de sombras que podían no serlo. Se movió por el espacio curvo que delimitaban el foco y los ventanales de la cúpula.
Abajo, atento al ruido de los pasos de su hija, el hombre trató de evitar a la desesperada lo que se mascaba inevitable. Y lo hizo con una mentira:
—Si lo que pretendes es conectar el teléfono ahí arriba, ni lo intentes. Esa toma nunca ha funcionado bien.
Pero ella sabía que no era verdad. Y sabía también que su padre se empeñaba en mantener practicable la linterna porque albergaba aún la esperanza de que el faro volviera a brillar. Igual que albergaba la esperanza de que la cabeza de su hermano se arreglara de pronto. Sobre una mesa tanteó el contorno de varios libros. Los tomos gruesos de medicina, psicología y psiquiatría que su padre se esforzaba por leer, sin terminar de entenderlos, confiando en encontrar en alguna de sus páginas las palabras que permitieran obrar el milagro. Pateó un taburete. Se agachó bajo la mesa, pisándose la falda, buscando de rodillas la toma de teléfono.
El hombre se lanzó entonces escaleras abajo. Corrió a la mesita y la derribó de un manotazo mientras sus familiares intercambiaban miradas interrogantes. Trató de arrancar la roseta telefónica con los dedos, a la caza de alguna conexión interna que poder interrumpir. Una uña se le rompió en el intento.
—¡Dios! —gritó—. ¡Hay que arrancar esto!
El abuelo voló a la cocina. Regresó con un destornillador. El hombre se lo arrancó de las manos. Golpeó la toma con la punta afilada. Lascas de plástico salieron disparadas de la roseta. El esfuerzo fue en vano. Por lo mucho que tardó en romper el aplique y porque tampoco halló tras ese cuadrado color crema nada que pudiera cortar la llamada que hizo su hija.
En lo alto de la torre, agazapada bajo el escritorio, ella giró con dedos temblorosos la rueda numérica en siete ocasiones. Tras el primer tono, una voz masculina respondió la llamada.
Y ella habló.
Habló con una voz profunda y oscura como el mar que tantas noches observaron en familia desde esa misma torre. Habló sin pausa, manchando el auricular con lágrimas, sangre y saliva. Tras identificarse, contó cómo su hermano había encontrado a la niña en las rocas. Cómo había mantenido en secreto su existencia para vivir durante unos días un enloquecido cuento de hadas en el que ambos construían una familia. Hasta que el cuerpo de la niña se apagó para siempre. Contó cómo su hermano había traído entonces el cadáver al viejo faro. La decisión que tomó su familia de esconder el cuerpo. Y contó también que la niña yacía en el pozo. Debajo de un montón de piedras que después sellaron con cemento.
—¿Oiga? —Miró el teléfono con un gesto desconcertado. Había oído un golpe—. ¿Hola? Tengo más cosas que contarle, ahora van a esconder a mi hermano…
Pero al otro lado de la línea telefónica ya nadie escuchaba. Esas últimas palabras quedaron reducidas a una crepitación electrostática emanando del auricular de un teléfono abandonado en el suelo. Porque el hombre que había contestado, y que dejó caer el aparato cuando la voz mencionó el cemento con el que taparon el cadáver de su hija —la niña a la que él había vestido de rosa una mañana de primavera para que aprendiera a montar en bici—, ese hombre se movía ahora, frenético, por el garaje de su casa. Buscando entre bidones vacíos. Pidiéndole al Dios en el que ya no creía que no encontrara ninguno lleno. Cuando halló uno, modificó la súplica. Rogó ahora por las fuerzas necesarias para contenerse. Para no llevar a cabo la idea que había germinado en su mente.
—¿Lo has hecho?
La voz de su padre, reverberando en los cristales de la cúpula, la asustó. Se golpeó la cabeza al salir del refugio que ofrecía la mesa. Apartó de su cara el pelo húmedo. Lo enganchó detrás de las orejas. Se limpió la boca con la manga rota de la blusa. Secó sus ojos con el puño. Hasta ahora no se había percatado del intenso dolor que latía en una de sus muelas a causa de la bofetada. Devolvió el auricular a su base. Incluso hizo el amago de desliar el cable rizado, pero su padre volvió a gritar interrumpiendo la tarea.
—¡Dime si lo has hecho!
La puerta enrejada sonajeó, sacudida en su marco.
—Lo he hecho.
—¿A la policía? —preguntó él.
—A su padre.
La respuesta infló el pecho del hombre con un aire contaminado por la culpa, por el arrepentimiento. Lo expulsó en un agónico suspiro, un lamento agudo y penoso que ascendió por la escalera de caracol. Su hija lo oyó desde arriba. Nunca, en sus dieciocho años de vida, había oído llorar a su padre.
Y sonrió.
La sangre que amargaba su lengua adquirió de repente un regusto a victoria.