El sol naranja de la tarde matizó con su brillo cada curva de la lámina que tapaba el pozo. La habían mantenido en su sitio a pesar de haberlo rellenado con cemento. Todo parecía poco para cubrir el recuerdo. Desde el salón, asomada a la ventana que esa misma lámina había roto dos meses antes, la mujer observaba cómo anochecía. Nerviosa por la espera, retorcía frente a su pecho el extremo de la trenza. Deslió algunos nudos. Los volvió a trenzar. Una sábana de luz purpúrea cubrió en ese momento la parcela. Tuvo que apartar la mirada cuando la tonalidad que adquirió la lámina metálica le recordó a la del cadáver de la niña. Mantuvo desenfocado el paisaje fijándose en los restos de silicona que brotaban de los bordes del cristal, el arreglo imperfecto que había llevado a cabo el abuelo en la ventana destrozada.
La puerta abatible de la cocina se abrió a su espalda.
—Vamos —dijo su marido—. Está terminado.
Ella se volvió. Lanzó la trenza sobre sus hombros.
—¿Ha quedado bien? —preguntó.
—Ahora lo verás.
Una voz emergió de entre las sombras que la barandilla proyectaba sobre la escalera:
—Me dais asco.
La hija habló sentada en el mismo escalón desde el que los descubrió empapados en mitad del salón la noche de la tormenta. Vestía una falda marrón hasta los tobillos. El cuello de la blusa abrochado en el último botón. Las mangas cubriendo los brazos hasta las muñecas. El pelo le tapaba la cara, formando una cortina oscura frente a su rostro. Con el habitual movimiento de cabeza, lo envió a un lateral.
—Cualquiera diría que estáis disfrutando —añadió.
La mujer abrió la boca para responder, pero el hombre, levantando un dedo, indicó que no lo hiciera.
—No le des el gusto —dijo—. Sólo quiere provocarnos.
Ella dedicó a su padre una falsa sonrisa.
—No me digas —respondió—. Qué mala soy.
El hombre solicitó a su esposa que se acercara.
—Entonces, ¿es verdad que lo vais a hacer? —preguntó la hija.
—Sabes que no tenemos otra opción —contestó su madre de camino a la cocina.
—Pobrecitos, nunca tenéis más opciones que la vuestra. Dime por lo menos que mi hermano ya lo sabe.
—Aún no.
La hija fingió un acceso de risa.
—¿Y cuándo se lo pensáis decir? ¿Cuando ya esté abajo?
El hombre chistó a su mujer para que no contestara más preguntas. La puerta abatible golpeó el marco varias veces como última respuesta. La hija bufó por la nariz, sola entre las sombras.
Dentro de la cocina, dos ollas burbujeaban en los fogones. El olor de la crema de zanahoria inundaba la estancia. La abuela removió el contenido de ambas con la misma cuchara de madera. Ajustó los fuegos separándose de ellos, encorvada para ver los mandos. Al enderezar la columna se llevó una mano a los riñones. Frotó con un dedo el cristal de la ventana, que se había empañado con el vapor de las ollas.
—Al sol le queda poco —dijo al descubrir el atardecer en el exterior—. ¿Vais a bajar ahora?
—Tú también deberías bajar —intervino el hombre.
En lugar de responder, la abuela hizo un nudo innecesario a los cordones de su delantal. Se afanó con la cuchara. Comentó lo espesa que estaba quedando la crema.
—Va a ser la casa de tu nieto —dijo el hombre para detener la fingida indiferencia.
La abuela suspiró. Apoyó ambas manos en el borde del mueble que alojaba los fogones. Miró al exterior a través del visor que había dibujado en el vaho.
—La casa de mi nieto sigue siendo ésta —dijo.
La voz le patinó al pronunciar la última palabra.
—Pero sabes que vamos a tener que bajarle.
—Claro que lo sé. No estoy senil. Y también sé que da igual lo que yo opine.
—No digas…
—A veces creo que sólo Dios me escucha —interrumpió la abuela acariciando el rosario—. Y no sé si seguirá haciéndolo después de esto. Cualquier castigo que me tenga preparado será merecido.
El vapor de las ollas cubrió por completo el cristal al que se asomaba, nublándole la vista. Ajena al mal presagio que escondía el efecto, se giró.
—¿De verdad tenemos que bajarle?
—No voy a pasar por esto otra vez —respondió el hombre con las manos en alto—. Lo hacemos para proteger su vida. Y la nuestra.
—¿Y qué vida vamos a darle? —preguntó la abuela—. ¿Una vida de oscuridad encerrado bajo tierra? ¿Recibiendo nuestras visitas una vez al día?
El hombre infló los carrillos. Expulsó mucho aire por la boca. Miró al suelo. Después, a su madre.
—¿Y qué propones tú?
La abuela abrió la boca pero no supo qué decir.
—Nos la jugamos cada vez que el niño sale de esta casa —continuó el hombre—. O que viene alguien aquí. No se le mete en la cabeza que no puede hablar de la niña. ¿Le dejamos que siga yendo a la escuela hasta que un día lo cuente todo? ¿Hacemos eso? ¿Para que nos dé un susto como el del otro día con su profesora?
La mujer calibró el creciente enfado de su marido por la velocidad con que se enrojecían sus orejas. Trató de calmarlo acariciándole el hombro.
—¿Y que esta familia se vaya a la mierda de una vez? ¿Como debió de haber ocurrido hace dos meses? —añadió él—. ¿Eso hacemos?
La abuela apenas se atrevió a parpadear.
—O también podemos esperar a que el niño se escape, que repita la jugada y que nos aparezca con otra niña muerta en el salón.
—¡Ya vale! —gritó la mujer. Lanzó las manos a la boca de su marido para que no dijera una palabra más a la abuela—. No necesitamos esto.
El hombre escupió el montón de dedos que pretendían callarle.
—Es la única forma que tenemos de salvar el futuro del niño —añadió—. Y también el nuestro. No lo olvides.
La abuela parpadeó por fin. Respiró antes de volver a hablar.
—No estoy segura de que ése sea el futuro que quiero salvar.
—Pues entonces piensa que estamos salvando el de alguna niña que no va a aparecer destrozada en nuestra alfombra.
—Mi nieto no volvería a hacer algo así.
—¿Acaso creías que podía hacerlo la primera vez?
La abuela no dijo una palabra más. Apagó los fogones. La puerta de la cocina se abrió entonces.
—Os oigo desde la primera planta —dijo el abuelo.
—Llévatela —indicó el hombre—. Y explícale todo otra vez. Que parece que no quiere enterarse.
La abuela desató su delantal, lo lanzó al suelo y abandonó la cocina entre sollozos.
El hombre llevó a su mujer hasta las escaleras que bajaban de la cocina al sótano. Se colocó a sus espaldas y le tapó los ojos con ambas manos. Así lo había hecho también la primera vez que le enseñó el faro, hacía tanto tiempo. El recuerdo elevó una exigua sonrisa en el rostro de ella. «Parece que estáis disfrutando», resonaron en su mente las palabras que acababa de pronunciar su hija. Deshizo la venda de manos de su marido. Los tablones que conformaban la escalera crujieron bajo sus pies.
—¿Y esta pared? —preguntó ella al descubrir el nuevo tabique que había aparecido en el sótano, a tres pasos del final de la escalera. Lo dividía de tal forma que el gigantesco espacio quedaba reducido a una octava parte de lo que solía ser.
—Es una de las que hemos construido.
Ella apoyó la palma como si pudiera comprobar la frescura del cemento que habían utilizado su marido y su suegro.
—Cuánto trabajo.
Con una llave, el hombre abrió una puerta en mitad del muro. Extendió una mano para invitarla a pasar.
—Y no has visto nada.
Desde esa puerta, miraron juntos el interior de la nueva vivienda, agarrados de los brazos como se habían agarrado el uno al otro cuando se asomaron a la cuna del hospital para ver por primera vez a su hijo.
—Estará bien aquí —dijo el hombre.
Su esposa tembló con un escalofrío. Él trató de darle calor pasándole la mano por encima de la chaqueta de lana. La fricción cargó el tejido de electricidad estática y dos chispas estallaron en el aire. Le recordaron a las que encendieron, al chocar entre sí, las rocas que lanzaron al pozo, sobre la niña. La mujer se echó la trenza hacia delante, acarició sus nudos. Respiró hondo.
—Casi no huele a humedad —dijo.
—Porque es una casa de verdad.
El hombre se adentró en la estancia principal del nuevo sótano, esquivando una gran mesa.
—Tiene hasta una cocina. —Extendió un brazo hacia los fogones—. Para que podáis prepararle aquí mismo la comida.
La mujer dio una vuelta más a la goma que sujetaba su trenza.
—Tiene televisión —continuó su marido, señalando el aparato—. Y mira todas esas estanterías. Las va a poder ir llenando de libros y películas. Ya he bajado unas cuantas para los primeros meses. Tiene el vídeo ahí.
Ella se quedó mirando el montón de estanterías vacías. Tan sólo una de las divisiones estaba llena de cintas Betamax con películas grabadas de la televisión. Un año de grabaciones contenidas en una única división de una estantería que disponía de otras veinte. Pensó en cómo habría crecido el niño cuando esa estantería se completara. Una imagen se proyectó en su mente, la de su hijo hundido en el sofá tras años de aislamiento.
—He puesto también un sofá —dijo el hombre.
Tras sentarse, posó una mano sobre el asiento contiguo al suyo. Dio tres golpes sobre la tela marrón para invitar a su mujer. Ella abandonó el umbral. Acarició con un dedo la superficie de la mesa.
—¿No es demasiado grande? —preguntó a cuenta de su tamaño.
—¿Es que no piensas hacer cenas en familia?
Observó el trazo que había dibujado en el polvo. Recogió el dedo y lo acarició con el pulgar, esculpiendo una diminuta bola gris que dejó caer al suelo. Cuando se sentó junto a su marido, él le sostuvo el mentón y le acarició la mejilla.
—No quiero perder a mi hijo —dijo ella.
—No vas a hacerlo.
El hombre palpó la suavidad de la carne rosada de la mujer que lo enamoró hacía veinte inviernos. Cuando una ola la empapó por sorpresa mientras posaba junto a las rocas para una foto que se acabó disparando en ese preciso momento. Después él la había invitado a subir, para secar su ropa. Le tapó los ojos mientras ascendían a lo alto de la torre por la misma escalera de caracol que tan infelices les haría años después. Desde allí, observaron el mar nocturno, ella desnuda envuelta en dos toallas preguntando a cuánta distancia veían los barcos la luz del faro cuando aún funcionaba.
—Ven —dijo él—, mira esto.
Alcanzaron un arco que daba inicio a un pasillo.
—¿Y eso? —preguntó la mujer.
Clavó los pies al suelo para detener el movimiento de su marido.
—¿Eso qué? —Siguió la dirección de la mirada de ella.
—¿De dónde viene?
Miraba un círculo de luz que se proyectaba sobre el suelo desde el techo. Una viga inexistente de polvo brillante dibujada en medio del salón.
—Debe de haber alguna grieta arriba —explicó él—. El sol entra por ese agujero del techo. —Pisó la mancha luminosa como si así pudiera matarla—. Tengo que taparlo para…
—No lo hagas —interrumpió ella—. No la tapes. Que pueda ver el sol.
El hombre retiró el pie. La luz del sol reptó por su zapato hasta despegarse. Quedó adherida de nuevo al suelo.
—Ven.
Retomaron el camino. En el pasillo accionó un interruptor. Un cono de luz amarillenta bailó al son del vaivén de los cables que mecían la bombilla en el techo. Pasaron por delante de dos puertas cerradas a ambos lados del pasillo.
—Ahora te enseño esas dos —dijo él—. Quiero que veas el baño.
Empujó la puerta para abrirla. Ella se asomó por un lado del marco como si temiera molestar a alguien que estuviera usando el servicio.
—¿Una bañera?
—Va a tener de todo —dijo él.
Ella soltó la mano de su marido y se adentró en la estancia. La piel de los brazos se le puso tirante. Cuando abrió los cajones del mueble que había tras la puerta, el movimiento desplazó los tubos de dentífrico y las pastillas de jabón que contenían. Después giró una de las llaves del lavabo esperando que del grifo cayeran restos de yeso, o que el aire hiciera silbar las tuberías vacías. Pero lo que emanó fue un firme chorro de agua a presión. Cerró esa llave y abrió la del lado izquierdo, colocando dos dedos bajo el chorro.
—Caliente no hay —le aclaró su marido—. He sido incapaz de conseguirlo.
Ella lo miró utilizando el espejo. Él vio cómo le temblaba la barbilla, a punto de llorar. Como si la falta de agua caliente le hubiera recordado que no sería una vida normal la que el niño llevaría en el sótano. Se acercó enseguida y la abrazó por la espalda.
—Pero no te pongas así —dijo—, voy a seguir intentándolo. Es por culpa de una tubería que no sé muy bien adónde va.
Ambos miraron a sus reflejos en la superficie brillante del cristal. La mujer apretó uno de los antebrazos de su marido, que la sostenía a la altura de la cintura.
—¿Estamos haciendo lo correcto? —preguntó ella.
—No puede seguir fuera. Es peligroso para todos.
—Lo que ha dicho antes tu madre… ¿Te parece una vida lo que le vamos a ofrecer?
Su marido la sacudió ligeramente para obligarle a darse la vuelta.
—En estos momentos es la mejor vida que le podemos ofrecer.
El pecho de ella se infló.
—Vamos —le dijo—, aún no has visto la habitación.
Antes de salir, ella accionó la cadena del inodoro. La cisterna se vació por completo. Al momento comenzó el goteo que volvería a llenarla.
—Todo funciona.
—Me he ocupado de que así sea —contestó él—. Vamos.
El hombre enfiló el pasillo hacia la izquierda, pero la mujer detuvo su camino y se quedó mirando al lado opuesto, observando una ventana al fondo del pasillo que daba a ningún sitio.
—¿Y eso? —preguntó.
Abrió la hoja de cristal para asomarse a la nada que había más allá, sus dos manos cerradas en torno a los barrotes que cercaban aquella oscuridad.
—Las casas de verdad tienen ventanas —apuntó su marido.
Una ligera brisa acarició el rostro de la mujer. Olía a la roca mojada sobre la que se levantaba la casa. A la sal al secarse. Cerró los ojos y casi pudo imaginar el paisaje, la espuma resbalando por la piedra. Al abrirlos se topó con la oscuridad que había entre ella y la pared que se adivinaba al fondo. Extendió un brazo entre dos de los barrotes para confirmar su existencia. Tocó la superficie rugosa con la yema de los dedos mientras un dolor nacía en su hombro.
—Ven —dijo él a sus espaldas.
Ella cerró la ventana y regresó junto a su marido. Las bisagras rechinaron cuando abrieron otra puerta para asomarse a la habitación.
—¿La litera?
—Le encantaba dormir ahí.
La mujer recordó la tarde en la tienda de colchones. Y cómo, tras haber seleccionado su marido una cama nueva para el niño que ya abandonaba la cuna, ella se había acercado a la litera que había al fondo de la tienda. La señaló tímidamente con una sonrisa. Una invitación a tener un tercer hijo que él aceptó sin pensarlo. El niño celebró la decisión de la compra encaramándose allí mismo a la cama superior, enredando con sus saltos las sábanas de muestra para desesperación del dependiente. Al final, el segundo ocupante de la litera no terminó de llegar. Y la cama inferior seguía vacía cuando el accidente en las escaleras dio al traste con todos los planes de futuro.
—¿Te acuerdas? —preguntó ella sin necesitar respuesta.
Se acercó a la cama doble que había sido de uso individual y agarró la estructura metálica de color rojo. La sacudió. Examinó con la mirada cada pieza del armazón, posando sus ojos en cada esquina y en cada junta.
—Al ritmo que está creciendo el niño esta cama se va a desplomar en unos meses —observó.
—Vamos a estar arriba —dijo él—. Si se le rompe la litera o si se queda sin comida. —Se colocó junto a su mujer y apoyó una mano sobre el armazón—. Va a estar escondido. Pero no va a estar solo.
La mujer recuperó su trenza. La retorció entre los dedos. Levantó un pie y giró sobre su talón para observar la habitación al completo. Algo llamó su atención en la estantería que cubría una de las paredes. Cerró su chaqueta de lana cruzando los brazos a la altura de la tripa en lugar de abrocharla. Se agachó con las rodillas por delante para sacar uno de entre la decena de libros colocados en hilera. Tiró de la manga de la chaqueta, utilizó el puño de la prenda como pañuelo y frotó la portada en círculos. El maravilloso mago de Oz. Recordó haber leído aquel libro al niño durante varias noches, preparado para dormir en lo alto de la litera, y las risas que le estallaban en la boca con los disparates que soltaba el Espantapájaros. «De mayor quiero ser como él», había dicho el niño una noche. La mujer sintió ganas de llorar al recordar la frase, lo que le había ocurrido al niño y lo que el Espantapájaros iba a buscar a Oz.
—Le leíamos cosas tan bonitas…
El hombre contempló la portada del libro asomado por encima del hombro de su esposa.
—Nuestro hijo sigue siendo bonito —le susurró al oído.
La mujer repasó el contorno del libro con el dedo índice. Cuando llegó a la esquina superior derecha lo abrió al azar por una de las páginas. Pudo escuchar el sonido húmedo de los labios de su marido al estirarse, sonriendo junto a su oreja.
—¿Lo ves? —le dijo al oído—. No hay nada como el hogar. Y eso es lo que va a tener aquí.
Recorrió con el dedo la frase impresa en la página.
—No hay nada como el hogar —repitió ella. Dobló la esquina superior de la página veintisiete para marcarla.
El hombre agarró el libro por el lomo, obligando a su mujer a cerrarlo. Lo devolvió a su lugar en la estantería.
—Y mira quién va a dormir con él cada noche.
Alcanzó un marco de fotos que descansaba en el estante contiguo. Ella sonrió al ver la imagen. La que su marido había tomado de ella misma en las rocas.
—Cómo me empapó esa ola —dijo—. Tardaste demasiado en tirar la foto.
—Quería que te mojaras para que tuvieras que subir conmigo —bromeó él.
La mujer cogió la fotografía. La acarició por encima del cristal. Recordando tiempos mejores.
—Estarás aquí cada noche, acompañándole.
Ella suspiró.
—Nos falta por ver el otro lado —dijo él.
La mujer devolvió el marco a su lugar. Antes de abandonar el cuarto echó un último vistazo a la litera. A la estantería. A las paredes, las esquinas y el techo. A la estancia en la que su hijo dormiría durante mucho tiempo, quizá el resto de sus días. Cuando el estómago se le contrajo hasta doler se giró para dejar de mirar y salió al pasillo detrás de su marido. La mano de él descansaba ya sobre el picaporte de la puerta situada enfrente.
—Y éste es el cuarto de invitados.
Entraron en una habitación algo más pequeña que la que acababan de visitar. Había otra cama.
—Por si alguno de nosotros quiere quedarse a dormir con él —explicó el hombre. La mujer anduvo por el espacio vacío.
—¿Y si nos quedamos una noche cada uno?
Se imaginó a sí misma durmiendo en esa habitación, pasando allí la noche como si visitara a un hijo mayor que se hubiera independizado. La idea le provocó una repentina sensación de tranquilidad. Sin darse cuenta se giró para sonreír a su marido. Fue una sonrisa sincera, orgullosa, la de la madre que sabe con certeza que su hijo es el mejor hijo del mundo.
—Eso ya me gusta más —dijo él.
Pero ahora ella tuvo que forzar las mejillas para mantener la sonrisa porque sabía que en realidad su hijo no se estaba independizando, sino que iba a acabar encerrado en el sótano de su propia casa para convertirse en un secreto oculto bajo sus pies. Sobre el que caminarían día y noche. Como andan las madres sobre las tumbas de sus hijos cuando mueren antes de tiempo. Fingió mirar algo en la estructura de la cama para dar tiempo a que sus ojos se secaran, la sonrisa mantenida como un corte ciego en la cara.
—Nos falta el almacén —añadió su marido desde la puerta.
Ella parpadeó varias veces antes de volverse. Frotó sus labios entre sí, saboreando la amargura de la fugaz sonrisa.
—Por aquí —indicó él.
Al final del pasillo, una última puerta apareció a la izquierda, enfrente de la del baño. Era una puerta diferente a las demás, de color gris. El hombre la golpeó con los nudillos como si llamara.
—Es de metal —dijo—. Y no se puede abrir por fuera. Ni siquiera tiene picaporte.
Agitó la mano en el aire en el lugar donde debería haber una manilla. Después rebuscó en un bolsillo de su pantalón.
—Aquí está. Sólo puede abrirse con esta llave —dijo mostrándosela entre dos dedos antes de encajarla en la cerradura—. Él no puede tener acceso a esta parte, ahora verás por qué.
Empujó la puerta con un hombro. El polvo crepitó bajo el peso del metal mientras una estancia más grande que las anteriores aparecía ante ellos. Una vez dentro, la mujer se fijó en el gran armario que vestía una de las paredes.
Entonces se produjo un golpe que le encogió los hombros. Pensó que la ampliación y la remodelación que su marido había acometido en el sótano durante los últimos dos meses habían desequilibrado la estructura de la casa.
—Se cierra sola —dijo su marido señalando la puerta metálica—. Y pesa mucho.
Ella abrió los ojos aún con los hombros encogidos.
—Creía que se nos caía el faro encima.
—El pueblo no tendrá esa suerte —contestó él.
Su mujer reprobó el comentario con un chasquido de la lengua.
—Nadie quiere eso.
—Lo querrían si supieran la verdad.
Ella cerró su chaqueta.
—Aquí hace más frío —observó. Lo achacó a que la habitación estaba vacía.
—Y se agradece, ¿no crees? —Él colocó las palmas hacia el techo para sentir mejor la temperatura—. El sótano casi nunca baja de los veinte grados —explicó.
—¿Eso es bueno?
—No hace falta calefacción. Ni aire. La tierra autorregula la temperatura. Es una cosa menos de la que nos tenemos que ocupar. Va a estar cómodo tanto en verano como en invierno.
Ella observó el rostro de su marido, que sonrió sin mover los labios, tan sólo ampliando el enfoque de sus ojos y deteniendo el pestañeo. Repasó con la mirada el trazo de su óvalo facial, escarpado ahora en la parte inferior porque las últimas semanas de trabajo en el sótano habían hecho que se olvidara hasta de afeitarse.
—El armario es enorme —dijo la mujer.
Él sonrió, sus ojos brillando como brillaban siempre antes de desvelar un secreto. Se acercó a las cuatro puertas que vestían la pared perpendicular a la que contenía la entrada. Agarró uno de los tiradores y miró a su mujer. Permaneció así unos segundos, con el movimiento detenido.
—¿Qué? —preguntó ella.
Él mantuvo la acción en pausa.
—¿Qué pasa? —insistió.
Su marido no contestó.
—Por favor…
El hombre tiró de la puerta cuando adivinó la intención de su mujer de abandonar la habitación.
—Porque no es sólo un armario —dijo.
El cierre se destrabó con un ruido metálico. El tirador golpeó la madera de la puerta contigua. Frente a ellos apareció un rectángulo de total oscuridad.
—Es mucho más —añadió el hombre.
Una corriente de aire surgió del armario. Meció el extremo inferior de la falda de la mujer. Ella se frotó los tobillos para ahuyentar aquel hálito subterráneo.
—¿Me vas a explicar qué es?
Su marido se colocó en el centro del rectángulo negro, la silueta desdibujada contra el fondo oscuro.
—Es la otra entrada —respondió.
—¿Otra entrada?
—Ven que te lo explique. —Tan sólo un trazo curvo de luz reflejado en la barbilla de su marido constataba su presencia—. ¿Vienes?
El trazo de luz se apagó mientras ella se acercaba al rectángulo de oscuridad. La corriente de aire comenzó a subirle por el cuerpo, ajustando la falda a sus muslos como una segunda piel.
—¿Qué hago? ¿Entro?
—Ven.
La mano emergió de la oscuridad. La mujer gritó. Porque de esa manera salía en sus pesadillas, de entre las rocas, la mano morada en el fondo del pozo. Pudo verla ahora frente a ella. Una mano infantil convertida en garra, brotando del suelo como una planta carnívora. Cuando logró deshacerse de la imagen y reconoció la mano de su marido invitándola a entrar en el armario, la mujer le dio un manotazo.
—Me has asustado —protestó.
Después agarró esa misma mano y se dejó guiar.
De un paso, se adentró en la oscuridad.
El almacén quedó vacío.
El interior del armario olía a tierra mojada.
—Es hacia acá. —La voz del hombre retumbó en el pequeño espacio—. Vamos.
—¿Adónde? —dijo ella—, si casi no cabemos.
Comenzaron a andar hacia la izquierda, utilizando un espacio mucho mayor del que podía haber tras las puertas del armario. Ella tanteó la madera del fondo hasta que sus dedos alcanzaron una orilla. Un cambio de textura transformó la madera en tierra. Retiró la mano. Continuaron a través del nuevo pasillo surgido de la nada. Detrás de ellos, la luz del almacén quedó reducida a un fulgor lejano. Giraron a la derecha, después a la izquierda, y a la derecha otra vez, la humedad convertida en una mortaja invisible. Cuando el hombre se detuvo, la inercia llevó a su mujer a dar un paso más, tropezando con él. Aprovechó la ocasión para abrazarlo por la espalda.
—¿Qué es este sitio? —le preguntó al oído.
—¿Por qué susurras?
—Dime dónde estamos —volvió a susurrar ella, la barbilla apoyada en su hombro.
—Mira —respondió él.
Un círculo de luz naranja se proyectó contra la pared situada frente a ellos. Su contorno vibraba ligeramente por el temblor de la mano que sujetaba una cerilla. La mujer palpó la pared de tierra oscura, deteniéndose en las raíces grisáceas que brotaban de ella. Arrugó la nariz cuando descubrió una babosa naranja reptando por la pared. El hombre se volvió para mirar a su esposa. La llama se apagó con el movimiento e inundó el espacio del olor a fósforo y madera quemada. Enseguida se produjo un chispazo que originó otra nube de luz entre ellos. Iluminó dos rostros que se encontraron frente a frente. Rostros anaranjados de profundos relieves oscuros.
—Por aquí es por donde vamos a proveerle los suministros que necesite.
El aire espirado en las palabras de él hizo bailar la llama, distorsionando con ello las sombras en la cara de ambos.
—Qué miedo das —dijo ella—. Parece que estuvieras deformado.
—Y tú también —contestó él.
Acercó la llama al rostro de su mujer. Los parches de sombra desdibujaron las facciones de ella hasta que sus ojos anaranjados flotaron en medio de la nada. Hipnotizado por el efecto, el hombre erró el cálculo y la cerilla acabó posándose en la mejilla de su mujer. Ella golpeó su mano.
La oscuridad regresó al apagarse la llama.
—¡Estás tonto! —gritó—. Me has quemado.
Él encendió otra cerilla.
—No te he hecho nada —concluyó al examinar el rostro de su mujer.
Sopló suavemente su mejilla izquierda como había soplado tantas veces las rodillas magulladas de sus hijos.
—Pues me duele. —La mujer exageró el enfado hasta que él besó el lugar en el que no estaba la quemadura—. Ahora ya no me duele.
Ambos sonrieron. Se produjo entre ambos un roce de atracción. Un deseo que creyeron muerto en el matrimonio pero que habían revivido sin esperarlo hacía unos días.
—¿Los suministros? —retomó ella la conversación—. Quieres decir la comida.
—Comida, papel higiénico, medicinas, bombillas… Cualquier cosa que necesite. La bajamos al almacén por aquí, y se lo metemos en el sótano.
—¿Por qué no usamos la otra puerta? Por la que hemos entrado ahora.
La cerilla se consumió.
El hombre encendió otra. Al acercarla a la pared opuesta, dos asas de metal que emergían de la tierra reflejaron el brillo naranja de la llama como lombrices de fuego. Él golpeó una de ellas con la mano libre.
—Son escalones —explicó—. Mira hacia arriba.
Varias asas iguales recorrían la pared hasta donde alcanzaba el círculo de luz.
—Llevan a la superficie —continuó él—. Hay una trampilla entre la hierba. Este sótano no debe existir. No puede haber una entrada desde nuestra casa. Cuando le metamos, será la última vez que usemos esa otra puerta. Quiero construir otra pared que la oculte. Este sótano va a dejar de existir.
Un suspiro de ella apagó la cerilla, borrando todo el entorno. Como si el sótano de verdad hubiera dejado de existir. Esta vez él no se molestó en encender otra. Agarró la cara de su mujer y acarició sus mejillas con los pulgares.
—Nosotros vamos a poder entrar por aquí —susurró—. Pero si alguien viene a buscar a casa, si alguien duda de lo que vamos a contar sobre la desaparición de nuestro hijo, sólo encontrarán una pared de ladrillo en el primer sótano. No habrá forma de llegar hasta aquí.
La mujer asintió como si aceptara lo que se le decía, pero los pulgares del hombre extendieron por su cara un par de lágrimas que delataron la verdad.
—No llores —le dijo al oído—. Es lo mejor que podemos hacer.
Cuando la abrazó, sintió el corazón de ella latir contra su pecho como si fuera el suyo propio. Ella se sorbió la nariz. Algo se movió entonces entre los pies de ambos. Un roce húmedo olisqueó los tobillos desnudos de la mujer, que deseó con todas sus fuerzas escapar de aquella oscuridad.
—Es una rata —susurró su marido—. Tengo que encargarme de eso también. Ahora no te muevas.
Ella se quedó paralizada. Sin apenas mover los labios, preguntó:
—¿Va a estar bien?
—¿Cómo?
—Nuestro hijo —aclaró—, ¿va a estar bien?
En la oscuridad total del sótano que no debía existir, oyeron a la rata escapar en dirección al armario.