La mujer no opuso resistencia cuando su hijo la apartó. Tan sólo cerró los ojos. Algo blando le rozó los tobillos. El siseo de aquel roce revolvió su estómago. El niño se adentró en el salón, acompañado del olor a tierra mojada con que la tormenta impregnaba el aire.
Aún a ciegas, la mujer buscó el filo de la puerta que el viento había arrancado de sus manos. La cerró. Un repentino sofoco evaporó la humedad de su rostro. El cuello del chubasquero la ahogó. Bajó la cremallera con una mano temblorosa. Percibió nuevos aromas a salitre y sudor infantil.
—Ayudadme —dijo el niño. Alargó las vocales. Se atascó en algunas consonantes—. No sé qué le pasa. Ha dejado de hablar.
El hombre mantuvo la boca cerrada, la garganta encogida.
La abuela buscó la cadena de su rosario. Después escapó escaleras arriba. Aunque pretendía gritar el nombre del abuelo, apenas balbuceó unas palabras sin sentido. Tropezó con el último escalón antes de abalanzarse sobre la puerta de su habitación. Se dejó caer sobre la cama. Los sollozos entrecortados, y las sacudidas incontroladas de su cuerpo, despertaron al abuelo, cuya siesta había prevalecido sobre la tormenta, los gritos y los timbrazos. Incapaz de descifrar una frase coherente de los tartamudeos de su esposa, el abuelo se levantó. Encontró sus gafas en la mesilla. Ajustó las patillas en las dos únicas matas de pelo gris que conservaba, las que crecían sobre sus orejas hasta desaparecer un poco más arriba de las sienes. Un pliegue de la almohada quedó grabado en su rostro.
Abrazados, los abuelos se asomaron al distribuidor. La puerta contigua se abrió también.
—¿Apareció ya el niñito? —preguntó la nieta de ambos, aún en albornoz.
Su padre gritó desde abajo:
—¡Quédate en tu habitación!
La hija cerró la puerta con desdén. El vientre le ardía de rabia cada vez que le hablaban así. Deseó que su hermano se hubiera metido en un buen lío.
El abuelo miró a su esposa en busca de alguna explicación. Ella parecía mirar a la nada. La empujó para que se soltara del marco de la puerta. Después la guió hasta el inicio de la escalera que bajaba al salón. Oyeron hablar a su nieto.
—Mamá, abre los ojos —decía en bocanadas guturales—. Tenéis que ayudarme. Ha dejado de hablar.
La mujer gritó en el salón.
Las palabras del crío hicieron llorar a la abuela.
Una tensión repentina atacó el estómago del abuelo.
—¿Me vais a decir lo que pasa? —gruñó.
Se lanzó escaleras abajo tirando de su esposa. Al llegar al último peldaño, se quedó allí de pie intentando comprender la escena que encontró. Apretó la cara de la abuela contra su pecho para librarla de aquella imagen.
Lo primero que vio fue el mechón de cabello rubio que emergía del interior del puño del niño. Él requería la atención de su madre sacudiendo la mata de pelo. Un sonido húmedo, cárnico, acompañó cada sacudida. El que producía el cuello de la niña al retorcerse libremente, desencajado del resto del cuerpo al que permanecía unido por una piel viscosa, amarillenta. Morada.
—Ya no habla —repitió el niño.
Tiró de la falsa coleta rubia para mostrarle a mamá el rostro de aquel juguete que había dejado de funcionar. Dos ojos azules miraron a la mujer desde abajo. Como la habían mirado esa misma tarde desde el filo de unos carteles enrollados. La boca retorcida de la niña profería un grito silencioso. Su hijo cargó el cuerpo agarrándolo por las axilas, la espalda apoyada sobre su pecho.
—¡Dile que hable! —gritó.
Sacudió el cuerpo. La cabeza de la niña bailó en el cuello roto hasta caer hacia atrás con un crujido. Quedó apoyada en el hombro del niño.
La realidad se emborronó cuando los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. Su hijo quedó reducido a una mancha borrosa que latía frente a ella. La voz gutural que emergía de aquella criatura desenfocada seguía pidiendo ayuda. Pellizcó la cintura del chubasquero de su madre.
—Vamos a tener un hijo —explicó.
Desde su posición junto a los abuelos, el hombre vio a su mujer taparse la cara. También vio cómo una gota resbalaba por la mano de la niña, que colgaba al final de una manga color rosa. Y recordó que de ese color era la rebeca que vestía la niña cuya foto sobre una bici miraba a los vecinos del pueblo desde cada esquina. Cuando la gota impactó contra el suelo, el hombre reaccionó. El lodo en sus zapatillas imprimió huellas húmedas en la madera del salón. El instinto paternal se manifestó de forma inesperada cuando, en lugar de atender el desvarío de su hijo, optó por arrancar a la niña hinchada de entre sus brazos. La tumbó bocarriba y, sin pararse a pensar en la utilidad de lo que hacía, cubrió la boca de la cría con sus labios. Un sabor salado, fangoso, vegetal, le raspó la garganta. Sopló con fuerza. Apretó la carne fría de sus mejillas para que los labios cedieran. Volvió a soplar a la nueva abertura. Bajo su pecho notó inflarse el de la niña, pero el aire escapó de su blanda anatomía en cuanto se separó de ella para buscar alguna reacción en su rostro. El olor que exhaló aquella boca lo mareó. Penetró en su cuerpo como un gas tóxico que envenenara su sangre.
—Está muerta —dijo la mujer, con voz temblorosa.
Pero él intentó reanimarla. Esta vez espiró en la boca de la niña al tiempo que presionaba su pecho. El sabor a mar le revolvía el estómago, pero fue el tacto de su lengua, viscosa como la parte blanda de un bivalvo, lo que acabó de descomponerlo. El hombre apartó la cara con una convulsión. Se apretó la barriga como si pudiera controlarla. Tapó su boca con ambas manos.
—Está muerta —repitió la mujer.
El aire había secado sus ojos. Enfocó al niño, que miraba a sus padres sin entender del todo su reacción. El hombre, arrodillado, combatía las náuseas con hondos suspiros. Tragó saliva espesa y amarga.
—Es la niña —añadió ella. Exprimió sus ojos con el dorso de una mano—. Es la niña desaparecida.
La abuela besó el crucifijo de su rosario.
El niño se agachó junto a la niña y agitó la coleta de pelo rubio.
—No digáis que está muerta —sollozó—. No puede estar m…muerta. ¡Vamos a tener un hijo!
Un gesto de euforia encendió el rostro del niño. Se fue deformando al darse cuenta de cómo su familia lo miraba con horror. Cuando soltó la coleta, la cabeza de la niña cayó al suelo como una vieja calabaza. El rostro confundido del niño conmovió a su madre a pesar de las manchas de sangre que advirtió en su ropa. A pesar del barro que ensuciaba su cara. A pesar de un solitario cabello rubio que brilló como un filamento dorado enredado entre sus dedos.
La mujer abrazó a su hijo. Un alga colgaba del hombro sobre el que apoyó la barbilla. El niño lloró de manera escandalosa. Ella lo sujetó para evitar que se golpeara. Lo tranquilizó hablándole al oído. Acarició la parte de atrás de su cabeza, escurriendo de su pelo agua de mar. También desprendió con el roce guijarros de arena de playa. Cuando el niño se calmó, colocó la cara frente a la de su hijo.
—¿Qué has hecho, mi vida? —Peinó con los dedos el flequillo mojado del niño.
—La he cuidado.
—¿A quién has cuidado?
—A la niña que encontré en las rocas —dijo señalando el cuerpo tirado en el suelo.
—¿Encontraste una niña en las rocas?
El niño asintió.
—¿Cuándo?
—Hace m…mucho.
—¿Cuánto es mucho? ¿Unas horas? —preguntó esperanzada.
El niño mostró una mano, la muñeca plegada hacia dentro. Movió los dedos contando a su extraña manera.
—Cinco —concluyó—. Cinco días.
—¿Estaba…? —Un suspiro entrecortado anuló la voz de la mujer—. Cuando la encontraste…, ¿estaba…?
La presión en el pecho le impidió seguir hablando. Su marido rodeó el cuerpo de la niña. Cuando pisó una brocha de pelo adherida a la madera, el rostro azulado de la niña se sacudió en un espasmo de vida artificial. El hombre apartó la mirada. Se arrodilló junto al niño.
—Escúchame —lo agarró del mentón—. La niña, ¿estaba viva?
El niño arrugó el entrecejo, concentrado. Sus padres escudriñaron las arrugas de su frente tratando de adelantarse al proceso de pensamiento de su hijo. Porque ya en ese momento entendieron el diferente escenario al que se enfrentarían dependiendo de aquella respuesta. El abuelo contuvo la respiración. La abuela miró a su nieto.
La frente del niño se alisó. Sonrió.
—Estaba viva —dijo como si fuera una buena noticia—. Ha dejado de hablar… —la lengua vibró contra el paladar más de la cuenta— ha dejado de hablar hoy.
Tras unos instantes de horrorizado asombro, el hombre estalló.
—¡Dios!
En la primera planta, el grito encogió los hombros de su hija, que leía tirada en la cama. Un extremo de su boca se curvó hacia arriba. Su hermano se había metido en algún lío. Uno grande. Quizá tan importante como para hacerle bajar del pedestal de héroe al que lo habían ascendido desde el accidente. La sonrisa se completó en su rostro, achinando sus ojos. Pasó una página del libro.
Abajo, su padre gritaba en rabiosos burbujeos de saliva.
—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!
Apretó sus sienes con los puños, incapaz de soportar la presión que sintió en la cabeza. Se levantó, sacudido por una descarga de pánico. Caminó por el salón, clavando los talones en el suelo y las alfombras que encontró a su paso. Pegotes de barro quedaron adheridos al tejido. Sorteó el sofá en el que la familia se reunía por las noches a ver películas. Esquivó el baúl, el reloj de cuco y dos lámparas de pie que iluminaban el salón. Cuando una silla se interpuso en su errática trayectoria, la agarró del respaldo y la lanzó contra la pared. Los cristales de las ventanas vibraron con el impacto más de lo que habían vibrado con el último trueno. El teléfono color crema cayó al suelo desde la mesilla. El auricular de color crema permanecía unido a su base gracias al cable rizado que las mujeres de esa casa retorcían entre los dedos mientras conversaban.
El niño empezó a llorar.
—¡Dios! —repitió su padre.
—Vas a tener que calmarte —dijo el abuelo—. Mira cómo estamos todos.
El hombre dejó escapar un último alarido. Alivió parte de la tensión que entumecía sus músculos. Entonces pudo observar con serenidad al resto de su familia. Su mujer había sentado al niño en el suelo, abrazándolo como si amamantara un bebé gigante. La abuela, encogida por el miedo, los miraba agazapada contra el cuerpo del abuelo, que luchaba por mantener la calma. La niña desaparecida yacía en el suelo en la posición en la que él la había dejado. A juzgar por su aspecto, el niño parecía que había dicho la verdad: la niña no llevaba mucho tiempo muerta. Desde luego no los seis días que habían transcurrido desde su desaparición. La piel estaba amoratada y presentaba cierta textura viscosa, pero no olía a descomposición. Ni presentaba signos claros de putrefacción. El hombre aventuró que habría estado expuesta mucho tiempo al agua del mar, a los golpes de las olas y a… Cuando pensó en otros golpes, los que imaginó que podría haberle propinado su hijo, sintió ganas de arrojar otra silla contra la pared.
—¡Qué le has hecho! —gritó al niño.
Se abalanzó sobre él, incapaz de detener su furia. La mujer bloqueó con la espalda las intenciones de su marido. El abuelo se liberó de la abuela, que se quedó de pie con los brazos colgando. Agarró al hombre del cuello, tirando de él para separarlo del crío, que temblaba entre los brazos de su madre. Cuando el hombre vio el rostro asustado de su hijo, el ataque de rabia se desvaneció por completo. Logró zafarse del abuelo. Abrazó a su mujer sobre el chubasquero. El niño quedó cobijado entre el cuerpo de ambos. El hombre pidió perdón varias veces.
—¿Qué es lo que has hecho? —susurró. Su aliento calentó el hueco húmedo al que los tres dirigían la cara, las cabezas de los padres pegadas frente a frente.
—La he cuidado —dijo el niño—. Estaba en las rocas. —La consonante silbó entre sus dientes—. No se movía. Pero hablaba. Con las rocas. Y conmigo.
—¿Por qué no has dicho nada?
El niño parpadeó en silencio. Como esperando una pregunta que mereciera la pena responder. Un olor amargo inundó el interior de aquel abrazo cuando el niño respiró hondo.
—Vamos a tener un hijo —dijo.
—¿Un hijo? —preguntó la mujer.
—Un hijo —repitió él.
—¿Por qué?
—Porque le he hecho esto. Le he hecho así… —El niño movió el cuerpo en sacudidas para explicarse. Movía la pelvis atrás y adelante, atrás y adelante, atrás y adelante—. Le hecho un hijo en la tripa —susurró.
La mujer agarró el cuello del niño. Lo apretó para que detuviera aquella repugnante representación. Él se encogió, retorciéndose con una especie de maullido, mientras su madre recordaba lo que algunos diagnósticos médicos presagiaron.
El maullido del niño cesó.
El abrazo paterno se disolvió.
De pie, los cuatro adultos intercambiaron miradas tan profundas como impenetrables eran los misterios en el cerebro del niño. Un silencio mortuorio se apoderó de la estancia, roto únicamente por el sonido de la lluvia golpeando el tejado. Otras gotas, mezcla de agua dulce y salada, resbalaron por el rostro de la niña hasta caer en el charco que enmarcaba su silueta en el suelo.
La mujer enganchó la cremallera del chubasquero para terminar de abrirlo. Se lo quitó y lo sacudió, salpicando a su hijo.
—Déjame —le dijo cuando intentó abrazarse a sus piernas.
Bajo la atenta mirada del resto de su familia, la mujer se acercó al cadáver. Dejó caer el abrigo sobre el cuerpo. Lo cubrió desde la frente hasta la cintura. Las manos sobresalían a ambos lados de la improvisada mortaja. Las empujó bajo la prenda con los pies.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué opciones tenemos? —preguntó su marido.
El abuelo intervino:
—¿Acaso tenemos opciones?
Tras pensarlo unos segundos, el hombre insistió:
—¿Las tenemos?
Un silencio total fue la única respuesta.
—¿Cómo vamos a explicar esto? —La mujer señaló el bulto a sus pies.
La abuela tuvo que agarrarse a la barandilla para mantenerse en pie.
—La ha matado mi nieto —dijo, y se persignó de inmediato—. Mi nieto ha matado a esa niña.
—No sabemos si la ha matado él —dijo el hombre.
—Tampoco ha hecho nada por salvarla —rebatió su mujer, y volvió a preguntarle al niño—: ¿Cuántos días hace que la encontraste?
Contó con la mano retorcida a la altura del pecho.
—Cinco.
Su madre utilizó la respuesta como prueba.
—Y dice que hablaba —continuó—. O sea que estaba viva. La niña debió de caerse a las rocas cuando desapareció. En alguno de esos desniveles. Y nuestro hijo la encontró… —La voz le falló al recordar las dos veces que el niño se había escapado en los últimos días. Y cómo había aparecido empapado en la calle, camino del pueblo. La mujer cerró los ojos. La oscuridad le mostró una imagen de su hijo sacudiendo la pelvis sobre el cuerpo herido de la niña—. Dios mío, qué vamos a hacer.
Aspiró saliva de forma sonora. Se masajeó la nuca con ambas manos. Gimió de dolor, de desesperación, de asco. Cuando sintió que su marido la agarraba de la cintura, abrió los ojos.
—¿Qué vamos a hacer? —repitió.
Como si no lo supieran, explicó a los demás que la niña protagonizaba los informativos de todas las televisiones. Que la había visto en las noticias esa misma tarde, mientras cortaba zanahorias, antes de que empezara a llover. Que el país entero estaba buscándola. Que el pueblo había organizado partidas de voluntarios para peinar la isla.
—Hasta nuestra hija acaba de estar pegando carteles con su foto —dijo al tiempo que señalaba el rollo que el viento había arrojado al fondo del salón.
El hombre se llevó un dedo a la boca para que no alzara la voz.
—Lo que menos necesitamos es que se entere su hermana también.
—Pues habrá que decidir —espetó la mujer.
—Nuestro hijo es menor —expuso el hombre—. Y no está bien. ¿Qué pueden hacerle?
—Esa niña tiene conmovido al país entero. Imagina lo que pasará cuando sepan lo que nuestro hijo ha hecho con ella. —Sacudió la cabeza para apartar la imagen que su mente se empeñaba en proyectar—. Adiós a su vida. Por segunda vez. —Los ojos se le empañaron, llenos de tristeza y culpa, al recordar con nostalgia al niño que se despidió de ella la tarde del accidente—. Y esta vez será para siempre. Esto nunca se le va a perdonar. —La mujer se mordió el interior de los labios para evitar llorar—. No es justo… Otra vez no.
El hombre apenas pensó en el proceso judicial. Le bastó imaginar el futuro del niño sometido para siempre al rechazo popular. Un futuro dibujado en claroscuro desde la caída y que terminaría ahora de opacarse para siempre. Miró a su hijo, que acariciaba el pelo del cadáver, y recordó al niño lleno de imaginación que jugaba de pequeño haciendo caminar sobre el tazón de cereales del desayuno al espantapájaros de juguete que la abuela había confeccionado con dos puñados de paja y prendas diminutas cosidas a mano. Un perverso augurio de los hados lo convirtió en su personaje favorito de El maravilloso mago de Oz. El recuerdo infantil conmovió al hombre. Su hijo no merecía el oscuro futuro que el destino se empeñaba en ofrecerle.
—No es justo —repitió la mujer.
—Tampoco es justo lo que le ha pasado a esa niña —dijo entonces el abuelo—. Ella también tiene una familia.
Dio un paso al frente. Parte de la arena que la mujer había sacudido del pelo del niño crepitó bajo sus zapatos. Caminó por el salón, sobre las alfombras manchadas de barro, hasta situarse junto al teléfono tirado en el suelo. El abuelo se agachó y las rodillas chasquearon al flexionarse. Empujó las gafas que habían resbalado por su nariz. Primero cogió la base del teléfono y después tiró del cable hasta alcanzar el auricular y llevárselo al oído. El teléfono comunicaba. Sus rodillas chasquearon otra vez al ponerse en pie.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó la madre del niño.
El abuelo dejó el teléfono sobre la mesilla. Descolgó el auricular y lo sujetó entre la mejilla y el hombro.
—Lo único que podemos hacer —contestó—. Lo correcto.
Introdujo el dedo en uno de los orificios de la rueda del teléfono. La giró.
—No llames —le pidió—. Piensa en tu nieto.
La rueda regresó a la posición inicial con un débil traqueteo.
—¿Qué va a ser de tu nieto? —insistió.
Sin contestar, el abuelo inició otro giro.
—Ni siquiera es responsable de sus actos.
El disco repitió el recorrido de vuelta. El abuelo buscó el agujero para marcar el tercer dígito antes de que su nuera siguiera hablando. Acercó la cara al teléfono. Levantó sus gafas para ver mejor de cerca.
—Esta niña ya está muerta —continuó ella.
El abuelo encontró el agujero que buscaba. Introdujo el dedo.
—Pero tu nieto tiene toda la vida por delante.
El dedo tembló. La uña rascó la protección plástica del teléfono. Cuando recuperó el aplomo, giró la rueda. La abuela habló entonces:
—Es nuestro nieto —dijo. Tragó saliva al terminar la frase—. Por el que volvimos a vivir al faro. Al que vinimos a cuidar.
El abuelo no soltó la rueda. Con el dedo clavado en el número, el auricular contra su cara, miró a la abuela. La cuestionó sin necesidad de palabras. Apenas con un pliegue de la frente, preguntó si estaba segura de lo que decía. De lo que implicaba lo que decía. La abuela retorció el poyete de la barandilla como si quisiera estrangularlo.
—Estoy segura —contestó.
Los ojos de él viajaron entonces al crucifijo que colgaba del cuello de ella. La abuela lo apretó en un puño. Se llevó la otra mano a la nuca. La cadena se abrió, los dos extremos colgando a ambos lados de la mano cerrada. Besó sus dedos en tensión antes de esconder el revoltijo de cuentas en el bolsillo de la chaqueta de punto que ella misma había tejido.
—Es mi nieto —susurró como disculpa mirando al techo, que era su cielo.
El abuelo entendió lo que implicaba el gesto de su esposa. Aceptó su decisión. Sacó el dedo de la rueda, pero no se percató de que ésta retrocedía y completaba la llamada al servicio de emergencias. La mujer saltó por encima del cadáver de la niña en dirección a la mesilla. Presionó las lengüetas que cortaban la comunicación en el mismo momento en que una voz femenina atendía la llamada. Cogió el auricular del hombro del abuelo y lo depositó en la base del teléfono. Luego se dio la vuelta para dirigirse a la familia:
—No pienso entregar a mi hijo —dijo con voz profunda.
El niño aplaudió al saberse nombrado. A la tercera palmada no secundada, abandonó la celebración.
—Entonces, ¿vamos a esconder a la niña?
Avergonzado de su pregunta, el hombre desvió la mirada. Se rascó la frente aunque no le picaba.
—Todavía no han venido a buscar a la parte norte de la isla —explicó la mujer—. Empezaron desde su casa pero fueron hacia abajo, no subieron a esta parte.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer?
El hombre calló para dar oportunidad a que alguien verbalizara la idea. No quería ser él quien pusiera nombre a lo que todos estaban pensando.
—¿Esconderla? —concluyó al fin.
Un quejido agudo escapó de la garganta de la abuela. Se acercó a su nieto con una mano sobre los ojos, para no ver el cadáver. La baba del niño humedeció su blusa cuando lo abrazó.
—¿Enterrarla? —preguntó el hombre, pronunciando la palabra como si fuera ajena a su idioma. El sabor de los labios salados regresó a su paladar. También el hedor que exhaló del cuerpo hinchado. Y el tacto viscoso de su lengua de almeja—. ¿De verdad vamos a enterrar a esta niña?
Nadie respondió a la pregunta.
Un relámpago resplandeció en el cielo. Matizó durante un instante las sombras en los rostros del salón. El trueno que estalló a continuación retumbó bajo los pies de todos. Los cristales de las ventanas reprodujeron la vibración.
El pájaro de cuco apareció en el reloj.
Pió una vez. Dos. Tres.
Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.
Nueve veces.
—¡Decidme si es eso lo que vamos a hacer! —gritó el hombre.
En la primera planta, su hija, alarmada por la intensidad del relámpago y del grito, saltó de la cama. El libro cayó al suelo en su camino a la ventana, que miraba hacia la parte delantera de la casa, iluminada por la luz del porche. Una violenta ráfaga de viento se levantó en ese momento. La valla metálica que delimitaba la parcela tembló de poste a poste en frenéticas sacudidas. Unas manos invisibles tiraron de las ramas del árbol como si quisieran arrancarlo de raíz. El aire silbó entre sus hojas. La lámina ondulada que cubría el pozo luchó contra el peso de la piedra con que el hombre la había sujetado. Acabó levantándose por una esquina. La roca rodó al suelo. El cuadrado metálico alzó el vuelo como una cometa cuya cuerda nadie sujetara. Flotó unos segundos en el aire. Un segundo vendaval disparó la lámina contra la casa, como un proyectil. La hija se llevó las manos a la cara.
La ventana del salón se quebró en una lluvia de cristales cuando la esquina del metal la atravesó. La abuela aumentó la presión del abrazo a su nieto. El hombre acababa de preguntar, a gritos, qué demonios iban a hacer con el cuerpo de la niña. La lámina ondulada cayó en el interior del salón. Se deslizó por el suelo de madera hasta que el propio cadáver detuvo su avance.
El hombre tardó en identificar el objeto. Al descubrir lo que era, miró a su mujer con los ojos muy abiertos, el ritmo cardíaco acelerado. Ella asintió ante la llegada de aquella solución.
—El pozo —susurró el hombre.
El abuelo leyó la palabra en los labios de su hijo. Vislumbró también la idea que se había encendido en su mente. Empujó entonces la montura de sus gafas. Ajustó las patillas. Comenzó a enrollar los puños de su jersey a lo largo del brazo, hasta el codo.
Una puerta se abrió en la primera planta.
—¿Se ha roto la ventana? —preguntó la hija desde allí.
Y comenzó a bajar las escaleras.