21

Dejé el tarro de las luciérnagas en el cajón a toda prisa. Me desvestí. Aparté la almohada que había escondido bajo las sábanas para simular mi figura y me refugié en la cama tapado hasta la barbilla.

Oí a mi hermana vomitar en el baño.

Emitió un quejido de dolor.

Similar al que yo ya había escuchado una vez, cuando descubrí cómo a mi hermana se le había salido el ombligo para fuera cuando aún estaba embarazada. Ocurrió una noche mientras nos preparábamos para tomar un baño, esperando desnudos a que la bañera se llenara.

—¿Va a salir el bebé? —había preguntado yo al ver el protuberante ombligo.

—Espero que no —contestó ella, que se miraba al espejo masajeándose los pechos.

Yo me había arrodillado para colocar la cara a la altura del bebé.

—¿Estás a oscuras? —pregunté a la barriga. Pegué la oreja a la piel de mi hermana esperando una respuesta que no se produjo—. ¿Tienes luz ahí dentro?

Mi hermana me apartó.

—Anda, quita —dijo—. ¿Cómo va a haber luz dentro de la tripa? ¿De dónde iba a venir?

—Tampoco sabemos de dónde viene la luz que entra por la rendija del techo.

Ella bufó tras la máscara.

—¿No lo sabe papá? —preguntó.

Negué con la cabeza.

Metí una pierna en el agua de la bañera para probarla. La saqué enseguida como en un espasmo.

—¿Qué? —preguntó mi hermana—, ¿está fría?

—Helada —contesté.

Aunque el agua del sótano nunca salía caliente, girando la llave hacia la izquierda se obtenía una temperatura aceptable. Mi hermana la había girado ahora completamente a la derecha.

—¿Por qué la has llenado así?

—Sal —me dijo.

—Tengo que bañarme yo también.

—Sal —repitió—. O si quieres me quito la máscara.

—Papá nos va a regañar como nos bañemos separados.

—Luego puedes entrar.

Se abalanzó sobre mí para empujarme con su enorme tripa. Me sacó al pasillo. Se asomó y miró a ambos lados.

—Cuenta hasta diez y entra.

Cerró la puerta dejándome desnudo allí fuera.

Empecé a contar.

Uno. Dos. Tres. Cuando llegué a cuatro oí el cuerpo de mi hermana meterse en el agua. Cuando llegué a seis, la oí expulsar aire por la boca y emitió ese quejido de dolor tan particular. Cuando llegué a nueve oí cómo castañeteaban sus dientes. Y cuando llegué a diez abrí la puerta. Vi a mi hermana respirar con dificultad sumergida de cuello para abajo en el agua helada de la bañera. Tan sólo su tripa emergía de ella como una montaña de carne.

Pisé los charcos que se habían formado en el suelo.

Metí la pierna en el agua. La retiré con otro espasmo. El frío cortaba la piel.

—Está demasiado fría —dije.

La máscara de mi hermana, empapada, se giró para mirarme.

—Está perfecta —contestó.

Sus dientes castañetearon mientras hablaba.

La imagen de la máscara empapada y sus dientes haciendo aquel ruido permaneció en mi recuerdo. Entendí por primera vez la realidad de lo que había ocurrido aquella noche en el baño. Era lo mismo que mi hermana había intentado hacer ahora con el veneno. Deshacerse del bebé.

El sonido de una arcada seca, áspera, llegó desde el baño. Mi abuela seguía obligando a mi hermana a vomitar.

La puerta de mi habitación se abrió de golpe.

Desde allí hasta mi cama, un rectángulo de luz se encendió sobre el suelo. Dentro de él se proyectaron dos sombras alargadas, la de mi padre y la de mi hermana. Él la sujetaba a ella por los hombros, de espaldas a mí. Un trozo de la tela rosada de la blusa emergía como un pañuelo de cada puño de mi padre. La cara de mi hermano flotaba en algún plano posterior. Fue él quien encendió la luz.

Mi madre apareció con la máscara.

—Póntela —le dijo a mi hermana.

Acercó la careta a su rostro, pero ella lo apartó.

—Me duele…

Mi padre la sacudió agitando aquellas asas de tela. Las agarró con fuerza cuando las piernas de ella se doblaron. La cabeza le bailó sobre los hombros, el pelo moviéndose a un lado y a otro.

—Si no te he hecho nada —dijo papá.

—No tienes nada —añadió la abuela en algún lugar del pasillo—. Te merecías mucho más por lo que has hecho. A un pobre bebé indefenso.

Mamá acercó de nuevo la máscara.

—Vamos —dijo—, está tu hermano en la habitación. No puedes dormir aquí sin esto.

Logró encajar la careta. Estiró la goma hasta que abarcó toda su cabeza, y luego soltó el elástico.

—A partir de ahora duermes con tu hermana —me dijo papá—. No podemos arriesgarnos a dejarla con el bebé.

Papá la empujó dentro de la habitación. Ella se retorció para frenar el avance. Después se dejó caer. Golpeó el suelo con el culo, la vibración se dejó sentir en la estructura de la litera. Papá se quedó con la blusa en las manos, los brazos de mi hermana extendidos hacia arriba, su cara oculta tras el tejido. El cuello de la prenda se daba la vuelta a la altura de la barbilla.

Los dos pechos, desnudos, cayeron en sentidos opuestos.

—Haz lo que te dé la gana —dijo papá.

Soltó la tela. Los botones golpearon a mi hermana en la cabeza. La blusa se recolocó parcialmente sobre su cuerpo.

Permaneció sentada unos segundos.

Después cayó hacia un lado.

Salté de la cama para socorrerla, pero mi madre y mi abuela llegaron antes. Se arrodillaron junto a ella.

—¿Es por el veneno? —preguntó la abuela.

—Pero si lo ha vomitado todo —respondió mamá.

—¿Qué le pasa? —intervino papá—. ¿Respira?

Puso su mano sobre el pecho de mi hermana.

—Claro que está respirando —dijo—. Sólo está desmayada. Otra vez.

No recordaba que ella se hubiera desmayado nunca en el sótano.

—Hija —dijo mi padre—, ¡despierta!

Ella gimió.

—Hala, ya está —añadió papá.

Tumbada bocarriba, la cara blanca de mi hermana imploraba al techo como hizo la máscara vacía desde la mesa la noche que le sangró la nariz. Murmuró algo que no entendí. Movió la cabeza a ambos lados.

Mi padre detuvo el movimiento agarrándola de la frente.

—Vuelve a intentar hacerle algo al bebé…

Aunque no terminó la amenaza, sus dedos apretaron el material ortopédico. Mi hermana flexionó las piernas, retorció la cintura.

—Espero que te haya quedado claro —añadió papá.

Ella asintió. Él la levantó agarrándola de las axilas. Dio unos pasos atrás para mantener el equilibro. Después comprobó que se mantuviera erguida por su propio pie. La cadera cedió y pareció que iba a caer de nuevo, pero las piernas acabaron por enderezarse.

—Ayúdame a meterla en la cama.

Mi madre se aproximó rodeándolos sin saber muy bien qué hacer.

—Anda, aparta —le dijo mi padre—. Retira las sábanas.

Mamá subió dos escalones de la escalera de la litera y abrió la cama de mi hermano. Papá empujó a mi hermana. Ella clavó los pies en el suelo. Los dedos se le arrugaron, se le encogieron, al oponer resistencia.

—En sus sábanas no —murmuró.

Papá empujó con más fuerza. Ella se resistió derrapando con los talones.

—En sus sábanas no —repitió con un hilo de voz, adormecida aún por el desmayo.

Papá sopló para apartarse de la cara el pelo de ella. Escupió un mechón.

—Esto tampoco es necesario —intervino la abuela.

—Voy a buscar otras sábanas —añadió mi madre.

Cuando papá siguió empujando, mi hermana profirió un último grito:

—¡En sus sábanas no!

Su cuerpo se relajó. O más bien se desinfló. Como si el grito la hubiera desprovisto de sus últimas fuerzas.

—En sus sábanas no…

Mi hermana se desplomó hacia un lado. Papá flexionó las piernas para tratar de sujetarla. Cuando se vio incapaz de sostener su peso muerto, la dejó caer al suelo. Tirada sobre un costado a los pies de la litera.

—Pues aquí te quedas —dijo.

Se sacudió las palmas de las manos como si se deshiciera de una molesta carga. Y fue ese sencillo gesto el que detonó en mí la explosión de tristeza acumulada ante todo lo que había ocurrido esa noche en el sótano. Porque imaginé que papá podría haber hecho un gesto similar noches atrás al deshacerse de mi hermana después de que ella se hubiera defendido arañándole la espalda. Pensé en la manera en que la abuela se había referido al bebé como un vergonzoso pecado. Y en cómo mi hermana había intentado envenenarlo para que no viviera conmigo en el sótano.

En mi interior nació entonces una emoción desconocida. Una chispa que luchó por encenderse.

Noté las lágrimas condensarse en mis ojos. Mi familia se movió por la habitación como manchas borrosas. Las zapatillas de papá se arrastraron de regreso a su habitación. Mamá cambió las sábanas de la litera. Dio unas últimas palmadas ahuecando la almohada.

—Venga, a dormir otra vez —me dijo.

Abandonó el cuarto sin darse cuenta de mi estado. Dos sendas de moco fluyeron hasta mi boca. Contuve las ganas de sorberme la nariz porque el sonido hubiera alertado a mi abuela. Ella fue la última en salir de la habitación. Tanteó el aire hasta dar con mi coronilla. Abrí la boca para poder respirar. Saboreé el gusto salado de los mocos. Notaba obstruida la garganta por el esfuerzo que hacía para no delatar el llanto.

—Mañana le diré a mamá que te haga un desayuno especial —dijo. Me revolvió el pelo y añadió—: ¿Qué quieres? ¿Huevos o tostadas?

Moví la lengua dentro de mi boca abierta. Era incapaz de hablar.

—¿Eh? —insistió ella.

—Huevos.

Lo pronuncié como si fuera una sola sílaba.

—Pues huevos entonces —dijo—. Y no te preocupes por tu hermana. Lo que ha hecho ella es mucho peor.

Revolvió mi pelo otra vez antes de irse. El olor de los polvos de talco se desvaneció también. Por fin pude relajar la garganta. Me sequé los mocos con el antebrazo.

Mi hermana no era más que un montón de ropa junto a la litera. Emitía un extraño ronquido.

La chispa en mi interior prendió.

Me arrodillé frente al cajón.

Tragué saliva.

Saqué el tarro de las luciérnagas.

—Necesito que brilléis —les dije—. Necesito ver la luz de fuera.

Sostuve el tarro frente a mis ojos.

Permaneció a oscuras.

—Por favor…

Miré a la nada entre mis manos, deseando ver los rayos de sol que ellas me habían traído del mundo exterior. Aunque no fuera así en realidad. Aunque su luz no fuera más que otra luz artificial en mi vida, un montón de químicos en el abdomen de un insecto.

—Sacadme de esta oscuridad.

Una lágrima resbaló por mi mejilla, hasta mi boca.

Agité el tarro.

—Quiero ir al sitio de donde venís vosotras.

Parpadeé preparándome para ser deslumbrado. Cerré los ojos. Esperé. Quería darles tiempo a encenderse. Los volví a abrir confiando en encontrar la habitación coloreada de verde.

Pero hallé la misma oscuridad.

Sacudí el tarro.

—Vamos —supliqué.

El tintineo de los lápices contra el cristal creció en intensidad cuando incrementé la velocidad de mis manos.

Agité el tarro hasta que el cansancio en los hombros me llevó a aceptar lo que había ocurrido.

Apoyé el envase sobre el mueble. Esta vez lloré sin contención, recordando el mágico momento en que había aparecido al otro lado de la ventana el primer destello de luz verde. La primera luciérnaga que llegó desde el mundo exterior. Justo después de que yo descubriera que no podría visitar ese mundo aunque quisiera, porque la puerta de la cocina siempre había estado cerrada.

Fue la primera de todas esas luciérnagas que habían venido a morir a mi tarro.

El sótano de cristal al que yo las había condenado.

Por primera vez me sentí perdido en esa oscuridad que siempre había sido mi mundo. Ajeno a ella. Extraño en el sótano.

La chispa desconocida que había prendido dentro de mí se transformó en una pequeña llama. Una llama que quemaba.

—Quiero salir de aquí —dije a la oscuridad.

Respiré hondo aceptando la verdad.

Entregado al deseo de una nueva vida.

—Quiero salir de aquí —repetí para escucharme.

El montón de ropa que era mi hermana se movió. Los diferentes tejidos rozaron entre sí. Crujieron también algunos de sus huesos.

—¿De verdad quieres salir?

Su voz cansada flotó en la oscuridad de la habitación.

Acaricié el frío cristal del tarro que no volvería a brillar.

—Quiero salir.

—Yo puedo ayudarte a salir —dijo ella entonces. La máscara se izó entre una maraña de pelo. La voz reverberó contra el material ortopédico de la careta, que se había descolocado con el último forcejeo—. Si es que no me muero antes.

—No te vas a morir. Te han hecho vomitarlo todo. Como al bebé.

Ella gimió.

—¿Por qué no quieres que el bebé viva en el sótano? —pregunté—. ¿Por qué no te gusta que vivamos aquí?

—A mí me da igual donde viva ese niño. Yo sólo quiero dejar de cuidarle. Y hacer sufrir a tu padre. A ver cuándo te enteras.

Ella se ajustó la máscara, y yo me tapé la cara por si acaso.

—No seas tonto. Puedes mirar.

Retiré las manos. Ella terminaba de colocarse la blusa. Al incorporarse se llevó la mano a la máscara. Acarició aquella barrera que le impedía acceder a su verdadera piel.

—Me duele —dijo.

—¿Qué te ha hecho papá?

—Me duele mucho. Tengo que aflojarla.

Se tambaleaba bajo la bombilla. Tiró de la goma de la máscara. Colocó una mano sobre su rostro artificial, encajando tres dedos en los tres agujeros. Oí un chasquido elástico cuando la goma se liberó detrás de su cabeza.

—No puedes hacer eso —dije.

Mi hermana tiró de la careta hacia delante.

—¿No has visto lo que me ha hecho tu padre? Sólo quiero que este plástico no me apriete las heridas. No hace falta que cierres los ojos. Sólo tengo que aflojar la goma.

Se quejó cuando el material ortopédico se separó de su rostro. Desde donde yo estaba parecía que la máscara siguiera en el mismo sitio. La sujetaba con una mano por la barbilla, y con la otra manipulaba la cinta elástica para aflojarla.

Dejó caer los hombros con una profunda exhalación.

—¿De verdad quieres salir del sótano? —dijo—. ¿Por fin?

Miré el tarro apagado de las luciérnagas.

—Sí —contesté—. ¿Tú sabes cómo?

—Claro que lo sé. Pero tienes que hacerme una promesa antes.

—¿Cuál?

—Que me harás caso sólo a mí. Y que abrirás los ojos a partir de ahora. —Alargó las vocales al hablar. Su cintura describió un círculo, como si bailara un aro imaginario—. ¿Me lo prometes?

Afirmé con un sonido de garganta.

—Si no los abres, nunca vas a enterarte de lo que pasa realmente en este sótano —añadió—. Hasta ahora no te has enterado de nada, y…

Dejó caer la máscara antes de acabar la frase.

Vi su rostro durante un instante antes de poder reaccionar.

Y después de ese instante, mis ojos se negaron a cerrarse.

Porque la cara que apareció tras la máscara lo cambió todo.

Mi hermana parpadeó, tan sobrecogida como yo de poder mirarnos sin la habitual barrera de plástico blanco. No había en su rostro ningún desagradable agujero en el lugar de la nariz. Tampoco había ninguna quemadura. Aparte de las marcas de los recientes bofetones de papá, la cara de mi hermana era tan lisa y rosada como la mía. Incluso pude distinguir debajo de uno de sus ojos un par de lunares idénticos a los míos.

—¿Lo ves? —preguntó ella.

En ese momento, las luciérnagas en el tarro regresaron a la vida para brillar con mayor intensidad que nunca.