Me golpeé la cabeza contra las tablas que sujetaban el colchón al intentar salir. Mi barbilla impactó contra el suelo. El tarro de las luciérnagas rodó. Pataleé como si nadara, tratando de hacer el mayor ruido posible. No encontré la fuerza suficiente para gritar.
Cuando logré sacar la cabeza, gané estabilidad anclando las manos en el suelo. Alcé la mirada en dirección a mi hermana sin importarme la cara que pudiera encontrar. Pero ella estaba de espaldas. Su pelo se balanceaba sobre los hombros, libre sin la goma que siempre lo sujetaba al cráneo.
—Pero ¡qué pasa!
Fue mi abuela quien gritó aquello. Se incorporó de golpe y movió los brazos en el aire como si le atacaran un montón de avispas.
Mi hermana se escabulló por un lado de la cuna, en busca de la esquina del dormitorio. Una huida muy parecida a la de la rata que encontré en esa misma cuna. Se acurrucó contra el rincón, escapando hacia la nada.
El niño reanudó un llanto anterior. Sonaba amortiguado al provenir del pequeño espacio al que le había confinado mi hermana, entre su pecho y la pared. Cuando los alcancé, intenté colar mis manos por sus caderas, pero ella me lo impidió a base de codazos. Agitaba los brazos como si fueran las grandes patas de una mantis religiosa.
—¡Deja al bebé! —grité.
Una mano áspera me tapó la boca. Saboreé los polvos de talco. Mi abuela me sujetó por la tripa y tiró de mí. Estiré los brazos en el afán de agarrar a mi hermana. Y a mi sobrino. Cerré los puños en el aire. La abuela me giró y se arrodilló frente a mí. Mechones de pelo blanco recorrían su cara enganchándose en las pestañas, en las cicatrices de su piel y en las comisuras de sus labios. Pude ver varias calvicies.
—¿Qué pasa? —gritó. Me apretó la cara entre sus manos—. Tienes que describírmelo.
Tomé aire.
A mi espalda oía a mi hermana retorcerse en el rincón.
Gotas de sudor resbalaron por mi frente.
Se me escapó un gemido incontrolado. Tardé en poder articular alguna frase.
—Le está dando matarratas al bebé —dije al fin.
Las dos cejas de mi abuela se juntaron al inicio de su nariz para convertirse en una sola. Movió los labios pero no dijo nada.
En ese mismo momento un temblor se inició en mi habitación. El terremoto avanzó por el pasillo hacia nosotros. La puerta se abrió, el picaporte golpeó la pared, y mi hermano apareció en el cuarto.
La abuela aprovechó su presencia.
—Quítale al bebé —le ordenó.
Señaló la esquina en la que mi hermana seguía agazapada. Di un paso atrás para apartarme del camino de mi hermano. Para él no supusieron ningún problema los codazos que ella le propinaba. Ni sus patadas. Mi hermano encajó varias coces antes de poder agarrarla de los brazos. Tiró de los hombros de ella hacia atrás, abriendo un mayor espacio entre su cuerpo y la pared. Los intentos de mi hermana por defenderse quedaron reducidos a espasmos.
Mi hermano nos gritó:
—¡Cogedlo!
Mi abuela se adelantó. Palpó los contornos de mis hermanos buscando un hueco por el que acceder al bebé hasta que logró colar los brazos por encima del hombro de él.
—Suéltalo —dijo.
Mi hermana se sacudió.
—Suéltalo —repitió mi abuela.
Las venas abultadas de sus tobillos cambiaron de forma cuando se puso de puntillas. La cara roja del bebé emergió tras la espalda de mi hermana. Mi abuela lo agarraba por debajo de los brazos, los pies colgando en el aire. Después lo acunó, siseándole.
Se sentó en su cama.
Mi madre entró entonces en la habitación. Cuando descubrió a mi hermano reduciendo a mi hermana en el rincón, gritó:
—¡Déjala!
Saltó al rincón con el codo flexionado apuntando hacia fuera. Se lo clavó a mi hermano en la parte baja de la espalda al caer sobre él.
—¡Déjala! —Le atizó dos puñetazos más en la espalda—. ¡Que la sueltes!
Su respuesta fue sólo un gruñido.
—No es lo que piensas. Él no ha hecho nada esta vez —dijo la abuela—. Ha sido tu hija.
Mamá detuvo el ataque. La holgada camiseta con la que dormía le llegaba hasta las rodillas y dejaba ver la hendidura de su pecho.
Papá apareció bajo el umbral.
Su rostro se arrugó al ver a mi madre con las piernas separadas, los hombros caídos y las manos colgando a ambos lados del cuerpo. Y a mi hermano empujando a mi hermana para aprisionarla contra la pared.
Sentada al borde de la cama, la abuela extendió los brazos ofreciendo el bebé a cualquiera que pudiera observarlo.
—¿Tiene la boca azul? —preguntó—. ¿Tiene la boquita azul?
El niño pataleó y lloró.
—¿Qué dices? —Mi padre me miró en busca de alguna explicación—. ¿Qué dice tu abuela?
En lugar de responder, me acerqué a ella. Toqué sus brazos para que supiera que estaba allí. Los bajó a mi altura. Cogí al bebé como mamá me había enseñado. Después me senté sobre la cama, junto a mi abuela.
—¿Qué es eso de la boca azul? —preguntó papá.
Abrí la boca del bebé con dos dedos. Burbujas de moco explotaron en su nariz y me salpicaron la mano. Separé sus labios descubriendo los filos de carne que eran sus encías. Las examiné, así como el interior de los labios. Un nuevo llanto ruidoso me permitió asomarme al interior de su boca.
Mis lágrimas me delataron.
La abuela me tocó los párpados antes de que yo pudiera decir nada.
—No…
Fue mi madre quien dijo aquello. Debió de ser el momento en que entendió lo que ocurría. Quizá, como yo, recordó los cubitos de matarratas desaparecidos. Quizá recordó también el color azul del veneno. Y captó el sentido de la pregunta de mi abuela. Y el de mis lágrimas. Y entendió por qué mi hermano aprisionaba a mi hermana contra la pared.
—¡Qué le has hecho! —gritó al rincón.
Se arrodilló junto a mí para mirar al bebé. Le acarició la cara con un dedo. Después le pellizcó con fuerza. Dos veces. Tres. Quise apartar al bebé, pero cuando reanudó el llanto, con la boca muy abierta, entendí lo que pretendía mamá. Mantuvo su boca abierta hasta que ella también pudo ver la punta de la lengua de color azul. Me arrebató el bebé de los brazos y le agarró la lengua haciendo pinza con dos dedos.
—Hay que hacerle vomitar —dijo.
Mi hermana habló desde su prisión en el rincón, con la voz entrecortada:
—Tranquilos… no… no se va a morir —su respiración le raspaba el pecho—, nunca… nunca se muere.
La cicatriz de pelo en la cara de papá dibujó un ángulo recto que nunca había visto.
—No podéis obligarme a… —se atragantó con sus propias palabras— a querer a ese niño. Ese bebé es una aberración.
—¡Cállate! —gritó papá—. Está aquí el niño.
Mis padres se miraron entre ellos. Después sus ojos se posaron en mí sólo un instante. La abuela enderezó la espalda de forma tan repentina que escuché tensarse los músculos de su cuello. Mamá salió de la habitación con el bebé en brazos, en dirección al baño.
Papá se acercó al rincón, apartando a mi hermano.
—¿Qué le has hecho al bebé? —preguntó a mi hermana.
Ella se tapó las orejas por encima del pelo. Agitó la cabeza apretándola contra la pared. Papá la obligó a girarse.
Cerré los ojos y los cubrí con mis manos antes de que se diera la vuelta.
—¿Y tu prótesis? —preguntó papá—. ¿No ves que está el niño?
—No importa —contestó ella—. Tienes a tu hijo muy bien enseñado. No hay forma de conseguir que me mire a la cara.
—Hace bien. No tiene por qué verla.
Mi hermana gimió de dolor.
—Dime qué le has hecho al bebé.
Papá escupía las palabras.
—Le he dado un poquito de esto —respondió ella.
Oí un sonido que no identifiqué.
—Guárdate esa lengua —dijo papá—. Y dime por qué está azul.
—¿Y por qué te importa tanto…, papá?
Pronunció la última palabra con una inflexión exagerada. Entendí el significado que quería darle. Oí la primera bofetada. Después hubo otra.
La risa gutural de mi hermano estalló por allí cerca.
La abuela me agarró de la muñeca.
—Vámonos —susurró.
Hubo otra bofetada.
Esta vez mi hermana gimió.
—¿Quieres desfigurarme? —dijo—. ¿Todavía más?
Mi abuela me guió a través de la habitación. Quise detenerme al recordar el tarro de las luciérnagas, debajo de la cama, pero la abuela me sacó del cuarto con un tirón. La puerta se cerró a mis espaldas. Al otro lado, mi hermana gritaba.
En el baño, mi madre sujetaba al bebé sobre su pecho. Una mancha húmeda cubría gran parte de la camiseta.
—Lo he conseguido —dijo—. Ha vomitado.
Con un dedo repasó la humedad del tejido, de la que extrajo algunos restos blancos y azulados. Sacudió el dedo sobre el lavabo.
—¿Veis?
—¿Qué és? —preguntó la abuela.
Se lo describí.
Mamá separó al bebé para mirarle la cara.
—¿Se pondrá bien? —Examinó su rostro en busca de algún síntoma extraño—. No tiene mala cara. Yo creo que lo ha vomitado todo.
—¿Le has lavado la lengua?
—Tuve que tirar de ella. Es lo que le hizo vomitar.
—No ha podido tomar mucho —dije—. Salí de la cama antes de que empezara a chupar.
—¿Qué hacías tú ahí escondido? —preguntó la abuela.
Mamá acunó al bebé.
—¿Escondido? —preguntó—. ¿Y por qué vas vestido así?
Pensé en mi misión secreta. En la idea de defender a mi hermana de las manos de papá. Cuando en realidad era al bebé a quien había que defender de las manos de mi hermana.
Salí del baño sin responder a mamá.
—¿Escondido dónde?
Volvió a preguntar pero yo ya enfilaba el pasillo en dirección a la cocina. Oí a mi abuela explicarle lo que había ocurrido en la habitación. Apreté el interruptor y un cono de luz anaranjada iluminó la estancia principal. Aún debían de quedar varias horas para que apareciera la mancha de sol. Pegué el respaldo de una silla al horno en la cocina y me encaramé a ella para alcanzar uno de los armarios más altos. Lo abrí. Olía a trapo seco. Había botes de lejía, de amoníaco, dos velas medio consumidas, cerillas, estropajos con la cara verde gastada y, al fondo, la caja que estaba buscando. La caja del matarratas. Salté al suelo sin preocuparme de devolver la silla a su lugar. Observé el dibujo del roedor en un círculo amarillo.
En el fregadero, separé las solapas de la tapa, agitando la caja para que cayeran los cubitos que quedaban. Abrí el grifo. Machaqué el veneno con una cuchara grande de madera, dirigiendo los pedazos al desagüe para que el agua me ayudara a disolverlos.
Lloré al pensar lo que podría haber ocurrido. Al imaginar que nunca más habría podido coger al bebé entre mis brazos para disfrutar juntos de la mancha de sol en el salón. Ni a colocarnos en la ventana del pasillo respirando el aire que venía de fuera. O que nunca habríamos crecido juntos para que pudiera hablarle sobre la noche en que dejé la lámpara de las luciérnagas en su cuna para que no tuviera miedo a la oscuridad.
Mi hermana estaba equivocada cuando decía que no era una vida lo que el bebé y yo teníamos en el sótano.
Claro que lo era.
Era la nuestra.
La única que teníamos.
El veneno terminó de disolverse bajo el grifo.
Una puerta se abrió en el pasillo.
Oí a mi hermana llorar. Hubo golpes contra las paredes.
—Hacedla vomitar a ella también —dijo mi padre—. Se lo ha tragado todo.
El agua del lavabo empezó a correr.
Aproveché que toda mi familia socorría a mi hermana para regresar al cuarto del bebé. Revisé mi escondite bajo la cama. Encontré lo que buscaba. El tarro de las luciérnagas había quedado oculto cuando rodó por el suelo antes del incidente. Esta vez lo escondí debajo de la camiseta negra. Se adivinaba todo su relieve en el tejido, pero sabía que nadie me iba a prestar atención en aquel momento. En el pasillo, mi hermano observaba desde la puerta, con el cuello estirado, lo que acontecía en el interior del baño.
Antes de cerrar la puerta de mi habitación escuché, entre los gemidos de mi hermana, los rebuznos de mi hermano y las instrucciones de mi abuela para provocar el vómito, una frase que dijo papá:
—No pienso ocuparme de otro cadáver.