18

A la mañana siguiente, mientras mamá me explicaba con un libro de texto que en la Tierra había un montón de placas tectónicas que se movían y chocaban entre sí formando montañas, yo pensaba en otro libro. Mi Manual del joven espía. De él iba a extraer todos los trucos para proteger a mi hermana.

Mamá me habló del núcleo líquido, del manto, de la corteza y de la atmósfera.

—¿Lo has entendido? —preguntó.

Asentí.

—A ver si es verdad. —Empujó hacia mí el libro por la página en la que aparecía dibujada la Tierra, cortada por una esquina como una naranja—. Ejemplo práctico: ¿dónde vivimos nosotros?

Me entregó el lápiz con el que ella había estado subrayando parte del texto. De rodillas sobre la silla dibujé un rectángulo, el lugar donde nosotros vivíamos. El sótano.

La nariz de mamá silbó cuando le mostré el dibujo.

—Hijo, eso es el centro de la Tierra. Nos has puesto al lado del núcleo.

Me quedé mirándola sin entender en qué me había equivocado. Ella me arrebató el lápiz.

—Vivimos aquí.

Dibujó una flecha que señalaba la parte azul y blanca de aquella bola.

—¿De verdad? —pregunté.

Mamá asintió.

—Qué bien. Pensé que estábamos más abajo.

Su mano rugosa se apoyó sobre la mía. Se quedó mirándome.

—¿Qué? —pregunté al rato—. ¿Por qué me miras?

Sonrió haciendo que un ojo se le cerrara.

—Venga —dijo al fin—, ha terminado la clase.

Corrí a mi cuarto.

Me tiré en la cama a releer los capítulos del manual que me servirían de ayuda para esa noche. Encabezando uno de ellos aparecía el lema principal que debía guiar al buen espía.

—«Que nadie sepa que estás allí» —leí en voz alta—. Nadie lo sabrá —susurré a las páginas.

El libro aconsejaba conocer bien el territorio que había que cubrir. Eso no era problema, conocía hasta el último detalle del cuarto de mi hermana. Una ilustración de un niño espía uniformado lo mostraba vestido de negro. Lo más parecido que encontré en el armario fue una camiseta negra y un pantalón gris de pijama. Los escondí debajo de la sábana. Además, el joven espía llevaba la cara tapada con una prenda que sólo dejaba ver sus ojos. Recorrí el cuarto sabiendo que no encontraría nada parecido en el sótano. También llevaba en una mano algo que se llamaba walkie talkie, que servía para avisar a la central en caso de peligro. Sacudí la cabeza porque no tenía un aparato así, ni tampoco una central a la que llamar. En la otra mano, el niño sujetaba una linterna. Que yo supiera, en casa sólo había un par de velas y una caja de cerillas que mamá guardaba en uno de los armarios más altos de la cocina. Cuando era pequeño papá me enseñó un truco que siempre me hacía reír: formaba una estructura con cinco cerillas, encendía una de ellas y, cuando ésta se consumía, el resto saltaba por los aires como en una explosión de palitos. Dejó de hacerlo cuando fui creciendo. Toqué el círculo de luz con el que el joven espía alumbraba una huella en un camino de barro.

—Necesito una linterna… —murmuré.

Oí cómo uno de los lápices de colores se movió dentro del tarro. Las luciérnagas lo habrían desplazado al escalar por él. Sonreí. Podía no tener walkie talkie. Podía no tener pasamontañas. Pero sí tenía mi propia linterna. Cuando abrí el cajón, el tarro de las luciérnagas brilló intensamente, iluminando el interior del mueble y la cáscara del pollito que descansaba vacía a su lado.

—Pero tendréis que estar apagadas hasta que yo lo diga. No queremos que mi hermana nos vea. Y mucho menos papá.

Las luciérnagas se apagaron. Las vi caminar por las paredes transparentes del bote. Releí entonces en voz alta el lema del buen espía escrito en letras mayúsculas de color naranja:

—«Que nadie sepa que estamos ahí».

Pasé el día ensayando movimientos en el suelo de mi cuarto. Rodando de un lado a otro de la habitación. A la hora de la cena estaba tan nervioso por la inminente misión que apenas pude comer nada. Mi madre golpeó la bombilla con la cabeza cuando se levantó para recoger los platos. Las sombras se alargaron y se encogieron deformando los volúmenes de la mesa. Papá agarró el casquillo para detener el movimiento.

—¿No tienes hambre? —me preguntó—. Te queda la mitad del plato.

Arranqué con el tenedor la cima de una montaña de puré de patata y me la llevé a la boca. La mastiqué sin ganas.

—Venga, date prisa, que tu madre no tiene por qué hacer tres viajes.

Tragué.

—Así me gusta —dijo papá.

—No quiero más.

Empujé el plato al centro de la mesa, arrastrando el mantel con él.

—¿Sabes que hay niños que se mueren de hambre en otras partes del mundo? —dijo papá.

—Yo no conozco otras partes del mundo.

—¿Cómo que no? —intervino mi madre—. Hoy has conocido el manto, el núcleo… ¿Sabéis que ha dibujado el sótano como si estuviéramos en el centro de la Tierra?

Los ojos de la abuela brillaron.

Mi hermana rió.

—Espera —dijo antes de levantarse.

—¿Vas a comer más o no? —preguntó mamá.

Negué con la cabeza. Ella levantó mi plato y lo colocó encima de la torre que había formado mientras hablaba, aplastando con él los restos intactos del séptimo plato que nadie había tocado.

—Me voy a la cama —dije.

Papá exageró un gesto de sorpresa.

—¿Ni siquiera quieres saber qué película vamos a ver hoy?

—Da igual —respondí—, seguro que es de las que yo no puedo ver.

—Porque eres más pequeño que yo —dijo mi hermano, a mi lado.

Dos gotas de saliva cayeron al mantel arrugado.

—¿Por qué no vemos hoy una de dibujos animados? —preguntó la abuela.

Mi hermano gruñó a modo de queja.

—Da igual, abuela —dije—. Tengo sueño.

—Tu voz no me suena cansada.

El puré de patata se había quedado atorado en mi garganta. La abuela había descubierto mi mentira. La misión peligraba antes de comenzar. Nunca sería tan profesional como el niño espía de mi manual, con su uniforme, su linterna y sus aparatos. Yo me tendría que limitar a escribir mensajes secretos con jugo de limón y a comunicarme por código morse con pollitos y luciérnagas.

Noté los ojos de mi familia sobre mí, como si de ellos emanara calor. O quizá era el calor de la sangre ascendiendo a mi rostro. Desvié la mirada como para escapar y localicé a mi hermana junto a la estantería del salón. Agachada, buscaba algún libro, recorriendo con un dedo los lomos de los que estaban colocados en los estantes inferiores.

—¡Aquí está! —exclamó.

Acaparó con ello la atención de los demás. Excepto la de mi abuela, que mantuvo su cara dirigida a mí, con nuevas arrugas de extrañeza.

Algo me golpeó en el hombro.

—Mira —dijo mi hermana sosteniendo un libro frente a mis ojos—. Esto es el centro de la Tierra. Lo nuestro es sólo un sótano.

Papá chasqueó la lengua.

—Déjale.

Leí la portada del libro en voz alta:

—«Viaje al centro de la Tierra».

—Ya tienes algo que leer en la cama hasta que de verdad tengas sueño —dijo mi abuela.

Cuando guiñó un ojo desaparecieron las dudas de su rostro.

Dejé el libro en el suelo, al lado de mi cama, abierto por las primeras páginas. Como una tienda de campaña para las ratas del sótano. Retiré las sábanas. Me vestí con el uniforme con el que debía emular al niño espía del manual.

Oí pasos en el pasillo.

Me lancé sobre la cama y me tapé hasta el pecho. Justo antes de que mamá apareciera por la puerta, agarré el libro del suelo y fingí leer.

—¿Desde cuándo te vas a dormir sin darme un beso?

Mamá se sentó en la cama, levantó un dedo simulando un enfado y, con ese mismo dedo, empujó mi libro hacia abajo.

—¿Y desde cuándo duermes con camiseta?

Incapaz de idear una respuesta, desvié la atención con otra pregunta.

—¿No vivimos en el centro de la Tierra?

—Ya has visto que no.

Tuve ganas de contarle todo lo que sabía. Que el bebé era hijo de papá. Que papá no trataba bien a mi hermana. Y que era culpa de papá que a ella le sangrara la nariz.

—Mamá…

Pero me quedé sin voz al recordar el juramento que había hecho con el que está allí arriba. La forma en que el rosario de la abuela me había estrangulado el dedo. El tacto de la figura esculpida en metal sobre mis labios.

—Dime.

El que está allí arriba podría dejar de enviarnos cosas. Podría castigar a toda mi familia sin comer si yo decía algo.

—¿Puede una familia de mamíferos tener hijos entre ellos? —pregunté.

—¿Cómo?

—Que si puede una familia de mamíferos tener hijos entre ellos.

Mamá no dijo nada.

—¿Por qué me preguntas eso?

Levanté los hombros.

—He leído en un libro de animales que no pueden —inventé.

—Pues no, no pueden.

Se encorvó para besarme. Y corrigió sus palabras:

—No está bien que lo hagan —susurró—. Pero a veces pasa.

Entonces supe que mi hermana tenía razón. Mamá estaba al tanto de todo.

—Me parece que alguien no se ha lavado los dientes —dijo mamá—. Huelo el puré de patata hasta aquí. Hala, ve, que tardas dos minutos.

Mis piernas comenzaron a sudar bajo la sábana. Mamá no debía ver el improvisado uniforme.

—¿Se lavan los cachorros de otros mamíferos los dientes? —improvisé.

Mama sonrió.

—Tú ganas —dijo—. Pero sólo te perdono esta noche. No sé qué te ha dado hoy con los mamíferos. Si a ti lo que te gustan son los bichos esos raros.

Desde el pasillo, me preguntó si quería que dejara la luz encendida.

—Sí, voy a seguir leyendo.

Dejé el libro en cuanto cerró la puerta. Salí de la cama. Coloqué mi almohada debajo de las sábanas modelando a golpes una silueta parecida a la mía. Mi hermano no repararía en mi ausencia ni aunque mi cama desapareciera y la suya flotara en el aire sobre una litera invisible, pero mis padres podían asomarse al dormitorio. Saqué el tarro de las luciérnagas del cajón. Brillaron a destiempo y de forma irregular. Estaban tan nerviosas como yo de enfrentarse a la misión.

—Allá vamos —les dije.

Apagué la luz de mi habitación antes de abrir la puerta. El agua corría en el grifo de la cocina, aún había movimiento en el salón. Mi hermano hablaba a gritos con mi padre sobre la película que iban a poner. Crucé el pasillo de un salto. La oscuridad era total en el cuarto de mi hermana, pero el bebé no lloraba. Mamá tenía razón: la mejor forma de superar un miedo era enfrentarse a él. Di un toque a la tapa del tarro. Las luciérnagas iluminaron parte de la estancia. Imitando uno de los movimientos básicos del manual que había ensayado durante el día, rodé por el suelo. Antes de llegar a la cama de mi hermana roté sobre mí mismo para invertir mi posición. Mis pies fueron los primeros en entrar bajo el somier. Después las piernas y el tronco. Me ayudé de la mano libre para esconder también la cabeza.

Coloqué el tarro junto a mi cara, los brazos flexionados con las manos pegadas al suelo. Apoyé la barbilla sobre ellas.

—Apagadas —susurré a las luciérnagas—. Tenemos que acostumbrarnos a esta oscuridad.

Durante unos segundos el mundo fue negro, pero pronto empecé a distinguir matices. Vislumbré varias líneas verticales frente a mí, al fondo. Tras aparecer flotando en la nada, acabaron por adquirir volumen. Se convirtieron en la cuna del bebé.

Él mismo era una mancha oscura tras ellas.

Localicé también las patas de la cama de la abuela e incluso algunas de las grietas que el tiempo había esculpido en el suelo de la habitación. Como si fuera la piel del sótano y el tiempo el fuego que arrugó las caras de mi familia. Lo acaricié. Pequeños guijarros y polvo.

Respiré hondo.

Y esperé.

Hasta que la puerta se abrió.