Esa noche, mientras me lavaba los dientes, la máscara de mi hermana se reflejó en el espejo.
—¿Estabas en la bañera? —me preguntó.
Agarró mi mano libre. Cogió su cepillo y lo mojó en parte de la espuma que yo había escupido. Había algunos días que teníamos que compartir la espuma, lavarnos con bicarbonato o incluso frotar el cepillo sólo con agua, pero al final volvíamos a tener pasta de dientes. De todas las pastillas que mamá nos hacía tomar, había una, de color blanco, que se llamaba calcio. Era buena para los dientes.
Mi hermana comenzó a mover el cepillo dentro de su boca. Tuvo que manejarse únicamente con la mano izquierda. Durante el proceso, nos miramos el uno al otro en el espejo, sin decir una palabra. Entonces escupí yo. Y después ella. Un hilillo de baba roja quedó colgando de su boca, uniendo su labio inferior con el pequeño charco de sangre y saliva que había escupido. Cuando levantó la cabeza, el filamento se quebró y quedó adherido a su máscara.
—¿Eso es normal? —pregunté al ver la sangre.
—Viviendo como vivimos, sí.
Echó agua sobre la espuma y la sangre con rapidez. Se secó la saliva de la barbilla con la blusa de los cinco botones. Después dejó que me enjuagara, se enjuagó ella, y cerró el grifo. Tiró de mi muñeca para hacerme salir del baño, de un modo similar a como lo había hecho mamá esa misma mañana. Me resistí hasta que logré dejar el cepillo en su lugar. Aunque no lo había usado, comprobé también que el jabón estuviera bien colocado en el pez azul.
Entramos en el cuarto de mi hermana. Me sentó a los pies de su cama y fue a la cuna del bebé. El resto de mi familia seguía en el salón tras la cena. Se dio la vuelta, apoyando el culo en el borde de la cuna.
—Dime, ¿estabas en la bañera?
Asentí. Apreté las manos entre mis rodillas desnudas. Vestía uno de mis calzoncillos blancos.
—¿Y? —dijo ella. Advirtió que había dejado abierta la puerta de la habitación. La cerró sin hacer ruido. Su máscara giró sobre sus hombros para mirarme—. ¿Qué viste?
—No vi nada.
Era la verdad.
—¿Te despertaste cuando entré?
Tardé algo más en responder a esa pregunta. Mi hermana tuvo tiempo de sentarse a mi lado. Sentí su respiración en el cuello, la máscara casi tocando mi cara.
Asentí.
—¿Qué escuchaste?
Levanté los hombros.
—Dime qué escuchaste.
La máscara se acercó aún más.
—Vomitaste —dije.
—No mientas —me interrumpió—, no vomité.
—Te escuché… —En lugar de decirlo con palabras, imité el gesto de una arcada.
—Pero no vomité.
—Y te lavaste.
—Me estaba lavando las manos —explicó ella—. ¿Y qué más?
—Te fuiste corriendo cuando se escuchó el ruido en el pasillo.
—Era papá, ¿no? —La máscara de mi hermana se separó de mi cara—. ¿A qué fue papá al baño?
—Dejaste el jabón ahí tirado —me quejé.
—No he preguntado eso. ¿A qué fue papá al baño?
—No lo sé —contesté.
—¿Fue a vigilar qué había hecho yo?
—Me regañó a mí —le recordé—. Ni siquiera pensó que hubieras estado tú.
—¿Y a qué fue, entonces?
—Tenía arañazos en la espalda —dije—. Pero no se los curó.
—Arañazos —repitió mi hermana. Repasó con el pulgar izquierdo la curvatura de las uñas de su mano derecha.
—También le vi limpiarse… —dudé cómo decirlo—, ya sabes. —Me señalé el calzoncillo—. Luego tiró de la cadena. Y me regañó por culpa de tu jabón.
Mi hermana siguió repasando el filo de sus uñas con el pulgar.
Permaneció en silencio.
Largo rato.
Tanto, que fui yo quien retomó la conversación.
—¿Qué? —pregunté.
El bebé se movió en la cuna. Emitió el arrullo particular que hacía cuando se encontraba cómodo.
—¿Qué pasa? —repetí.
Aún tardó unos segundos en comenzar a hablar. Bajó la cara hasta que su barbilla de plástico casi le tocó el pecho. Miró a la puerta para comprobar que seguía cerrada.
—¿Sabes lo que se estaba limpiando papá?
Negué con la cabeza.
—¿Has llegado en las clases de mamá al libro donde explican cómo se hacen los niños? —continuó ella.
—Yo sé cómo se hacen los niños.
Mi hermana suspiró. Tardó mucho en completar la profunda respiración.
—Papá no es tan bueno como tú piensas —dijo.
—Ya lo sé. Me ha hecho dormir en la bañera.
Ella sonrió y me agarró una mano.
—Eso no es nada —dijo—. Puede hacer cosas peores. —Tiró de mi mano para colocarla encima de su vientre. Después miró a la cuna. Esperó a que yo también hiciera lo mismo para seguir hablando—: Ese bebé que está ahí salió de mi tripa.
Como si hubiera escuchado que hablábamos de él, el niño dio una zancada al aire con ambas piernas.
—Claro —dije—, yo lo vi salir.
Recordé cómo había agarrado la pierna de mi hermana mientras ella forcejeaba, desnuda sobre la mesa de la cocina. Cómo había luchado por liberarse. Y por quitarse la máscara. Oí en mi memoria el sonido que produjo el hueso de su muñeca cuando papá dejó caer su mano.
—¿Y quién lo puso aquí? —me preguntó.
Al hacerlo apretó mi mano contra su barriga. Un hueso de su cuello crujió. Una lágrima asomó a su párpado inferior. Se quedó atrapada en el filo de la máscara. Durante un instante brilló al reflejar la luz de la bombilla en el techo. Al final cayó hacia dentro, detrás del material ortopédico.
Pensé la respuesta a la pregunta que me había formulado. Sólo supe contestar con otra pregunta:
—¿Fue el hombre grillo?
Negó con un chasquido de la lengua. Apoyó la mano que aún tenía libre sobre la mía.
—No —susurró.
Otro largo suspiro la preparó para lo que iba a decir. Se humedeció los labios antes de hablar:
—Fue papá.
Lo soltó de pronto. El bebé pataleó tras los barrotes que rodeaban su cuna. Como rodeaban el sótano los de las ventanas. Mi hermana me miró. Sólo aguantó la mirada durante un segundo. Los ojos se le escaparon a la puerta en dos ocasiones.
—¿Papá? —pregunté.
La piel de los brazos y los muslos se me encogió, y se me llenó de decenas de puntitos, como si dentro de mí hubiera una criatura deseando salir.
—Ayer no fue la primera vez —continuó ella.
—¿Ayer?
Mi hermana soltó mi mano. Colocó una de las suyas sobre mi espalda. La recorrió de arriba abajo clavando las uñas en mi carne. Dibujando arañazos muy parecidos a los que había visto la noche anterior en la espalda de papá.
—¿Fuiste tú?
Ella asintió.
—¿Qué te hizo?
—Me hizo daño.
—¿Y un bebé? —pregunté.
Su mirada se desenfocó.
—Eso no —respondió—, espero que no.
Elevó el pecho al respirar.
Entonces sacudió la cabeza como si despertara. Se recolocó sobre la cama, doblando una pierna y sentándose sobre ella. Los muelles del colchón chirriaron con el movimiento.
—Prométeme que no dirás nada —dijo. Su voz adquirió una repentina dureza—. Tienes que prometerlo. Ni a papá, ni a mamá, ni a la abuela. Ni al que duerme contigo.
—¿Te lo hace muchas veces?
—¿Cómo?
—Papá…, ¿te hace eso muchas veces?
Mi hermana me mostró un puño. Fue estirando los dedos uno detrás de otro. Tras abrir la mano al completo, volvió a cerrarla, y prosiguió la cuenta. Detuve su movimiento cuando cerró el puño por segunda vez.
—¿Mamá sabe que papá te hace daño?
—Si sabes cómo se hacen los niños —contestó mi hermana—, ese bebé de la cuna deja las cosas bastante claras, ¿no crees?
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
—Pero tienes que prometer que no vas a decir nada. Tienes que jurarlo por el bebé. Y por…
Mi hermana miró a su alrededor. La nariz ortopédica señaló varios puntos de la habitación a medida que la máscara realizaba una panorámica del entorno. Entonces se levantó, cogió algo de la mesilla de la abuela y regresó a su posición sobre la cama. Agarró mis dos manos dentro de las suyas. Desenredó lo que había cogido de la mesilla de la abuela. Era su rosario. Rodeó nuestros dedos con las cuentas de color granate.
—Júralo por el que está allí arriba —dijo.
Apretó el rosario hasta que me hizo daño.
—Repite conmigo. No voy a decirle nada de esto a nadie. —Mi hermana respiraba de forma extraña, vigilando la puerta en todo momento—. No voy a decirle nada de esto a nadie. Lo juro por el que está allí arriba —entonó de carrerilla—. Repítelo.
Escupió la última palabra salpicándome de saliva.
—¡Repítelo!
Apretó aún más el rosario, retorciéndolo para estrangular uno de mis dedos, que se puso completamente rojo.
—No… —comencé a decir. Un franja blanca se dibujó en mi piel alrededor de la cadena—. No voy a decirle nada de esto a nadie. Lo juro… —intenté recordar sus palabras— por el que está allí arriba.
—A nadie —repitió ella—. Lo has jurado.
Asentí.
—Y no sólo por eso —un nuevo brillo apareció en sus ojos—, sino porque entonces yo podría contar muchos de tus secretos.
Se refería al tarro de las luciérnagas con el que podría haber asfixiado al bebé.
—A nadie —dijo por última vez.
—A nadie —repetí.
Después desenredó el rosario. Se levantó para devolverlo a su sitio, pero se detuvo. Sentí de pronto el crucifijo contra mis labios.
—Besa al que está allí arriba. Bésalo —me ordenó—. Tienes que besarlo para que el juramento sea real. Si rompes el juramento después de haberlo besado, el castigo es mil veces peor.
Apretaba la cruz contra mi boca con tanta fuerza que apenas podía mover los labios. Aun así conseguí darle algo parecido a un beso.
—Muy bien —dijo ella.
La puerta de la habitación se abrió justo cuando mi hermana depositaba el rosario en su sitio. De un salto, se dejó caer sobre la cama de mi abuela. Fingió una carcajada.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó mi abuela.
Mi hermana siguió riendo.
—Nada —contestó. Se movió sobre la cama para hacerla sonar—. Estoy jugando con mi hermano.
La ceja medio poblada de mi abuela se elevó en su frente.
—¿Dónde estás? —preguntó al aire.
—Aquí —contesté.
Mi voz sirvió de guía para que me mirara.
—¿Qué está pasando? —insistió.
Miré a mi hermana, a sus ojos tras la máscara. Los mismos ojos que acababa de ver llorar, aunque la lágrima hubiera caído hacia dentro. Ella volvió a forzar una carcajada y a botar sobre la cama en un improvisado juego imaginario. Después miré al bebé. El sonido de los muelles lo estaba incomodando. Comenzó a llorar. En mi espalda ardieron los arañazos que acababa de marcar mi hermana. Arañazos como los que ya cicatrizarían en la espalda de papá.
—No lo sé —contesté—. No sé lo que pasa.
Y ni siquiera mi abuela, que solía escuchar mucho más allá de las palabras, se dio cuenta de que había dicho aquello desde lo más profundo de mi alma.
La primera lágrima cayó sobre mi pierna desnuda.
Después lloré como el niño que era.
Lloré como si estuviera junto a mi sobrino, dentro de su cuna.