14

Mi madre vino a buscarme por la mañana.

—Ya puedes salir —dijo.

Y yo debía de estar profundamente dormido a pesar de lo incómodo de mi cama llena de curvas porque de alguna manera incorporé su frase al sueño que estaba teniendo en aquel momento: me vi a mí mismo de pie frente a la puerta cerrada de la cocina, tratando de alcanzar un pomo que tan sólo estaba pintado en la pared. Arañando el cemento. Entonces mi madre había dicho esa frase y una línea vertical de luz amarilla se había dibujado en el filo de la puerta, haciéndose cada vez más ancha.

El haz de luz siguió ganando en grosor a medida que la puerta se encogía.

Se estaba abriendo.

—Ya puedes salir —repitió mi madre.

Y entonces la puerta había desaparecido del todo. Y yo miraba más allá con el rostro coloreado por el intenso cañón de luz que llegaba de fuera. Como le ocurría a mi cactus bajo la mancha de sol del salón. Las mismas partículas de polvo que bailaban entre sus pinchos mientras yo lo empujaba con un dedo por el suelo bailaban ahora entre mis pestañas. Podía sentir el calor de la luz en las mejillas.

Pero esa segunda vez, la frase de mi madre fue seguida de un cascabeleo.

Un ruido que no podía incorporarse a aquel mundo de sueños en el que me encontraba. Porque era un ruido muy reconocible. El de la cortina de la bañera al descorrerse. Entonces la realidad comenzó a tomar forma a mi alrededor mientras se apagaba la luz que me iluminaba desde el otro lado de aquella puerta soñada.

La fría presión en la pierna sustituyó al calor de la luz que no existía.

El blanco de la cerámica de la bañera apagó el amarillo del exterior en cuanto abrí los ojos.

—Que ya puedes salir —dijo mi madre por tercera vez.

Una de sus manos se apoyó en mi cara. Sonreí. Ese calor era mucho mejor que el de la luz inexistente en un sueño que ya empezaba a olvidar. Froté mi mejilla contra su palma arrugada. Su nariz silbó.

—Menos mal que trajiste la almohada —susurré.

—¿Una almohada? —preguntó conteniendo una sonrisa—. ¿Yo?

Acaricié su mano de la misma forma en que lo había hecho durante la noche. El pliegue rugoso entre dos de los nudillos. El círculo de piel quemada al inicio del pulgar. La cicatriz ancha y lisa cerca de la muñeca.

Ella captó el mensaje.

—Pero venga, dámela que la lleve a tu cuarto. Que no se entere papá —dijo.

Agarró la funda que sobresalía entre mis piernas y tiró de la almohada. Me incorporé en la bañera para facilitarle la labor.

—Papá ya lo sabe —le dije—. Estuvo aquí anoche.

Los ojos de mi madre se abrieron en un gesto que no logré identificar. Las mejillas se le pusieron rojas.

—Tampoco voy a enfadarme ahora por una almohada —nos sorprendió la voz de mi padre desde la puerta del baño.

Mamá se dio la vuelta de golpe. Abrazó la almohada como si así pudiera hacerla desaparecer.

—¿Y tuviste que despertar al niño? —preguntó.

—Bueno —dijo papá—, el crío estaba durmiendo ahí en la bañera. Y yo tenía que encender la luz. Se hubiera despertado igualmente.

Habló mientras se acercaba al váter, cuya tapa había dejado levantada él mismo en su último uso. Se situó frente a la taza y separó un poco las piernas.

—Oyéndote parece que fue el niño el que decidió dormir ahí —dijo mi madre.

Él emitió un corto gemido de placer cuando empezó a orinar.

—Eso no tiene nada que ver —respondió.

Un temblor se inició al otro lado de la pared del baño. Después, unos pasos acelerados avanzaron por la habitación y el pasillo, casi como el traqueteo de un tren. La puerta entornada del baño golpeó la pared cuando mi hermano la abrió.

—Papá… —se quejó al descubrir a mi padre junto a la taza—. Tengo que usarlo.

Mi hermano agarraba su entrepierna con ambas manos.

—Pues úsalo —respondió papá al tiempo que hacía hueco a mi hermano.

—Es que voy a tener que hacerlo de rodillas —explicó él.

A papá se le escapó una risa. Mamá le dio un manotazo en el hombro.

—Lo sé, lo sé —contestó él, girando el cuello para mirar a mi madre—. Perdón.

Cuando papá terminó, cedió el lugar a mi hermano, que se apostó de rodillas junto a la taza. Él también dejó escapar un gemido de placer al empezar a orinar, pero mucho más sonoro. Su chorro viajaba hacia arriba antes de caer. Lo vi mientras me levantaba en la bañera.

Papá estaba ya lavándose las manos. Al acabar, me dijo:

—Mira cómo se hace. —Cogió la pastilla de jabón, la misma que mi hermana había usado a escondidas durante la noche, y la dejó con cuidado sobre el pez azul—. Se devuelve a la jabonera —me dijo. Repitió el movimiento una segunda vez—. Se. Devuelve. A la jabonera.

—Vamos —interrumpió mi madre—. Sal de la bañera de una vez.

Mi hermano tiró de la cadena.

Mi hermana apareció bajo el marco de la puerta. Su rostro, esos dos ojos como criaturas que hubieran caído en las trampas de su máscara, examinaron el interior del baño. Yo repasé su blusa. Los cinco botones que la escuché desabrochar durante la noche. Recordé el sonido húmedo de sus arcadas.

—Vamos, hijo —insistió mi madre.

Agarré la mano que ella me tendía.

—¿Qué hace éste ahí metido? —preguntó mi hermana.

—No le llames «éste» —corrigió mi padre—. Tiene un nombre.

—¿Qué hace ahí?

Mi padre devolvió la toalla a su lugar.

—A veces reñir no es suficiente. Por eso hay que castigar.

Mi hermana permaneció callada. Parecía no terminar de entender la explicación.

—Le ha obligado a pasar la noche en la bañera —aclaró entonces mi madre, que tiraba de mí hacia la puerta—. Por vuestro asunto con el matarratas.

Rocé a mi hermana al pasar junto a ella. Una araña de dedos me atrapó el hombro.

—¿Has pasado la noche en la bañera? —me preguntó—. ¿Estuviste aquí? ¿Toda la noche?

Asentí. Un nuevo brillo matizó su mirada.

—¿Y… —realizó una pausa para tragar saliva antes de continuar— has dormido todo el tiempo?

Entendí el significado real de su pregunta.

—Bueno —respondió papá en mi lugar—, estuvo husmeando por el lavabo. Como una de esas ratas. Cuando vine me encontré el jabón aquí tirado. —Y señaló el interior del lavabo.

Mi hermana repasó los botones de su blusa, como si buscara alguno que poder abrochar. De su paladar escapó el murmullo inconsciente que provoca un mal pensamiento. Quiso mirarme otra vez, pero mamá tiraba de mi brazo de tal forma que logró sacarme del baño sin tiempo a que dijera una palabra. La máscara blanca desapareció de mi vista tras la pared.

—¿Le despertaste? —fue lo último que le oí decir a mi hermana. Se lo preguntaba a mi padre.

Mamá me llevó a mi cuarto. Colocamos la almohada en su sitio. Ella se asomó a la cama vacía de mi hermano. Palpó sus sábanas y arrugó la nariz. Tiró de una de ellas para enrollarla alrededor del brazo.

—Ve a la cocina —dijo—, que voy a preparar el desayuno.

Cuando abandonó la habitación, abrí el cajón. La cáscara del huevo bailó sobre su nido de camiseta. Las luciérnagas me dieron la bienvenida con chispazos arbitrarios de luz verde.

—No —respondí en código morse, dando cinco toques en la tapa—, no me he ido del sótano.

Al salir, me encontré a la abuela en el pasillo. Llevaba al bebé en brazos.

—Buenos días —le dije. Me acerqué a ella con la idea de abrazarla, apretar su cuerpo blando, hundir mi cara entre su ropa y oler los polvos de talco, pero la velocidad a la que se movía me impidió alcanzarla.

—No tan buenos —respondió. Cuando entró en el salón, añadió—: El bebé no se despierta.

Oí algo detrás de mí y me giré. Vi una esquina de la máscara de mi hermana, asomada al pasillo desde el interior del baño. Un ojo tras la puerta. Al descubrir que la miraba, desapareció con la velocidad con la que alzan el vuelo las libélulas.

—¿Cómo que no se despierta? —preguntó mi padre.

Estaba sentado en su butaca de rayas. Por la tarde y por la noche dirigía el asiento hacia el televisor, pero por las mañanas solía estar orientado a la cocina. Desde allí papá observaba cómo mamá preparaba el desayuno. Solía preguntar si algo necesitaba arreglo. Si alguna puerta de algún armario comenzaba a descolgarse. Si era mejor cambiar la altura de alguno de los estantes. Así podría usar su caja de herramientas y estar ocupado algunas horas. Una vez pillé a mi madre aflojando ella misma unas bisagras, para después pedirle a papá que las arreglara.

Mamá dejó caer ahora en la sartén dos huevos cuya cáscara ya había quebrado. Se secó las manos en el delantal y, sin hacer caso de las pequeñas explosiones de aceite que acontecieron, se acercó a mi abuela, que daba vueltas alrededor de la mesa del comedor. Siseaba y golpeaba con un dedo la boca del bebé.

—Vamos, despierta —le dijo.

—Deja que el bebé duerma si quiere —exclamó papá desde su butaca—. Bastante llora ya sin que nadie le anime.

—Pero ¿qué le pasa? —preguntó mi madre.

Detuvo a mi abuela agarrándola de la cintura. La obligó a sentarse. Mamá se sentó frente a ella.

—No está durmiendo —dijo mi abuela.

Mi madre enderezó la espalda. Mi padre echó el cuerpo hacia delante en su butaca. Yo me acerqué corriendo al bebé.

—¿Cómo que no está durmiendo? —preguntó mi madre. Arrancó al niño de entre los brazos de su bisabuela.

—No está durmiendo —repitió ella.

Los huevos chisporroteaban en la sartén. El olor a quemado comenzó a extenderse por el salón.

Mamá alzó al bebé. Lo miró con extrañeza. Posó sus labios sobre su frente. Después lo colocó junto a su oreja. Suspiró aliviada.

—Qué tonterías dices —le reprochó a mi abuela—, claro que está dormido. Está respirando perfectamente. Ni siquiera tiene fiebre. Tienes que dejar de darnos estos sustos.

—¿Y por qué no se despierta?

—Es un bebé —contesté yo—, puede dormir todo lo quiera.

Mamá rió al escuchar mi respuesta. La abuela no cambió el gesto.

—Vamos, despiértale —dijo.

Mamá colocó al bebé sobre sus piernas y le sacudió la carita con dos dedos. El niño no reaccionó.

—Es él quien me despierta a mí todas las mañanas —continuó mi abuela. Reconocí un temblor en su garganta. Cogió el crucifijo de entre los pliegues de su camisón y lo retorció entre los dedos.

Mi madre inició un traqueteo con las piernas, meciendo al niño. Sus zapatillas se salieron de los talones, como jugaba papá conmigo cuando era más pequeño, cuando me agarraba de las manos y me hacía trotar sobre sus piernas. Entonces yo miraba a la mancha de sol en el salón y me convertía en un vaquero que cabalgaba sobre un caballo por uno de los desiertos de esas películas que papá no me dejaba ver. Si me envalentonaba, gritaba y soltaba un brazo para lanzar un látigo imaginario. Hasta que mi padre decidió que pesaba demasiado para seguir cabalgando sobre sus piernas.

—Sigo sin oírle llorar —dijo mi abuela—. A este niño le pasa algo.

Permanecimos en silencio. Sólo se escuchaba el ruido de las zapatillas de mamá al golpear el suelo, y el chisporroteo constante de los huevos quemándose en la sartén.

Desde el acceso al salón, habló mi hermana:

—¿Le pasa algo?

Se acercó a nosotros y agarró a su hijo. Lo acunó entre sus brazos sin conseguir respuesta. Señaló la cocina con el mentón. Una columna de humo emanaba de la sartén donde los huevos terminaban de quemarse.

—Vamos a salir ardiendo —dijo—. Otra vez.

Papá se levantó de golpe y permaneció de pie unos segundos. Después chasqueó la lengua y abandonó la estancia. Mi hermana observó sus movimientos. Algo ocurrió tras el agujero de su boca. Una sonrisa.

Tuve una idea. Aún entre los brazos de su madre, agarré al niño con ambas manos.

—¿Me dejas? —pregunté.

Esperé a que ella cediera. Cuando lo hizo, cogí al bebé como me había enseñado mamá, su cabeza cerca de mi codo y me dirigí a la mancha de sol del salón.

—Cuidado —dijo mamá—. ¿Qué haces?

—¿Qué es lo que hace? —quiso saber la abuela.

Me senté en la mancha como había hecho el día que el niño nació. Me situé de tal forma que daba la espalda a los demás, escondiendo al bebé.

—¿Qué haces? —repitió mi madre con curiosidad.

Moví al niño sobre mi regazo hasta que el haz de luz le acarició el rostro.

—Tú aún no tienes puertas —le susurré—. Disfruta del sol.

El bebé abrió los ojos y empezó a llorar.

—¿Veis? —oí decir a mi hermana—. No le pasaba nada.