11

La abuela no cenó con nosotros. Esperamos como habíamos hecho en el desayuno, pero cuando la sopa dejó de humear en el plato, papá nos dio permiso para empezar. En esa ocasión fue mamá quien dio gracias al que está allí arriba. Cuando la abuela salió por fin de su habitación, nos encontró en el sofá, iluminados por la luz intermitente de la nieve en el televisor. Era la hora de la película.

La abuela arrastró las zapatillas hasta el sofá. Se sentó con las manos apoyadas en su regazo. Tumbado en el suelo, aspiré el olor de los polvos de talco. Papá siguió sus movimientos sentado en la butaca de rayas. Tenía una pierna cruzada sobre la otra, un pie apoyado en la rodilla opuesta. Pelaba cacahuetes en un cuenco sobre su tripa. Los rompía apretando la cáscara con el pulgar. Mi hermano pidió ser él quien introdujera la cinta en el reproductor. La sacudió en el aire como si fuera un trofeo antes de dejarse caer junto al vídeo Betamax. El suelo tembló. Consiguió meter la cinta al tercer intento. Mi hermana aplaudió. Estaba sentada en el suelo, acunando en sus brazos al bebé, que estaba dormido. Mamá, que secaba un plato junto al sofá, sacudió a mi hermana en la cabeza con el trapo por burlarse de su hermano.

—Cuidado con el niño —contestó ella. Encorvó la espalda de forma exagerada, parapetando con su cuerpo al bebé como si le protegiera de una explosión.

—Anda ya —contestó mi madre, y volvió a golpear a mi hermana con el trapo.

—¡Mamá! —protestó ella.

Pero mamá sonrió y se acercó al fregadero. Ella apenas se sentaba a ver las películas. Podía seguirlas de principio a fin, pero lo hacía apoyada en el fregadero, secando la vajilla. O desde la mesa, hablando con la abuela y seleccionando patatas para la comida del día siguiente. O de pie junto al sofá, mordisqueando sus uñas con habilidad suficiente para no dejarlas caer al suelo. Las almacenaba en su boca hasta que terminaba. Después tiraba los restos a la basura. Conseguía con ello unas uñas irregulares, parecidas a pequeñas sierras.

—Podéis empezar —dijo ahora desde la cocina—, enseguida me siento.

Pero no se sentaría.

—¿Yo puedo verla? —pregunté. Estaba tumbado boca abajo, la barbilla apoyada en el suelo y los brazos extendidos a los lados. Me gustaba sentir el frío de las baldosas de la estancia principal.

Papá dejó de pelar cacahuetes.

—¿Cuál hemos puesto al final? —le preguntó a mi hermano.

Él me miró desde el aparato de vídeo. Gruñó. La luz que salía ahora de la pantalla pintaba su rostro con trazos azules. Se levantó y se acercó a la butaca de papá. Le susurró al oído el título de la película.

—No puedes —me dijo papá. Se encestó un cacahuete pelado en la boca.

—¿Y no podemos poner otra? —preguntó la abuela.

—No. Además, ya es su hora de dormir. Luego se queda dormido en el sofá.

La abuela buscó a mamá con la mirada. Pude ver la piel oscurecida y gruesa, áspera, de su cuello.

—Tiene razón —contestó mi madre, un resto de uña bailando entre sus labios—, es su hora de dormir.

Se acercó a mí.

—Venga —me revolvió el pelo.

Mi hermana se reacomodó.

—Pues llévate al bebé también —dijo. Como si hubiera escuchado a su madre nombrarle, el niño empezó a llorar—. ¿Y a éste que le pasa ahora?

Alejó al niño para verlo mejor. Dentro de los agujeros de la máscara, sus ojos se entornaron. Los pies del bebé colgaban sobre el suelo. El pequeño tosió, agitó las piernas, sacudió la cabeza.

Mi abuela se inclinó enseguida. Buscó al niño con las manos. Lo tomó apoyándolo en su pecho. Le dio unos golpes suaves en la espalda.

—¿Qué pasa? —preguntó mamá. Detecté un matiz de alarma en su voz.

La abuela siguió asistiendo al niño.

Le propinó cuatro golpes suaves en la espalda.

Al quinto, el bebé eructó.

Fue un eructo sonoro, casi de adulto.

Mi hermano fue el primero en reírse. Después, mi hermana. Papá se aclaró la garganta con un primer acceso de carcajada y siguió riendo con la boca muy abierta. Un resto de piel de cacahuete se desprendió de sus labios y regresó al cuenco del que provenía. Mamá sonrió, dejando escapar aire por la nariz. Yo reí con ella. Incluso la abuela sonrió, esta vez de verdad, mostrando los dientes y levantando su ceja a medio poblar.

Reímos como la familia que éramos, acompañados por la sintonía orquestal del televisor que mostraba a una mujer blandiendo una antorcha entre las nubes.

—Bueno —dijo papá entonces—, ya está, que esto va a empezar. Vamos, llévate al bebé.

—Que lo lleve ella —dijo mi hermano.

—No empieces —interrumpió papá—. Lo lleva tu hermano.

Cogí al bebé de los brazos de mi abuela. Ella me acarició la cara.

—Eres muy bueno —dijo con una voz apenas audible—. Y no te preocupes por mí, estoy casi bien.

Salí de la estancia con el niño en brazos. Reconocí la película en cuanto escuché la primera frase por encima del ruido de las cáscaras de cacahuete al quebrarse.

Me detuve a las puertas del cuarto del niño. Una tormenta de luz se desató en el salón, detrás de mí. Observé la ventana cerrada al final del pasillo. En uno de los fogonazos de luz, descubrí mi propio reflejo al otro lado del cristal. Caminé hacia allí. La luz cambiante hacía que las sombras bailaran y el espacio se deformara. Mientras avanzaba, dejaba de ver el pasillo durante unos instantes. Entonces la luz regresaba y volvía a descubrirme a mí mismo al otro lado del cristal. Como el fantasma que papá decía que era.

Un fantasma que mirara desde fuera al interior de la casa.

El bebé se movió entre mis brazos. Pegó su frente a mi pecho. Hizo un sonido agradable con la garganta, como un arrullo. Seguimos avanzando hasta que alcancé la ventana. La abrí. Recoloqué al niño para ponerle de cara al exterior, de cara a la oscuridad. Otro fogonazo de luz de la televisión me permitió ver la nada que había más allá de los barrotes. Una caja dentro de otra caja.

Una suave brisa entró por la ventana, que acarició el rostro del bebé y meció sus pestañas. Él movió los labios en un reflejo de succión.

—Viene de fuera —le dije. Lo alcé a la altura de mi cara, pegando uno de mis mofletes al suyo, y añadí—: Huele diferente. Pero no sé a qué. Pruébalo.

Cerré los ojos sintiendo el calor de la piel de mi sobrino en la cara. Su pequeño corazón me latía en la mano que tenía posada en su torso. En la otra mano, con la que lo sujetaba por detrás, noté cómo su cuerpo se inflaba y desinflaba, llenándose de ese aire que venía de algún sitio que ni él ni yo conoceríamos nunca. Aspiré profundamente aquella humedad. El pecho del bebé se expandió entre mis dedos.

Respiramos juntos.

Tras abrir los ojos, agarré una de las manos del niño, sus dedos se cerraron alrededor de mi índice. Después él cogió uno de los barrotes como si fuera otro dedo, pero acabó soltándolo. Extendió el brazo queriendo alcanzar lo que hubiera más allá. Lo intentó también con el otro brazo. Abrió y cerró sus manitas en un intento de llegar más allá de la ventana.

—No puedes ir fuera —le susurré.

La cara del niño se arrugó y mostró las esquinas de carne dura que eran sus encías. Sus ojos se convirtieron en un montón de carne arrugada, el paso previo a un llanto escandaloso. Le tapé la boca con la mano.

—Calla, que papá no puede vernos aquí.

El niño pataleó. Retorció la cabeza buscando liberar su nariz y boca para poder llorar. Le siseé en la oreja. Desde el salón llegaban los gritos de una mujer en la película.

—Espera, tengo una idea.

Cerré la ventana.

—Mira, no tienes por qué llorar.

Dirigí su cabeza hacia la ventana. Los fogonazos de luz en el salón reflejaban nuestra imagen en el cristal.

—Míranos —repetí—. Ya estamos fuera.

Los ojos del bebé se abrieron al otro lado de la ventana. Sonreí a esa única parte de mí que no vivía en el sótano. Y me devolvió la sonrisa.

La luz blanca se desvaneció de repente, haciéndonos desaparecer.

Nos quedamos otra vez a oscuras. Encerrados en el sótano.

La nariz de mamá silbó entonces.

—Dime si de verdad quieres irte —dijo justo detrás de mí.

El susto me impidió responder.

Desde el salón, papá preguntó a mamá si quería que parara la película.

—No, da igual. Voy al baño; de todas formas, tampoco la estaba viendo.

Mamá me quitó al niño de los brazos.

—Espérame en tu cama —susurró.

En mi habitación, deseé buenas noches a las luciérnagas dando algunos toquecitos al cristal del tarro. Respondieron iluminando el cajón con su mágica luz. También comprobé que la cáscara del huevo seguía allí. Ni rastro del pollito. Me metí en la cama mientras aún brillaba el fulgor verdoso de las luciérnagas. Se desvaneció antes de que mamá entrara en la habitación. Se sentó en mi cama y me apretó la sábana a ambos lados de los hombros, a la altura de la barbilla. Después me besó en la frente; su piel raspó como siempre.

—¿Hay algún sitio al que ir? —pregunté. La presión del tejido en el pecho resultaba una sensación acogedora.

Mamá parpadeó con su habitual forma no sincronizada. Primero el ojo menos afectado por las quemaduras y luego el otro. Era muy poca la diferencia entre el movimiento de ambos párpados, pero resultaba un gesto característico de mi madre.

—¿Cómo? —preguntó.

—Si hay algún sitio fuera al que pudiera ir.

—¿Quieres ir al baño?

Miró al pasillo.

—No, mamá. —Sabía que se estaba haciendo la tonta—. Me has preguntado si quiero irme.

—¿Qué importa si hay un sitio al que ir? —respondió ahora a mi pregunta anterior. Peinó una de mis cejas con su pulgar. Después bajó al máximo su tono de voz, apenas un susurro—: El hombre despegó hacia la Luna sin saber muy bien qué encontraría. ¿Harías tú lo mismo? ¿Te irías del sótano si pudieras? —Algunas consonantes no eran más que silbidos.

—¿Solo?

—Tú solo.

Como en un acto reflejo, yo también hablé en voz baja:

—¿Con el bebé?

Mamá se quedó en silencio un buen rato.

—No —dijo al fin.

—¿Y cómo iba a salir? —pregunté—. Hay barrotes en las dos ventanas. Y papá me mintió sobre la puerta de la cocina. Siempre ha estado cerrada.

—Hijo, ésa no es mi pregunta —susurró—. Imagina que pudieras salir. Imagina que tengo esta tiza mágica —sujetó con dos dedos un contorno imaginario— y puedo pintar una puerta en el techo. Directo a la superficie. ¿Te irías?

Veía el rostro de mamá sólo cuando la luz que llegaba del pasillo lo permitía.

—¿Me podrías acompañar tú?

—No.

—¿Y la abuela?

—Tampoco.

—¿Papá?

—Tendrías que irte solo.

Lo valoré con los ojos cerrados, manoseando entre mis dedos el tejido del interior de mi almohada. Casi pude percibir el aroma de la crema de zanahoria que inundaba el sótano por las noches. La suavidad de la toalla con la que mamá me abrazaba al salir del baño. Recordé cómo hacía un rato nos habíamos reído todos juntos en familia frente al televisor. Pensé en la abuela. Respiré hondo para oler de memoria sus polvos de talco. Y sentí los dedos de mi sobrino cerrándose en torno a mi dedo. Abrí los ojos. Una cosa era ver mi reflejo al otro lado de la ventana e imaginar que estaba fuera. Otra cosa muy diferente era salir de verdad.

—No —contesté.

—¿No te irías de este sótano si pudieras?

Un fogonazo de luz iluminó la estancia. Los ojos de mamá me observaban desde dos profundas sombras.

Negué con la cabeza

—¿Seguro? —insistió.

—Seguro —respondí. Luché contra las sábanas que me aprisionaban para incorporarme y abrazar a mi madre—. Quiero vivir contigo para siempre.

Su pecho se infló bajo nuestro abrazo. Su nariz silbó con cierto burbujeo y se sorbió los mocos. Me separé de ella. La oscuridad había regresado y apenas me permitió ver la silueta de su cabeza. Le toqué los ojos. Estaban húmedos.

—¿Por qué lloras? —pregunté.

—No estoy llorando —contestó. Se quitó de encima mis dedos agitando una mano frente a su cara, como si espantara una mosca—. Venga, a dormir —añadió, y volvió a sorberse los mocos.

—Estás llorando —insistí.

Entonces ella me abrazó y, muy cerca de mi oreja, susurró:

—Lloro de alegría.

Quise tocar otra vez sus ojos, pero calculé mal. Palpé los pliegues de carne quemada en su mejilla.

—Déjame —dijo—. Y duérmete ya.

La presión sobre el pecho regresó cuando mamá me arropó. Abandonó la habitación. Yo me quedé despierto repitiendo cada uno de los diálogos de aquella película.

—¿Qué tiene cuatro orejas y ocho patas? —dije al aire en sincronía con el actor que pronunciaba la frase en la pantalla. Esperé a que la mujer preguntara qué era. Entonces contesté—: Dos perros.