10

El mecanismo de la tostadora saltó para recibirme en la cocina. Mamá hervía leche. Junto a ella, doce huevos descansaban sobre su trono de cartón gris.

—Qué bien huele todo —dijo—. Sabía que no fallaría.

—Está el niño… —le avisó mi padre.

Mamá se dio la vuelta.

—Ven aquí que te dé un abrazo —dijo arrodillada junto al horno.

Mi hermano, mi hermana y mi padre merodeaban también por la cocina.

—Eso no va ahí —dijo papá. Sacó un paquete de arroz que mi hermano acababa de guardar en el primer cajón y lo metió en el tercero.

Al apartar mi silla de la mesa, encontré un saco de patatas sobre mi asiento.

—Espera —dijo mamá. Se acercó y lo quitó para que me sentara—. ¿Ves cómo pudiste dormir?

Asentí frotándome un ojo con la mano.

—No hagas caso a tu padre —me susurró al oído—. Ese hombre grillo es un invento para asustar a los niños y que se porten bien.

—Pero yo lo vi —respondí.

Papá habló desde la nevera.

—Os estoy oyendo —dijo—. Claro que lo viste. Porque el hombre grillo existe. Y se mueve así. —Atravesó la cocina en cuclillas para colocar una ristra de cebollas sobre la campana extractora—. La diferencia es que sus rodillas se doblan al revés.

Mamá me cogió de la barbilla y negó con la cabeza. Después se incorporó con un gemido, cargando las patatas, y las guardó en un armario bajo.

El resto de mi familia se fue sentando.

—O sea que alguien tuvo miedo anoche —dijo mi padre al tomar asiento—. Y parece ser que no fue el bebé —añadió señalando a mi hermana sin mirarla—. Una noche llora el bebé, a la noche siguiente llora el niño. Pero ¿qué pasa en esta casa?

—No lloré —contesté.

—¿Ah, no? —preguntó—, ¿y por qué tuvo que ir tu madre al cuarto a calmarte?

—En realidad fui a calmar a tu otro hijo —intercedió mamá. Dejó un cuenco con varios huevos cocidos en el centro de la mesa antes de sentarse—. Era él quien no paraba de reírse.

—¿Podemos desayunar? —interrumpió mi hermana—. Tengo hambre.

Papá esperó con las muñecas apoyadas en el filo de la mesa, sin agarrar sus cubiertos.

—¿Por qué no viene la abuela? —susurró mamá—. ¿Voy a por ella?

Mi hermana alargó el brazo para coger un huevo del cuenco.

Papá golpeó su mano como si matara un mosquito.

—Nadie come nada hasta que venga la abuela —dijo.

—¿Y cómo sabemos si va a venir? —preguntó mamá.

La voz de la abuela llegó desde su habitación.

—Voy a salir —gritó.

—Va a salir —repitió papá.

—Ya me han oído —añadió ella—, no hace falta que me traduzcas.

El sonido de sus zapatillas arrastrándose por el pasillo precedió a su aparición bajo el umbral. Vestía el camisón con el que solía desayunar, que luego siempre se cambiaba y no volvía a ponerse hasta la noche. Su pelo blanco, que peinado de cierta forma disimulaba las calvas que le provocó el fuego, estaba ahora echado hacia delante, tapándole la cara. A ambos lados de su cabeza se apreciaban los parches desnudos de cuero cabelludo.

—El pelo —dijo mi padre—, que estamos todos.

Ella se peinó como pudo la cabellera. Mamá quiso levantarse, pero mi abuela la detuvo.

—No te preocupes, puedo yo sola.

Cuando se sentó, se recogió mejor el pelo y trató de sonreír, pero el resultado no fue más que una gran arruga en su rostro hinchado.

—¿Cómo estás? —le preguntó mi padre.

—¿Qué te pasa en los ojos? —dijo mi hermano.

La abuela respiró hondo.

Buscó su plato tanteando con los dedos. Después una mano reptó por la mesa hacia su derecha. Tocó el séptimo plato. Solía sonreír cada vez que comprobaba que mamá lo había servido, pero esa vez su barbilla tembló.

—A comer —dijo papá.

—A comer —añadió la abuela.

Tenía los labios enrojecidos, los ojos hinchados, la punta de la nariz irritada.

—¿Por qué estás tan triste? —le pregunté.

Ella dejó su taza sobre la mesa. Secó el café de sus labios con una servilleta de tela llena de agujeros. Mamá me había explicado que los agujeros los hacían las polillas, así que durante varios días busqué orugas por todo el sótano. Quería alimentarlas con mi ropa, verlas crecer y asistir a su metamorfosis. Pero mamá llenó armarios y cajones con bolas de naftalina. Durante días fue lo único a lo que olió el sótano.

—¿No veis lo triste que está? —insistí.

Mamá bajó la cabeza.

La abuela colocó la servilleta sobre sus piernas. Un forzado pliegue de carne se dibujó en su rostro en la peor imitación de una sonrisa.

—¿Te hizo algo el hombre grillo? —pregunté—. Lo vi entrar en tu cuarto.

Sus ojos habitualmente nublados se llenaron de lágrimas.

Entonces llegó desde el pasillo el llanto agudo del bebé.

—¿Lo has dejado en el cuarto? —preguntó papá.

La abuela parpadeó como si acabara de recordar que había un bebé en el sótano.

—Ve a por tu hijo —ordenó papá a mi hermana.

Ella dejó en la mesa el tarro de azúcar. La cucharilla golpeó el filo de cristal. Miró a la abuela. Se llevó un dedo a la sien y lo movió en círculos.

—No le hagas eso —dijo papá.

—¿Qué es lo que hace? —preguntó la abuela.

—Nada —contestó mi hermana—, no hago nada. Voy a ver qué le pasa.

Echó una última cucharada de azúcar a su café. Cerró el tarro al tiempo que se levantaba. Entonces se quedó quieta un instante y volvió a sentarse. Alzó el tarro con el codo apoyado sobre la mesa.

—¿Te importaría ir a ti? —me preguntó.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

Ella miró el tarro. Lo balanceó. Era un tarro igual al de las luciérnagas.

—Bueno, si no quieres… —dejó el bote sobre la mesa y recorrió la circunferencia de la tapa con un dedo—, puedo…

—Vale —la interrumpí cuando entendí el chantaje—. Ya voy yo.

Ella sonrió. Separó el dedo de la tapa.

—Si llora por hambre, tráemelo, que le doy el pecho aquí.

Mi hermano empujó su silla para impedirme el paso.

—Tiene que ir ella —dijo.

Intenté esquivarlo pero volvió a moverse.

—Que vaya ella —repitió.

—Que vaya el que quiera —dijo papá—. Pero que vaya ya. No aguanto el llanto de ese niño.

En la cuna, el bebé lloraba con los brazos extendidos hacia el techo, como si deseara que el hombre grillo lo encontrara y se lo llevara. Coloqué una mano sobre su vientre y lo acuné. El llanto fue bajando de intensidad. Cuando acerqué uno de mis dedos a su boca, el bebé lo atrapó y empezó a succionar. Una paz equivocada iluminó su rostro.

Fue entonces cuando noté el bulto bajo la sábana.

Se movió a la altura de sus pies. Al principio pensé que habían sido sus piernas al agitarse con el berrinche, pero aquel relieve se alejó demasiado del cuerpo del bebé, como una extremidad elástica que quisiera escapar de su propia anatomía. El bulto se desplazó a una de las esquinas de la cuna. Me puse de puntillas para agarrar a mi sobrino. Antes de que pudiera levantarlo y apartarlo de aquella cosa que se movía bajo la sábana, el bulto se colocó sobre su pecho. Como un segundo cuerpo.

Sentí en mis muñecas el cosquilleo de los bigotes antes de ver nada. Una nariz gris, puntiaguda, inquieta, apareció entre mis manos. Golpeó la barbilla del bebé, que apenas acertó a ladear la cabeza para escapar de aquella cosa.

La rata salió de debajo de la sábana. Caminó sobre los mofletes del niño, hundiendo sus patas en la carne. Una de las delanteras tomó impulso en la nariz, la otra cerca de la oreja. Las garras del roedor abrieron pequeñas heridas en la piel. El bebé abrió la boca para retomar el llanto. La cola del animal serpenteó entre sus labios. El hocico se detuvo unos segundos en el ojo izquierdo del niño, olisqueándolo, los bigotes vibrando sobre sus párpados como pestañas grotescas.

Tiré del bebé con las manos temblorosas. Un músculo de la espalda me lanzó un pinchazo de dolor. El animal se agarró al cráneo del niño, doblándole hacia atrás el cuello en un ángulo antinatural, para después saltar al interior de la cuna. Escapó entre dos de los barrotes. El rabo desapareció en una esquina de la habitación.

Besé al bebé en la frente, apoyado sobre mi pecho. Sujeté su cabeza por detrás para mantener erguido el cuello. Dos gotas de sangre resbalaron por su cara.

—¿Se calla ese niño o qué? —gritó mi padre desde la cocina.

Me senté en el suelo, la espalda apoyada en la cama de mi abuela. Limpié con uno de mis pulgares las gotas de sangre de la cara del bebé.

—¿Tan difícil es? —insistió papá.

—Si tiene hambre, tráemelo —coreó mi hermana.

Tenía la garganta tan encogida por el susto que no pude contestar.

Me quedé esperando, hasta que escuché los pasos de mi abuela avanzar por el pasillo.

—¿Qué pasa? —dijo al entrar al cuarto. Tropezó conmigo. Su ceja medio poblada se elevó contraída por la preocupación—. Pero ¿qué pasa? —Se arrodilló a mi lado. Buscó con las manos al bebé. Lo cogió—. ¿Está bien?

Tragué saliva. Abrí la boca pero no pude articular palabra. Volví a tragar.

—Una rata —conseguí decir.

—No —respondió ella. Apretó la cabeza del niño contra su pecho—. ¿Dónde?

—En la cuna —dije—. Una rata enorme, ha salido de debajo de la sábana. Ha caminado por encima de su cara. Abuela, le ha arañado la cara.

Mamá apareció en el cuarto. Detrás de ella, mi padre y mi hermano. Se arremolinaron en torno a nosotros.

—¿Qué ha pasado? —preguntó papá.

—¿Que qué ha pasado? —Mi abuela separó al niño de su cuerpo para que mi madre lo sujetara. Después, se levantó. Habló muy cerca de la cara de papá—: Ratas. Te dije que acabarían pegándonos un susto.

—¿Ratas? —Mi madre se tapó la boca.

—Hay veneno en todas las esquinas —explicó papá—. Puede que con el retraso haya tardado un poco más…

—Sí, échale la culpa a él —le cortó mi abuela—. ¿Ha venido más con lo de hoy?

Mi padre abandonó la habitación sin responder.

Mi hermana apareció entonces bajo el marco. Apartó un mechón de pelo enganchado a la nariz artificial de su máscara, examinó las puntas del cabello.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Mi hermano agarró a mi hermana de un brazo. Tiró de ella para acercarla al bebé, que aún lloraba en los brazos de mi madre. La empujó hasta que consiguió que se arrodillara.

—No me toques —gritó ella—. Déjame. No me toques.

Los dedos de mi hermano se pusieron blancos alrededor del brazo.

—Tenías que… —se le atragantó una sílaba— que cuidarlo tú —dijo.

Ella gimió.

—Déjala —intervino mamá, mientras acariciaba la cara del bebé—. Ha sido un accidente.

—Ha sido un accidente —repitió mi hermana—, este sitio está lleno de ratas.

Mi hermano soltó el brazo. Ella se lo masajeó.

Papá regresó al cuarto.

—Tenemos una caja nueva —dijo.

La agitó para que mi abuela pudiera oírlo. Era roja, más pequeña que una caja de cereales, pero con la misma forma. La silueta negra de una rata aparecía dibujada en una de las caras, dentro de un círculo amarillo.

—Que alguien me traiga el agua oxigenada del baño —pidió mamá, al tiempo que soplaba la cara del bebé.

Mi hermana se sentó en la cama. Seleccionó otro mechón de pelo y lo atusó sujetándolo con dos dedos colocados en forma de tijera.

—Es tu hijo —le dijo mi madre—. ¿No piensas ir?

Ella sopló las puntas del cabello.

—Que vaya su padre —contestó.

Corrí al baño en busca del botiquín. En el cuarto estallaron los gritos. También oí una bofetada.

Por la tarde me senté junto a mamá en el sofá marrón del salón. Ella remendaba una camisa de papá. Sobre el brazo del sofá estaba el costurero con el que asistió a mi hermana tras el parto. En realidad era una vieja lata de galletas danesas. Eso es lo que podía leerse en la tapa. Detrás de nosotros, mi hermano pedaleaba sobre la bicicleta estática, el pedal rozando el armazón metálico una vez cada cinco segundos.

Observé el rostro de mamá. Su perfil esculpido por el fuego. Una vez la descubrí en la cocina mirando una fotografía. La tocaba con los dedos. Era ella antes de entrar en el sótano. Aparecía de pie sobre unas rocas, pellizcando su falda entre las piernas. Rodeada por la espuma blanca de una enorme ola que debió de mojarla un instante después. Mamá se arrodilló para enseñármela. Cuando vi aquella cara de piel lisa y rasgos perfectos, como una máscara ortopédica sobre el rostro quemado de mamá, agarré el marco y lo tiré al suelo. El cristal se rompió.

En el sofá, detuve la aguja de coser. Besé la mejilla de mi madre. Me gustaba su ojo casi cerrado. Me gustaba que su piel raspara cuando me daba un beso en la frente antes de dormir. Y me gustaba el párpado torpe que se le arrugaba cuando se concentraba remendando el codo de una camisa.

Su nariz silbó tras el beso.

Pegué mi boca a su oreja.

—¿El hombre grillo vino anoche a por mí? —le pregunté.

Dejó caer los hombros. Dobló la manga de la camisa sobre el regazo. Depositó hilo, aguja y dedal en la caja de costura. Acaricié el pliegue rugoso entre dos de los nudillos. El círculo de piel quemada al inicio del pulgar. La cicatriz ancha y lisa cerca de la muñeca.

—¿A por ti? —preguntó.

Asentí.

—¿Por qué iba a venir a por ti?

Pensé en el tarro de las luciérnagas que escondía en el cajón. En que pude haber ahogado al niño por metérselo en la cuna. En las preguntas que había empezado a hacerme sobre el mundo exterior.

—Porque… —dudé.

—Además, ¿cómo va a meterte en un saco un viejo que ni siquiera existe? —Me pellizcó la nariz.

—Yo lo vi.

—¿Estás seguro?

Asentí con los ojos muy abiertos.

—¿Seguro, seguro, seguro?

Pronunció las palabras de una forma cómica, para distraerme. Pero recordé los golpes. Las antenas rascando el techo del pasillo. Los chasquidos de sus rodillas invertidas.

—Seguro —insistí—. A lo mejor vino a por el bebé.

—¿A por el bebé? ¿Y qué es lo que ha hecho el bebé?

Encogí los hombros, incapaz de dar una respuesta.

Entonces caí.

—Mamá —dije. Hice una pausa larga antes de continuar—. Mamá, ¿es el hombre grillo el padre del bebé?

Su cabeza cayó hacia delante, como si el cuello se le hubiera convertido en gelatina. Miró a mi hermano en la bicicleta para comprobar que no nos escuchaba.

—Pero ¿qué cosas dices? —susurró—. Anda que como te oiga tu padre… Hijo, de verdad, hazme caso. El hombre grillo no existe. Aquí estás seguro.

—Pero yo lo vi.

—El hombre grillo no existe —insistió—. Además, tú ni siquiera sabes cómo se hacen los niños. No hemos llegado a esa página todavía.

—Seguro que no es muy diferente a cómo lo hacen los insectos —respondí—. Y he leído mucho sobre eso en mi libro.

Mamá sonrió. Un ojo se le cerró sin querer.

—Créeme, hijo, es muy diferente.

Recogió la camisa, la aguja y el hilo de la caja de costura para retomar la labor de remiendo. Un envase circular de plástico transparente cayó sobre el sofá. Examiné su contenido moviéndolo entre mis dedos.

—¿Qué son? —le pregunté.

—Son tus dientes de leche.

El recipiente se me resbaló. Rodó por el suelo hasta que la tapa se separó del resto. Los dientes acabaron desperdigados.

Mi hermano rebuznó desde la bici.

—Anda, vete —dijo mamá. Un hilo negro unía su boca con la camisa sobre sus rodillas—. Ya lo recojo yo. Pero vete antes de que te saques un ojo con esta aguja.

Me quedé con dos de los dientes sin que se diera cuenta.

Corrí al pasillo.

Papá hablaba con mi hermana desde la puerta del baño. El agua del grifo corría.

—Póntela —dijo.

—Necesito lavarme la cara —respondió ella.

—Y yo necesito colocar esto en el baño.

Papá mostró la caja de matarratas que llevaba en la mano.

—Pues ponlo —dijo ella.

—No tengo por qué ver tu cara mientras lo hago.

Papá me vio y reparó en la mano con la que me estaba pellizcando los calzoncillos.

—Y tu hermano mucho menos —dijo. Me guiñó un ojo—. Él también necesita usar el baño. No puede entrar si estás con el agujero de tu nariz al aire.

Me quedé quieto.

El agua del grifo siguió corriendo.

El brazo de mi hermana emergió del interior del baño. Estuve a punto de cerrar los ojos. Cogió la caja de veneno. Papá se quedó con el brazo extendido.

—Lo pongo yo —dijo ella.

Entonces cesó el rozamiento de los pedales de la bici en el salón. El suelo retumbó cuando mi hermano inició una de sus marchas. Silbó la melodía de siempre.

Sorbí saliva apretándome el calzoncillo.

—Tu hermano necesita entrar —insistió mi padre. Su tono se agravó—. Ponte la prótesis.

Oí cómo se ajustaba la goma elástica.

—Así me gusta —dijo, y me abrió paso—. Ya puedes entrar al baño.

Papá esperó a que me colocara delante de la taza.

Mi hermana chasqueó la lengua.

Desde el salón, mamá llamó a mi padre.

—Haz que pare —le gritó. Se refería a mi hermano y su marcha por la cocina.

Papá cogió la caja de matarratas del lavabo y lo colocó sobre la cisterna.

—Pon tú el veneno —me dijo—, que no me fío de la de la máscara. Un cubito detrás de este mueble —tocó el que se encontraba debajo del lavabo—, otro detrás de éste —posó la mano en el armario de las toallas— y uno más detrás de la puerta. ¿Entendido?

Asentí.

—Y lávate bien las manos después —añadió—. No quiero encontrarte muerto en un rincón.

Desapareció camino del salón, donde mi hermano seguía marchando.

Saqué de la caja los cubitos de veneno, de color azul celeste. Los coloqué donde me había indicado papá. Mi hermana miraba el reflejo de su máscara en el espejo. Golpeó el chorro de agua varias veces para salpicarlo hasta que distorsionó tanto su propia imagen que quedó borrosa. Cuando deposité la última dosis de veneno tras la puerta, preguntó:

—¿Me puedo lavar la cara de una vez?

Asentí justo antes de salir del baño. Mi hermana cerró la puerta de una patada.

Devolví la caja de matarratas a papá, que estaba ahora subido a la bici. Me la arrancó de las manos sin dejar de pedalear y la encajó entre dos piezas del armazón.

De vuelta a mi cuarto, descubrí dos destellos verdes tras la ventana. Miré al salón. La mano de mamá apareció un segundo en el rectángulo que dibujaba el umbral del pasillo. Tiraba del hilo negro. La habitación de mi abuela seguía cerrada, no había salido en todo el día.

Las dos nuevas luciérnagas flotaron describiendo trayectorias caprichosas más allá del cristal, como los ojos bizcos de un insecto gigante. Cuando abrí la ventana, se posaron en mi mano.

—Venís de fuera, ¿verdad?

En mi cuarto encontré a mi hermano sentado en el borde de su litera. Silbaba su marcha con el labio roto y los pantalones del pijama metidos en los calcetines.

Al verme, extendió los brazos, como el hombre en la cruz del rosario de la abuela. Se quedó muy quieto en su campo de maíz.