A la mañana siguiente, me incorporé sobresaltado en la cama al recordar el bote con las dos luciérnagas. Ya había mucho ruido en la casa. El mecanismo de la tostadora saltó varias veces en la cocina, las sillas se arrastraron en torno a la mesa del comedor y la cisterna se llenaba en el baño.
Llegué al cuarto de mi abuela vestido con el mismo calzoncillo de la noche anterior. Me asomé a la cuna pero estaba vacía. Ni rastro del bebé ni de mi tarro. Levanté la sábana con la que los había tapado. Nada.
Mamá gritó mi nombre desde la cocina, desde donde también llegaba el olor a pan tostado. Pasé antes por el baño para mojarme la cara y el pelo, siempre lo llevaba de punta al despertarme.
—Siéntate, venga —dijo mamá al verme, sacando la mantequilla de la nevera—. Vamos a desayunar ya. ¿Ves lo que te pasa por andar despierto tan tarde? Que luego te quedas dormido.
Mi hermano esperaba con los cubiertos en ristre a que mi madre le sirviera el desayuno. Señaló mi silla con el cuchillo, a su lado. Una mueca separó su labio inferior herido mostrando gran parte de la encía. Me senté. Frente a mí, la abuela sonreía a la nada. Bebió café con la punta de un dedo metida en la taza para comprobar su nivel. A su izquierda, mi hermana amamantaba al bebé. Papá lo miraba fijamente.
—Al final el niño pudo dormir bien —dijo.
Mi hermana enfiló la máscara hacia papá. Cuando descubrió que estaba mirando allí donde el bebé succionaba, tapó la parte descubierta del pezón con su mano.
A papá se le arrugó el entrecejo.
—¿Ves? —saltó mi madre desde la tostadora—, lo que pasa es que tiene que ir acostumbrándose a la oscuridad.
Mi hermana me miró sin volver la cabeza.
—O no —dijo. Creí ver una sonrisa en sus labios.
Pensé en el bote de las luciérnagas.
—¿Qué quieres decir con eso? —intervino papá.
—Nada —contestó ella.
—No, dime, ¿qué has querido decir con eso?
La abuela dejó de sonreír. Mi hermano contuvo uno de sus rebuznos.
—No he querido decir nada —insistió tras la máscara, aún mirándome a mí.
—¿Qué has querido decir? —repitió papá.
El bebé lloró cuando el pezón se le escapó de la boca. Mi hermana lo pellizcó con dos dedos para ofrecérselo de nuevo.
—He querido decir que no debe de ser tan bueno que estos niños se acostumbren a la oscuridad —dijo señalándonos al bebé y a mí con ligeros movimientos de cabeza—. Estos niños necesitan la luz del sol.
—Tomamos toda la vitamina D que necesitamos —aclaró mi madre desde la cocina.
—Pero necesitan aire —prosiguió mi hermana—, necesitan vida, necesitan… —Inspiró profundamente como si fuera a decir algo importante, pero cerró la boca y se quedó en silencio.
—¿Qué necesitan? —la instigó papá—. Dilo, ¿qué es lo que necesitan?
Mi hermana clavó sus ojos en los de mi padre.
—Ya he dicho lo que quería decir.
—¿Estás segura? —le preguntó—. Yo creo que has dejado una frase a medias. Atrévete a decir de nuevo que les falta algo a estos niños.
Mi hermana asistió al bebé en su pelea con el pecho.
—Venga —continuó papá—. Atrévete. Que les falta aire. Que les falta sol.
Los labios de mi hermana se tensaron tras la máscara.
—¡Atrévete! —gritó mi padre.
Mi hermana enderezó la espalda. El bebé empezó a llorar en cuanto perdió el pezón. Ella se metió el pecho dentro de la blusa y se la abotonó.
—A este niño lo que le falta de verdad es un padre —dijo entonces.
Con cuidado, dejó al niño, de espaldas, sobre la mesa.
Enfrente de papá.
El puñetazo que él dio a la madera hizo temblar todo el servicio. El bebé agitó brazos y piernas. La abuela lo encontró, guiándose por el sonido de su llanto. Mamá agarró su taza con ambas manos como si fuera a salir volando. El puño de papá se abrió y cerró en tres ocasiones. Los huesos de sus nudillos crujieron las dos primeras. Sopló mientras negaba con la cabeza.
Después de dar otro puñetazo sobre la mesa, se levantó y abandonó el salón sin decir nada más. Durante el corto trayecto hasta el pasillo no dejó de mirar a mi hermana. La puerta metálica de su habitación se cerró.
Mamá comenzó a repartir las tostadas. Sirvió a todos menos a mi hermana.
—¿Y yo? —preguntó ella.
—Ahí tienes la última rebanada. —Señaló la cocina—. El tostador está en el armario.
Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, empujé el cactus con un dedo para seguir la trayectoria del sol.
—Toma, vitamina D.
Recordé lo que había dicho mi hermana esa mañana y extendí ambas manos en forma de cuenco bajo el chorro de luz, por si las pastillas que me daba mamá no eran suficientes. Las giré bajo el sol y después me tumbé. Con los ojos a ras del suelo aproveché para repasar la estancia principal. Miré debajo de la mesa del comedor. De los armarios y de la nevera en la cocina. Mamá lavaba algunas prendas en el fregadero. Aunque en el sótano había una lavadora, ella prefería hacer la colada a mano, decía que era un buen entretenimiento. Después tendía la ropa en su cuarto, junto a la lavadora que no se usaba. Miré también alrededor de la bici. Debajo del sofá marrón y de la butaca a rayas de papá. Debajo del mueble donde descansaba el televisor, y debajo de las estanterías llenas de cintas y libros. Mi bote no estaba en ningún sitio.
Primero escapó el pollito.
Y ahora escapaban las luciérnagas.
—Por lo menos sé que tú no te vas a ir —le dije al cactus. Al suspirar olí el detergente que usaba mamá. Era uno de mis olores favoritos en el sótano.
Papá regresó al salón por primera vez en todo el día tras el incidente en el desayuno. Incluso se había saltado la hora de comer. Se acercó a mi madre en el fregadero.
—Sigue sin venir —le dijo—. Y no quedan huevos. Sabíamos que esto podía pasar algún día, pero no…
—El niño está aquí —le interrumpió mi madre—. Míralo, ahí, en el suelo. Con el cactus.
Papá se giró.
—Pareces un fantasma —dijo—. Siempre tan callado.
Me puse de rodillas.
—Déjale —susurró mi madre.
—Vamos, vete. Que tengo que hablar con tu madre.
Le enseñé la maceta con el cactus.
—¿Y? —contestó tras dedicarle una mirada—. Esa planta ya ha recibido más luz de la que pueda necesitar.
Abandoné el salón. Mis padres esperaron a que estuviera lo suficientemente lejos para retomar su conversación. Antes de que pudiera abrir la puerta de mi habitación, una mano me agarró. Era mi hermana.
Su rostro artificial se apoyó en mi hombro por detrás.
—Ven —me susurró al oído.
Me arrastró a su dormitorio. El bebé dormía en la cuna. La abuela estaba de rodillas, a un lado de la cama, con los antebrazos apoyados en el colchón. El rosario bailaba entre sus dedos, las cuentas avanzando con un característico repiqueteo. Murmuraba la oración con los ojos cerrados en un arrullo indescifrable. Mi hermana colocó un dedo sobre el agujero de la máscara bajo el que estaba su boca. Avanzamos hasta su cama. Advertí un bulto bajo la sábana. Cuando tiró de ella, descubrió lo que había debajo.
Era mi bote de las luciérnagas.
Tomé aire para decir algo pero mi hermana volvió a pedirme que guardara silencio. La abuela abrió los ojos sin dejar de nombrar al que está allí arriba. Mi hermana y yo nos quedamos quietos. Las cuentas del rosario siguieron chocando entre sí y contra las uñas de mi abuela. Regresamos a la puerta de puntillas acompañados por el zumbido de la oración. Justo antes de que abandonáramos la habitación, la abuela dijo:
—Cerrad la puerta cuando salgáis.
Así lo hizo mi hermana. En el pasillo miré a la estancia principal. Mis padres seguían hablando en voz baja junto al fregadero. Mi hermana me dio una palmada en el culo y me señaló el baño.
Cuando entramos, se colocó de cuclillas empujando la puerta con la espalda para que se cerrara. Apoyó el bote de las luciérnagas en una de sus rodillas.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Miré al bote.
—¿Qué demonios es esto? —repitió—. ¿Y qué hacía en la cuna del bebé?
Me agaché para dejar el cactus en el suelo. Después intenté coger el bote. Mi hermana lo apartó levantándolo por encima de su cabeza.
—¿Para qué has metido esto en la cuna del niño?
No respondí.
—¿Quieres que llame a papá y se lo cuente? ¿Y que él te pregunte por qué lo has hecho?
Ladeó la cara para acercar su boca a la puerta sin dejar de mirarme. Aún me concedió unos segundos antes de gritar:
—¡Pa…!
Le tapé la boca con ambas manos, tocando el material ortopédico de su máscara. Ella sacó la lengua y sentí una babosa húmeda entre los dedos. Consiguió que apartara las manos.
—¿Qué es esto? —preguntó de nuevo—. Dímelo, será nuestro pequeño secreto. Sabes que esto es peligroso para un bebé tan pequeño, ¿verdad?
Agitó el tarro. El lápiz chocó contra las paredes transparentes del envase.
—Cuidado —dije—, les vas a hacer daño.
Mi hermana observó el tarro.
—He preguntado si sabes lo peligroso que resulta esto para la vida de un bebé tan pequeño como ese que duerme en la cuna de mi habitación.
Bajé la cabeza, avergonzado. No había pensado en eso.
—No te pongas así ahora —dijo mi hermana—. Mírame. Has puesto en peligro la vida del bebé.
Arrugué los labios.
—Pero no llores… Mientras no se entere nadie, no pasa nada. Y mientras te portes bien, nadie tiene por qué enterarse. Será nuestro pequeño secreto.
—No lo volveré a hacer —dije.
Ella rió. Empujó el tarro contra mi pecho y lo soltó sin avisar. Logré agarrarlo antes de que cayera al suelo. Mi hermana abrió la puerta del baño y desapareció. Una de las luciérnagas emitió un destello verde. La otra respondió enseguida.
Entonces sentí que me ardía el dorso de una mano. Quizá la había puesto demasiado tiempo al sol. Descubrí una mancha roja en mi piel blanquecina. Tan blanca que pensé que a lo mejor papá tenía razón.
A lo mejor yo era un fantasma.
Me encaramé a la silla a la hora de cenar.
—¿Sólo hay esto? —pregunté.
Peiné el puré de patata con el tenedor. Revolví el montón de guisantes. Un par de ellos cayeron al suelo. Esperé, con los hombros encogidos, un regaño de papá.
—Come —dijo él.
Le hice caso.
—Cómete eso también —ordenó después. Señaló con el cuchillo los restos de piel de patata que había apartado en el plato.
—Nunca hemos comido el puré así.
La nariz de mamá silbó.
—Pues está mucho más rico —dijo.
Buscó varios restos de piel en su puré y se los metió a la boca. Los masticó con una sonrisa que arrugó su mejilla de forma irregular. Mi abuela comió también sus cáscaras de patata. A mi derecha, mi hermano engullía la pasta amarillenta. Algunos trozos se colaban por el hueco abierto en su labio inferior y regresaban al plato masticados. Él los recuperaba con la cuchara en un nuevo intento de ingerirlos. Algo parecido a lo que hacen las moscas, que vomitan su saliva para regurgitar los restos sólidos de los que se alimentan, transformándolos en una masa líquida que después absorben con su boca en forma de trompa.
Me comí todo lo que había en el plato, pero seguía teniendo hambre.
—¿No hay más? —pregunté.
Oí los cubiertos de papá al apoyarse en su plato. En una rápida sucesión, mi abuela se llevó la mano a la frente, al vientre, a ambos lados del pecho y a la boca.
—Claro que hay más —respondió mamá.
Alcanzó el séptimo plato, colocado como siempre entre mi abuela y mi hermana. Cuando la abuela lo oyó, agarró la mano de mamá.
—Aún no —le dijo.
Mamá me miró y se mordió el labio inferior.
—Por favor —susurró la abuela—. Aún no.
Mamá dejó el plato donde estaba con un suspiro.
Papá me ofreció el suyo. Lo sujetaba con el brazo estirado, el plato en el aire en mitad de la mesa.
—Eso no soluciona nada —dijo mi madre.
—Soluciona el hambre del niño.
—Sólo esta noche —añadió ella—. ¿Qué haremos mañana?
—¿Qué pasa mañana? —pregunté masticando un trozo de piel.
—No pasa nada —susurró mamá muy cerca de mi cara, tratando de sonreír. Después miró a papá—: ¿Qué haremos mañana?
—No lo sé —contestó él—. De verdad que no lo sé.
Esa noche, papá dejó que me quedara a ver una película con ellos. La vi mientras jugaba en mis manos con los dos guisantes que habían caído de mi plato.