El huevo se movió algún tiempo después. «Dale calor», había dicho mamá. Y yo le había dado calor. Ahora el animal estaba preparado para nacer. Lo que había dicho papá de los huevos sin fecundar tenía que ser mentira.
Cuando por la noche vi el huevo en una posición diferente a como lo había dejado esa mañana, tuve que ahogar las ganas de gritar de emoción, porque sólo mamá y yo sabíamos de su existencia. Que mi hermano me hubiera visto guardarlo en el cajón no significaba que lo recordara cinco minutos más tarde. Me llevé las manos a la boca y miré a mi alrededor sin saber qué hacer.
Una sensación de responsabilidad paterna me hizo actuar deprisa. Agarré el huevo con cuidado y lo sujeté a la altura de mi ombligo. La cáscara estaba más caliente de lo habitual, sentí el corazón del pollito latir a través de ella. Corrí en busca de mamá para que asistiera conmigo al nacimiento.
Encontré el salón vacío. Giré para rastrear toda la estancia. Tampoco había nadie en el baño, así que fui al cuarto de mis padres. Su puerta era de metal y no tenía manilla, diferente a todas las demás. Desde fuera sólo podía abrirse con una llave que mamá y papá se colgaban al cuello. Mi padre no quería que nos acercáramos a su habitación, pero presa de la emoción del inminente nacimiento golpeé la puerta varias veces con la frente para llamar la atención de mamá.
—Vete a tu cuarto —gritó ella desde dentro.
—Mamá, es importante —dije a la rendija de la puerta cerrada—. Va a… —Antes de terminar la frase pensé que papá también estaría dentro, así que me tragué las palabras—. Necesito que salgas.
—Ahora no —dijo ella—. Ahora no puedo.
—Por favor —insistí.
Imaginaba al pollito desvalido naciendo frente a mis ojos sin saber qué hacer. Mamá había resuelto a la perfección el parto de mi hermana, y esto era una emergencia de igual importancia. Supliqué con toda la cara encajada en la esquina del marco. Babeando el metal. A papá no le gustaba que llorara. Y sabía que iba a empezar a gritarme desde dentro en cualquier momento.
Tras un silencio, oí pasos de mi madre acercándose a la puerta. Supongo que quiso entornarla para ver qué me ocurría, sin saber que yo estaba empujando contra ella. En cuanto giró la llave, la puerta cedió a mi peso. Mamá no logró sujetarla. Rodé hacia delante sin poder extender las manos para detener mi caída en el intento de que el huevo no resultara dañado. En una rápida sucesión de imágenes vi el techo del cuarto, la lavadora en una esquina, el suelo, la cara de mi madre, los pies de mi madre, y una puerta cerrarse. Terminé tumbado de espaldas a los pies de la cama de mis padres, las manos todavía anudadas frente a mi estómago.
Mamá me miró a la cara. Después se fijó en mis manos. El ojo que todavía dominaba se abrió en una expresión de entendimiento. Los pliegues de carne quemada que rodeaban el otro apenas se movieron. Justo después dirigió la mirada a algún lugar a la derecha de la cama.
A papá.
Que ahora me preguntaría qué estaba escondiendo. Y vería el huevo. Y me lo colocaría en la mano. Y lo rodearía con la suya. Y apretaría. Hasta que la cáscara se quebrara y un montón de baba resbalara entre mis dedos. Sólo que ahora no sería baba lo que saldría de dentro del huevo, sino un cuerpo, con carne y plumas, que no dejaría en el suelo una mancha húmeda que mamá podría limpiar con amoníaco, sino que lo golpearía con un sonido hueco. Porque sería el cuerpo muerto del pollito que estaba esperando, y que aún mantenía entre mis manos, caliente. Cerré los ojos esperando oír la voz de papá.
Pero fue mamá la que habló.
—Por Dios, hijo, ¿qué te pasa? ¿Estás enfermo?
Abrí los ojos mientras mi madre se agachaba para cogerme de la muñeca. Nada más levantarme, giré el cuello en dirección a la cama.
Papá no estaba allí.
Ni junto al armario que había en la pared de la derecha. Ni cerca de la ropa tendida. Ni en ningún lugar de aquella habitación. Levanté las manos sujetando el huevo para enseñárselo a mi madre.
—No, mamá, si no es por mí, es por…
Me tapó la boca con una mano, y con la otra cubrió el huevo. Traté de hablar pero sólo chupé la piel de su mano. Áspera e irregular. Sabía a la maceta de mi cactus. A tierra.
Ella siguió empujando mis manos hacia abajo para ocultar el huevo.
—Si estás enfermo, ve a decírselo a la abuela. Ella sabrá qué darte. Papá se va a enfadar mucho cuando se entere de que has entrado aquí estando la puerta cerrada. —Me guió de vuelta al pasillo, tapándome la boca en todo momento—. Y ya sabes que se lo voy a tener que contar.
Incapaz de hablar, sacudí las manos para llamar la atención de mi madre. Ella dirigió su mirada impar hacia el huevo sólo un segundo.
—Tu abuela sabrá qué darte —repitió.
Me empujó fuera de la habitación.
Ya en el pasillo, retiró la mano de mi boca.
—Es el poll… —empecé a decir, pero mamá volvió a callarme.
—Tu abuela —dijo. Inclinó la cabeza para señalar su dormitorio—. Al salón no vayas, que estará tu padre.
Arrugué la nariz. Yo acababa de estar en el salón.
Mi madre me cerró la puerta en la cara.
Giró la llave.
Abrí el dormitorio de la abuela maniobrando la manilla con el mentón. El huevo latía ya entre mis manos como un corazón caliente. O como las grandes crisálidas de los satúrnidos, a través de las cuales puede verse bombear la sangre del insecto en su interior.
La luz del cuarto estaba encendida. Mi abuela, sentada en su cama con la espalda pegada a la pared, dirigía sus ojos apagados al niño, que dormía encerrado en la cárcel de sombras que proyectaban sobre él los barrotes de la cuna. En otra cama, mi hermana dormía con la sábana hasta la frente. Sobre la mesilla, a su lado, descansaba el relieve blanco de la máscara.
—La luz está encendida —le dije a mi abuela.
Volvió su rostro hacia mí como si no me hubiera oído entrar.
—Lo sé. Déjala así —me indicó—. Es por él. Y baja la voz.
Señaló la cuna del bebé. Apenas se equivocó por un poco.
—¿Qué te pasa? —susurró—. Te oigo correr por toda la casa. ¿Has entrado en el cuarto de tu padre?
—La puerta se abrió sin querer —expliqué—, pero papá no estaba dentro.
Me acerqué a la cama de la abuela. Ella siempre olía a polvos de talco. A veces, al ponérselos, se dejaba manchas blancas en la cara o en la ropa.
—Va a nacer —le dije.
Agarré una de sus manos arrugadas e hice que tocara el huevo. Desde el fuego, mi abuela no tenía más vista que la de sus dedos.
—Es tu huevo —dijo cuando acarició la cáscara. Bajó aún más el tono de voz para añadir—: Tu madre me lo ha contado.
—Va a nacer —repetí.
Mi abuela frunció las cejas, una de ellas menos poblada que la otra. Había zonas de la cicatriz donde el pelo no había vuelto a crecer. Desapareció para siempre con el fuego como desapareció también el sentido de la vista.
—¿Nacer? ¿Un huevo sin fecundar? —Levantó el labio superior—. ¿Qué te ha dicho exactamente tu madre?
—Me dijo que le diera calor. Que es así como nacen. Papá mató uno y mamá me dio éste. Y hace un rato se ha movido. Mira, tócalo. El pollito va a salir.
Su rostro se alisó hasta donde permitían los surcos que en él habían esculpido las llamas y el tiempo.
—Oh, claro, es verdad —dijo—. Ven, dámelo.
Se desarropó desplazando las sábanas a la altura de sus rodillas. Me senté frente a ella, crucé las piernas, le di el huevo, y apoyé la barbilla sobre mis manos enlazadas. La abuela se llevó el huevo a la oreja. Con un dedo delante de su boca me indicó que permaneciera callado.
—Lo oigo —dijo segundos después.
Acercó el huevo a mi cara. Yo terminé de guiar su movimiento para colocarlo junto a mi oído.
—¿Lo oyes?
No oí nada.
—¿Lo oyes piar? —insistió.
Entonces lo oí. Piar. Muy bajito, al otro lado de la cáscara.
—Sí, sí, lo oigo —grité.
Mi abuela chistó para hacerme callar.
—Va a salir ya —añadí entre dientes.
Mi abuela asintió. Colocó el huevo debajo de su almohada.
—Ahora tienes que cerrar los ojos —dijo.
—¿Cerrar los ojos?
—No nacen si saben que alguien les mira.
Colocó las palmas de sus manos sobre mis párpados. Estuvimos un momento en completo silencio.
—Ya está aquí —dijo.
Retiró sus manos pero se giró de tal manera hacia la almohada que, durante unos segundos, dejé de ver lo que hacía. Cuando se volvió tenía las manos ahuecadas.
—¿Lo ves? —preguntó ella.
Examiné sus manos con extrañeza. Parecían vacías.
—¿Es que no lo ves? —insistió.
Al principio no vi nada.
—Míralo —añadió—, ya está aquí.
Entonces lo vi. Un pollito de un amarillo intenso. Las plumas como si fueran algodón. Y piando tan fuerte que pensé que despertaría al niño.
Mi abuela me sonreía mientras acunaba al polluelo. Después se lo colocó en el hombro. El pollito se quedó allí picoteando mechones de pelo blanco, como si entre ellos estuviera su primer alimento. Mi abuela reía y encogía los hombros, le hacía cosquillas.
—¿Lo ves? —me preguntó.
Asentí, mudo de la emoción.
—¿Lo ves? —repitió, incapaz como era de ver mi gesto.
—Claro —dije ahora para que me oyera—. Es justo como pensaba que sería. Tan amarillo.
Mi abuela cogió el pollito de su hombro con una mano. La cabeza del pájaro sobresalía entre sus dedos, mirando a todas partes. Piando sin parar.
—Coloca bien las manos —dijo.
Lo hice y las acerqué a las suyas hasta rozarlas. El pollito saltó. Sentí las uñas de sus patas clavarse en las palmas y su plumón acariciarme los dedos. Lo acerqué a mi cara.
—Llevo dos filas esperándote —le dije. En el sótano había un calendario pegado a una pared de la estancia principal, cerca de la bicicleta. Los cuadrados eran los días; las filas, las semanas. Cuando todos los cuadrados estaban tachados, papá arrancaba la hoja. Y eso era un mes. Pocas veces cambiaba todo el calendario, pero cuando lo hacía, había pasado un año. También pasaban años cuando hacíamos tarta para alguno de nosotros. Mi familia miraba el calendario a menudo. A mí sólo me importaba saber si era de día o de noche, y para eso tenía la mancha de sol—. Te he salvado de que te frían en la sartén —añadí.
Mi abuela rió.
Fue entonces cuando mi padre gritó.
Gritó mi nombre.
La puerta del dormitorio de mi abuela se abrió de un golpe. Tan fuerte, que el pomo golpeó la pared y la hundió.
Me levanté con las manos detrás de mi espalda, escondiendo el pollito.
Vi cómo uno de los brazos de mi hermana salió de debajo de las sábanas. Agarró la máscara y se la colocó sin apenas moverse.
El bebé empezó a llorar.
—¿Has entrado en mi cuarto estando la puerta cerrada? —preguntó papá.
—Fue sin querer.
Miré a la abuela como si ella pudiera confirmar mi versión, pero no dijo nada.
—Ven —dijo mi padre.
Dudé.
—¡Ven!
Avancé hasta situarme delante de él.
—¿Qué llevas ahí detrás? —preguntó.
—Nada.
Todavía sentía las uñas y las plumas del pollito entre mis dedos.
—¿Cómo que nada? —dijo papá.
Sin darme tiempo a reaccionar, me agarró de un hombro. Su mano bajó como un pulgón a lo largo de mi brazo en dirección al codo. Y luego a la muñeca, detrás de mi espalda. Cuando la agarró, tiró de ella para obligarme a mostrarle la mano.
Cerré los ojos como si así pudiera hacer que desapareciera el pollito.
Pero la mano estaba vacía.
—Enséñame la otra —me ordenó—. Vamos.
Saqué la otra mano lentamente. Tampoco en ésa había nada.
Ni rastro del pollito.
Yo estaba tan sorprendido como mi padre.
—Explícame por qué has entrado en mi habitación —dijo. Me puso una mano extendida en la frente—. Dice tu madre que estás enfermo.
No supe qué responder.
Observé la cicatriz de pelo de papá. Sus fosas nasales se abrían y cerraban al ritmo de su sonora respiración.
—¿Lo estás? —preguntó—. ¿Estás enfermo?
Tampoco contesté. Sólo pensaba en dónde se habría metido el pollito.
—No es nada —intervino mi abuela—. Tiene algo de fiebre, pero muy poca. No nos va a hacer falta nada.
Mi padre volvió a tocarme la frente.
—Ahora te voy a explicar lo que es una cerradura —dijo.
Me agarró del cuello con la mano convertida en tenaza. Si él hubiera querido, podría haberla cerrado por completo.
—Oye —dijo mi abuela.
Mi padre la miró, y yo pude hacer lo mismo cuando la fuerza de agarre sobre mi cuello cedió un poco.
—A esa bombilla le queda poco tiempo —dijo—. Hace días que oigo un zumbido de electricidad.
Al tiempo que papá levantó la vista al techo, donde colgaba el cuerpo ahorcado de cristal, mi abuela acarició su almohada para que yo lo viera. Justo en el lugar donde había colocado antes el huevo. Lo entendí enseguida.
—Gracias, abuela —le dije.
Ella sonrió y dejó de acariciar el tejido.
—No sé cuándo podremos cambiarla —repuso mi padre a cuenta de la bombilla.
—Quizá le quede más de lo que parece —respondió ella.
La tenaza volvió a cerrarse en torno a mi cuello, pero no me importó. El pollito estaba bien e iba a dormir con mi abuela. Oliendo sus polvos de talco.